INDICE DE ENTRADAS DE «LA VIDA DE DISRAELI»
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LA AYUDA SOCIAL ANTES DEL ADVENIMIENTO DEL ESTADO BENEFACTOR*
C. G. HansonRevista Libertas VI: 10 (Mayo 1989)
Instituto Universitario ESEADE
Puesto que vivimos hoy en Gran Bretaña en una era de servicios sociales de alcance universal a cargo del estado, las actitudes asumidas en los siglos XIX y principios del XX hacia la ayuda social nos resultan extrañas, si no inexplicables. Las pensiones estatales se implantaron por primera vez en 1908 sobre una base selectiva, y los beneficios por enfermedad y desempleo (para los trabajadores con remuneraciones más bajas) en 1911. Lo que quizá parezca sorprendente para el lector actual no es que estos programas de bienestar social se hayan implementado en esa época, sino que no lo hubieran hecho antes. Si en el siglo XIX la vida era tan espantosa para el asalariado común y su familia, ¿cómo había podido enfrentar ese hombre los inevitables problemas que plantean la enfermedad, el desempleo y la vejez? ¿Cómo se explica que los políticos no tomaran conciencia de semejante situación y reaccionaran antes de lo que lo hicieron, lanzando campañas en pro de una expansión general de los programas estatales de ayuda social?
Éstas son cuestiones muy complejas y no intentamos examinar aquí todas sus facetas. En este ensayo nos limitaremos a analizar el desarrollo de algunas instituciones voluntarias de ayuda social y a demostrar, a la luz de ese desarrollo, que los argumentos en favor de una expansión general de la ayuda social por parte del estado no son tan categóricos como algunos sostienen.
(…)
La Ley de Pobres
El Acta de Enmienda de 1834 a la Ley de Pobres constituyó una reforma radical de la antigua Ley de Pobres. La principal razón para introducir esta reforma fueron los obvios defectos de que adolecía la Ley de Pobres vigente, conocida con el nombre de «sistema Speenhamland» porque los magistrados de Berkshire lo aplicaron por primera vez en la aldea de Speenhamland en 1795.
Entre 1795 y 1832, todos los condados de Inglaterra, excepto el de Northumberland, adoptaron ese sistema u otro similar. De acuerdo con dicho sistema, los salarios se incrementaban hasta un mínimo convenido recurriendo a los fondos provenientes de los impuestos destinados a socorrer a los necesitados. Los desembolsos en concepto de ayuda pasaron de 2 millones de libras en 1784 a casi 8 millones en 1818, y la gente de la época aseguraba que debido a la pesada carga de esos impuestos, muchas granjas e incluso aldeas enteras habían sido abandonadas por los pobladores. Ésta era la pesadilla que el Acta se proponía evitar, una pesadilla siempre latente en lo más hondo del pensamiento de los hombres que tenían la responsabilidad de administrar el Acta.
El Acta de 1834 se basaba en el informe de una Comisión que había hecho hincapié en dos principios: «el test de la workhouse»* y el de «menor elegibilidad». En virtud del primero se abolía en general la ayuda domiciliaria a las personas físicamente capaces y a sus familias, y no se prestaba ayuda a ningún hombre físicamente capaz a menos que él y toda su familia ingresaran en una workhouse como residentes, pero esta regla, general tenía algunas excepciones importantes. De acuerdo con el segundo principio, la situación de los residentes en las workhouses, debía ser «menos elegible» (es decir, menos satisfactoria o agradable) que la del trabajador remunerado con el salario más bajo. Estos principios estaban explicitados en el informe de la Comisión, pero no habían sido incorporados por escrito al Acta siguiente. Los historiadores que objetaban enérgicamente la política social del siglo XIX daban gran importancia a esos principios, pero es necesario aclarar que debido a ciertas razones prácticas, comúnmente se los dejaba de lado en cuanto se ponía en funcionamiento el Acta. Por ejemplo, habría sido una absurda extravagancia, tener que construir workhouses con capacidad suficiente para acomodar a los trabajadores que habían perdido su empleo a raíz de una recesión
económica temporaria.El Acta funcionaba de la siguiente manera. En todo el país se designaban uniones de parroquias, administradas por juntas de guardianes, algunos de los cuales eran elegidos por los contribuyentes, mientras que otros lo eran ex oficio. Cada unión de parroquias tenía su propia workhouse y un cuerpo organizado de funcionarios rentados. Las personas que recibían ayuda tenían el status legal de «indigentes», el cual estaba ligado a cierto estigma y a algunas inhabilitaciones. Entre las principales figuraba la pérdida de los derechos de voto, aunque este impedimento no afectaba a las mujeres, que no pudieron votar hasta 1919, ni a la mayor parte de
los hombres hasta 1884, fecha en que el voto se extendió a la mayoría de los varones adultos. La financiación de este sistema de ayuda pública provenía de los impuestos recaudados por las autoridades locales. La carga financiera sobre el gobierno central era muy pequeña, ya que consistía principalmente en los salarios y los gastos administrativos de tres comisionados y varios comisionados adjuntos.Después de la reforma de 1834, el número de indigentes disminuyó considerablemente en Gran Bretaña y, como puede verse en el cuadro I, en forma aun más acentuada en proporción al rápido aumento de la población.
