PERIODISMO, FILOSOFÍA, HISTORIA, ¡POLÍTICA!, PEDRO GARCÍA CUARTANGO: «He querido ser siempre yo, y he pagado un precio por ello»

SUMARIO: 

[1] Entrevista a Pedro G. Cuartango: "He querido ser siempre yo y he pagado un precio por ello", por Jesús Fdez. Úbeda

[2] El muro de Delft, por Pedro G. Cuartango

[3] Pensar con los pies, por Pedro G. Cuartango

[4] Perplejidad, por Pedro G. Cuartango 

[5] La pluma y la espada, por Pedro G. Cuartango 

[6] Esperando la revolución, por Pedro G. Cuartango

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[1] Pedro G. Cuartango: «He querido ser siempre yo, y he pagado un precio por ello»

Por Jesús Fernández Úbeda

Zenda Libros

 

Pedro García Cuartango

 

Me cuenta Pedro García Cuartango (Miranda de Ebro, 1955) que no entiende cómo un entrevistado puede ser maleducado con un entrevistador en el sentido de que el segundo, sobre todo cuando de temas culturales se trata, le está haciendo un favor al primero. Le digo que, a veces, una interviú es una excusa perfecta para conocer a las personas que uno admira. Como en este caso. Disculpe el lector la siguiente batallita: El Mundo fue mi diario de cabecera cuando era estudiante de Periodismo —luego, no tanto—. Siempre fui de Raúl del Pozo —Umbral ya había muerto—, de Gistau, de Antonio Lucas.

Y también de Cuartango. Por su constante y sabio canto al pasado, por sus chispazos filosóficos y por su valentía crítica. Entre otras cosas, de él aprendí que un periodista no puede opinar de todo sin caer en la banalidad, y que uno es lo que elige ser aunque sea contra todos. Se licenció en Ciencias de la Información en la Complutense, asesoró en los trabajos del primer Plan Electrónico Nacional, cofundó periódicos, pasó más de un cuarto siglo en El Mundo, diario que llegó a dirigir en pleno tsunami mediático-político-económico, lo despidieron vaya usted a saber por qué y, desde no ha mucho, escribe en ABC.

Justifica esta entrevista la publicación de Visto y oído (Sibirana Ediciones, 2018), una compilación de artículos que versan sobre libros, música y películas. Sus páginas emanan cultura, pasión y, cómo no, nostalgia. Como Pessoa, el periodista mirandés prefiere la angustia al aburrimiento. Escribe: «Sin el cine, los periódicos de papel, el boxeo y la sopa de ajo —todo ello a punto de desaparecer— la vida no vale nada».

Conversamos en unos sofás sitiados por un envidiable y magnífico ejército de seis o siete mil libros.

 

 

—¿La nostalgia es la única distracción posible para quien no cree en el futuro, como se dice en La gran belleza?

Podría ser un poco el lema de mi manera de ser y también de lo que yo escribo. Es verdad que todo lo que hago gira en torno a la nostalgia. La propia columna de ABC, la que también tenía en El Mundo, es «Tiempo recobrado». Por lo tanto, tengo una obsesión casi enfermiza por el paso del tiempo. No en vano, uno de mis escritores favoritos es Proust. Y hay lectores y algunas personas que me dicen de forma crítica que siempre escribo sobre el tiempo, y es verdad. Siempre escribo sobre el tiempo, sobre la nostalgia, sobre el pasado. Realmente, no sé por qué. No te lo sabría explicar racionalmente, pero es así. Siento una atracción casi morbosa por la nostalgia, por la rememoración del pasado. Y como se dice en esa cita de La gran belleza, en el pasado es donde reside la belleza, no en el futuro.

 

"Nadie es capaz de predecir el futuro, como sabemos. Nadie ha sido capaz de predecir los acontecimientos históricos que hemos vivido en los últimos años, desde la caída del Muro de Berlín. El futuro será peor de lo que queremos, pero será mejor de lo que tenemos"

 

—¿El futuro será utópico o un crimen?

Será las dos cosas. Nadie es capaz de predecir el futuro, como sabemos. Nadie ha sido capaz de predecir los acontecimientos históricos que hemos vivido en los últimos años, desde la caída del Muro de Berlín. El futuro será peor de lo que queremos, pero será mejor de lo que tenemos.

—Señor Cuartango, ¿qué echa de menos en su vida?

El tiempo, la juventud, la infancia. Lo que echo de menos es el tiempo perdido, en el sentido del tiempo pasado. La ilusión que uno tiene cuando es joven, cuando se es adolescente, esa emoción por el descubrimiento de la vida va perdiendo intensidad con el peso de los años.

