INDICE DE ENTRADAS DE "LA VIDA DE DISRAELI"
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LAS REFORMAS ELECTORALES EN GRAN BRETAÑA EN EL SIGLO XIX
Gran Bretaña no se vio afectada por las revoluciones que sacudieron el Continente en 1820, 1830 y 1848. Conoció una estabilidad política, sin grandes sobresaltos; el régimen liberal se fue modernizando con reformas moderadas. mientras se iban alternando civilizadamente en el poder los dos grandes partidos: Tories (conservadores) y Whigs (liberales). Los dos últimos tercios del siglo coinciden con el reinado de la reina Victoria (1837-1901).
A la altura de 1830 uno de los graves defectos del sistema político inglés era que muy pocos (516.000) tenían derecho a voto para elegir la Cámara de los Comunes, además se primaba el voto rural sobre el de las ciudades.El sistema electoral inglés antes de la reforma de 1832
El sistema electoral inglés estaba controlado por las oligarquías locales. El censo era muy restringido, podían votar apenas medio millón de hombres. El sistema de patronazgo ponía en manos de una pocas familias el control de los asuntos públicos. No menos de dos tercios de los escaños de la Cámara se encontraban bajo el control aristocrático.
“..la antigua aristocracia tory y la aristocracia regular whig tienen por lo menos 150 miembros en la Cámara de los Comunes, no por influencia o relación, sino por designación directa, de modo que un gobierno que no las divida no puede perdurar mucho tiempo”. The Croker Paper.
No eran extraños los pactos electorales entre Whigs y Tories para repartirse las circunscripciones y así evitar los grandes gastos que conllevaba la competencia directa en la campaña electoral.
Para solucionar este problema de representatividad era preciso acometer reformas en el sistema electoral si se le quería dotar de más base social, en el s. XIX, se aprobaron tres reformas: 1832, 1867, 1884.
La Reforma de 1832La sacó adelante el conservador Disraeli (enfrentándose a una parte de su partido) con el apoyo de los liberales. Disraeli no buscaba democratizar el sistema, sino recabar apoyos para los conservadores en la clase media trabajadora.Esta reforma estuvo motivada por el miedo a una inestabilidad social en un contexto revolucionario en Europa. Tras la oposición de la Cámara de los Lores al proyecto de Reforma, se convenció al Rey para que nombrase nuevos miembros de la Cámara de los Lores para desbloquear la ley. Esta se aprobó en septiembre de 1832 por sólo nueve votos de diferencia.Fue una tímida reforma tras la cual el número de electores se elevó a 812.000, un 7% de la población adulta. En los burgos, el derecho a voto quedaba restringido a propietarios o arrendatarios de casas por un valor anual de 10 £, con al menos un año de residencia en el mismo domicilio; de modo que el 67% de los adultos varones de Inglaterra, Escocia y Gales, y el 80% de los de Irlanda no tenían derecho a voto.
El número de escaños (658) permaneció igual, aunque se redistribuyeron, se suprimieron algunos y se crearon otros. Se asignaron más escaños a las ciudades industriales y a los condados más populosos en detrimento de los burgos podridos (núcleos de escasa población con representación desproporcionada en el Parlamento). Había que corregir anomalías como ésta: 35 distritos tenían menos de 300 electores mientras que Liverpool tenía más de 11.000.
"La ciudad de Old Sarum, apenas tiene tres casas y envía dos parlamentarios; y Manchester con algo más de seis mil almas, no tiene representación. ¿Hay alguna lógica en estas cosas?” (Paine, 1791)
Esta reforma favoreció a las élites manufactureras, comerciales y urbanas en detrimento de los terratenientes.
La Reforma de 1867
Esta reforma extendió el derecho a voto a la pequeña burguesía urbana y arrendatarios medios rurales, pero dejó sin voto a los obreros y pequeños campesinos. El número de electores creció en 1867 hasta 1.364.000 y en 1869 hasta 2.418.000, el 16% de la población adulta. También se redistribuyeron los distritos.En 1872, se aprobó el voto secreto, una de las seis reivindicaciones de la Carta del Cartismo (1837). No por ello acabaron los sobornos hasta que, en 1883, se promulgó una ley que establecía los gastos (y sus límites) que podía costear un candidato.