El cuadro revela también que para los indigentes en general, a lo largo de todo el país, era mucho más común la ayuda que se brindaba a aquellos que no residían en workhouses que a los que estaban alojados en ellas.
Fuente: Report of the Royal Commission on ihe Aged Poor, 1895, p. ix.
Nota: Estas cifras corresponden al cómputo de un día en los años mencionados. El número de pobres que
recibían ayuda en el curso de un año era aproximadamente el doble
Había casos notables, o quizá deberíamos decir notorios, de uniones de parroquias que negaban toda ayuda a los pobres que no residían en las workhouses, pero en general se trataba de excepciones. De las cifras del cuadro I no puede inferirse que lo que era válido para los indigentes en general también lo fuera para los indigentes físicamente capaces, En 1892, por ejemplo, había 25.652 indigentes físicamente capaces que residían en workhouses, pero 67.000 indigentes físicamente capaces recibían ayuda fuera de las workhouses.
Las workhouses eran descritas frecuentemente como «Bastillas».La vida no era agradable en ellas para los indigentes físicamente capaces que eran poco afectos al trabajo, pero ya en la década de 1890 ese tipo de «internos» sólo constituía una pequeña minoría. Las workhouses se habían convertido virtualmente. en hospicios para los ancianos, los huérfanos y los débiles de cuerpo y mente. Uno de los principales propósitos del Acta de 1834 fue reducir el pauperismo. No era irrazonable que los funcionarios encargados de su aplicación dieran por sentado, en la década de 1890, que esa Acta funcionaba bastante bien.
La ayuda pública a los necesitados de conformidad con la Ley de Pobres se vio complementada, o mejor dicho eclipsada, por una red de sociedades privadas de caridad que en su conjunto ocupaban el lugar más importante en la provisión de servicios de ayuda social. Se calcula que a comienzos de la década de 1860 los desembolsos anuales de las sociedades privadas de caridad de la metrópoli oscilaban entre 5,5 y 7 millones de libras, pero en esa época la población del Londres central constituía menos de la décima parte de la población total de Inglaterra y Gales. -Por lo tanto, es razonable suponer que el desembolso anual de las sociedades privadas de caridad de todo el país ascendía a decenas de millones de libras. Esta cifra es más que significativa si la comparamos con el monto total de la ayuda pública a los pobres, que en 1861 llegó a 5.800.000 libras y en 1871 a 7.900.000 libras.
La Sociedad para la Organización de la Caridad, fundada en 1869, sólo satisfizo en medida limitada los objetivos que, su nombre anunciaba, pero tuvo mucha influencia sobre la política pública en las postrimerías del siglo XIX gracias a la actividad desplegada por su comunicativo secretario, C. S. Loch. Los miembros de esta Sociedad consideraban que el progreso social dependía del aumento de la responsabilidad individual. De aquí se infiere que se oponían a la limosna indiscriminada, sea proveniente de fuentes privadas o públicas.
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*Traducido de The Long Debate on Poverty, The Institute of Economic Affairs, 1974. Derechos cedidos por The Institute of Economic Affairs.
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LA VIDA DE DISRAELI
Por André Maurois*
PARTE 8
*Traducción del francés por Remee de Hernández
III
MARY-ANN
Fue lo que en todo momento debe ser un hombre para una mujer: muy dulce y, sin embargo, un guía. (DISRAELI)
Hombre casado, en posesión de una hermosa casa en Park Lane, ofreciendo a sus colegas cenas de cuarenta cubiertos, ostentando menos cadenas y menos encajes…, Disraeli había variado mucho en pocos meses.
Podían encontrarle los demás mil defectos a Mary-Ann; pero era, sin embargo, la mujer indicada para aquel hombre orgulloso y sensible. Lo hacía vivir en un paraíso de adoración, un tanto cómico, pero cuya sinceridad mitigaba una interminable y dolorosa inquietud.
