“Como nunca he deseado ejercer públicamente la enseñanza, no puedo decidirme a aprovechar esta preciosa ocasión, pese a haber meditado largamente el asunto. Porque pienso, en primer lugar, que dejaré de promover la filosofía, si quiero dedicarme a la educación de la juventud. Pienso, además, que no sé dentro de qué límites debe mantenerse esta libertad de filosofar, si no quiero dar la impresión de perturbar la religión públicamente establecida; pues los cismas no surgen tanto del amor ardiente hacia la religión cuanto de la diversidad de las pasiones humanas o del afán de contradecir, con el que se suele tergiversar y condenar todas las cosas, aunque estén rectamente dichas. Y como ya tengo experiencia de esto, mientras llevo una vida privada y solitaria, mucho más habré de temerlo si asciendo a tan alta dignidad. Ve, pues, que no me resisto porque espero una fortuna mejor, sino porque prefiero la tranquilidad, que creo poder alcanzar en cierta medida mientras me mantenga alejado de la enseñanza pública.”
Spinoza, Correspondencia
♦♦♦♦♦
SUMARIO:
[1] Entrevista a Victoria Camps: «La democracia representativa está en crisis», por Inés Martín Rodrigo
[2] El maltrato del Gobierno a la Filosofía en la educación secundaria, en la universidad y en la investigación, por Concha Roldán Panadero/María José Guerra Palmero
[3] Tiempo de magos': el zarpazo a la filosofía de Wittgenstein, Benjamin, Heidegger y Cassirer, por Daniel Arjona
♦♦♦♦♦
[1] Victoria Camps: «La democracia representativa está en crisis»
En su último ensayo, «La búsqueda de la felicidad», que ella considera un derecho, defiende la necesidad de una sociedad libre e igualitaria
Por Inés Martín Rodrigo
Articulo publicado el 17 de febrero de 2019 en:
Los acontecimientos que, cada día, se precipitan sin control demuestran el acierto de la pensadora británica Sarah Bakewell (Bournemouth, Reino Unido, 1963) al plantear la urgente necesidad de una «política montaigneana». En momentos tan turbulentos como los que estamos viviendo, bien nos vendrían «su sentido de la moderación» y «la sutil comprensión de los mecanismos psicológicos implicados en el enfrentamiento y el conflicto». Y, precisamente, al pensador francés, uno de los clásicos más modernos, vuelve Victoria Camps (Barcelona, 1941) en su último libro, «La búsqueda de la felicidad» (Arpa). A él y a Aristóteles, Spinoza, Schopenhauer, Nietzsche, Hume, Wittgenstein y tantos otros que nos enseñaron a pensar, aunque a veces se nos olvide (cómo) hacerlo. En todos ellos se apoya la filósofa española para defender que la búsqueda de la felicidad es un derecho que deben garantizar los Estados, a través de la política. Casi una utopía, teniendo en cuenta cómo está el patio.
Ha pasado, al menos en su obra, de elogiar la duda a intentar marcar el camino para buscar la felicidad.
No hay un modelo de vida que nos procure más felicidad que otro. Cada cual puede buscarla como quiera, lo cual indica dos cosas: que para ello se supone una cierta sabiduría, no solo individual, sino como sociedad, y que esa búsqueda no es posible si no hay garantías de igualdad. Es lo que refleja Declaración de Independencia de Estados Unidos, que dice que la búsqueda de la felicidad es un derecho, y a mí me parece una forma de expresarlo muy bonita.
Los Estados. Si entendemos que garantizar la búsqueda de la felicidad pasa por establecer, asegurar unas condiciones mínimas de oportunidades, de educación, de salud, de seguridad social, eso no lo puede hacer ningún individuo solo, lo tiene que garantizar un poder político. Lo vemos hoy cuando un individuo necesita subirse a una patera y arriesgar su vida para intentar darle un mínimo de sentido y encontrar la felicidad.
Por lo tanto, los Estados europeos no están cumpliendo con su deber.
Ni los europeos ni los de origen. Se supone que los de origen no son democracias, y los europeos sí.