—¿Y qué echa de más?

¿Qué echo de más? Hombre… (Piensa) Estoy entrando casi en la vejez, lo digo sin ningún dramatismo, pero es verdad. Pues hombre, la edad que yo tengo te produce una cierta lucidez sobre el mundo que te rodea. La edad genera conocimiento. Yo conozco mejor el corazón de las personas y comprendo mucho mejor sus motivaciones que hace treinta o cuarenta años, cuando era mucho más joven. Entonces, lo que tengo de más ahora es el conocimiento, la lucidez, pero no es un atributo mío personal, sino que es algo que te da la edad. Cuando vives tienes una vida intensa como la mía, lees y conoces a mucha gente, eso te permite realmente profundizar mucho mejor en el alma humana. Y eso es lo que tengo de más ahora.

 

"Realmente, las personas que se salgan de ese discurso son apartadas por el sistema. Eso es verdad. Pero no vivimos en un mundo monocorde ni unidimensional"

 

—En un artículo recogido en Visto y oído, escribe que nunca pasa nada, que todo se repite. ¿Por qué? O, como buen español en busca de un culpable, ¿por culpa de quién?

Bueno, es una frase. No es verdad que todo se repita. Es una frase que la puedes interpretar: todo se repite en la medida en que no cambia la naturaleza humana. Los errores que se cometen en el Imperio Romano y llevan a su decadencia los vemos luego mucho más tarde, pues no sé, en el Imperio Británico o en otras potencias del siglo XX. La Historia tiende a repetirse. La naturaleza humana no cambia. En ese aspecto, podemos decir que todo sigue igual. O sea, la frase de Parménides, que decía que el cambio no existe, existe el ser. Y en ese aspecto nada cambia. Existe el ser, y el ser era, es y será. No hay ningún cambio. Pero también es verdad que estamos sometidos a un devenir histórico que se va acelerando. Estamos conociendo profundos cambios. He visto más cambios en mi vida que, probablemente, tres generaciones que vivieran en el siglo XIX. Yo nací en Miranda y las mercancías se distribuían, aunque no lo creas, en carros de caballos a finales de los años cincuenta, y hoy pues, evidentemente, manejo la tableta, el teléfono móvil… Vivimos en una sociedad hipertecnificada. A lo largo de mi vida, en mis 63 años, no tengo ningún reparo en decirlo, he conocido un cambio impresionante. Las dos cosas son verdad: en el fondo nada cambia, porque la naturaleza humana permanece constante y el hombre de nuestro tiempo es como el del Neolítico, pero por otra parte es verdad que la Historia se está acelerando.

 

"La Historia tiende a repetirse. La naturaleza humana no cambia. En ese aspecto, podemos decir que todo sigue igual"

 

—¿Vivimos en la era de los mediocres?

En parte sí. Si te refieres a la clase política, sí. Nunca ha habido en España una generación de políticos tan mediocre como la que hay ahora. Con evidentes deficiencias intelectuales y lagunas de conocimiento, pero también con muy poca grandeza. La política se ha convertido en algo banal, en algo incoherente, que genera muy poca ilusión. Desde ese punto de vista, sí: vivimos en una época de mediocres. Pero creo que, a pesar de todo, a pesar de esa superestructura, hay una infraestructura debajo, una sociedad civil, que no es mediocre. En España hay buenos escritores, buenos médicos, buenos abogados, buenos ingenieros… Hay una élite cultural y sociológica que no es mediocre.

—Jesús Quintero dice que los analfabetos de hoy son los peores porque, en la mayoría de los casos, saben leer y escribir, pero no ejercen.

Tengo dudas sobre eso. Es difícil responder a eso. Yo creo que el poder siempre produce un discurso unidimensional, y los políticos hacen cosas que tienden a perpetuarse. También sucede con los dirigentes de la economía. Hay una especie, efectivamente, de discurso monocorde, unidimensional, que, en cierta forma, sirve para legitimar el orden establecido. Realmente, las personas que se salgan de ese discurso son apartadas por el sistema. Eso es verdad. Pero no vivimos en un mundo monocorde ni unidimensional.

—Escribe: «Uno es lo que elige ser aunque sea contra todos». ¿Qué ha elegido ser usted?