Algún tiempo después de su casamiento trazó ella un doble retrato de la pareja que formaban:
Muy tranquilo. |
Muy efervescente Alegre y feliz cuando él habla Muy irritable. De buen humor. Fría en amor, ardiente en amistad. Sin paciencia alguna. Muy perezosa. Generosa tan sólo con las personas amadas. No dice jamás cosa que no piense. Ella es muy distinta, y descubre sus sentimientos hacia aquellos a quien ama. Descontenta de sí. Muy egoísta. Todo la divierte. Ella es una necia. No es posible contar con ella. No tiene sentimiento alguno de ambición y odia la política. |
-Soy tan fea y tan estúpida como la señora Dizzi -decía algunas veces la agriada y celosa Rosina Bulwer, quien, habiendo perdido a su marido, no soportaba de buen grado que otra hubiese encontrado uno; mas el doble retrato acusaba mucho más talento del que Rosina le concedía a la señora de Dizzi. Hasta entonces fue la única en descubrir la profunda tristeza que ocultaba la ironía disraelina, la ausencia de verdadera alegría, el contraste entre los modales ligeros y burlones del antiguo dandi y los sentimientos violentos y sombríos que bullían bajo aquella débil corteza.
Ella lo acompañaba a todas partes. En Bradenham, la familia la adoraba. Ella llevaba un poco de alergia a aquella casa que comenzaba a invadir la vejez. El señor D´Israeli se quedaba ciego. Era muy duro para un hombre a quien sólo la lectura entretenía en la vida. Sara, tomando notas para él durante el día, le permitirá continuar sus trabajos. Esta y su cuñada Mary-Ann sentía igual admiración por Dis.
Con frecuencia iban los señores de Disraeli a pasar unos días al campo, en casas de la nobleza, en donde las ingenuidades de Mary-Ann conseguían grandes éxitos. A algunas señoras que discutían sobre la belleza de ciertas estatuas griegas les decía:
-¡Oh, debieran ustedes ver a mi Dizzi en su baño!
A otra:
-Está su casa llena de cuadros indecentes. En nuestra habitación hay uno horrible. Dizzi dice que es Venus y Adonis. He tenido que permanecer despierta gran parte de la noche para impedirle mirarlo.
Una mañana, como la pareja había pasado la noche en la habitación contigua a la de lord Hardinge, le dijo a éste durante el desayuno:
-¡Oh, lord Hardinge! Me considero la más feliz de las mujeres. Esta mañana, al despertarme me dije: <¡Qué suerte tengo! He dormido entre el más grande orador y el más brillante guerrero de estos últimos tiempos!>
Las gentes se reían mucho; pero había que hacerlo con prudencia y cuando el marido estaba vuelto de espaldas. Aun cuando temía más que a nadie al ridículo, Dizzi defendía a su mujer con sombría lealtad. Nunca le dirigió un reproche.
Un día, en casa de Bulwer, quien vivía entonces en las orillas del Támesis, el príncipe Napoleón, pretendiente al Imperio y desterrado, muy de moda en Londres, invitó al matrimonio a dar un paseo por el río, en medio del cual encallaron de un modo bastante peligroso. Furiosa, Mary-Ann trató a Napoleón como a un mal barquero y no como a un futuro emperador.
-¡No debía usted comprometerse a cosas que no sabe hacer! ¡Es usted siempre demasiado arriesgado!
El príncipe reía con toda su alma, y Disraeli, silencioso y con aire sombrío, se divertía in mente.
***
Cuando triunfa un miembro del Parlamento, no puede dejar de pensar en el Ministerio. Dizzi podía fundadamente considerarlo muy próximo. El liberalismo había fracasado. Se le prometió al pueblo terminar con todos sus males aplicando las reformas; el pueblo impuso las reformas a los lores, y los males eran peores que nunca. En todas partes, los artesanos se vieron reemplazados por las maquinas. Los tejedores manuales se morían de hambre, y cada día aumentaba el número de indigentes. Las multitudes que sufrían del paro acusaban a los políticos. Se les decía ahora que las reformas habían sido insuficientes, que se habían colocado los lores del algodón y del comercio en el lugar de los lores de la tierra, y que únicamente el sufragio universal aseguraría la felicidad de los pobres. Se formó un partido que reclamó el voto para el pueblo. Eran terribles. No solamente reclamaban el sufragio universal, sino el escrutinio secreto, el pago a los diputados y la igualdad de las circunscripciones. Muchos burgueses se atemorizaron. Otros pensaban: <No ocurrirá nada, porque en este país nunca ocurre nada.> Otros rogaban a los ministros que tomasen medidas contra los chartistas (1), y otros, que las tomasen contra los industriales.
(1) El chartismo fue un movimiento liberal en demanda de una Constitución democrática. (N. de la T.)
El Ministerio liberal se encontraba en la situación más difícil. Colocado en el Poder por la coalición de los doctrinarios, de los grandes manufactureros y de los tradicionales whigs, no podía intentar nada a favor de los obreros sin descontentar a sus propios aliados. Para aliviar la miseria no se le ocurrió más que la ley de los Pobres, que instituía el Work-House (la Casa del Trabajo), en donde los indigentes recibían alimento, pero encerrados y sometidos a las más duras reglas. Aquellas cárceles, en las cuales las mujeres estaban separadas de sus esposos, y en las que los padres podían raramente besar a sus hijos, se hicieron en seguida profundamente impopulares. En Oliver Twist hizo Dickens de ellas una descripción horrible y real. El pueblo las odiaba hasta el extremo de preferir una choza sin lumbre ni muebles y la más negra miseria antes que pedir refugio en aquella Bastilla de los pobres.