¿Cree que el Estado liberal garantiza la libertad, a la que todos tenemos derecho, para elegir cómo vivir?
Pues es evidente que no: mientras haya grandes desigualdades y pobreza, y no haya calidad de vida para todos, incluso en los Estados de derecho, es evidente que no.
Pero es curioso que esos Estados sean, precisamente, el motor de la economía mundial
Unos más que otros. En China hay menos garantías de igualdad de oportunidades que en Europa o en Estados Unidos y, por lo tanto, en ese sentido sí son el motor.
Teniendo en cuenta que la igualdad es una condición necesaria en ese camino hacia la felicidad, no deja de llamarme la atención que las mujeres tengan que seguir manifestándose para reclamar, precisamente, esa igualdad y para denunciar el machismo
Sí, porque es evidente que no está conseguido. La lucha de hoy de las mujeres en las sociedades más desarrolladas no es una lucha jurídica por la igualdad, sino una lucha por el reconocimiento. Ese reconocimiento, en el ámbito social, familiar y laboral, no se ha conseguido. Además, el reconocimiento jurídico se plasma en unas leyes que no se acaban de aplicar en la forma que deberían aplicarse, y por eso hay violencia de género y desigualdad doméstica.
La famosa conciliación, que siempre nos afecta nosotras.
El cambio de actitud no se consigue solo a través de las leyes, sino a través de la educación, de mucha pedagogía, de crítica, de manifestaciones, de quejas, de manifestar que la igualdad no es completa ni es satisfactoria.
La verdad es que provoca tristeza ver cómo, en los últimos meses, se ha roto el consenso político con respecto a la violencia de género.
Sí, pero es evidente que si no se ha conseguido una igualdad más real es porque la sociedad todavía tiene actitudes muy machistas, que no acaban de entender lo que es la mujer, lo que la hace distinta al varón. Y los partidos políticos más reaccionarios se aprovechan de esas actitudes.
¿La actual clase dirigente está compuesta de personas con comportamientos ejemplares?
Yo diría que ni la clase dirigente ni la sociedad en general. Yo no creo que haya que exigir ejemplaridad, lo que hay que exigir es que las cosas se hagan de la forma más correcta posible. Lo evidente es que, a través del ejemplo, se enseña cómo vivir bien desde un punto de vista ético: aprendemos de los que son virtuosos, no de una enseñanza teórica.
El riesgo es que, en esta sociedad, tan competitiva, la autoestima, que usted también considera necesaria para lograr la felicidad, termine convirtiéndose en egolatría.
Sí, la sociedad consumista y capitalista lleva a un individualismo egoísta y, por lo tanto, competitivo, lo cual es absolutamente contrario a valores como el respeto a los demás, y no fomenta la solidaridad, ni la tolerancia, ni ninguno de los valores éticos. Hay que luchar contra esto, hay que formar en valores éticos, en virtudes, porque la sociedad por sí sola no lo hace.
Pero, ¿a quién parecerse hoy, a quién admirar? Hay tal ausencia de referentes...
No sé si es algo exclusivo de nuestra época o ha sido siempre así. Aristóteles cuando empieza a escribir la «Ética», dice que la felicidad no está en buscar el oro, el éxito o la riqueza… Si dice esto en el siglo IV a.C. es porque la gente ya estaba desquiciada, y eso quiere decir que es necesario educar éticamente.
Pero, precisamente, las humanidades cada vez están más arrinconadas en España.
Sí, porque lo que se valora más es aquello que rinde económicamente. No es solo que se eliminen las materias de humanidades de los currículums, es que no hay demanda tampoco. El mensaje que se lanza es que si estudias historia o filosofía, sólo servirás para dar clases. Y eso no incentiva a los jóvenes a ir hacia un tipo de estudios con los que piensan que no van a hacer nada. Pero son estudios socialmente rentables, no solo económicamente.
En el libro asegura que la amistad, la empatía o el amor son básicos para lograr la felicidad, pero parece que ahora prima el enfrentamiento.