—Yo he elegido siempre ser coherente con mis ideas y con lo que yo creo. Nunca me he plegado a las circunstancias externas, al discurso dominante en la sociedad, a mis jefes. Siempre he mantenido un reducto de individualidad. También cuando escribo. Escribo mucho sobre cosas personales. Yo creo que, al final, nuestra última fuente de satisfacción es el «yo», o sea, ser como somos. Entonces, uno tiene que ser como quiere ser o como es contra todo. Lo más importante es preservar tu propia identidad, y eso supone siempre pagar un precio muy alto. Yo he pagado un precio muy alto a veces por querer ser coherente, pero siempre he tenido esa idea de la coherencia personal y de llevar hasta las últimas consecuencias mis decisiones. De eso no me arrepiento. En ese sentido, nadie me puede reprochar nada. Nunca me he plegado a lo que querían oír de mí o a la imagen que tenían otros. Yo he querido ser siempre yo, y he pagado un precio por ello, sobre todo profesional. Pero no me arrepiento.

 

"Yo he ido siempre a trabajar al periódico, sobre todo a El Mundo, donde he estado más de un cuarto de siglo, con ilusión. Y he sido feliz. Siempre he sido feliz con mi trabajo"

 

—¿Se considera usted un hombre libre?

—Totalmente. Yo creo en la frase de Sartre profundamente. Es un tópico: «El hombre está condenado a la libertad». El hombre no tiene esencia, no nace con una identidad. Luego la adquiere. El hombre, en el sentido de que no tiene esencia, no es nada: no es español, no es católico. El hombre se va haciendo y el hombre se hace en función de las decisiones que toma. El hombre tiene que decidir. Incluso una persona que estuviera prisionera en una cárcel, siendo torturada, sería libre. Porque, ¿en qué consiste la libertad del prisionero que está en una mazmorra torturado y atrapado con unas cadenas? La libertad consiste en que tú no asumes el discurso de la persona que te tiene encarcelada y no dices lo que quiere oír. En ese aspecto, siempre eres libre. Hay un reducto de la libertad que nadie puede conquistar.

—Antes ha dicho que, por el hecho de ser coherente, ha pagado un precio. ¿Qué le han querido endilgar?

—Cuando estás al frente de un proyecto periodístico hay muchos condicionantes y presiones, porque hay intereses políticos y económicos. Yo nunca he aceptado hacer cosas que estuvieran en contra de mi conciencia. O sea, yo no soy un revolucionario, soy una persona, políticamente, de centro. Pero si yo soy director de un periódico, las decisiones las tomo yo, no las toma la empresa. La empresa me puede destituir, pero jamás aceptaré que me impongan las decisiones desde arriba. A eso me refiero. Y cuando he sido periodista y he tenido que hacer un reportaje, jamás he aceptado que se me dijera cómo lo tenía que hacer. La empresa, si no le gusta, que no lo publique. Jamás me he plegado a escribir al dictado.

—¿Ha renunciado alguna vez a la vida por el periodismo?

—No. Al revés: el periodismo ha sido mi vida. No solamente no he renunciado: he vivido gracias al periodismo. Eso lo tengo muy claro. Se lo digo a mis amigos: yo no he ido a trabajar nunca a disgusto. Yo he ido siempre a trabajar al periódico, sobre todo a El Mundo, donde he estado más de un cuarto de siglo, con ilusión. Y he sido feliz. Siempre he sido feliz con mi trabajo. Y si volviera a nacer hoy, sería otra vez periodista. A pesar de todas las dificultades que atraviesa el sector. El periodismo me ha permitido realizarme a nivel personal y materializar mis deseos.

 

"Es verdad. Creo que se ha deteriorado nuestro sistema educativo y, sobre todo, se han debilitado mucho las enseñanzas humanísticas"

 

—¿Nos hemos olvidado los periodistas del significado del verbo «informar»?

—Sí. Hay una crisis del periodismo. Ahora mismo es muy difícil, y no sólo por las fake news, no sólo porque vivimos en la época de la posverdad, sino porque cada vez las empresas periodísticas tienen más intereses, están muy vinculadas al poder financiero, al poder político y, en esa medida, el trabajo del periodista cada vez es más difícil. Yo digo que, ahora, en España existe menos libertad de prensa, menos pluralidad informativa, que durante la Transición. Ha habido un gran proceso de concentración periodístico, las empresas son mucho más fuertes, y cada vez es más difícil que el periodista pueda hacer su trabajo con dignidad.

—¿Y del verbo «leer»? Ahí está, por ejemplo, en tantos periódicos, esa epidemia de comas entre sujeto y predicado.