Por contraste, el partido tory aprovechaba la impopularidad de sus adversarios. Para Peel, hijo de manufacturero, y que había votado la ley de los Pobres, la situación se hacía difícilmente explotable en el Parlamento; pero un Disraeli no podía soñar una combinación más favorable a sus ideas. La añoranza del pasado que asaltó a todos los desgraciados, la tristeza de haber visto sustituir el socorro amigable de la parroquia y del castillo por una caridad administrativa y dura, se transformó en un pueril sentimiento, el conservadurismo popular, que él siempre predicó. Según él, el mal provenía de la subida al Poder de nos advenedizos que arrojaban sobre el Gobierno central, contrariamente a todas las tradiciones ingleses, los deberes que pertenencia a su clase.
Cuando los chartistas fueron a depositar al parlamento su petición, firmada con mil doscientos nombres, y los dos grandes partidos se negaron a tomarla en consideración; cuando lord John Russell, padre de la reforma, persiguió ante los Tribunales a los chartistas, hijos de la reforma, Disraeli, casi solo, tomó la palabra en su favor. Se hallaba muy distante de creer, como ellos, en las virtudes curativas del sufragio universal. Pensaba que a mal social el único remedio ha de ser social; pero expuso su simpatía por sus miserias y su extrañeza al verlos atacados por un lord John Russell, quien les había dado el ejemplo.
-Día llegará en que los chartistas -dijo con amargura- descubrirán que en un país tan aristocrático como Inglaterra la traición misma, para triunfar, ha de ser patricia. Descubrirán esta gran verdad, y cuando encuentren a algún gran señor que, exaltado, se preste a conducirlos, alcanzaran la meta. En donde fracasó Wat Tyler, Henry Bolingbroke consiguió derribar una dinastía, y aun cuando fuese ahorcado Jack Straw, podía ocurrir que un lord John Straw, fuese secretario de Estado.
-¡Un bello discurso!- decían los comentaristas-. Mas ¿Qué es lo que quiere?
–Creo que pasa al radicalismo.
-Pero el discurso era antirradical.
-Entonces se hará whig.
-¿El? Es un ultraantiwhig.
-Entonces, ¿qué es?
-Es un loco.
-¿Qué quiere decir con esto: <Conseguir sin la Carta o Constitución los resultados que ella persigue>?
– Supongo que quiere decir que si queremos conservar el Poder, sólo podremos lograrlo asegurando mas felicidad al pueblo.
– ¿Qué le dije? Eso es radicalismo puro…Pretender que el pueblo puede ser más feliz delo que es, no es más que radicalismo.
Sintiéndose amenazados, los liberales intentaron un contraataque. Los tories tenían como correveidile a las grandes industrias y como espantapájaros a la ley de los Pobres. Los whigs pensaron en ejercer represalias sobre los grandes agricultores y la ley protectora de los trigos. Cuatro cosechas malas acababan de hacer aumentar su precio. ¿Por qué no suponer que el paro provenía de la carestía de la vida? Defendiendo una política librecambista se agradaría igualmente a los obreros y a los patronos. Era evidente que se descontentaría a los granjeros; pero como casi todos eran conservadores, carecían de importancia electoral. Disraeli sostuvo con firmeza la doctrina proteccionista. ¿Quién se aprovecharía de la supresión de los derechos? ¿Los pobres? No. Los manufactureros, porque los salarios bajarían con el coste de la vida. Y ¿por qué sacrificar a la Inglaterra agrícola, en provecho de la Inglaterra industrial? ¿Por qué exponerse a desanimar y arruinar a los campesinos?
Los librecambistas comentaban: <Importaremos nuestros alimentos y nos convertiremos en la fabrica del mundo.> Pero ¿Quién podría prever el porvenir? Si el mundo variaba y todo él pasaba a ser una fabrica, ¿Quién nutriría a Inglaterra?
Los whigs titubeaban. Su debilidad conservaba aun cierto vigor; pero su fracaso era seguro. El duque rehusó el Poder. Se había vuelto muy silencioso. Acudía aun a ciertos salones, donde se le recibía como a un soberano; pero los cruzaba sin pronunciar palabra, y si alguien le hablaba, respondía con un <¡Ah!> Se haría, pues cargo del Poder un Ministerio Peel, y el orador más brillante del partido tendría una cartera, como es natural. Cuando se le decían estas cosas a la señora de Dizzi, se sonrojaba como una chiquilla.