“Era realmente doloroso ver y dar testimonio de algunas elecciones en este y otros condados, donde hombres inteligentes votaban en contra de sus convicciones,.... Atemorizados de dar un voto honrado, sin que por ello pudieran ser expulsados de sus granjas, y castigados a vagabundear por el mundo". Artículo en el “Dundalk Democrat” del 18 de mayo de 1872
La Reforma de 1884
La aprobó el gobierno de Gladstone. Se acompañó de una nueva redistribución de los escaños para dar más protagonismo a las ciudades con mayor crecimiento y se exigió los mismo requisitos a los votantes del campo y de la ciudad: todos los cabezas de familia, así como para inquilinos, arrendatarios o minifundistas, varones y mayores de edad, con un año de residencia y que pagaran rentas de 10 £ al año. Los hijos que vivían con sus padres no tenían derecho a voto.El número de electores creció hasta 3.152.000 que llegaron a 5.669.00 en 1886, un el 88 % de los hombres adultos.
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LA VIDA DE DISRAELI
Por André Maurois*
PARTE 5
*Traducción del francés por Remee de Hernández
IX
INDEPENDIENTE
Hasta más ver, mi querido Lord. Me ha mostrado usted el espectáculo más hermoso que pueden ofrecer estas islas. Un gran señor, viviendo en su casa rodeado de su familia (DISRAELI)
En junio de 1832 votaron los lores la reforma electoral. Hasta última hora confiaron en poderse oponer a ello. Llegaron hasta a derrotar heroicamente al Gabinete whig; pero en cuanto Wellington trató de formar un Ministerio, se sublevó todo el país. En las iglesias tocaban a rebato, y el trabajo se suspendió en todas partes. Lord Stanley, el lord más brillante de la juventud whig, saltó sobre una mesa, proclamando: <si resisten los lores, su majestad puede colocar coronas de pares sobre las frentes de todos los hombres de una compañía de sus guardias.> Todas las paredes se hallaban cubiertas de pasquines invitando a los ingleses a retirar su dinero del Banco.
El banco de Inglaterra era la única institución nacional más respetada que el duque. La insurrección de los imponentes venció a la de los señores. No le quedaba al duque de Wellington mas recurso que el mandar: <Milord, ¡media vuelta a la derecha! ¡Mar!> El partido reformista vencía. Las elecciones que se habían de efectuar, con arreglo a las normas del nuevo procedimiento de escrutinio, solo podían confirmar su triunfo. El aplastamiento de los tories era un hecho.
Es fácil imaginarse con qué interés siguió Disraeli el curso de tan graves acontecimientos. Entre aquella oleada parecía llegado el momento de intentar el ingreso en el Parlamento. En cuanto se votó la reforma salió para Wycombe, la población próxima a la finca de su padre, para comenzar a visitar a sus electores. Aquella circunscripción pertenecía a los whigs; pero Disraeli pretendía presentarse como radical, en su fuero interno sentía cada día simpatías por el partido tory. Le parecía que la pintoresca grandeza de aquella reunión de gentiles hombres y grandes señores campesinos no sería jamás igualada. Había trabado amistad con algunos de entre ellos. En el propio condado de Bucks estaba en los mejores términos con el duque de Buckingham, y, sobre todo, con su hijo lord Chandos, grandes señores los dos y generosos hasta la exageración. El anciano duque se arruinó recibiendo con demasiado boato a la familia real de Francia, y vivía desde hacía dos años en su yate para hacer economías. Todos estos rasgos solo podían agradar a Disraeli.
Dese luego lo encantaba asistir a una reunión de gentileshombres campesinos.