Es cierto que la gente está muy crispada, pero ese enfrentamiento no es contradictorio con la necesidad de afecto. La crispación es, sobre todo, política en estos momentos.
Pero esa crispación política se ve reflejada en la sociedad, afecta.
Yo vivo en Cataluña y es evidente que hay una crispación, una cierta quiebra de la amistad, de las relaciones entre las personas, por culpa de la fractura política. A veces se exagera un poco y se dice que también hay fractura social; no creo que la haya tanto como política. Política la hay, y evidente.
¿Están siendo irresponsables nuestros políticos?
Yo diría que sí, porque el objetivo de la política no es enfrentar a las personas. El objetivo de la política es buscar formas mejores de convivencia, y de ayudar a los que están viviendo peor, y de preocuparse de los más vulnerables, pero con el consenso de todos. Eso no quiere decir que no tenga que haber ideologías distintas, que no son más que ideas sobre cómo conseguir esos fines. Podemos decir que el fin de la política es garantizar que todos puedan buscar la felicidad.
Se lo pregunto porque asusta ver el respaldo que tienen ciertos líderes políticos, aquí y en el extranjero, que poco o nada tienen que ver con la esencia misma de la palabra política, en su origen.
La esencia del término político se ha perdido. Los griegos creían que el fin del hombre libre era la política, dedicarse al servicio público, servir a los demás. Yo no digo que no haya políticos que no tengan ese objetivo de servicio público, pero lo que trasciende es el enfrentamiento.
Y la corrupción.
La corrupción es de los fenómenos que más daño han hecho a la política y a los políticos. La ciudadanía percibe que aquello que tenía que invertirse en el bien de todos beneficia sólo a los que están más cerca del dinero, del poder, y se aprovechan.
Eso también ha sido aprovechado por el populismo, el desencanto de la gente con la política ha sido su mejor caldo de cultivo.
El populismo tiene muchas causas, pero una de ellas es el desafecto, el desencanto hacia una política que parece que no se está preocupando de la gente, que vive de una forma endogámica, metida en sus intereses internos, en descalificar al adversario, pero no se vuelca en las necesidades de la gente.
Usted fue senadora entre 1993 y 1996. Desde entonces, ¿ha cambiado mucho la política en este país?
Bueno, yo cogí una legislatura malísima, dura, con muchos casos de corrupción, la última de Felipe González. Era una legislatura en la que se trabajaba muy mal, los casos de corrupción lo invadían todo, por lo que no era muy distinto. Pero sí que se ha agravado: lo que en aquel momento era sorpresivo, hoy ya no nos sorprende, se habla de una corrupción sistémica.
La brecha entre representantes y representados parece insalvable.
Sí. La democracia representativa está en crisis. Es sobre lo que deberíamos reflexionar: cómo hay que entender hoy la democracia representativa. Porque la alternativa del populismo es darle la voz al pueblo, pero el pueblo desorganizado no es la solución. La democracia representativa está para organizar al pueblo para encontrar una voluntad que piense en el bien común. Si la política se atomiza y cada partido busca su propio bien, no el bien común, el pueblo piensa que no necesitamos a los representantes, porque se están representado a sí mismos.
Pero sí que los necesitamos.
Pues es que yo no veo otra forma de organizar la democracia más que a través de la representación política.
Y la monarquía parlamentaria.
No creo que haya que defender sólo por principio monarquía o república. Tenemos que enfocar este problema desde el punto de vista de las consecuencias: qué nos conviene más. Hasta ahora, hemos visto que la monarquía ha funcionado y, como la república es una incógnita, pues vale la pena aprovecharla.
El problema es que el Parlamento está en crisis.
El Parlamento está muy expuesto al público y, además, los medios de comunicación ponen el foco en aquello más escandaloso.
Bueno, en los últimos meses nos lo han puesto fácil...
Sí, sí, es evidente que convierten lo que debería ser un debate, que casi nunca lo es, en un espectáculo y en un teatro. Entonces, claro, es fácil que se desacredite. Pero yo insisto: sobre todo lo que ha desacreditado al Parlamento es esa democracia tan partidista que tenemos.