IV
EL MUY HONORABLE BARON
El día 30 de agosto de 1841, sir Robert Peel se trasladó a Windsor para besar la mano de la reina. En sus frívolos comienzos, la sobreaña detestó a aquel hombre grave y tímido, tan distinto del encantador lord Melbourne, que la hacía vivir como una reina del siglo XVIII. Pero había contraído matrimonio con el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo, y Alberto, austero también, quería y apreciaba a sir Robert, y como todo lo que agradaba a Alberto era admirable, la soberana acogió esta vez con gran confianza al leader tory.
Desde hacía varios días se hacían circular listas oficiosas de ministros. Todas contenían el nombre de Disraeli; pero Peel no lo había convocado aun.
Pronto supo que su amigo Lyndhurst era lord canciller; lord Stanley iba a la cartera de Colonias; Buckingham, a Gracia y Justicia; el joven Gladstone, al Ministerio de Comercio. Poco a poco iban ocupándose de las vacantes, y en el Carlton solo se veían grupos de políticos felicitándose mutuamente. Disraeli fue el único que no recibió ningún mensaje del primer ministro. ¿Iría sir Robert a abandonar a uno de sus mejores tenientes? Parecía imposible; pero si sucedía, ¡que decepción y que desastre! Los conservadores se mantendrían seguramente en el Poder durante mucho tiempo.
Ser excluido entonces equivalía a serlo seguramente para toda una legislatura, o acaso para dos. Todo el paciente trabajo de cuatro años de Parlamento se derrumbaba. Ya en el club le parecía adivinar en las miradas cierta ironía divertida, y algunas conversaciones cesaban cuando él se aproximaba. A fines de aquella semana, desesperado, se decidió a escribirle a Peel:
<Querido sir Robert: Me impuse no serle engorroso en estos momentos, y así hubiera seguido al serme posible encontrar una persona que pudiese exponerle mis sentimientos. No me propongo molestarlo con reclamaciones, de las que debe de estar harto; no le diré que desde 1814 he librado cuatro batallas a favor de su partido; que he gastado grandes sumas y he empleado mi inteligencia del mejor modo que supe para sus propagandas políticas; pero ofrece mi caso una particularidad que no puedo callar. Cuando, instigado por un miembro de su Gabinete, me decidí a seguir sus banderas hube de luchar contra una tempestad de odios y de maldades políticas como sobre pocos hombres se han cernido. Durante tan graves pruebas sólo me sostuvo la esperanza de que llegara el día en que el hombre más eminente de mi país testimoniaría en público que sentía algún respeto por mis capacidades y por mi carácter.
<Confieso que su desconsideración, en estos momentos, me abruma, y hago un llamamiento a su corazón y a la justicia y magnanimidad que son sus característicos atributos para salvarme de un intolerable humillación. Crea usted, querido sir Robert, que soy su más fiel servidor.
B.Disraeli>
La noche anterior, la señora de Disraeli, incapaz de soportar por más tiempo la tristeza de su Dizzi, se decidió a escribir al primer ministro, sin que aquel lo supiera:
<Querido sir Robert: Le suplico que no me guarde rencor por esta intromisión: pero estoy aniquilada por la ansiedad. La carrera política de mi marido se trunca para siempre si no cuenta usted con él en esta ocasión… No destruya usted todas sus esperanzas, no le deje sentir que su vida fue un error.
<¿Puedo recordarle mi propia actividad, humilde, pero entusiasta, puesta al servicio del partido, o más bien de su admirable jefe? En Maidstone le pueden decir que, por mi parte, gasté más de cuarenta mil libras.
< No me conteste, porque deseo que ninguna criatura humana sepa que le he dirigido esta humilde petición. Como siempre, sigo siendo, querido sir Robert, su muy fiel servidora.
Mary-Ann Disraeli.>
Peel respondió a Disraeli en una carta seca, en la cual insistía, sobre todo, en la frase sin importancia de la carta de éste: <Cuando, instigado por un miembro de su Gabinete, me decidí a seguir sus banderas…>Le hacía observar, bastante agriamente, que ningún miembro de su Gabinete fue encargado de tal misión. (Disraeli no se refería a ninguna misión; solo quiso decir que se afilió al partido conservador influido por Lyndhusrt, miembro del Ministerio Peel). Este añadía que apenas si disponía de carteras para los que ya habían servido a sus órdenes, y que contaba con que la insuficiencia de medios de que disponía seria comprendida por hombre de cuya colaboración se hubiera enorgullecido, y cuyas cualidades no discutía.
La verdad era que Peel hubiera deseado colocar a Disraeli; pero estaba rodeado por colaboradores que no querían admitir a aquel aventurero.