Magnificent asses, decía, ¡admirables idiotas! Pronunciaba esta frase sin desprecio alguno; al contrario, con un dejo de envidia, admiraba su fuerza, su calma; pero no osaba apoyarse en ellos. La formula estaba gastada; la nación, por su parte, no los quería.
¿Qué hacer, pues? El, por el contrario, llegaba provisto de cartas de recomendación de hombres tan avanzados como Hume y el terrible irlandés O´Connell, cartas que le fueron procuradas por Bulwer; éste llegó hasta a trabajar para que ningún candidato entorpeciera la acción de su amigo; pero su intento fracasó; los grandes whigs no sentían simpatías por aquel muchacho excéntrico y sonoro, mas celebre por los colorines de sus chalecos que por su amor por la reforma. Por parte de los tories se le acogió bastante bien en el condado, porque, perdidas las esperanzas de triunfo, preferían ver en el Parlamento a un independiente, y, además, porque todos conocían los sentimientos tories del anciano Isaac d´Israeli. Los adversarios de Benjamín lo calificaron de tory disfrazado, a lo que él respondió que lo que más se parece a un tory disfrazado es un whig en el Poder.
La elección local se adelantó unas semanas por causa de una dimisión inesperada, de modo que se llevó a cabo por los antiguos métodos electorales. En aquellas condiciones, la ciudad solo contaba con unos treinta electores. El Ministerio ofreció la candidatura oficial al coronel Grey, hijo del primer ministro:
<la Tesorería -le escribía Disraeli a la señora de Austen- ha enviado al coronel Grey con unos partidarios de alquiler y una orquesta. Nunca se ha registrado un fracaso tan lamentable. Después de desfilar por la población entre aclamaciones pagadas, pronunció desde lo alto de su carruaje un discurso tartamudeando, que duró diez minutos. Todo el mundo estaba en la calle. Sintiendo que había llegado el momento crítico, salté sobre la marquesina del hotel del León Rojo y estuve perorando durante hora y cuarto, el efecto fue indescriptible. Los volví locos. Algunos dejaban correr sus lágrimas. Todas las mujeres son mis partidarios y enarbolan mis colores, el rosa y el blanco. Llévelos usted también.>
Cuando las gentes de Wycombe vieron aparecer en el balcón del hotel del León Rojo a aquel muchacho pálido, de cabello rizado y puños de encaje, que llevaba un bastón con puño de oro y arreglaba cuidadosamente sus bucles antes de hablar, esperaron un discurso pueril; pero cuando una voz de potente resonancia llenó la enorme calle con su sarcástica elocuencia, cuando aquella voz atacó a los whigs con amarga vehemencia, todos los habitantes de Wycombe se entregaron a aquel inquieto entusiasmo. Disraeli, por primera vez, se embriagaba con aquel nuevo placer sintiéndose dueño de un público, convertirse en su propio auditorio, maravillarse con las frases armoniosas y fuertes dictadas al orador por un Dios interior.
Cuando se haya proclamado el resultado –concluyó, señalando la cola de un enorme león que ornaba el peristilo del hotel-, mi adversario estará ahí, y yo - señalando a la cabeza- estaré aquí.
Jamás vio Wycombe a su león engastado en una frase tan contundente.
El día de las elecciones pronunció otro discurso Disraeli.
-No llevo -decía- la librea de ningún partido. Vengo sostenido por los tories, pero por el pueblo también. Pretendo mejorar la suerte de los pobres -formula en las declaraciones electorales en un tiempo en que los pobres no tenían voto-. Salgo del templo, y no llevo en las venas sangre de los Tudor ni de los Plantagenet.
Después, uno tras otro, subieron al estrado los treinta y dos electores de Wycombe, anunciaron públicamente su voto y se procedió al escrutinio, proclamándose el resultado. El tímido y tartamudo coronel tenia veinte votos, y el brillante orador del León Rojo, doce. No podía, pues, colocarse a la cabeza del león.
Subió de nuevo al estrado para decir:–los whigs me han derrotado; está bien; ya se arrepentirán.
