Los locales de pseudovida y los muchos papeles
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LOS PAPALAGI son una colección de discursos escritos por un jefe del Pacífico Sur, Tuiavii de Tiavea, y destinados a su gente. Aparecieron por primera vez en una edición alemana durante la segunda década del siglo XX, en una traducción realizada por su amigo Erich Scheurmann.
Erich Scheurmann los arregló para que su editorial, De Voortgank, los publicara en lengua holandesa en 1929.
LOS PAPALAGI son un estudio crítico orientado antropológicamente, en el que se describe al hombre blanco y su modo de vida. Al leerlo se debe tener en cuenta que está compuesto de discursos dirigidos a los nativos de las islas del Mar del Sur, que habían tenido todavía pocos o ningún contacto con la civilización del hombre blanco. Se ha pensando que en realidad los textos son una ficción de Sheurmann. La duda permanece….
Las ilustraciones son del diseñador neerlandés Joost Swarte
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INTRODUCCIÓN A LOS PAPALAGI*
El escritor llama a estos discursos Los Papalagi, que significa los Hombres Blancos o los Caballeros. Estos discursos de Tuiavii de Tiavea no habían sido pronunciados aún, pero el extracto había sido escrito en el idioma nativo, del cual se hizo la primera traducción alemana.
Tuiavii nunca tuvo la intención de publicar sus discursos para el lector occidental, ni en ningún otro lugar: iban estrictamente dirigidos a su pueblo polinesio. Sin embargo, sin su consentimiento y con clara transgresión de sus deseos, me he tomado la libertad de someter estos discursos de un nativo polinesio a la atención del lector occidental, convencido de que para la gente blanca con nuestra civilización merece la pena averiguar cómo nos ve a nosotros y a nuestra cultura un hombre que aún está estrechamente ligado a la naturaleza.
A través de sus ojos nos miramos y nos vemos desde un punto de vista que de ningún otro modo podríamos percibir. Ciertamente habrá gente, especialmente monstruos culturales, que juzgarán su visión infantil, quizás incluso ignorante; pero aquéllos que tenéis más mundo y sois más humildes, seréis movidos a la reflexión y a la autocrítica por mucho de lo que se os va a decir. Porque su sabiduría es el fruto de la simplicidad, la mayor de las gracias que Dios puede conceder a un hombre, mostrándole las cosas que la ciencia no consigue comprender.
Estos discursos son un llamamiento a todos los pueblos del Pacífico Sur para que corten sus ataduras con la gente iluminada del tronco europeo, como se les llama. Absorto en esto, Tuiavii, el despreciador de los europeos, se mantuvo firme en la convicción de que sus antepasados habían cometido un grave error dejándose atraer por la cultura europea. El es como la doncella de Fagaasa, que sentada en lo alto de un acantilado vio venir a los primeros misioneros blancos y con su abanico les hizo señas para que se fueran: «¡Fuera, demonios criminales!». Él también vio a Europa como a un demonio oscuro, el gran deshojador, del que el género humano debe protegerse si quiere Papalagis permanecer tan puro como los dioses.
Cuando me encontré por primera vez con Tuiavii, él llevaba una vida pacífica, apartado del mundo occidental en su diminuta isla fuera de camino llamada Upolu, una de las islas samoanas, en el poblado de Tiavea, del cual era jefe. La primera impresión que me dio fue la de un gran gigante de corazón amable. A pesar de que medía casi 1’90 metros y de que era robusto como una casa de ladrillos, su voz era suave y delicada como la de una mujer, y sus enormes y penetrantes ojos, sombreados por espesas cejas, tenían una mirada levemente despreocupada. Cuando les hablabas, se
iluminaban y delataban a su corazón, cálido y soleado.
En ningún hábito exterior era Tuiavii marcadamente diferente de sus hermanos. Bebía kava (1) iba al loto (2) por la mañana, comía plátanos, toras y yams y observaba todas las costumbres nativas y ritos. Sólo sus más íntimos amigos sabían qué estaba hirviendo en el interior de su cabeza, luchando para llegar a la luz, cuando se tumbaba, soñando, en la estera de su casa.