—Bueno, pues porque los periodistas cada vez escriben, a lo mejor, peor. Ese es un problema de la educación. Es verdad. Creo que se ha deteriorado nuestro sistema educativo y, sobre todo, se han debilitado mucho las enseñanzas humanísticas. La lengua española, la Historia, el arte, la filosofía… todo eso apenas se enseña. Luego, es verdad que la gente lee poco. Por lo tanto, cada vez se escribe peor. Y antes había un nivel literario y redaccional más alto en los periodistas. Ha habido un deterioro en la profesión. Mucha gente con experiencia ha tenido que dejar la profesión durante la crisis y ha sido sustituida por gente más joven, con salarios más bajos y con menos formación. Y luego hay otro factor muy importante, y esto te lo digo con conocimiento de causa: antes, los periódicos tenían estructuras de edición y vigilaban mucho más lo que salía. Se han desmantelado los controles.

 

"He descubierto cosas importantes para mi vida, y me ha ayudado a comprender mi entorno. Siempre lo he defendido, desde muy joven: leer es una forma de vivir y no se puede vivir sin leer"

 

—Impera la velocidad que impone internet.

—Claro. Pero también en el papel. Antes, El Mundo tenía a ocho personas para leérselo todo, para editarlo, para corregir el estilo. Todo eso, los periódicos lo han desmantelado para ahorrar dinero. Por lo tanto, los periódicos de papel están peor escritos y, como tú dices, en internet es que no hay ningún control. Es que en internet llega un redactor, escribe una noticia y se cuelga, y no la lee nadie. Por tanto, eso ha producido un deterioro de la calidad unido, y es muy importante lo que te decía de la pérdida de nivel del sistema educativo.

—Escribe que «el arte no tiene banderas políticas ni el artista debe ser una persona ejemplar». Lo comparto, por no decir que me consuela. Mi biblioteca está llena de cabrones, ahí tengo a Rimbaud o a Hamsun, y parece que ahora los escritores, músicos, cineastas, etcétera, tienen que ser monaguillos del padre Ángel.

—Efectivamente. Estamos totalmente de acuerdo. Eso es un disparate. Ahí está El viaje al final de la noche, de Céline, que era un fascista. El arte no tiene nada que ver con la política ni con la moral. Debería tener, pero sabemos que hay grandes obras que han sido escritas por personas malvadas. Has citado a Hamsun, que colaboró en Noruega con Hitler. El arte no tiene nada que ver con las ideologías políticas. Es muy difícil saber cuáles son las condiciones que generan la creación artística, pero, desde luego, no es la ideología política. Decía Adorno que el arte es una especie de intersticio, de grieta en la sociedad. Él tenía mucha influencia del marxismo y creía en que la existencia estaba condicionada por las fuerzas de producción, las relaciones de poder, pero decía que el arte era un reducto, una especie de agujero en el sistema a través del cual puede surgir la creatividad. Y yo estoy de acuerdo.

—¿Ha encontrado en los libros, en la música o en las películas alguna verdad fundamental?

—Sí. Yo no distingo entre vivir y leer. Leer es una forma de vivir. He encontrado muchas verdades fundamentales, claro. Leyendo La Divina ComediaLa IlíadaLa montaña mágica o La cartuja de Parma. He descubierto cosas importantes para mi vida, y me ha ayudado a comprender mi entorno. Siempre lo he defendido, desde muy joven: leer es una forma de vivir y no se puede vivir sin leer.

 

"He comprado mucha novela negra. Me interesó desde que Alianza sacó aquella colección dirigida por Borges. Eran unos libros que costaban veinticinco pesetas"

 

—¿Cuántos libros tiene aquí?

—Uff, no lo sé. No me atrevo a decirte. A lo mejor, si te digo una cifra cometo un error flagrante. Pues a lo mejor seis o siete mil. Pero es poco, eh. Hay bibliotecas el triple o cuadruple que la mía. La de Amando de Miguel tendrá que tener 50.000 ejemplares. Lo que sí tengo es una biblioteca muy selecta. La tengo bien elegida: Historia, literatura, filosofía… Tengo lo fundamental. Me puedo jactar de que tengo una buena biblioteca en cuanto a que es la flor y nata de los libros.

—Es un gran lector de novela negra.

—Ya ves que aquí tengo un montón de novela negra. He comprado mucha novela negra. Me interesó desde que Alianza sacó aquella colección dirigida por Borges. Eran unos libros que costaban veinticinco pesetas. Sacaban novela negra americana y británica. Me fascinó. Leo todo lo que cae en mis manos de novela negra.