Pero estaba triste y desanimado.
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En octubre se anunciaron las elecciones generales, con sufragio ampliado, y Disraeli volvió a Wycombe. Se presentó de nuevo como independiente:
-No pertenezco a ningún partido, no tengo partido...!ingleses! desembarazados de toda esa jerga política; whigs y tories son dos palabras que no tienen más que en un sentido y no sirven más que para engañaros. Uníos para formar un gran partido nacional, único modo de salvar al país de una destrucción inminente.
Los conservadores, aconsejados por su amigo lord Chandos, le concedieron, como la primera vez, una amable neutralidad. Aquel apoyo le fue reprochado al candidato radical.
-Soy -dijo- un conservador para salvar todo lo bueno que contiene nuestra Constitución, y un radical para suprimir todo lo malo que encierra.
Declaró que era feliz al ver en aquella circunscripción, por lo menos a los tories, tornar a la senda tradicional del partido, que fue antaño, con hombres como Boilingbroke, un partido popular. Pretendieron arrancarle declaraciones demagógicas sobre los derechos de los trigos; pero conservó una actitud razonable:
-Si fuesen suprimidos todos los aranceles protectores, nos podríamos despedir de nuestro hermoso condado... ¿es, pues, preciso preguntarán ustedes, que el pan siga tan caro? ¡No! Pero es preferible tener pan caro a no tener ninguno.
No fue recompensado su buen sentido: Grey, 140 votos; Disraeli, 119. Los whigs consiguieron en toda Inglaterra un ruidoso triunfo, como hacía tiempo no se había visto otro.
Perdida aquella ocasión, Disraeli habría seguramente de esperar mucho antes que se le presentara otra.
Algún tiempo después, al reunirse el nuevo Parlamento, fue a escuchar a su amigo Bulwer, que había sido reelegido; por la noche le escribió a Sara: <Ha hablado Bulwer. Físicamente no está constituido para ser orador, y pese a todos sus esfuerzos, no triunfará jamás...Macaulay es admirable...; pero aquí, para entre nosotros, te diré que me encuentro superior a todos. Esto, reservadamente. Pero de lo que estoy seguro es de poderlo barrer todo en aquella Cámara. Ya llegará el momento.> Anotó en su diario: <Las gente me suponen demasiado satisfecho de mi. Las gentes se engañan. Todos los errores de mi vida se han basado en mi equivocación de sacrificar mis opiniones a las de los demás. En los momentos en que se me suponía más contento de mi mismo estaba nervioso, y solo sentía accesos de confianza. En adelante solo me dejaré guiar por mi instinto; este no me engaña nunca...Solo en la acción soy grande. Si algún día me coloco en una posición verdaderamente alta, lo demostraré. Yo podría dirigir la Cámara de los Comunes; pero al principio se alzarían seguramente grandes prejuicios contra mí.>
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Así como después del fracaso del periódico se le antojó escribir una novela, tras dos fracasos políticos se le ocurrió escribir un poema. Se retiró a Bradenham, donde vivió solo en su habitación o paseando a la sombra de los árboles del parque, meditando sobre un gran tema, era un argumento que se le ocurrió por primera vez durante su viaje por Oriente, al contemplar la llanura de Troya: <Homero...-se dijo entonces- ¿Y por qué no se escriben ya poemas tan grandes como los de Homero?> Para Disraeli, aquello significaba: ¿Por qué no los escribo? Solo se trataba de encontrar la figura de la epopeya moderna.
