«PINK FLOYD, THE WALL»; cuarenta años después (película de Alan Parker)

PINK FLOYD, THE WALL 

Dirigida por Alan Parker 

 

 

Pink Floyd – The Wall es una película británica de 1982 dirigida por el director británico Alan Parker y basada en el álbum de Pink Floyd The Wall (1979). El guion fue escrito por el vocalista y bajista de Pink Floyd, Roger Waters. Altamente metafórica y rica en simbolismo y sonido, la película contiene pocos diálogos y es conducida principalmente por las canciones de Pink Floyd.

La película incluye 15 minutos de elaboradas secuencias de animación creadas por el ilustrador Gerald Scarfe y Roger Waters, parte de las cuales describen una pesadilla basada en los bombardeos alemanes sobre Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial. La película es reconocida por su surrealismo perturbador, secuencias animadas, situaciones sexuales, violencia y gore. A pesar de su turbulenta producción y del descontento de los creadores con el resultado final, The Wall se ha convertido en una película de culto.

https://es.wikipedia.org/wiki/Pink_Floyd_%E2%80%93_The_Wall

 

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Muros postmodernos: Análisis textual de The Wall (Pink Floyd)

Por Aarón Rodríguez Serrano [*]

EGM. MARZO 2011 /Publicación semestral. ISSN: 1988-3927. Número 8, marzo de 2011.
 

Resumen. El complejo conjunto de textos que conforman el universo de The Wall (tanto el CD de música compuesto por Roger Waters como su puesta en escena o la película dirigida por Alan Parker) se sitúa históricamente junto a las primeras reflexiones sobre la postmodernidad emitidas desde la filosofía. Mediante un ejercicio de análisis textual que integre las distintas propuestas, cotejaremos el contenido de la obra artística en conexión con algunos de los problemas habituales propuestos por los teóricos postmodernos.

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El 30 de noviembre de 1979, un extraño vinilo —The Wall, firmado por los Pink Floyd— llegó a las tiendas de Gran Bretaña. La portada, diseñada por Gerald Scarfe —que acabaría por hacerse cargo también de todo el diseño gráfico y las animaciones que acompañaron a la gira y a la película de Alan Parker— no mostraba ninguna huella autoral en absoluto. Simplemente era una superficie asfixiante, repetitiva, un tapiz inquebrantable que parecía derramarse en los márgenes mismos del cartón. La estrategia en términos textuales era del todo intachable: la completa concepción artística de la obra funcionaba como una inmensa barrera, un No trespassing como el que abría Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), enunciado ahora desde la trinchera del rock conceptual.

Y es que en aquel momento, cuando estallaba el magma de grupos punk y post-punk que comenzaban a abrirse paso, los Pink Floyd quedaban condenados a ser una nota a pie de página, un digno exponente de todo lo que había que evitar. O, al menos, una cierta naturaleza de los Pink Floyd que se había ido oscureciendo a lo largo de los años. Tomemos como ejemplo la constante reivindicación que desde los altares del pop indie contemporáneo se sigue realizando de su etapa psicodélica, de discos como The piper at the gates of dawn, de singles esporádicos como See Emily play o, en resumen, de la defensa a ultranza de Syd Barrett como alma máter y auténtico espíritu del grupo. No parece haber demasiados problemas en reivindicar los orígenes de la banda dado que en ellos se encuentra una coordenada espacio-temporal fácilmente definible y voluntariamente festiva. El precio que el propio Barrett tuvo que pagar por sus experimentos con el LSD —una vida de alienación y locura, encerrado como Norman Bates al calor de una madre que contuviera su dolor— se difumina con rapidez ante la capacidad de situar y reivindicar piezas como Gnome o Bike, piezas desconectadas en sí mismas, inocuas, exquisitamente frívolas. La verdad histórica, por el contrario, es mucho más incómoda. Syd Barrett fue borrado del grupo no sólo por su completa adicción a los alucinógenos, sino en la medida en que esa misma adicción alejaba al resto de los miembros de sus sueños de fama y fortuna:

Las cosas llegaron a su fin en febrero, el día que debíamos tocar en un concierto en Southampton. En el coche, de camino para ir a buscar a Syd, alguien dijo: “¿Recogemos a Syd?”, y la respuesta fue: “No, joder, no vale la pena”. Relatarlo de una manera tan directa suena como si no tuviéramos corazón y fuéramos realmente crueles: es cierto. La decisión fue completamente cruel, igual que nosotros. Actuamos con estrechez de miras, aunque pensé que Syd se comportaba simplemente con mala intención y yo me sentía tan exasperado con él que sólo podía ver el impacto que estaba teniendo a corto plazo en nuestro deseo de ser una banda de éxito (MASON, 2007, 85-86).