¿Hacia qué concepto de nación vamos y hacia qué concepto deberíamos ir?
Vivimos en un mundo cada vez más global y eso puede ser aprovechado positivamente para acabar con un modelo que ya no es el de nuestra época, que es el de los Estados-nación, que son Estados que miran sólo hacia dentro. Hoy se habla de que el futuro puede estar en las ciudades. Quizá la ciudad es un elemento que podría trascender ese egoísmo de las naciones y las identidades, porque en una ciudad convive mucha gente, y no hay identidad lingüística, ni religiosa, ni de ningún tipo.
Pero está sucediendo justo lo contrario: los nacionalismos han estallado.
El miedo a la globalización, a las desigualdades, a la vulnerabilidad, a los movimientos migratorios lleva a un repliegue identitario, que es lo que deberíamos ser capaces de superar. No conviene un mundo que se enquiste en esos nacionalismos. Debe haber voluntad política de abandonar poder, de ceder poder, de cooperar más, una organización más federal. Iría en ese sentido: una Europa federal, una España federal.
¿Sigue confiando en el federalismo para solucionar el problema de Cataluña?
No, porque veo que no hay voluntad. El cambio a un Estado federal es más de cultura que de leyes. Si no cambia la cultura y no decidimos que lo que tiene que ver con las autonomías, con los problemas territoriales, se resuelve en el Senado y no de otra forma, no cambiará nada. Lo hemos visto en el intento de diálogo Cataluña-España: es un asunto bilateral, las autonomías no cuentan.
¿Y deberían contar?
En un Estado federal tienen que contar.
En muy poco tiempo, desde que en 2016 publicó «¿Qué es el federalismo?», hemos visto cosas que nadie esperaba: de la proclamación fugaz de una República catalana a la entrada en prisión de políticos por vulnerar la ley.
No sé si ha sido poco tiempo o si ha sido más tiempo y nos hemos dado cuenta al final.
¿Demasiado tarde?
Demasiado tarde. Hay cosas que se debían haber hecho de otra manera. Se sitúa el principio del movimiento secesionista catalán en la sentencia del «estatut», pero no fue sólo eso. El sistema de financiación de las autonomías debía haberse reformado hace mucho tiempo. Hay cosas que se han ido abandonando, y luego la evolución no se controla. Eso es lo que ha pasado.
Y así hemos llegado hasta la celebración del llamado juicio del «procés». ¿Usted qué les diría a quienes cuestionan sus garantías legales?
No les diría nada, porque están obcecados, dan por sentado que si no hay absolución el juicio no será justo, lo cual es una deducción que no tiene ninguna base lógica. Es una hipótesis falsa. Tenemos un Estado de derecho y el juicio es un juicio con todas las garantías.
Es que hay quien ha llegado a cuestionar la separación de poderes en este país.
Sí, sí, sí. Pero el que cuestiona la separación de poderes le pide al Gobierno que influya en el juicio, lo cual es una contradicción en sí misma.
¿Cómo vamos a salir de todo esto?
Solución no hay. El llamado «problema catalán» lleva cientos de años arrastrándose y todos los conflictos parecidos -Quebec en Canadá, Escocia en Inglaterra, los flamencos y los valones- son problemas que van resurgiendo, pero hay que conseguir un modus vivendi que nos permita seguir haciendo lo que se debe hacer en una democracia. En Cataluña no se gobierna desde que empezó el «procés». Yo no combato la ideología independentista, que cada cual defienda lo que quiera, pero que lo defienda dentro del orden jurídico, del orden constitucional, y sin dejar de atender a los asuntos cotidianos.
Volviendo al libro, me gusta mucho cómo trata el tema de la muerte.
Es que no se puede escribir nada sobre la felicidad sin abordar lo que tampoco tiene solución, que es la muerte: la condición humana tiene un límite, que es la mayor causa, yo diría, de infortunio, de infelicidad, que es ver cómo nos deterioramos y cómo morimos, o cómo mueren los seres queridos, y eso hay que abordarlo. Y ahí los estoicos nos dicen una cosa muy evidente y muy clara: tenemos que preocuparnos sobre todo por aquello que depende de nosotros, lo que no depende de nosotros, como la muerte, debemos aceptarlo y aprender a vivir. Cicerón decía que hay que aprender a morir.