Le pareció indiscutible la de Napoleón. En las primeras páginas del poema, el genio del feudalismo y el de la democracia comparecían ante Dios. Cada uno defendía con elocuencia sus derechos de gobernar a los hombres, pues si bien Disraeli admiraba al feudalismo en el pasado, juzgaba inevitable la democracia en el porvenir. El primer canto era pues, un poema entre Disraeli y Disraeli. Lo difícil era determinar la elección de Dios; pero el Todopoderoso declaraba prudentemente que un hombre sobrenatural acababa de nacer y que el partido elegido por aquel genio triunfaría. Aquel hombre era Napoleón, y la campaña de Italia había de motivar el segundo canto: <¿Qué le parece? -escribía a la señora de Austen- la concepción me parece sublime.>
Cuando terminó el primer canto, fue una noche a casa de ella para leérselo. Se habían reunido unos amigos, que juzgaron la escena excesivamente cómica, aquel muchacho, apoyado en la chimenea, jugando con los bucles de sus cabellos y mirando con complacencia los lazos de cinta roja que ornaban sus escarpines, y anunciándose el mismo como el Dante y el Homero de su tiempo, provocó una hilaridad apenas disimulada. Pronto vieron la luz los dos primeros cantos. La acogida del público fue más bien fría. Nunca tuvo Disraeli gran empeño por ser un Homero, y como aquel poema comenzaba a fastidiarle, lo arrojó a un rincón y dejó de pensar en él.
X
MUJERES
La sociedad ofrece a los ambiciosos defraudados unos desquites seguros y muy dulces. Si son amables, con frecuencia los trata mejor que a un gran vencedor o a un ministro, la ociosidad del hombre desocupado es una cualidad a los ojos de las mujeres, puesto que los coloca a su servicio. Disraeli se sometió con alegría a aquella encantadora esclavitud. Fue muy dichoso al volver a encontrar a las incomparables hermanas, las tres bellas Sheridan. Su corte de mujeres bonitas fue creciendo. Unas vecinas de Bradenham, hermanas también, lady Chesterfield y la señora de Anson, lo llevaron al más lujoso baile de trajes. Lady Chesterfield iba disfrazada de sultana, y la señora de Anson, de griega, llevando suelto su hermoso cabello, que le llegaba hasta las rodillas. La marquesa de Londonderry, que iba vestida de Cleopatra, centelleante de brillantes y esmeraldas, suplicó que le fuese presentado Disraeli. En aquella hermosa mansión, toda iluminada, dulcemente mecido por un mar viviente de piedras preciosas y de lindas caras, fue dichoso durante unos instantes.
Tuvo una amante, la adoró y compuso en su honor una novela de amor: Henrietta Temple, a la que pronto siguió otra sobre la vida de Byron y de Shelley: Venecia. La verdadera Henrietta estaba casada, pero gozaba de gran libertad. Formaba parte del brillante grupito que agradaba a Disraeli, de modo que les fue fácil reunir a su alrededor a las personas más distinguidas de Londres. Diariamente se los invitaba a fiestas acuáticas, a garden-parties en unos jardines dignos de Veronés, llenos de flores, de fuentes y de loritos, y a deliciosas cenas después de la opera. Algunas veces cazaba de ojeo a caballo, montando a la perfección una yegua árabe que pertenecía a su amante, saltando todos los obstáculos y granjeándose la estimación de los más exigentes jinetes. No lo atraía aquel deporte; pero tomaba a pecho el no detenerse ante ninguna barrera; esto formaba parte de su sistema.
Bulwer lo presentó en una nueva casa, la de lady Blessington. Disraeli había oído contar muchas historias relativas a la vida de esa señora Marberet. Lady Blessington era hija de un magistrado irlandés, quien la obligó, a la edad de quince años, a contraer matrimonio por interés con un loco. Lord Blessington, gran señor y gran propietario, hombre raro, viudo y padre de dos muchachas, dueño de unas rentas superiores a treinta mil libras, descubrió aquella joven belleza oculta y le ofreció llevársela a Inglaterra, conseguir el divorcio y casarse con ella. Lord y lady Blessington salieron para Italia en compañía de un joven francés, el conde D´Orsay, modelo de belleza, de brillo y de cultura. Nadie dudaba de que fuese el amante de lady Blessington, y acaso lo fuera en efecto. Lord Blessington, que sentía por Alfredo d´Orsay un afecto increíble, hizo un testamento según el cual le dejaba la mayor parte de sus bienes, debiendo, en cambio, casarse a su elección, con cualquiera de las hijas del testador. Las niñas de tal modo legadas en un acta redactada en debida forma, contaban entonces once y doce años. Cuatro años después el conde D´Orsay, fiel a su firma, se casó con la segunda, lady Harriet, pálida muchacha de quince años, que salió del colegio para su boda. Se añadía que Alfredo d´Orsay se comprometió ante lady Blessington a no convertir a lady Harriet en su esposa en el verdadero sentido de la palabra, y que aquel pacto se cumplió. Lord Blessington murió de pronto. D´Orsay y su joven y virgen esposa se trasladaron a Inglaterra para tomar posesión de la herencia, acompañándolos lady Blessington. La colegiala había crecido, poniéndose muy bonita y de pronto su sufrimiento por el cortés desprecio de su marido y la presencia de su madrastra la obligaron a abandonar para siempre la casa de Seamore Place.