Resulta curioso que el propio Mason en sus memorias se refiriera con tanta claridad a la expulsión de Syd como consecuencia directa de ese deseo. En un primer momento, dicha exclusión de la banda pareció algo absolutamente natural, un gesto elegante de desprendimiento de lastre que no molestó en especial ni a los músicos ni a su público:

Teniendo en cuenta que nunca habíamos ensayado juntos como cuarteto, la actuación fue musicalmente bien (…) Era un indicio de lo poco que Syd había contribuido en los últimos conciertos, pero incluso así, resulta asombroso lo alegremente seguros que debimos estar para dar este paso. Y lo que es más importante, el público no pidió que le devolvieran el dinero: estaba claro que la ausencia de Syd no era un serio inconveniente. Sencillamente, no volvimos a recogerle más (MASON, 2007,86).

Y sin embargo, gran parte de la trayectoria posterior de la banda puede ser leída sin ningún problema como la constante puesta-en-sonido de una deuda contraída con el fantasma del alucinado. Discos tan rutilantes en la historia de la música rock como The dark side of the moon o Wish you were here abrazaban de manera explícita la presencia de esa sombra psicótica. Estaban ya atravesados de una cierta inquietud y señalaban con total precisión la presencia de un malestar que se asentaba en el sujeto (temas como Money o Us and them no dejan dudan al respecto) y frente al que no parecía haber nadie capaz de comparecer.

El propio Dark side of the moon iba acompañado de un subtítulo que lo designaba nada menos que como A piece for assorted lunatics (“Una pieza para todo tipo de locos”). En la órbita conceptual puesta en marcha por el grupo se jugaba la enfermedad mental como una de las ideas cenitales. De hecho, la fascinación de Roger Waters y su equipo por las posibilidades de la innovación sonora, por la posibilidad de generar un sonido distópico definitivo capaz de atrapar al oyente en una telaraña angustiosa no es muy diferente, al menos en los objetivos de su búsqueda, a la del propio Martin Hannett (técnico rutilante en su época, encargado de grupos como Joy Division).

En cuanto a Wish you were here, el tema central del vinilo se conecta directamente con la ausencia, al pánico, al abandono. Muchos han querido ver este disco como una suerte de imposible reconciliación con Barrett, un reconocimiento tardío a su labor en el grupo, quizá a medio camino entre la mala conciencia por el abandono del psicótico y la —dudosa— exaltación de una amistad pasada. Temas como Shine on you, Crazy Diamond o el corte que da el título al álbum apuntan en esta dirección. ¿Qué fue, entonces, todo aquello? ¿Un exorcismo? ¿Un reconocimiento de la locura? ¿Una excusa frente a los fans de la primera etapa que se aferraban a la frivolidad psicodélica en detrimento de su camino hacia el rock progresivo? ¿La voluntad del propio Roger Waters por señalarse a sí mismo como líder absoluto del grupo utilizando la memoria de Barrett como excusa?

Lo que parece innegable es que, después de todo, el Fantasma/Barrett estaba ahí. El fantasma de la enfermedad mental, del miedo, de la disolución de la realidad, de esa densidad blanda e Imaginaria que lo invade todo, y por último, de la quemadura definitiva de lo Real sobre la pupila del artista.