—¿Se le ha vuelto a aparecer el fantasma de Sarah Bernhardt?

—Es una fantasía convertida en literatura, y entiendo que la gente es consciente de ello. Es verdad que estuve en Belle-Île un verano y yo tenía una atracción morbosa por un lugar al norte de la isla. Iba en Belle-Île a una especie de playa con un gran caserón. Allí pasaba horas, me llevaba libros, veía el atardecer, los acantilados y, un día, me encontré con una chica joven y estuve hablando con ella. Bueno, pues ahí se acaba la cosa. Entonces, veinte años después, veo una doble página de Libération y veo ese caserón y veo una foto de una mujer. Ese caserón lo había comprado Sarah Bernhardt y había vivido un montón de años. Ahí pasaba meses con sus amantes, estuvo ahí hasta el final de sus días… Fue muy importante ese caserón y yo no lo sabía. De ahí surgió la idea de que se me apareció el fantasma de Sarah Bernhardt.

 

"Bach es impresionante. Es un músico muy completo y muy vanguardista en su época. Tiene cosas que las escuchas y podrían haber sido compuestas ayer. Es formidable"

 

—Hay mucho cine italiano en el libro.

—Están FelliniRosselliniDe SicaViscontiAntonioni… Están todos los del neorrealismo. Me gusta mucho el cine italiano del neorrealismo. ¿Por qué? Porque me encuentro retratado en lo que ellos muestran. La posguerra. Ladrón de bicicletas, de De Sica, es la posguerra en Italia.

—¿Sigue escuchando la Pasión según San Mateo de Bach por Viernes Santo?

—Siempre, siempre. Desde el año 76 o 75 que la vi en televisión en una versión de Karl Richter la escucho. Bach es impresionante. Es un músico muy completo y muy vanguardista en su época. Tiene cosas que las escuchas y podrían haber sido compuestas ayer. Es formidable. Se ha dicho que la esencia de la música de Bach es matemática. Hace una música que es una mezcla de inspiración y algo sublime. Yo me quedo subyugado con su música.

—Y, para finalizar, ¿confirma el marujeo gremial de que será el próximo director de ABC?

—Te lo digo de verdad: a mí nadie me ha dicho nada ni yo me he postulado. No hay nada. Es pura especulación. Esa noticia apareció en PRNoticias hace tiempo y me ha complicado la vida. Habrá gente en el ABC a la que le haya molestado. Y no hay nada. Es como si me dices: «Oye, ¿vas a ser director de la NASA?». Pues no creo. ¿Si pasa en el futuro, porque en la vida no puedes descartar nada? Pues hombre… Yo ahora te estoy diciendo la verdad. Está muy bien lo de «marujeo gremial». Además, por una parte me haría ilusión y, por otra, me doy cuenta del marrón que eso supondría.

 

 

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[2] El muro de Delft

Se nos escapan los matices que nos puede aportar una visión distinta de la realidad

ABC

Vista de Delft - Obra de Johannes Vermeer

 

Marcel Proust narra en La prisionera, la quinta entrega de La Recherche, el episodio de la muerte del escritor Bergotte, que fallece mientras contempla un detalle apenas visible, un muro amarillo, de Vista de Delft, el cuadro de Vermeer.

Dicen que la anécdota es autobiográfica porque Proust, que se hallaba enfermo, acudió a una exposición de Vermeer en París y sintió una angustia irrefrenable al contemplar la obra del pintor holandés.

No es casualidad que en la misma época que Vermeer producía a destajo para mantener a su mujer y su numerosa familia -procreó quince hijos-, Antonio van Leeuwenhock construía el primer microscopio en una buhardilla a unos centenares de metros de la casa del artista.

Como narra Laura Snyder en El ojo del observador, un libro recientemente aparecido, la mirada de Vermeer sobre la realidad y el descubrimiento del óptico de Delft cambiaron nuestra visión del mundo, mostrándonos que existe un universo infinitamente pequeño que está fuera del alcance de nuestros sentidos.

Hay en la pintura de Vermeer una pasión por los detalles y una minuciosidad que confiere un profundo misterio a los objetos cotidianos, como podemos contemplar en la corteza del pan que el sol ilumina sobre la mesa o en el destello de perla en la oreja de la joven con la frente cubierta por un pañuelo azul.

Vermeer, que experimentaba con los efectos de la luz en una cámara oscura, nos mostró una nueva forma de ver las cosas. Por eso, entiendo la perplejidad de Bergotte al descubrir un matiz que no había percibido en un cuadro que había mirado en muchas ocasiones.