Tal era el relato que circulaba por Londres; pero Bulwer, al conducir a Disraeli a casa de lady Blessington, añadió algún colorido al retrato:
-Ya verá usted que es muy simpática. Tiene la cordialidad y una gracia peculiar. Es indulgente y generosa. Comprende las dificultades de su posición y no trata de imponerse a las mujeres. Además, por mucho que haya pecado, se han dicho muchas cosas injustas. Se la ha acusado de haber preparado el casamiento del conde D´Orsay con su hijastra, y no es verdad; siempre se mostró hostil a ese proyecto, y fue lord Blessington quien obligó a todos a ceder. Juzgando por las apariencias, el afecto que la une a D´Orsay es el de una madre por un hijo mimado. Estoy convencido de que desde el casamiento no ha habido nada entre ellos. Ella, por otra parte, tiene un temperamento muy tranquilo; es, sobre todo, una amiga muy afectuosa y muy fiel. Su belleza ha perdido mucho. Le quedan unas facciones muy dulces, unos ojos muy bonitos; se ve que ha estado muy bien formada, pero tiene una peligrosa tendencia a engruesar.
La casa encantó a Disraeli. Cruzaron un salón color rubí y oro, en donde se agrupaban unos magníficos jarrones de ámbar que pertenecieron a la emperatriz Josefina y pasaron a una biblioteca estrecha y larga, en cuyos muros, blancos y dorados, alternaban los espejos y las estanterías llenas de libros. Al fondo, por la enorme ventana, se veían los árboles de Hyde Park. La habitación estaba rodeada de butacones y otomanas, de mesitas de esmalte cubiertas de objetos, y en una butaca de raso amarillo estaba sentada lady Blessington, vestida de raso azul, con un escote exagerado. Admiró Disraeli los hermosos hombros y la curva firme y llena de los pechos. Le agradó el peinado, con el cabello partido por una raya en medio, con un broche de turquesas sobre la frente. Sus primeras palabras lo conquistaron. Cuando conoció mejor la encantadora pareja que formaba con D´Orsay, sus reciprocas atenciones, la alegría casi infantil que parecían sentir los dos al escuchar algunas bromas insignificantes, que formaban como la tradición de la casa, se olvidó para siempre de lady Harriet, del viejo lord y tantas sombrías historias, y gozó sin segunda intención de la amistad de dos seres tan agradables. Lady Blessington, por su parte, lo juzgó un hombre de ingenio, elocuente y pueril, semejante, en fin, a su Vivian Grey.