Después, por supuesto, comienza la leyenda. Durante un concierto de la gira internacional de Animals, Roger Waters pierde en el escenario el control sobre sí mismo y adopta un auténtico gesto del punk: escupe sobre uno de los asistentes que le increpaba en las primeras filas [1]. Ese simple acto, protagonizado como marca personal por Johnny Rotten y sus compinches de los Sex Pistols, alcanza una nueva densidad en los anales del rock progresivo. ¿Qué es lo que se rompe en ese espacio siempre infranqueable que separó a la “vieja generación” de los sesenta y setenta con los violentos cachorros de los ochenta? Sin duda alguna, podríamos señalar: el mismo punto de no-retorno, la misma angustia. Donde los Sex Pistols encontraban en el esputo un gesto carnavalesco y plenamente representativo de su naturaleza aberrante, Roger Waters encontró la prueba inamovible de que su planteamiento artístico había tocado fondo. El planteamiento de sus obras no le había protegido de la amenaza de lo Real. Su enfrentamiento con el fantasma de Barrett no había cristalizado en una solución sólida. Ni la fama alcanzada por el grupo, ni las críticas, ni las apoteósicas cifras de ventas de sus anteriores vinilos (The dark side of the moon se situó como el octavo disco más vendido de la historia del rock) habían podido frenar el imparable avance de la psicosis. Necesitaba el símbolo definitivo, la barrera última para poder protegerse de la completa quiebra de su registro simbólico. Necesitaba un muro.

Un muro que comienza en Anzio

Uno de los motores inconscientes que separan radicalmente The Wall de las obras anteriores de Pink Floyd es, en concreto, la contraposición de dos fantasmas. El primero de ellos, por supuesto, es el del propio Barrett y la gravitación psicótica que había ido planeando en los vinilos anteriores. El segundo es, en otra perspectiva, el fantasma del propio Roger Waters, conjurado quizá en respuesta al primero, quizá por su propia urgencia frente a la llamada de la enfermedad. ¿Por qué querría Waters rodearse de un muro, esconderse, parapetarse en la cara oculta de sí mismo, para desde ahí, ponerle música, voz y cuerpo a su propio fantasma?

Porque, después de todo, The Wall es una profunda reflexión —una vez más— sobre la quiebra del proceso encarnado por el padre. Sobre las trágicas consecuencias de su ausencia. Así, cuando Alan Parker ayudó a convertir el doble vinilo del grupo en un impresionante videoclip de 90 minutos, comprendió la importancia cenital de esa figura y permitió la inclusión de la canción The Little boy that Santa Claus forgot (El niño que olvidó Santa Claus) de Vera Lynn como una desoladora presentación del protagonista principal:

 

 

Christmas comes but once a year for every girl and boy / The laughter and the joy / They find in each new toy. / I tell you of the little boy who lives across the way / This fella’s Christmas is just another day… [La navidad sólo llega una vez al año para todas las niñas y niños / Sólo alegría y felicidad / Encuentran sus nuevos juguetes / Te contaré la historia de un niño / Que vive aquí al lado / La Navidad para este muchachito / Sólo es un día cualquiera…].

La estrategia de Parker es sumamente interesante. Por un lado, la enunciación parece fascinada con ese único plano inicial situado en un hotel cualquiera de Los Ángeles en el que una anónima limpiadora recorre de manera mecánica las habitaciones. Gracias al uso de la profundidad de campo, esa fría estancia parece convertida en una realidad monstruosa, una hipnótica cueva en la que los pequeños detalles —la moqueta principal, la puerta doble que permite la entrada a la suite en la que vegeta el protagonista— alcanzan una dimensión completamente siniestra. Nos encontramos, por supuesto, en los umbrales mismos del Unheimlich, en la familiaridad aberrada e incomprensible.

En un segundo nivel de lectura, Parker utiliza la canción original de Vera Lynn —artista relacionada con la Segunda Guerra Mundial que es citada explícitamente varias veces en el texto floydiano— para introducir una suerte de narrador extradiegético de claro sabor postmoderno. Ese niño “olvidado por Santa Claus” se evidencia como protagonista absoluto del relato, un niño que no ha sido bendecido por la siempre necesaria promesa que encierra el don, el regalo. Como ya señaló González Requena en relación con la carga simbólica de los presentes navideños y el niño que los recibe:

Nada tan imprescindible como el nuevo ser destinado a afrontar esa travesía por lo real que la promesa de que es posible un futuro digno que le aguarda (…) Sólo si los padres afrontan su angustia y sustentan un —digno— relato, hacen posible que exista para el niño ese orden de trascendencia que es el orden mismo del sentido (2002, 119-120).

