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Los Papalagi
Discursos de Tuiavii de Tiavea, jefe Samoano
LOS PAPALAGI NO TIENEN TIEMPO
Los Papalagi tienen una manera extrañamente confusa de pensar. Siempre se están devanando los sesos, para sacar mayores provechos y bienes de las cosas, y su consideración no es por humanidad, sino sólo por el interés de una simple persona, y esa persona son ellos mismos.
Cuando alguien dice: «Mi cabeza me pertenece a mí y a nadie más que a mí», tiene mucha razón y nadie puede decir nada en contra de esto. En este aspecto el Papalagi y yo compartimos puntos de vista. Pero cuando él continúa: «La palmera es mía», sólo porque ese árbol crece delante de su cabaña, entonces se comporta como si él mismo hiciera crecer la palmera. Pero esa palmera no pertenece a nadie. ¡A nadie! Es la mano de Dios la que nos la ha proporcionado del suelo. Dios tiene muchas manos. Cada árbol, cada hoja de hierba, el mar, el cielo y las nubes que flotan en él, todos son las manos de Dios. Podemos usarla para nuestro placer, pero nunca podemos decir: «La mano de Dios es mi mano». Sin embargo esto hacen los Papalagi.
En nuestro idioma «lau» significa «mío», pero también significa «tuyo». Es casi la misma cosa. Pero en el idioma de los Papalagi es difícil encontrar dos palabras que difieran tanto en significado como «mío» y «tuyo». Mío, significa que algo me pertenece por entero a mí. Tuyo, significa que algo pertenece por entero a otro. Es la razón por la que el Papalagi llama a todo lo que está cerca de su casa «mío». Nadie tiene derecho a ello más que él. Cuando visitas a un Papalagi y ves algo allí, un árbol o una fruta, madera, agua o un montón de basura, siempre hay alguien alrededor para decir: «Es mío y que no te coja tomando algo de mi propiedad». Incluso si tocas algo empezará a berrear y te llamará ladrón. Ésta es la peor maldición que conoce. Y solamente porque te has atrevido a tocar el «suyo» de otro hombre. Su amigo y los criados del jefe vendrán corriendo, te pondrán cadenas, te echarán a la más sombría pfui-pfui y la gente te despreciará durante el resto de tu vida.
Actualmente para impedir que la gente toque cosas que alguien ha declarado suyas, se ha presentado una ley que concrete qué es suyo y qué es mío. Y hay gente en Europa que gasta su vida entera prestando atención a que no se quiebre esa ley, que no se quite nada al Papalagi que ha declarado que aquello es suyo. De esa manera, los Papalagi quieren dar la impresión de que tienen derecho real sobre esas cosas, como si Dios hubiera regalado sus cosas para siempre. Como si las palmeras, las flores, los árboles, el mar, el aire y las nubes fueran realmente de su propiedad.
Los Papalagi tienen necesidad de leyes que guarden su mío, porque de otro modo, la gente con poco o nada de mío, se las quitaría. Porque si hay gente que pide mucho para sí misma, hay muchos otros abandonados que permanecen de pie con las manos vacías. No todo el mundo conoce las tretas y señales escondidas con las que se puede acumular mucho mío, y también se ne cesita una especie de valor, que tiene poco o nada que ver con lo que nosotros llamamos respeto y puede que aquellos Papalagi que están con las manos vacías, porque no querían robar o insultar a Dios, sean los mejores de su tribu. Pero no existen muchos Papalagi como esos.
La mayoría de ellos roban a Dios sin un ápice de vergüenza siquiera. No conocen nada mejor. No se dan cuenta de nada-mal-hecho; todo el mundo lo hace y nadie ve nada extraño o se siente mal por ello. Muchos también reciben su montón de mío por nacimiento, de sus padres. Y Dios no ha dejado casi nada, porque la gente lo ha tomado y transformado en mío y tuyo. Su sol, hecho para todos nosotros, no puede ser igualitariamente dividido nunca, porque uno pide más que otro. En los hermosos espacios abiertos donde el sol brilla en todo su esplendor, sólo unos pocos están sentados, mientras una muchedumbre entera trata de alcanzar un pálido rayo de luz sentados en las sombras; Dios no puede alegrarse con todo su corazón, porque él ya no es el alii sili(1), en su propia casa. Los Papalagi le niegan al decir que todo es suyo. Pero nunca llegarán a ese discernimiento, por muy diferente que piensen.
Por el contrario, ellos consideran sus actos justos y honestos. Pero a los ojos de Dios son injustos y deshonestos.
Si ellos hicieran uso de su sentido común, sin duda comprenderían que nada de lo que no podemos retener nos pertenece y que cuando la marcha sea dura no podremos llevar nada. Entonces también empezarían a darse cuenta de que Dios hace su casa tan grande, porque quiere que haya y felicidad para todos. Y en verdad sería suficientemente grande para todo el mundo, para que todos encontráramos un lugar soleado, una pequeña porción de felicidad, unas pocas palmeras y ciertamente un punto en el que los dos pies se apoyaran, justo como Dios quería y deseaba que fuera. ¿Cómo podría Dios olvidar siquiera a uno de sus propios niños?
Pero todavía hay muchos buscando febrilmente ese pequeño, diminuto punto que Dios les ha reservado.