Habla, también, de la felicidad por la cultura.
Claro. Esa es la mejor autoayuda.
Pero la cultura cada vez está más denostada.
No le damos valor a lo que realmente tiene valor, porque además cuesta un esfuerzo. ¿Por qué se lee poco? Porque es mucho más fácil ponerse delante de una pantalla, pero, claro, ese esfuerzo que representa la lectura es un esfuerzo más rentable a la larga.
Termino citándola: «La búsqueda de la felicidad consiste en el equilibrio adecuado entre deseos y libertad. Pero, ojo, ser libre no es una fiesta».
Es que no lo es. Hay que equilibrar los deseos, aprender a dominar algunos. Y eso no es una fiesta, es un esfuerzo, cuesta.
A mí me llevó a pensar en la libertad de expresión. Me volví a preguntar: ¿debe tener límites?
La libertad de expresión tiene que tener límites, pero debemos aprender a ponerlos nosotros mismos, porque cualquier límite que venga de fuera será visto como censura y será mal aplicado. Por lo tanto, debería ser una expresión de la madurez de la persona, una persona ilustrada no dice tonterías, no utiliza la libertad de expresión sólo para decir estupideces, que es lo que tantas veces pasa.
♦♦♦♦♦
♦♦♦♦♦
CARTA DE LA ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE ÉTICA Y FILOSOFÍA POLÍTICA Y DE LA RED ESPAÑOLA DE FILOSOFÍA
[2] El maltrato del Gobierno a la Filosofía en la educación secundaria, en la universidad y en la investigación
Por Concha Roldán Panadero/ Maria José Guerra Palmero*
Articulo publicado el 13 de febrero de 2009 en:
Demandamos al Ministerio de Educación y Formación Profesional que se cumpla el consenso parlamentario sobre la Ética en 4º de la ESO y, en segundo lugar, que la ANECA, la AEI y el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades dejen de considerar a la Filosofía Moral en el área de Ciencias Sociales y la reintegren al área de Humanidades puesto que la Ética y la Filosofía Política son, obviamente, disciplinas filosóficas.
En la presentación del anteproyecto de una nueva Ley Educativa, el pasado 14 de diciembre, nos encontramos con la desagradable sorpresa de que no cumple plenamente con el acuerdo parlamentario sobre la recuperación de un ciclo formativo de Filosofía organizado en tres cursos. La Lomce había suprimido dos de las tres materias de este ciclo: la Ética de 4º de la ESO y la Historia de la Filosofía de 2º de Bachillerato. El pasado 17 de octubre, en la Comisión de Educación del Congreso de los diputados, se lograba una suerte de milagro político, aunque el acuerdo debería ser lo habitual en el terreno educativo. Se alcanzaba un consenso entre los cuatro partidos mayoritarios (PP, PSOE, Ciudadanos y Unidos Podemos) acerca de la vuelta y la restitución de la Filosofía. Tras el fracaso del Pacto Educativo en la anterior Legislatura, el acuerdo sobre el ciclo de Filosofía fue recibido como una magnífica noticia por la opinión pública. No hace falta decir que dar estabilidad al sistema educativo es una demanda del profesorado, los padres y madres de familia y del mismo alumnado. La educación es el pilar sobre el que descansa no sólo la misma democracia sino el desarrollo y la prosperidad de cualquier país.