Sin embargo, una parte original de la letra de la canción de Vera Lynn es voluntariamente extirpada de este prólogo de la cinta. Si recuperamos el texto inicial, no nos sorprenderá en absoluto encontrarnos con que los dos últimos versos del tema son He hasn´t got a daddy / The Little boy that Santa Claus forgot [No tenía padre / el niño que olvidó Santa Claus]. Semejante cierre para una canción navideña no sólo es capaz de ponernos los pelos de punta, sino que además actúa como telón de fondo sobre el que el propio Roger Waters podía sentirse cómodamente identificado.

El segundo fantasma que atraviesa The Wall es, sin duda alguna, el de ese padre muerto en la batalla de Anzio durante la Segunda Guerra Mundial cuando el cantante tenía apenas seis meses. O, todavía más radicalmente, la ausencia de su palabra. De hecho, una vez terminado el prólogo, lo primero que nos es dado a contemplar es, en efecto, el rostro del padre.

 

 

En la oscuridad más profunda, desde ese asfixiante túnel negro sobre el que se van imprimiendo los créditos, una pequeña luz es conjurada. Los primeros compases de When the tigers broke free nos presentan ese rostro impregnado por el miedo, su gesto tenso sostenido sobre el estruendo de los bombardeos, su seguridad al encenderse un cigarrillo, como si de un héroe crepuscular del cine manierista se tratara.

Sin embargo, el territorio en el que se mueve el tándem Roger Waters/Alan Parker es necesariamente diferente al del cine clásico, por mucho que de manera constante podamos rastrear guiños irónicos (pensemos, por ejemplo, en los planos de los soldados marchando en el crepúsculo, sostenidos sobre imposibles cielos malvas y naranjas al estilo del John Ford de El precio de la gloria [What Price Glory, 1952]), encontrándonos ahora muy lejos de la problemática del cumplimiento del deber y de la reivindicación de la figura del mártir. Antes bien, lo que pretendemos señalar es que The Wall se construye precisamente como una respuesta desesperada a la quiebra misma del cine clásico, a la imposibilidad de seguir levantando la estructura del relato atravesado por los Ejes de la Ley y del Deseo.

El cadáver del Padre, ese héroe que murió masacrado junto con el resto de su batallón en las arenas de Anzio, ya no puede ser portavoz de todos los argumentos políticos e históricos que sostenían la intervención de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Y no podemos negar que la idea misma está atravesada por una intuición del todo inquietante. ¿Acaso la victoria de las fuerzas democráticas en la carnicería europea no supuso el jalón definitivo para nuestra historia presente? ¿No supuso la doble moneda hitleriana/estalinista una de las más delirantes aproximaciones a la psicosis gubernamental que jamás tuvo lugar en Occidente? Y, en esta dirección, ¿por qué el cadáver del soldado Eric Fletcher Waters no debería ser sino un receptáculo mismo de esa nueva oportunidad histórica para el progreso y para las libertades, un coste necesario, un valiente ejemplo en su ausencia misma para su hijo Roger?

La voz que construye el relato ya no puede ser la del héroe caído en nombre de la libertad y de la democracia, sino la de ese hijo que comprende que la herencia bélica de su padre ha sido del todo insuficiente. Pensemos, por ejemplo, en la letra de la primera parte de Another brick in the wall:

Daddy’s flown across the ocean / Leaving just a memory / A Snapshot in the family album / Daddy what else did you leave for me? / Daddy, what’d you leave behind for me?!? / All in all it was just a brick in the wall. [Papá voló a través del océano / dejando únicamente un recuerdo / Una instantánea en el álbum familiar / Papá, ¿qué me has dejado? / Papá, ¿¡¿qué dejaste atrás para mí?!? / Simplemente, un ladrillo en el muro].

La cinta de Parker, por su parte, mantiene esta misma idea al ofrecernos la repetición del trauma desde los ojos del hijo. El final de la canción The thin ice, por ejemplo, nos brinda la introducción del proceso psicótico en el corazón del protagonista. Sumergido en la piscina del hotel, se confunden el rostro del hijo, del padre, y de ese extraño personaje angustiado que aparecía ya en la portada de la cinta:

 

 

La introducción del delirio bélico reinventado por el propio hijo es la puesta en escena de esa deuda simbólica impagada, que se confirma cuando, apenas unos segundos después, Parker funde la piscina inundada de sangre con las fotografías familiares, concluyendo en un primer plano del padre ausente:

 

 

El padre es elevado así a su máxima naturaleza fantasmática, aterradora, momificada en un registro puramente Imaginario, y por ello mismo, insuficiente. De nada sirve la hipotética pregnancia de los ideales que abrazan su cuerpo descompuesto. Siguiendo el tema de Vera Lynn, el regalo navideño que ha dejado en el salón familiar es una caja vacía, una carta escrita desde Anzio en la que no hay ninguna palabra legible.