Por ejemplo, Croker, aquel Croker <mas detestable que la ternera fría>, testigo causa del fracaso de Disraeli cuando la fundación del periódico, y lord Stanley, quien, altanero y despreocupado, declaró que <si ese pillo entraba a formar parte del Gabinete, él se retiraría>.
Peel, no supo defender con mucho ardor a Disraeli; eran demasiado diferentes los dos hombres. Peel reunió alrededor de su cuna parlamentaria la Fortuna, el Respeto, la Moral; el tardío bautizo de Dizzi era rondado sin duda por las Deudas, el Cinismo, la Fantasía…Los Peel eran conocidos por su buen gusto. Era encantadora su casa de Londres, con sus balcones floridos sobre el río y sus admirables galerías de grandes maestros holandeses. <Se come notablemente bien en esta casa>, les decían los visitantes franceses. Ladi Peel era hermosa y bondadosa. Su retrato, por Lawrence, réplica del Sombrero de paja, de Rubens, era considerado por muchos aficionados como uno de los mejores lienzos del maestro. Todo cuanto se relacionaba con Peel evocaba ideas de solidez flamenca y de virtuosa belleza. Todo lo relacionado con Dizzi parecía de pacotilla. Sobre ladi Peel, los diamantes brillaban con reflejos oscuros; sobre la señora de Dizzi, las más hermosas piedras parecían de vidrio. La casa de Mary-Ann, en Grosvenor´s Gate, estaba decorada con mal gusto chillón. Sus muebles eran horribles, y sus vestidos, ridículos. Son pequeños detalles; pero éstos aumentaban la desconfianza del ministro. La doctrina, además, le disgustaba tanto como el hombre. Por su nacimiento, se sentía más cerca de la fábrica que del castillo o de la choza, mucho más puritano que caballero. En fin, era un gran burgués. Su corazón y su espíritu estaban en Cobden, con Bright, y con el adversario. Lo seducía el razonamiento de los economistas por su aspecto honrado, por los burdos zapatos de Bright, más que por las ironías de un orador brillante. Un hombre, según sus máximas, era Gladtsone, como el <Oxford en la superficie y Liverpool en el fondo>, parlamentario como él a los veintiún años y subsecretario de Estado a los veinticinco; este Gladstone que decía una oración antes de tomar la palabra y sabia arrollar alrededor de un asunto sencillísimo, largas y oscuras frases.
Disraeli se rebajaba hasta solicitar un puesto cuando se le ofrecía un Ministerio a Gladstone; se preguntaba éste con ansiedad si la política religiosa del Ministerio lo permitiría aceptarlo. Era consolador para un alma honrada y tímida como la de Peel el encontrar de este modo la ambición convenientemente velada. Cuando por fin aceptó Gladstone, Peel estrechó con fuerza las manos del joven ministro y le dijo: <!Que Dios lo bendiga!> ¿Cómo había de tratar así al cínico de Disraeli? Stanley tenía razón: era un hombre imposible.
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En cuanto se formó el Ministerio, se reunió el Parlamento; Disraeli se dirigió a él con mucha prevención. Su situación era muy difícil. En la oposición, el partido supo aprovecharse de él, en contra de sus adversarios; en adelante, el desgraciado conservador sin colocación iba a ser un animal solitario. Los proyectos serian defendidos por los ministros. Ya, de él solo se esperaría el voto. Penoso papel para un espíritu original. Se espiaba su actitud con maliciosa curiosidad. Todos esperaban que se revolviera contra el jefe que lo había abandonado. Muchos perdidos consejeros lo animaban, y los radicales le hacían ofrecimientos.
Comprendió el peligro. Unos sentimientos muy violentos lo animaban contra Peel. El rehusarle un puesto carecía de importancia; pero el tono de la negativa fue muy torpe. Cuando Disraeli miraba hacia el banco de los ministros y veía las caras de satisfacción de las medianías que lo despreciaron, sentía unos furiosos deseos de precipitarse sobre ellos; pero hacia tascar el freno a su alma, demasiado viva. Era preciso tener más paciencia que nunca. Este era también el parecer de Mary-Ann, admirable de ternura en aquellos penosos días.
La Cámara vio con sorpresa como Disraeli acudía puntual a las sesiones y votaba por el Gobierno con el mejor buen humor. Peel, deseoso de hacerse agradable a los librecambistas, suprimía de las tarifas de Aduanas más de setecientos artículos, y procuraba los ingresos que con ese procedimiento perdía el Tesoro de un modo muy original, estableciendo el impuesto sobre la renta. El proteccionista Disraeli no chistaba. Se limitó a pronunciar un gran discurso sobre un asunto técnico o inofensivo: los agentes consulares, discurso preciso, lleno de números, de anécdotas, pero tan interesante, que durante tres horas consiguió retener la atención de una Cámara dispuesta a la protesta. Al verlo abandonado por Peel, muchos llegaron a dudar de su talento. Su salida fue brillante, y tanto más notable cuanto que el asunto era poco a propósito para ayudar.