A los políticos y los periodistas nos sucede con frecuencia lo mismo: se nos escapan los matices que nos puede aportar una visión distinta de la realidad. Prima el espectáculo y la simplificación que la economía del lenguaje de las redes sociales y la televisión nos imponen. El medio media, como subrayaba el olvidado McLuhan.

La gran paradoja de la sociedad actual reside en que las cosas se tornan cada vez más complejas en contraposición a los mensajes que transmiten esos medios, que son cada vez más simples. Y ello convierte a la apariencia en engaño porque, como apuntaba Freud, la razón casi siempre habla en voz baja.

Decía el físico Richard Feynman que es posible que en el fondo de su corazón la naturaleza sea completamente asimétrica, pero que su complejidad nos acabe pareciendo simétrica. Tendemos a buscar certezas y evidencias allí donde reina el caos y el desorden porque el ser humano no resiste la incertidumbre.

Por decirlo con las palabras de Feynman, la historia y la política son asimétricas y, por eso, los acontecimientos son imprevisibles. Deberíamos ser más modestos y aceptar que, en buena medida, el azar gobierna nuestras vidas y que estamos a merced de cambios que no podemos controlar.

 

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[3] Pensar con los pies

Los pies son autónomos y llegan a sus propias conclusiones

ABC

 

Sí, pensar con los pies. Los pies piensan. Es un descubrimiento reciente, concretamente de este verano cuando me daba larguísimas caminatas por Galicia. A veces sufría y me entraban ganas de dar la vuelta, pero seguía mi ruta. Fue entonces cuando me di cuenta de que los pies piensan.

Esta revelación se me apareció de repente una mañana de agosto cuando mis pies parecieron adquirir autonomía y me llevaron al Chan de Lagoa, un paraje cercano a Baiona, donde pastan los caballos salvajes y hay manantiales de agua helada, a la sombra de pinos y eucaliptos que se mecen con la brisa que viene del Atlántico. Yo no sabía dónde quería ir en aquella calurosa jornada, pero mis pies sí lo sabían.

Los pies saben y te llevan por caminos, senderos, carreteras y paseos donde nada es previsible ni rutinario porque los paisajes son siempre cambiantes. Esto me recuerda a aquel estanquero de Brooklyn del relato de Paul Auster que hacía todos los días la misma foto en la misma esquina. Todas las imágenes eran distintas.

Los pies son autónomos y llegan a sus propias conclusiones. El cerebro tarda tiempo en comprenderlas. Que se lo digan a los hombres que vivían hace cientos de miles de años y que empezaron a andar antes de dominar el fuego, construir herramientas de piedra y almacenar los alimentos. Fueron los pies los que desarrollaron el cerebro y no el cerebro el que hizo evolucionar a los pies.

Vivimos en una civilización en la que se va a todos los lugares en coche, en la que los niños no salen de casa y en la que se anda muy poco. Y eso condiciona nuestra visión del mundo porque la perspectiva cambia. Cuando una se monta en un vehículo, la noción del tiempo es distinta y la percepción del entorno se distorsiona.

Andar, aunque sea por el centro de una ciudad, permite tener una visión mucho más cercana de lo que sucede en nuestro exterior, captar matices que se nos escapan, fijarnos en los gestos, distinguir una inmensa variedad de personajes que se cruzan en nuestra ruta.

Hace muchos años, leí las «Confesiones» de Rousseau, donde relata como durante su juventud recorrió los caminos de Suiza, Francia e Italia hasta que encontró a Madame de Warens, su protectora. Me di cuenta de que el pensador ginebrino había forjado su carácter y muchas de sus intuiciones en los senderos, verdadera escuela filosófica.

Insisto en que los pies saben lo que quieren. Tenemos que dejarnos llevar, captar las sensaciones que nos transmiten. Son ellos los que nos guían, nos indican cuando hay que parar y cuando hay que seguir adelante. El bienestar de los pies tonifica y estimula el cerebro.

Y los pies miden mejor que un reloj el transcurso del tiempo. Cuando estamos enfadados, caminamos de prisa, como si quisiéramos huir del presente. Cuando nos hallamos a gusto, nuestros pasos se ralentizan. Los grandes filósofos han sido andarines. Por eso, la metafísica debe mucho a los pies.

 

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[4] Perplejidad

Lo peor de este Gobierno es su afán de deslegitimar a la oposición

ABC

 

Una de las ideas más sugerentes en la historia del pensamiento es que todo lo real es racional. Si damos un paso más, como Hegel, podemos llegar a la conclusión de que lo que existe encierra el más alto grado de racionalidad.