Un muro de goce

Si, por lo tanto, el héroe de la Segunda Guerra Mundial ha sido completamente borrado en su dimensión simbólica y ha sido confinado a la labor del espectro —algo así como un fantasma hamletiano que en su manifestación abre el abismo de la locura—, es porque hay toda una quiebra general en el planteamiento de los sistemas democráticos que se han asentado sobre el territorio europeo. Y sería prudente, por cierto, avisar que no nos referimos tanto a una dimensión política general, sino antes bien, a una dimensión personal capaz de otorgarle al sujeto un mínimo soporte. El sueño democrático se hunde para un sujeto que no puede verse reconocido en sus estructuras ni en las voces políticas que lo conforman.

Lo que queda en mitad del naufragio, por supuesto, es la presencia siempre garantizada de ese goce total del que el protagonista de The Wall parece saber bastante. Su posición como figura privilegiada del Star System rockero —con sus excitantes groupies, sus drogas, el aplauso garantizado de un público anónimo y masificado— le empuja hasta el umbral mismo de esa imbecilidad que nos espera en la saturación del goce. Todos esos ladrillos que van conformando el muro de Pink son, en primer lugar, brechas de profundo dolor que se han abierto en su autobiografía —una madre autoritaria de naturaleza poco menos que monstruosa [2], una esposa infiel, un público descerebrado incapaz de reconocer en su obra la forma de la angustia misma—, y en segundo lugar, los propios mecanismos de goce con los que la sociedad del bienestar que desciende del cadáver heroico de su padre ha intentado calmar su dolor.

La mejor explicación de esta segunda naturaleza del muro como estandarte mismo del goce se encuentra reflejada en la magnífica secuencia animada que Gerald Scarfe diseñó para vestir la canción What shall we do now?, localizada en el primer tercio de película. La pregunta (¿Qué podríamos hacer ahora?) resuena como una de las grandes incógnitas frente al mecanismo mismo del goce en nuestras sociedades: ¿qué podemos hacer cuándo hemos agotado una fuente de goce? ¿Cuál es la siguiente diversión, el siguiente núcleo de saturación para mis impulsos capaz de tranquilizar la profunda sensación de angustia que me atraviesa? O, como el propio Marqués de Sade puso en boca de uno de sus libertinos en Justine: “Todo es poco en estas cosas…” (1985, 136).

En esta ocasión, y sobre el mismo fondo oscuro sobre el que con anterioridad se proyectaba el rostro del padre, nos encontramos con lo que parecen dos extrañas flores sexuadas, dos órganos genitales herbáceos por completo descontextualizados de cualquier cuerpo, de cualquier mirada, y por supuesto, de cualquier palabra. Simplemente esas dos presencias que, como si de una metáfora de la propia imagen pornográfica en su dimensión más extrema —la del primerísimo primer plano— se tratara, se enfrentan en su totalidad aisladas de cualquier contexto. El juego sexual, sin embargo, se convierte de forma rápida en un juego delirantemente violento:

 

 

Las dos flores se transmutan en dos rostros animalescos que se agreden, que se muerden, que intentan desgarrarse. Se introduce aquí la dimensión violenta que acompaña al acto sexual y que ya supo detectar con toda precisión Georges Bataille:

El terreno del erotismo es esencialmente el terreno de la violencia, de la violación (…) Toda la operación erótica tiene como principio una destrucción de la estructura de ser cerrado que es, en su estado normal, cada uno de los participantes del juego (…) Hay, en el paso de la actitud normal al deseo, una fascinación fundamental por la muerte. Lo que está en juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas constituidas.