Entre los que con más efusión lo felicitaron se encontraba un grupo de muchachos recién salidos de la Universidad de Cambridge, y a quienes las últimas elecciones enviaron al Parlamento. Aquella elocuencia moderna, sin precedente, los había encantado. El joven Smythe le dijo:
–Es exactamente igual que si hablase usted en el Carlton o en su propia mesa. La voz es natural, la dicción clara, un poco indolente, y siempre coloreada por el sarcasmo.
Eran muy agradables Smythe, su amigo lord Manners y el reducido cenáculo que los rodeaba. Pertenecientes a familias muy antiguas e ilustres poseían castillos de ensueño suspendidos entre la bruma en lo alto de una colina, o bien ocultos entre árboles centenarios, en los inmensos parques. Educados en Eton y en Cambridge, crearon allí buenas amistades, y juntos fundaron unas doctrinas políticas basadas en el resurgimiento de las antiguas instituciones, y la reconciliación del pueblo y una aristocracia consciente de sus deberes. Eran puramente las teorías de Dizzi.
El industrialismo que pudo seducir a los hombres maduros no era una religión para adolescentes. Estos sienten una eterna necesidad del fervor, que la religión de la percalina no podía proporcionarles: <Comprar en el mercado más bajo y vender en el más alto> les parecía un evangelio insuficiente. Al antirromanticismo de 1820 sucedía una reacción romántica. Aquellos jóvenes ingleses pensaban en serio en resucitar la caballería, su código del honor y su religioso respeto a la mujer. La feudalidad podía suponerse anticuada; pero la actitud feudal que consideraba a los hombres ligados entre sí por los recíprocos deberes era una de las mas deseables. Añoraban los tiempos en que fue regla de vida esta frase: <Nobleza obliga>, y pensaban en la posibilidad de reanimar un fuego agonizante.
En 1839, lord Eglinton organizó en sus tierras un torneo. Acudió toda la nobleza de Inglaterra, luciendo las armaduras de sus antepasados. Una de las amigas de Dizzi, ladi Seymour, fue elegida reina de belleza. Desgraciadamente, una lluvia manchesteriana aguó los entusiasmos, y sobre los trajes de la Edad Media se abrieron millares de paraguas. El caballero del León, el caballero de la Torre Blanca, el caballero del Espejo, se convirtieron en caballeros de la Triste Figura. Los dioses se mostraron victorianos; pero la juventud ofrece resistencia a los dioses.
El movimiento tomaba nueva forma, pero sin morir. En Oxford fue un renacimiento religioso. La voz <maravillosamente tierna> de Newman comenzaba a extasiar las almas. Algunos jóvenes clérigos pretendían unir la Iglesia de Inglaterra a las diversas formas del catolicismo. Durante cuarenta años temió esta nación más a la fe que a la indiferencia. Los muchachos estaban hartos de catedrales cerradas y de liturgias glaciales. Algunos fueron a Roma, y otros se esforzaban por introducir en sus iglesias algunos ritos más fervientes. En Cambridge, los nuevos amigos de Disraeli, lord John Manner, George Smythe y Cochrane, se impusieron el deber de conocer las torturas del pueblo y de remediarlas.
Como todos los verdaderos amigos, tenían entre sí poca semejanza: lord John Manners tenía un espíritu grave y religioso, un alma pura; Loncelot, perdido en un laberinto de maquinas, lamentaba con todo su corazón los tiempos en que el monarca iba a humillarse ante el santo, cuando el pueblo consideraba al rey ungido por el Señor y al noble como a un jefe y un protector. Sobre este tema escribía versos bastante malos, pero agradablemente ingenuos:
Que fenezca el dinero, el comercio y la ley; pero dejadnos, dejadnos nuestra antigua nobleza.
Jorge Smythe era un adolescente notable y desconcertante, libertino y sentimental, cínico y romántico, capaz de sacrificar sus ideas a las consideraciones mundanas, y de renunciar de pronto al mundo por un capricho de visionario. Hombre extraño, Jorge Smythe era a los veinte años más escéptico que un sabio canoso; a los veinticinco, más loco que un niño; poeta sin el ascetismo de un poeta, cazador de dotes sin amor al dinero… Escribía en su diario: <Si pretenden saborear la vida, bébanla a traguitos>, y él, sin embargo, la bebía de un tirón. Disraeli lo admiraba mucho. Era el único hombre que no llegaba nunca a aburrirlo. Le agradaba la amistad que por Manners sentía Smythe y la confianza que en el talento de este ultimo tenía el primero.
Al verlos en pie en el umbral de la vida, pensaba en dos caballeros andantes cuyas armas brillasen al sol.