En general el nativo vive como un niño, puramente en el mundo visible, sin interrogarse siquiera sobre sí mismo o sobre su entorno; pero Tuiavii tenía un extraordinario carácter. Se había elevado sobre sus compañeros, porque vivía conscientemente y por eso poseía esa exigencia interior que nos separa de las gentes primitivas, más que cualquier otra cosa.
Debido a su ser, propio de esta clase de hombres, Tuiavii deseaba conocer más de esa lejana Europa. Ese deseo ardía en su interior desde los días escolares en la misión marista, y solamente fue satisfecho cuando llegó a adulto. Se unió a un grupo de etnólogos que volvían tras acabar sus estudios y, visitó uno tras otro, la mayoría de los estados de Europa, donde llegó a conocer su cultura y peculiaridades nacionales. Una y otra vez me maravilló la exactitud con que recordaba hasta los más pequeños detalles. Tuiavii poseía en alto grado el don de la observación sobria e imparcial. Nada podía ofuscarle; nunca se permitía ser apartado de la verdad por palabras. En realidad lo vio todo desde su originalidad, aunque a lo largo de su visita nunca pudo abandonar su propio punto de vista.
Fui su vecino durante algo más de un año, siendo un miembro de la comunidad de su pueblo, pero Tuiavii sólo me tomó como confidente cuando llegamos a ser amigos. Después de haber superado, incluso olvidado, al europeo que hay en mí, cuando él se hubo convencido de que yo estaba maduro para su sabiduría sencilla y de que no me reiría de él (algo que nunca hice), solamente entonces decidió que merecía la pena que escuchara algunos fragmentos de sus escritos. Me los leyó en voz alta, sin ningún patetismo, como si fuera una narración histórica. Aunque solamente fuera por esa razón, lo que estaba diciendo trabajaba en mi mente y daba origen al deseo de retener las cosas que había oído.
Sólo mucho después me confió Tuiavii sus notas y me dio permiso para traducirlas al alemán. Pensó que yo quería usarlas para mis estudios personales y nunca supo que la traducción sería publicada, como sucedió. Todos estos discursos no son más que toscos borradores y juntos no forman un libro bien escrito. Tuiavii no los ha visto nunca en ninguna otra forma. Solamente cuando tuvo todo Papalagis el material archivado cuidadosamente en su cabeza y todas las ideas claras, quiso empezar su “misión”, como él la llamaba, entre los polinesios. Yo tuve que abandonar las islas antes de que empezase su informe.
Aunque me he sentido obligado a hacer la traducción tan literal como me fuera posible y no he alterado ni una sílaba en la composición de los discursos, me doy cuenta de que la original franqueza y el extraordinario vocabulario han sufrido profundamente. Cualquiera que haya intentado alguna vez transformar algo de un idioma primitivo a uno moderno, reconocerá inmediatamente los problemas que se plantean al reproducir la expresión infantil de modo que no parezca estúpida o disparatada.
Tuiavii, el inculto habitante de la isla, consideró la cultura europea como un error, un camino a ninguna parte. Esto sonaría un poco pomposo si no estuviera dicho con la maravillosa simplicidad que traicionaba el lado débil de su corazón. Es verdad que pone en guardia a sus compatriotas y les dice que se libren de la dominación europea pero al hacerlo su voz se llena de tristeza y delata que su ardor misionero nace de su amor por la humanidad, no del odio. «Vosotros, compañeros, pensáis que podéis mostrarnos la luz», me dijo cuando estuvimos juntos por última vez, pero «lo que realmente hacéis es tratar de arrastrarnos a vuestra charca de oscuridad». Él miraba el ir y venir de la vida con honestidad de niño y amor por la verdad, y por eso encontraba discrepancias y defectos morales que, y al acumularlos en su memoria, se convirtieron en lecciones de vida. No entiende dónde radica el mérito de la cultura europea, que alinea a su propia gente y los hace falsos, artificiales y depravados. Cuando resume lo que la civilización nos ha aportado, empezando por nuestro aspecto, descrito como el de un animal cualquiera; lo llama por su propio nombre, con una actitud muy antieuropea e irreverente, describiéndonos de forma incompleta pero correcta, de manera que acabamos sin saber quién es el que ríe, el pintor o su modelo.