Sin embargo, lo novedoso de esta escena es precisamente que esa especie de lucha sexual/violenta llega hasta nosotros por completo escindida de cualquier contexto. En última instancia, la idea de haberle retirado cualquier fondo, cualquier elemento externo que nos permitiera comprender por qué tiene lugar esa brutal y gozosa batalla, nos obliga a confrontarnos con lo absurdo del acto per se, con su dimensión real más inquietante. Una vez terminada la batalla —con la victoria del elemento femenino, que encierra entre sus fauces el ya paupérrimo órgano masculino en lo que parece una mezcla entre un dragón y una vagina dentata—, lo que queda frente a nosotros es un campo yermo, tormentoso, baldío. Un campo en el que, paulatinamente, se va construyendo ese muro que parece gobernarlo todo: un muro compuesto por televisores, coches de lujo, equipos de música…

 

 

What shall we use to fill the empty spaces / Where waves of hunger roar / Shall we set out across this sea of faces / In search of more and more applause… [¿Qué debemos usar para rellenar los espacios vacíos / en los que las olas de los hambrientos rugen? / ¿Debemos cruzar este mar de rostros / en busca de más y más aplausos?].

Esos objetos superfluos, manifiestamente obscenos en su pura naturaleza de fetiches del consumo inmediato, se van convirtiendo de manera paulatina en los ladrillos que componen la superficie del muro. Bajo ellos, como si de un ejército amorfo se tratara, miles de gusanos con rostros neutros parecen agolparse, empujarse, ofrecerse a los ídolos totémicos de su anhelo. La materialidad brutal de esos objetos apilados, desprovistos de cualquier lectura realmente relevante para sus usuarios, coincide con la naturaleza desoladora de esa sociedad del bienestar cimentada, como ya hemos visto, sobre los cadáveres de esos héroes perdidos.

Mientras la escena avanza, somos invitados a contemplar cómo de la superficie misma del muro emerge un rostro que se sitúa frente al espectador en un desgarrador aullido imposible:

 

 

La naturaleza casi munchiana de ese grito es capaz de resonar en lo más hondo de nuestra intuición. ¿Por qué ese grito se dirige precisamente a nosotros, los que no sabemos hacer con nuestro goce? ¿Quizá buscando una especie de reconocimiento en nuestro dolor que nos hermane con la insoportable angustia que parece encerrar en su interior? ¿Dónde está el cuerpo de ese rostro destrozado y fantasmal? ¿Por qué surge exactamente de esa materia de goce, de ese conjunto de elementos que nos prometían el placer absoluto, el dominio total? ¿No nos deberíamos sentir mucho más confortados al saber que pertenecemos a esa Ley de consumo que se defiende siempre en el corazón mismo de las democracias europeas desde el final de la Segunda Guerra Mundial? ¿No son, después de todo, las reglas del juego del Capitalismo en estado puro las que cobijan a esos intranquilos gusanos?

Sin embargo, el propio Parker plantea con rapidez el núcleo del problema en uno de los más fascinantes movimientos de la cinta. Situados en la frontera del muro, se encuentran dos cuerpos humanos: uno es un hermoso bebé que juega con su sonajero. El segundo es un cuerpo difícilmente identificable, parco en sus atributos como los mismos gusanos.

 

 

En un imposible movimiento temporal, el niño crece hasta convertirse en lo que parece un joven uniformado a la vieja usanza nazi. Su sonajero se convierte de pronto en un palo de metal que descarga sobre el segundo hombre, abriéndole la cabeza en un violentísimo ejercicio de representación explícita.

 

 

La brillante idea esgrimida por Scarfe es la inquietante relación que se establece entre la sombra del muro y la metamorfosis del niño en el animal nazi. Dicho con claridad: el cambio sólo puede tener lugar allí donde el cuerpo es literalmente atravesado por el goce, cobijado a su sombra, arrastrado en su llamado. Ese muro compuesto por los objetos básicos de la sociedad del bienestar, por ese espejismo de la libertad por la que murió el padre de Roger Waters en la playa de Anzio acaba por servir como placenta a toda una generación de sujetos desquiciados cuya máxima manifestación del goce es abrirle la cabeza al prójimo como expresión última de sus demandas incontrolables.