Como no la recibía ninguna mujer, recibía ella diariamente, y se acostumbró Disraeli a acudir a aquella casa casi a diario. Con frecuencia permanecía silencioso, disfrutando por el solo hecho de encontrarse en aquel salón que lo agradaba, en pie, junto a la ventana, mirando las alamedas enarenadas de Hyde Park. Los últimos rayos de sol se quebraban sobre las flores doradas de su chaleco, mientras lucía un bastón blanco entre sus manos, y sus bolsillos estaban cargados de cadenas de oro. Cuando le interesaba una conversación se aproximaba al grupo, animándose; entonces, su facilidad de expresión y su fuerza sarcástica causaban la extrañeza de todos. Cuando hablaba semejaba un caballo de carreras próximo a alcanzar la meta. Todos sus músculos se ponían en tensión, y en cada frase ponía una energía extraordinaria. Tenía el arte de aproximar palabras tan diferentes, que aquella unión les prestaba un brillo salvaje un poco irritante. Hacia medianoche, después de las sesiones del Parlamento, llegaba Bulwer, y el diálogo que se entablaba entre los dos amigos era muy brillante.
Más Disraeli prefería ver a solas a lady Blessington. Había llegado a ser la confidente y la consejera de sus aventuras amorosas. Le contaba todos los detalles. Cómo llegó a amar a Enriqueta, cómo la hizo recibir en Bradenham por sus padres, gentes sencillas, que no vieron en ello nada pecaminoso; le refirió sus remordimientos, las nuevas deudas que tuvo que contraer para saciar el afán de fiestas y de cenas de aquella mujer, cuya amistad comprometía su carrera, y le explicó también que la ambición era en él un sentimiento que dominaba al amor. Más tarde le contó su ruptura. Ella lo comprendía todo. Le hablaba también de Bradenham, del anciano señor D´Israeli, de su madre. Le descubría la impaciente tristeza que ocultaban su donaire y su ligereza. En aquel abandono estaba encantador. Si los que lo conocían superficialmente podían juzgarlo artificial y cínico, una amiga como lady Blessington solo podía encontrarlo natural y tierno. Le pedía consejos, algunas veces pueriles, y explicaciones sobre los hombres, informes de los últimos libros franceses, y seguía para sus lecturas las normas que ella le indicaba.
-¿Qué debo pensar de Balzac? ¿Es mejor que Sue y George Sand? ¿Son estos últimos inferiores a Hugo?
Llegaba hasta a confesarle su timidez y la debilidad de sus nervios:
-No sé en qué consiste; pero nunca me noto tan bien como en los momentos de acción. Durante ellos me siento inmortal. Me avergüenza ser nervioso. Los ataques de dispepsia me hacen desear una guerra civil... Me muero por falta de acción, enmoheciéndome como un sable de Damasco en la vaina de un pusilánime.
Algunas veces, en los salones de sus amigas, encontraba a algunos políticos de los que ocupaban el Poder. Por unos instantes levantaba su careta de dandi y hablaba con ardor de los asuntos del Estado !Ah, como los envidiaba por ocupar ese puesto, en donde la palabra se convierte en acción! Una noche, en casa de Carolina Norton, le presentaron a lord Melbourne, el gran ministro whig, que continuaba acudiendo allí regularmente, se tenía sobre un diván, hablaba poco, pero escuchaba con gusto. Sedujeron a Melbourne las ideas originales y la valiente elocuencia de aquel muchacho. Bruscamente, un día, con su campechana naturalidad, se ofreció a ayudarlo:
-Vamos a ver: dígame lo que desea.
-Quisiera ser primer ministro.
Melbourne se encogió de hombros y suspiró.
-No, no- dijo muy seriamente-. No será posible en toda su vida. Todo eso está ya previsto. El próximo primer ministro será Stanley, que parece un aguilucho entre todos sus rivales... No. Ocúpese de política, hace usted bien; es inteligente, y con paciencia llegará seguramente...; pero debe renunciar a esas ideas absurdas.
Renunciar es una palabra muy fácil de pronunciar para un lord Melbourne, que lo ha conocido todo y lo ha probado todo; pero Disraeli quiere vivir, y no comprende la vida sin gloria. Ante él, las tres lindas Sheridan discuten sobre el bien supremo:
-¿Qué vida es la más deseable?
Y, de pronto, muy serio, el joven Dizzy contesta con fuego, desde el fondo de un diván:
-Un cortejo espléndido y continuo, desde la adolescencia hasta la tumba.
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