En el periodo de aportación de enmiendas del Consejo Escolar del Estado al anteproyecto de la nueva Ley, una asociación de estudiantes (CANAE) cuestionó la ausencia de la Ética, que sería el único curso de Filosofía en la Educación Secundaria Obligatoria, pues esa ausencia dejaría al alumnado que no curse Bachillerato y haga Formación Profesional, o que abandone los estudios, sin ningún contacto con la Filosofía Práctica. El proyecto del Ministerio se decanta por la denominación de Valores cívico-éticos con una asignación horaria mínima y no adscritas al profesorado de Filosofía. La Ética queda reducida, de facto, a una mera educación en valores que no llega aplantear la reflexión rigurosa sobre las cuestiones básicas de la libertad, la felicidad o la justicia, ni proporciona las herramientas lógicas, argumentativas y deliberativas que conforma el acervo de la filosofía moral. El modelo se asemeja a la formulación de la enseñanza moral y cívica del sistema francés, pero no le da la relevancia debida al eliminar la Ética en el último curso de la enseñanza obligatoria. De esta manera, no hay reflexión explicita sobre los derechos y los deberes, ni se sistematizan los elementos requeridos para la construcción de la autonomía del individuo y para vertebrar la reflexión sobre su futuro profesional en términos que conjuguen la autorrealización personal y la responsabilidad social. A los quince años es cuando se empieza a tener madurez cognitiva y emocional para afrontar conscientemente la asunción de derechos y deberes y reflexionar con seriedad sobre el papel a desempeñar en la sociedad y en el mundo. El final del Educación Secundaria es un momento de toma de decisiones con gran repercusión en las opciones futuras de los jóvenes.
En cuarenta años de democracia hemos tenido cinco leyes educativas, en las que la Ética, o su versión degradada de educación en valores, ha sido a veces pensada como una alternativa a la enseñanza de la Religión, reforzando así un doble malentendido: que la Ética es un mero sustituto de la Religión para personas no religiosas y, a la inversa, que las personas religiosas pueden vivir sin conocer, por ejemplo, la sabiduría práctica o phrónesis de la ética aristotélica, o la exigencia universalista del imperativo categórico kantiano y su formulación de la dignidad humana. La Ética conlleva, frente al pluralismo religioso propio de una sociedad democrática, una exigencia de universalidad y de rigor que debe formar parte de la educación básica de todo el alumnado. Por otra parte, la impuesta reducción de la Ética, que es la disciplina filosófica que examina la validez de los juicios morales, a un mero listado de valores, la deforma y la empobrece. La comunidad filosófica española se congratula de haber consolidado un acervo de filosofía moral en el ámbito educativo que no debería ser desdeñado y que ha sido ampliamente reconocido en el mundo iberoamericano. La filósofa Adela Cortina, entre otros, ha puesto de manifiesto una y otra vez la necesidad y urgencia de la Ética.
Ha llegado la hora de tomarse a la Ética en serio, tanto en la educación secundaria como en la universitaria y en el ámbito de la investigación. Los retos de la revolución tecnológica y los cambios sociales que estamos viviendo requieren de profesionales y de una ciudadanía formados éticamente. No hace falta decir que la sociedad exige ética e integridad en las empresas, las organizaciones y en los mismos partidos políticos. Las buenas prácticas, los códigos deontológicos y la ejemplaridad, por otra parte, son imprescindibles en todos los ámbitos de la vida, profesional, personal, deportiva, empresarial... En resumen, demandamos, en primer lugar, al Ministerio de Educación y Formación Profesional, que se cumpla el consenso parlamentario sobre la Ética en 4º de la ESO y, en segundo lugar, que la ANECA, la AEI (Agencia Estatal de Investigación) y el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades reflexionen sobre cómo han podido cometer tales errores de bulto al no considerar que la Ética es Filosofía, Filosofía práctica, y subsanen, de una vez por todas, esta kafkiana situación. En definitiva, nos preguntamos con toda seriedad: ¿quién teme hoy en España a la Ética cuando es más necesaria que nunca?