Siguiendo a los gusanos

El 4 de Mayo de 1979, unos meses antes de que The Wall llegara a las tiendas, Margaret Thatcher fue nombrada Primer Ministro del Reino Unido. Lamentablemente, analizar aquí las nefastas consecuencias de su gobierno rebasaría con mucho los objetivos de nuestro trabajo: baste añadir que el suyo fue un gesto político que, como tantos otros en los años ochenta, acabaría por echar por tierra cualquier pequeño vestigio del sueño utópico de la postguerra. Lo que Roger Waters había bocetado en aquel doble vinilo había saltado de las animaciones de Gerald Scarfe y de las guitarras de David Gilmour hasta los canales mismos de la ideología dominante. Nuevos cadáveres corrieron a apilarse en los armarios de Occidente y una nueva generación de jóvenes tiburones bursátiles bendecidos por el ansia salvaje de la propuesta reaganiana tomaban los mercados tanto económicos como de la industria del arte. América se acaramelaba en las infantiles y seductoras fantasías de gente como Steven Spielberg o Georges Lucas mientras los fantasmas del llamado Nuevo Hollywood afrontaban terroríficas deudas económicas. La postmodernidad era un fiesta y todos estábamos ya invitados.

Fue la propia Thatcher la que, en un arranque de hiriente postpoesía, enarboló la máxima definitiva que definió las normas del juego: I want my money back. Cita que bien podría aplicarse a los propios Sex Pistols, que al contemplar cómo se desmoronaba públicamente su mascarada festiva y nihilista, optaron por encogerse de hombros y prepararse para la que sería una de las giras más fracasadas del siglo XX, el Filthy Lucre Tour. Como telón de fondo, colapsaba la URSS mientras la bicicleta de Elliot atravesaba una luna llena y Michael J. Fox nos prometía lo imposible: regresar al futuro, un futuro que venía desbocado y sin frenos como las propias limusinas de The Wall. Al mismo tiempo, y cual extraño canto de cisne, llegaba a las tiendas The final cut, el último y muy infravalorado vinilo con Roger Waters al frente de los Pink Floyd. Como si se tratara de un último esfuerzo por silenciar a sus propios fantasmas, Waters dedicó el disco a la memoria de su padre muerto y regresó de manera obsesiva a la idea de ese goce que se filtraba por las junturas del muro. Así, en el estribillo de Not now John, el primer y único single del disco, utilizaba una frenética estructura de versos cortantes:

Can´t stop / Lose job / Mind gone / Silicon / What bomb / Get Away / Pay day / Make hay / Brake down / Need fix / Big Six / Clickity click / Hold On / Oh no / Bingo! [No puedo parar / Pierdo el trabajo / Mente perdida / Silicio / ¿Qué bomba? / Lárgate / Día de paga / Aventájate / Depresión / Necesito ayuda / Gran seis / Clicks que clickean / Agárrate / Oh, no / ¡Bingo!].

Aquello fue demasiado incluso para un grupo como Pink Floyd. La escisión se hizo inevitable y, desde entonces, David Gilmour capitaneó con resultados desiguales a los otros dos componentes del conjunto en una nueva estrategia comercial mucho más descafeinada y políticamente correcta que la línea abrasiva propuesta por su antiguo líder.

Con la caída del Muro de Berlín, el propio Roger Waters corrió a organizar un megaconcierto celebrativo. El 21 de Julio de 1990, y frente a una audiencia global de unos trecientos millones de personas que siguió el espectáculo desde los cinco continentes [3], la Potsdamer Platz de Berlín se convirtió en un macroescenario para esa fiesta que parecía augurar un cambio en el final del milenio, una nueva oportunidad para la vieja Europa y, sobre todo, para los modelos económicos que no tardarían mucho en solidificarse.