Aquella juventud ardiente sufrió una gran decepción con Peel. Carecía de talento. Sus lugares comunes los aburrían hasta lo indecible, la elocuencia de Disraeli los embriagaba. Smythe hallaba en Dsiraeli un espíritu en perfecta armonía con el suyo.
Lord John era algo más reservado. Después del primer encuentro hubo de decir: <Disraeli ha hablado muy bien, pero demasiado bien.> Los momentos de franqueza lo asustaban. El Dizzi que al salir de una sesión, en la cual defendió a la Iglesia, murmuraba:<Es curioso, Walpole, que vengamos usted y yo a votar por una mitología difunta…>, le causaba extrañeza y le chocaba a lord John. Le sorprendía un poco oírle decir a Dizzi, dirigiéndose a aquellos jóvenes nobles, que no existía nobleza inglesa: <Los pares ingleses -les decía- tienen tres orígenes: la expoliación de la Iglesia, la venta de los títulos por los primeros Estuardos y la venta de las circunscripciones en los tiempos modernos. Todos los pares son de origen reciente. Cuando Enrique VII reunió su primer Parlamento, sólo existían veintinueve pares temporales, y de aquellas familias no subsisten más que cinco.> Y les explicaba que el único tronco de lejana civilización era él, de la casa de Israel, y que su familia era mucho más antigua que la de ellos. Smythe sonreía; pero John escuchaba con angelical seriedad.
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Era delicioso verse rodeado de discípulos; pero el tiempo huía de un modo lamentable. Peel se había fortalecido en el Poder, donde estaba más afianzado que nunca. Todos los caminos que conducían a la acción útil estaban vedados. <Creo llegado el momento -le decía Disraeli a su mujer- de imitar al viejo Talleyrand, quien, cuando dudaba sobre lo que había de hacer, se metía en la cama.> Antes de marcharse visitó a sus electores y les explicó su conducta. Continuaría votando por Peel, por disciplina de partido, salvo en el caso de que el primer ministro traicionara a los agricultores.
Acompañado por Mary-Ann, se instaló en el Hotel de Europa, en la calle de Rívoli. Iba recomendado por D´Orsay a su hermana, la señora de Gramont, quien los acogió a los dos con gran cordialidad. Recibía tres veces por semana en una casita del arrabal de Saint-Honoré, llena de muebles antiguos y de cuadros. Allí acudía Eugenio Sue, <el único escritor -notó Disraeli- que fuese recibido en sociedad.> Las señoritas de Gramont, que eran muy bonitas, pasaban el principio de la velada en compañía de sus visitantes; mas a las diez besaban a su madre y se retiraban a dormir.
Pronto fue invitado el matrimonio Disraeli por la señora de Baudrand, la esposa del general Baudrand, ayudante del rey, encantadora inglesa, lo suficientemente joven para poder ser hija de su marido. Allí se reunieron con los matrimonios anglofranceses de Paris, los de Lamartine, Odilon, Barrot, Tocqueville. El general Baudrand se encargó de participar al rey que el señor Disraeli, miembro del Parlamento, expondría con gusto a su majestad algunas ideas sobre los partidos en Inglaterra, ideas que si eran apreciadas en todos su valor, podrían ejercer gran influencia en la política de los dos países.
El rey lo recibió en Saint-Cloud y encontró original aquel rostro inteligente y triste, aureolado de bucles negros. Disraeli le interesó, le agradó y fue invitado a volver. Llegó a ser uno de los familiares de Palacio. La reina, la señora Adelaida y la duquesa de Nemours se sentaban alrededor de una mesa y hacían labor. Se servían helados. El rey se llevaba a Dsiraeli a una habitación contigua y hablaba con él de política, de su juventud, de sus extrañas aventuras, de la vida tan dura que había llevado. Ah! mister Disraeli, mine has been a life of great vicissitude. Le gustaba hablar en inglés, y expresándose en este idioma tenía un ligero acento americano. Le decía a Disraeli que él solo sabia gobernar a los franceses: <La única manera de manejar a este pueblo es dejándole enteras libertades y sabiendo a punto fijo cuando hay que detenerlo.> Aquella intimidad con un monarca tan perfectamente inteligente embriagaba a Disraeli. Se había realizado uno de sus ensueños de niño. A lo sumo, se hablaba de acuerdo con el general Baudrand para juzgar al rey demasiado familiar. En las cenas de la gala en la galería de Diana, Luis Felipe se hacía llevar un jamón y recortaba él mismo las lonjas finas como papel y las mandaba a sus invitados favoritos. Se enorgullecía de esa habilidad y le explicaba a Disraeli que la perfeccionó aprovechando las lecciones del mozo de un restaurante inglés en donde, durante su destierro, comía por nueve peniques. El rey de las novelas Disraeli era más aficionado al fausto.
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