*Concha Roldán Panadero es presidenta de la Asociación Española de Ética y Filosofía Polític
María José Guerra Palmero es presidenta de la Red Española de Filosofía
REF (Red Española de Filosofia)
♦♦♦♦♦
♦♦♦♦♦
[3] 'Tiempo de magos': el zarpazo a la filosofía de Wittgenstein, Benjamin, Heidegger y Cassirer
El filósofo y periodista alemán Wolfram Eilenberger firma una de las mejores historias del pensamiento contemporáneo que se han publicado en los últimos años
Por Daniel Arjona
Articulo publicado el 14 de febrero de 2019 en:
Ocurrió en Cambridge en 1929 y fue el examen oral de doctorado más extraño de la historia de la filosofía. En el tribunal examinador se sentaban dos luminarias: Bertrand Russell y G. E. Moore. El estudiante que comparecía ante ellos era un exmilitar austriaco de 40 años que llevaba diez trabajando como maestro de escuela. Sus inicios habían sido fulgurantes, legendarios, pero, tras publicar su primera obra, decidió "haber resuelto definitivamente todos los problemas del pensamiento", regaló su fortuna familiar y desapareció para ganarse la vida "con un trabajo honrado". Ahora, ya cuarentón, no tenía medio de vida alguno y se presentaba ante aquellos examinadores que tan bien le conocían y le observaban intrigados. Pero se trataba de un examen, el alumno había presentado como tesis doctoral precisamente aquel mítico y muy oscuro primer libro suyo, y estaban obligados a hacerle preguntas al respecto. ¿Qué había querido decir exactamente aquí? ¿Y aquí? ¿Y aquí? El examinado intentó explicarse, balbuceó, sudó... pero nadie nunca había expresado ideas semejantes a las suyas, ¿a santo de qué seguir esforzándose? Harto, Ludwig Wittgenstein se levantó, se acercó al estrado, dio unas palmadas en el hombro a Moore y a Russell y pronunció esa frase con la que desde entonces sueñan todos los estudiantes de filosofía que defienden su tesis: "No se preocupen, sé qué jamás lo entenderán". Le aprobaron, claro. ¿Qué otra cosa podían hacer?
'No es habitual leer libros sobre filosofía narrados con la fuerza y el sentido de la maravilla de una epopeya mítica. Pero tal es precisamente el deslumbrante logro del filósofo y periodista alemán Wolfram Eilenberger en 'Tiempo de magos. La gran década de la filosofía 1919-1929' (Taurus). Cuatro pensadores tan explosivos como inhóspitos se sientan a la mesa de este banquete filosófico como cuatro nigromantes invocando a los espíritus de la historia del pensamiento occidental... para después exorcizarlos de un zarpazo e imaginar algo completamente nuevo. Los cuatro son centroeuropeos, tres alemanes y un austríaco: Walter Benjamin, Martin Heidegger, Ernst Cassirer y Ludwig Wittgenstein. Los cuatro han alcanzado en la actualidad una estatura legendaria, como guardianes de un tesoro de ideas que ilumina nuestro presente sin que nadie haya sido capaz de explicar muy bien por qué. Hasta ahora.
¿Qué ocurrió en aquellos excitantes diez años? La historia arranca en 1919, el año en que "el doctor Benjamin huye de su padre, el subteniente Wittgenstein comete un suicidio económico, el profesor auxiliar Heidegger abandona la fe y monsieur Cassirer trabaja en el tranvía para inspirarse".
Cuatro pensadores tan explosivos como inhóspitos se sientan a la mesa de este banquete filosófico como cuatro nigromantes
En 1919, el autor del 'Tractatus Logico-Philosophicus' es un joven trágico que ha visto cómo se suicidaban tres de sus cinco hermanos, que ha combatido en la Primera Guerra Mundial -y ha sido hecho prisionero- con osadía temeraria, siempre en primera línea de fuego, y que decide renunciar a una fortuna familiar de cientos de millones de euros. Cuando su querida hermana Hermione le replica que poner todo su talento a funcionar a medio gas como maestro de escuela es como usar un instrumento de precisión para abrir cajones, Ludwig Wittgenstein le contesta con otra símil dolorosamente hermoso: "Y tú, hermana, me haces pensar en una persona que mira a través de una ventana cerrada y no puede explicar los movimientos peculiares de un transeúnte; no sabe que fuera hay un vendaval y que a ese hombre acaso le cuesta mantenerse en pie".