Porque los Papalagi no quieren escuchar la palabra de Dios y empiezan a hacer leyes por su propia cuenta. Dios les envía muchas cosas que amenazan su propiedad. Envía calor y lluvia para destruir su mío, lo envejece, derrumba y pudre. Dios también da a la tormenta y al fuego poder sobre su mío. Y lo peor de todo: introduce miedo en los corazones de los Papalagis. Miedo es la cosa principal que ha adquirido. El sueño de un Papalagi nunca es tranquilo, porque tiene que estar alerta todo el tiempo, para que las cosas que ha amasado durante el día, no le sean robadas por la noche. Sus manos y sentidos tienen que estar ocupados todo el tiempo agarrando su propiedad. Y durante todo el día, su mío le importuna y se le ríe en la cara, le grita porque ha sido robado de Dios, le tortura y le proporciona mucha desdicha.
Pero Dios ha impuesto un castigo más pesado que el miedo a los Papalagi: ha creado la lucha entre aquéllos que tienen poco o nada y aquéllos que lo tienen todo. Esta batalla es dura y violenta, y hace estragos día y noche. Es una disputa que todo el mundo sufre y que devora la alegría de vivir. Aquéllos que tienen mucho deberían dar una parte, pero no quieren hacerlo. Los que no tienen quieren también algo, pero no consiguen nada. Además, rara vez son guerreros de Dios. Están formados principalmente por la gente que llegó demasiado tarde cuando el botín estaba siendo dividido, o por aquéllos que fueron demasiado torpes o no tuvieron la oportunidad de agarrar algo. Que ellos están robando a Dios, no entra en la mente de nadie. Y sólo alguna vez un viejo hombre sabio se levanta y apremia a la gente para que lo devuelva todo a las manos de Dios.
¡Hermanos!, ¿cuál es vuestra opinión de un hombre que tiene una gran casa, suficientemente grande para alojar a un pueblo samoano en su totalidad, y que no permite a un viajero pasar la noche bajo su techo? ¿Qué pensaríais de un hombre que tiene un manojo entero de plátanos en sus manos y que no está dispuesto a dar ni siquiera una simple fruta al hambriento que le implora? Puedo ver la ira fulgurando en vuestros ojos y el desprecio que viene a vuestros labios. Sabed entonces, que el Papalagi actúa de este modo cada hora, cada día. Incluso si tiene cien esteras, no dará siquiera una a su hermano que no tiene ninguna. No; él incluso reprocha a su hermano por no tener ninguna. Si su choza está repleta de comida hasta el techo, tanta que él y su aiga no se la pueden comer en años, no buscará a su hermano que no tiene nada para comer y se ve pálido y hambriento. Y hay muchos Papalagi pálidos y hambrientos.
La palmera, al madurar, deja caer hojas y frutas. Los Papalagi viven como las palmeras que retienen sus hojas y frutas y dicen: «son mías».¿Cómo podría un árbol como ése ni tan siquiera producir nueva fruta? Las palmeras son más sabias que los Papalagi.
Entre nosotros también existen aquéllos que tienen más que otros y respetamos al jefe, que tienen muchas esteras y cerdos. Pero el respeto sólo se aplica a esa persona y no a sus esteras y cerdos, porque fuimos nosotros mismos quienes se las dimos, para mostrar nuestra felicidad y para rendir honor a su gran sabiduría y valor. Pero los Papalagi respetan a sus hermanos por sus muchos cerdos y esteras, y nunca consideran su sabiduría. Un Papalagi sin cerdos o esteras rara vez o nunca es respetado.
Como los cerdos y esteras no caminan por sí mismos hacia los pobres y necesitados, el Papalagi no ve la razón por la que debería él mismo llevarlos a sus hermanos. Porque por su hermano no tiene respeto, sólo por sus esteras y cerdos, y preferiría quedárselos. Si él amara y respetara a su hermano, y no viviera en conflicto sobre lo tuyo y lo mío, entonces le llevaría sus esteras para dividirlas y disfrutar su gran mío juntos, compartiría su propia estera, en lugar de perseguirle en la oscura noche.
Pero los Papalagi no se dan cuenta de que Dios nos ha dado palmeras, plátanos y nuestros preciosos taro, los pájaros del bosque y todos los peces del mar, para la felicidad y disfrute de todo el mundo. Y no sólo para unos pocos, mientras el resto sufre penalidades y necesidades. Aquéllos que han sido bendecidos por Dios a manos llenas, deberían compartirlo con sus hermanos; de otro modo la fruta en sus manos se pudrirá. Porque Dios extiende su multitud de manos a todo el mundo. Él no quiere que uno tenga mucho más que otro, o que alguien diga: «Estoy de pie bajo un rayo de sol y tu debes permanecer en la sombra». Todos nosotros pertenecemos al rayo de sol. Cuando Dios guarda todo en sus manos, no hay disputas y no hay necesidad. ¡Ahora los ingeniosos Papalagi quieren hacernos creer que nada pertenece a Dios! ¡Cualquier cosa que podáis agarrar con vuestras manos os pertenece! Pero cerremos nuestras orejas a tal charla sin sentido y aferrémonos al sentido común: todo pertenece a Dios.
(1) Gobernante, soberano. NOTA: Todo el que sepa que los samoanos viven en una sociedad de propiedad comunal, entenderá su desprecio por nuestras leyes sobre la propiedad. El concepto mío-tuyo es simplemente desconocido para ellos. Durante todos mis viajes, los nativos siempre compartieron conmigo su cabaña, estera, comida y todo, sin siquiera pensarlo dos veces. Las primeras palabras dichas por un jefe de poblado, a modo de saludo, serían: «todo lo que es mío te pertenecen. El concepto de robo también es desconocido para los isleños. Todo pertenece a todos y todo pertenece a Dios.
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