Hegel, que intentaba conciliar el cristianismo con la Ilustración, creía que la Historia avanza progresivamente, en sucesivas fases que culminarán en el triunfo de la Razón con mayúsculas. En ese sentido, el filósofo alemán creyó ver el nacimiento de una nueva era cuando presenció la entrada a caballo de Napoleón tras la derrota prusiana en la batalla de Jena, donde se ganaba la vida como profesor.

Fue un espejismo porque una década después el emperador francés labraría su ruina en Waterloo, que propició el Congreso de Viena y el retorno de las monarquías absolutas. La paradoja es que, aplicando literalmente la dialéctica hegeliana, el absolutismo era racional en la medida que era real.

Si damos un salto en el tiempo de dos siglos, esa contradicción entre lo real y lo racional es hoy tan lacerante como en la época de Hegel, en la que chocaron abruptamente dos formas de entender el mundo: las nuevas ideas que emergían de la Revolución Francesa y el Viejo Régimen que añoraba la dulzura de vivir de la que hablaba Talleyrand.

Hoy asistimos al enfrentamiento entre la concepción de las democracias que nacieron tras la Segunda Guerra Mundial, que permitieron el desarrollo del Estado del bienestar, y el populismo y el nacionalismo, resurgidos de la globalización y las nuevas tecnologías.

Estas fuerzas emergentes han desarrollado ideologías identitarias que desprecian los valores de la Ilustración y cuestionan un modelo de Estado basado en la separación de poderes y en el respeto a la ley. Un ejemplo muy claro es el nacionalismo catalán, cuya naturaleza totalitaria es evidente.

Pero también resulta inquietante la contaminación del Gobierno que preside Pedro Sánchez, que está haciendo tabla rasa de algunos de los principios que sustentan la democracia parlamentaria como son la ejemplaridad, la tolerancia y una serie de normas no escritas que resultan esenciales para la convivencia. Sin olvidar el neolenguaje con el que se intenta confundir a los ciudadanos.

Lo peor de este Gobierno es su afán de deslegitimar a la oposición y responder a las críticas con una arrogancia que revela una mezcla de cinismo y superioridad moral. Puede que Casado se haya equivocado en algunas cuestiones, pero en cualquier caso resulta incomprensible que Sánchez le desprecie y prefiera a los independentistas como interlocutores.

El ministro Ábalos todavía no ha explicado para qué fue al aeropuerto de madrugada para entrevistarse con la número dos de Maduro. Ésa es una de las actitudes que causan perplejidad. La democracia exige transparencia, lo cual brilla por su ausencia en un presidente que ha optado por no responder a las preguntas. Lo real en este país tiene muy poco de racional.

 

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[5] La pluma y la espada

Hoy me parece necesario reivindicar el legado de Unamuno, su sueño por una España tolerante e ilustrada

ABC

Miguel de Unamuno, pintado por Solana

 

El 13 de febrero de 1930 Miguel de Unamuno fue recibido triunfalmente en Salamanca tras la vuelta de su exilio en Francia. Había sido desterrado por Primo de Rivera a Fuerteventura en 1924, donde permaneció cuatro meses, y luego había vivido en París y en Hendaya otros cuatro años. Cuando retornó a España, la monarquía estaba a punto de derrumbarse tras el final ignominioso de la dictadura que había declarado al escritor vasco su enemigo número uno.

Unamuno se quedó perplejo cuando, tras pernoctar en Valladolid, su coche se quedó bloqueado a dos kilómetros de Salamanca por el gentío que le aguardaba al borde de la carretera. La gente lloraba, le aclamaba y coreaba su nombre. Tras abrazar a su mujer, Concha, y conocer a su nieto, tuvo que dirigirse a la multitud. Tuvo que esperar un año y unos pocos meses para que la República le repusiese como rector de la Universidad de Salamanca.

En sus años de exilio, Unamuno hizo un daño inmenso a la dictadura y a la monarquía, a las que consideraba un obstáculo para el progreso de España. A Alfonso XIII le apodaba El Ganso y a Primo de Rivera le despreciaba. Nunca les ahorró los epítetos más duros pese al intento del monarca de congraciarse con el escritor y catedrático de Griego.

Fue en esa época cuando Unamuno escribió aquello de «mi pluma vale más que cualquier espada». Y tenía razón porque la fuerza bruta que representaban Primo de Rivera, Martínez Anido y otros generales, embarcados en la guerra de Marruecos, fue derrotada por el prestigio intelectual que don Miguel tenía en el exterior.