Ese mismo año, el judío Walter Benjamin deambula junto a su mujer Dora, su recién nacido hijo Stefan y su amigo Scholem por los cantones suizos con angustia creciente y sin blanca tras retirarle su padre su generosa asignación. Mientras tanto Martin Heidegger aprovecha la oportunidad, abandona el cristianismo, se casa con la protestante Elfrie y logra al fin, con la ayuda de su maestro Husserl, la ansiada plaza de asistente con sueldo fijo en la universidad de Friburgo. Ernst Cassirer, por su parte, judío como Benjamin y tal vez el personaje menos conocido y más entrañable de esta historia, frustrado por una carrera académica que no acaba de despegar, reflexiona en los interminables trayectos de tranvía a la Universidad entre el fuego de las ametralladoras en plena revuelta espartaquista en un Berlín de posguerra violento y miserable.
Como héroes de leyenda que pivotan entre la épica y la tragedia, las vicisitudes personales de los cuatro filósofos se suceden y alternan a lo largo de estas páginas al tiempo que asistimos al despliegue de su pensamiento desde un origen común -ofrecer una nueva y radicalmente honesta respuesta a la gran interpelación kantiana "¿qué es el hombre"?- para desembocar en muy distintos puntos de llegada.
El autor de 'Tiempo de magos' supera el reto casi inalcanzable de tornar inteligibles ideas arcanas y oscuras. Como a través de una colorida radiografía, emergen los distintos mapas mentales. Benjamin optará por una filosofía que encumbre como razón de ser la crítica artística, reflejo del autocuestionamiento continuo que caracteriza al ser humano. Wittgenstein asumirá que lo que verdaderamente dota de sentido a la vida y al mundo se encuentra fuera de los límites de lo enunciable y abandonará la filosofía. Heidegger, por el contrario, decidirá que no se puede ser otra cosa que filósofo y anunciará la buena nueva de una ciencia originaria del ser previa a cualquier descripción de lo dado. Y Cassirer, a la contra de los anteriores, repudiará toda esencia única y "mala metafísica" que pueda fundamentar el pensamiento y reclamará el valor del lenguaje y lo simbólico para dar cuenta de la naturaleza humana.
Lucha de titanes en la montaña mágica
Volvamos al principio. O al final. El 17 de marzo de 1929, Heidegger irrumpe en el salón de festejos del Grand Hotel Belvédere de Davos donde ha sido convocado para un debate en la cumbre con Cassirer, un choque de titanes entre dos concepciones de la filosofía. El aspirante ha publicado sólo dos años antes 'Ser y tiempo', tiene 39 años y un asiento reservado en primera fila pero él decide sentarse atrás junto a la tropa de asalto de estudiantes adeptos que le habían acompañado para hacer saltar por los aires el establishment filosófico. Cassirer le observa en silencio a sus 59 años, en el cénit de su fama y producción tras concluir su imponente 'Filosofía de las formas simbólicas'. Estaba a punto de empezar "un acontecimiento decisivo en la historia del pensamiento o, como lo reseñó el filósofo estadounidense Michael Friedman, "una bifurcación esencial en la filosofía del siglo XX". El título elegido por los organizadores del encuentro de Davos, en 'La montaña mágica' de Thomas Mann, no podía ser otro: '¿Qué es el hombre?'
El pobre Cassirer empezó con mala pata pues un gripazo le obligó a pasar en cama la mayor parte del Congreso mientras Heidegger se calzaba los esquíes diariamente para descender por las vertiginosas pistas de los Grisones alpinos junto a sus impetuosos estudiantes. Como todo conflicto generacional, el combate se decidió finalmente a favor del joven Heidegger en una oscura prefiguración de los tiempos terribles que estaban por venir. Porque, como resume brillantemente Eilenberg:
Tres años y medio después, al poco de ser nombrado rector de la Universidad de Friburgo el 1 de mayo de 1933 por el nuevo régimen nacionalsocialista alemán, Martin Heidegger escribe una exhortación a los estudiantes alemanes en un artículo periodístico: "Las doctrinas y las 'ideas' no deben ser la norma de vuestro ser. El Führer, y sólo él, es la realidad alemana de hoy y del futuro; él es su ley".
Deja tu opinión