De manera curiosa, en la práctica nadie se dio cuenta de lo inquietantemente distópico que resultaba un texto como The wall para celebrar la nueva paz mundial, y en última instancia, nos sentimos tentados a añadir que sirvió como una brutal ironía anticipativa de lo que esperaba a la vuelta de dos décadas para Occidente. El profundo núcleo psicótico que arropaba toda la tramoya fue a desarrollarse precisamente en el corazón de Berlín, en el centro mismo de la herida que se había producido en la Segunda Guerra Mundial. La fascinación del mundo nazi, las demandas de goce, la imposibilidad del sujeto para sobrevivir a su propia situación escindida y enfermiza… todo aquello se lanzó sobre una audiencia hambrienta de nuevos Live Aids, de nuevos macrofestivales llenos de buenas intenciones en los que algunos de los personajes más notables de la cultura popular colaboraron dando voz y cuerpo a los temas clásicos del disco de Waters. Así, por ejemplo, pudimos contemplar desactivaciones del texto tan siniestras como las de una Cindy Lauper —famosa por el éxito que le había reportado una canción tan saturada de goce como Girls wanna have fun— vestida para la ocasión de picaresca colegiala, reinterpretando con una atildada y ñoña voz la segunda parte de Another brick in the wall, incluyendo por el camino un incomprensible simulacro de stripteasemucho más digno de una motivada principiante que de un concierto destinado a mantener la memoria histórica. De alguna manera misteriosa, la presencia obscena de la ideología se las había apañado para injertarse en el tejido distópico de The Wall para reducir su furia a un desfile de rostros conocidos en actitud compasiva.

El propio Waters, consciente de que la obra resultaba insoportablemente oscura para la ocasión, realizó una modificación de última hora en el texto, dejando fuera el hermosísimo y desesperado cierre original (el tema Outside the wall) para colocar en su lugar un número grupal en el que, sobre los escombros del muro derribado, todos los participantes eran invitados a interpretar The tide is turning, una muy positiva oda que el cantante había incorporado en su reciente álbum Radio K.A.O.S. como homenaje a la labor humanitaria que Bob Geldof —el protagonista de la cinta de Parker— había desarrollado mediante las ediciones de Live Aid.

La promesa de ese epílogo injertado, de ese The tide is turning, no tardó demasiado en desmoronarse. Debemos terminar nuestro trabajo recordando, por lo tanto, el mucho más acertado final de la película dirigida por Alan Parker. Salidos de la nada, un ejército de niños mendigos rebusca entre los escombros del muro cualquier material que pudiera serles de utilidad: botellas de leche, trozos de ladrillos, el resto de algún juguete roto… Parecería que esos niños, literalmente, intentan sobrevivir en ese universo en el que la psicosis y el totalitarismo lo han arrasado todo. Parker anticipó en los últimos minutos de The Wall la imposibilidad de que nada fuera cosechado allí, en ese territorio último donde la quiebra del sujeto se hacía intolerable.

Bibliografía

BATAILLE, Georges, El erotismo, Editorial Tusquets, Barcelona, 1997.

GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Los tres reyes magos: La eficacia simbólica, Editorial Akal, Madrid, 2002, p. 119-120.

MASON, Nick, Dentro de Pink Floyd, Ediciones Robinbook, Barcelona, 2007.

SADE, Marqués de, Justine o los infortunios de la virtud, Club Internacional del Libro, Madrid, 1985.


Notas

[*] Universidad Europea de Madrid

Contacto con el autor: aaron_stauff@hotmail.com

[1] Las notas sobre la creación del álbum pueden ser cotejadas con las declaraciones de los distintos miembros en el libreto explicativo que acompañó el lanzamiento del disco Is there anybody out there: The Wall Live 1980-1981 (EMI Records, 2000).

[2] Así, el tema Mother es uno de los mejores textos escritos en los últimos años sobre la problemática del padre ausente. La necesaria quiebra simbólica establecida entre madre e hijo, al no tener lugar, nos proporciona versos tan explícitos y terroríficos como estos:

Momma’s gonna make all of your nightmares come true / Momma’s gonna put all of her fears into you / (…) Momma’s gonna check out all your girlfriends for you / Momma won’t let anyone dirty get through / Momma’s gonna wait up until you get in / Momma will always find out where you’ve been / Momma’s gonna keep Baby healthy and clean [Mamá va a convertir todas tus pesadillas en realidad / Mamá va a introducir todos sus miedos en ti / (…) Mamá va a examinar a todas tus novias por ti / Mamá no permitirá que entré ninguna mujer sucia / Mamá va a conservar a su pequeño saludable y limpio].

[3] Los datos concretos pueden ser consultados en el texto que Tony Hollingsworth escribió para el libreto que se incluía en la edición especial del concierto: Roger Waters, The Wall, Live in Berlin (DVD distribuido por Universal en 2004).

 

 

 

 

 


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