Unamuno era un personaje excéntrico y contradictorio, pero poseía una integridad moral extraordinaria. Siempre se negó a aceptar las gabelas del poder y rechazó pedir el indulto a la dictadura. Incluso le criticó a Ramón y Cajal cuando el insigne Nobel lo solicitó. Nunca escribió nada que no pensara.

Le película de Amenábar ha servido para reivindicar su figura y, precisamente por ello, hay que insistir en que Unamuno es el mejor ejemplo de intelectual comprometido con la verdad. Nunca eludió los problemas que podía acarrearle su sinceridad y siempre tuvo la osadía de anteponer sus ideas a la conveniencia o las corrientes dominantes.

Precisamente por eso Unamuno, que era amigo de Azaña, se comprometió con la República. Su firme apoyo se fue trocando en un distanciamiento que le llevó a justificar el alzamiento militar de 1936, que creía que podría servir para regenerar España. Pronto se dio cuenta de su error.

En última instancia, el autor de «El sentimiento trágico de la vida» fue un místico que soñaba con una España heredera de la mejor tradición del cristianismo y la cultura grecolatina. Pero ese país, desgarrado por el cainismo, sólo existía en su cabeza.

Hoy me parece necesario reivindicar su legado, su afán de búsqueda de la verdad y su sueño por una España tolerante e ilustrada. Necesitamos personas como él para encontrar la brújula moral que nos guíe.

 

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[6] Esperando la revolución

La gente se cansa pronto, máxime cuando viene el mal tiempo

ABC

 

No se me ocurre nada mejor que una evocación de Julio Camba para empezar esta nueva etapa en ABC, un periódico asociado a la excelencia literaria y que además ha sido testigo de las grandes encrucijadas de nuestra historia contemporánea.

Hace ahora un siglo, Camba fue enviado a Barcelona para que escribiera sobre la Asamblea de Parlamentarios, promovida por Francesc Cambó y compuesta por 68 diputados y senadores. En ella figuraban personajes de la talla política de Pablo Iglesias, Alejandro Lerroux y Melquiades Álvarez. La Asamblea se reunió el 19 de julio de 1917 en el mismo lugar que hoy ocupa el Parlament. Los conjurados contra el Gobierno que presidía Dato pidieron su dimisión, la elección de unas Cortes Constituyentes y la autonomía para Cataluña.

Camba describió el clima de exaltación revolucionaria con el que se topó aquellos días de verano en los que los barceloneses "tomaban baños de sol en la playa y bailaban la sardana en verbenas populares". Una mayoría estaba convencida de que la caída del régimen era inevitable e inminente. «La Revolución será cosa de dos o tres días. Nada más», escuchó el periodista a un líder del movimiento. Cambó acudió a Palacio a explicar a Alfonso XIII sus reivindicaciones y las semanas fueron pasando. Pero no sucedió nada porque el nuevo Gobierno presidido por García Prieto ignoró todas las peticiones de una Asamblea que jamás se volvió a reunir.

«Un público menos paciente hubiera pedido que le devolviesen ya el dinero. La Revolución no se hará ni mañana ni pasado mañana. Habrá que buscar otras emociones», sentenció Camba. Tampoco se hizo en 1934, cuando Companys proclamó un Estat catalá que duró menos de 24 horas tras la respuesta fulminante del general Batet. Aquella asonada acabó en un espantoso ridículo y todo indica que ésta también.

La masiva salida de empresas de Cataluña, la reacción de la UE y la amenaza del artículo 155 han colocado a los independentistas en un escenario en el que, si siguen con su desafío, pueden perder todo lo conseguido en las tres últimas décadas. Les queda el recurso a la calle y a esa «masiva desobediencia civil» a la que llamó ayer la CUP. Pero la gente se cansa muy pronto. El victimismo es muy estimulante, la reivindicación de la diferencia eleva la autoestima, pero empiezan a perder encanto cuando hay que pagar un alto precio.

«Infeliz es el país que necesita héroes», decía Brecht. Y tenía razón porque el heroísmo es para románticos y desesperados, para las gentes que pasan hambre y carecen de libertad. Cuando el sábado pasado, los manifestantes por la excarcelación de Sánchez y Cuixart se fueron a ver el partido del Barça, intuí que su causa volverá a estrellarse con la realidad. Los nacionalistas tienen mucho que perder y, por ello, la Revolución seguirá esperando otro siglo más.

 

 

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