En esta aproximación infantil a la realidad, a corazón abierto, reside, pese a su falta de respeto, el verdadero valor para nosotros los occidentales de los discursos de Tuiavii; por eso siento que su publicación está justificada. Las guerras mundiales nos han convertido en occidentales escépticos con nosotros mismos; empezamos a preguntarnos sobre el valor intrínseco de las cosas y a dudar de si podemos llevar a cabo nuestros ideales a través de nuestra civilización. Por ello deberíamos considerar que no estamos, quizá, tan civilizados y descender de nuestro nivel espiritual al pensamiento de este polinesio de las islas de Samoa, que no está aún agobiado por una sobredosis de educación, que es todavía original en sus sentimientos y pensamientos y que quiere explicarnos que hemos matado la esencia divina de nuestra existencia, reemplazándola por ídolos.
Erich Scheurmann
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LOS LOCALES DE PSEUDOVIDA Y LOS MUCHOS PAPELES*
Ah, mis queridos hermanos del gran mar, si yo, vuestro humilde servidor, os contara exactamente todo lo que he visto en mi visita a Europa, os tendría que hablar durante horas. Mis palabras tendrían que ser como una rápida y fluida corriente, manando desde la mañana hasta la noche, y aún así la verdad no sería completa; porque la vida de los Papalagi es como el océano, cuyo principio y fin tampoco nosotros logramos descubrir. Tiene tantas olas como las grandes aguas, tempestea y se agita, se ríe y sueña. Del mismo modo que no es posible vaciar el mar con el hueco de vuestra mano, es imposible para mí llevar esa gran masa llamada Europa hasta vosotros, en el interior de mi cabeza.
Pero hay una cosa que no quiero dejar de contaros: la vida en Europa sin los locales de pseudovida y los muchos papeles es ya tan inconcebible como un mar que no tenga agua. Si vosotros les quitarais esas dos cosas, el Papalagi sería como un pez lanzado a la playa por una ola, solamente capaz de agitar sus aletas, pero no de nadar y de moverse como suele hacer.
¡Los locales de la pseudovida! No es fácil describiros un sitio semejante, esa especie de lugar que el hombre blanco llama cine; describirlo de tal modo que os dé una imagen clara. En la comunidad de cada pueblo, por toda Europa, tienen como un misterioso lugar, un lugar que casi hace soñar a los niños y llena sus cabezas de deseos ardientes.
El cine es una gran choza, mayor que la más enorme de las cabañas de un jefe de Upolu; sí, mucho, mucho más grande. Allí está oscuro, incluso durante el día, tan oscuro que nadie puede reconocer a su vecino. Cuando llegas te quedas cegado y cuando lo dejas lo estás aún más. La gente anda de puntillas en el interior, buscando, tanteando el camino a lo largo de la pared, hasta que una doncella viene con una centella de luz en su mano y les conduce a un lugar que está todavía sin ocupar. Hay allí un Papalagi estrechamente próximo a otro, sin verse los unos a los otros, en una habitación oscura del todo y llena de gente silenciosa. Los presentes se sientan en unos tablones estrechos que están frente a una peculiar pared.
De la parte más baja de la pared se levantan un zumbido y un fragor fuerte, como si emergiera de un hondo barranco, y cuando vuestros ojos se han acostumbrado ya a la oscuridad, puedes ver a un Papalagi luchando con una caja. Él golpea con sus manos, con los dedos extendidos sobre las numerosas, pequeñas lenguas blancas y negras, que gritan cuando son golpeadas, cada una con su propia voz, dando como resultado los salvajes y alborotadores ruidos de una riña de pueblo.
Una confusión así tiene que narcotizar y engañar a nuestros sentidos, de modo que creamos las cosas que veamos y no dudemos de la realidad de las cosas que están sucediendo. Justo enfrente de nosotros un haz de luz golpea la pared como si la luna llena brillara sobre ella, y en ese resplandor va apareciendo gente; gente real, que se parece y viste como un Papalagi normal. Se mueven y caminan, se ríen y saltan exactamente igual a como lo hacen por toda Europa. Es como la luna reflejándose en la laguna. Podéis ver la luna, pero en realidad no está allí. Así es como sucede con esas imágenes. La gente mueve sus labios y juraríais que están hablando, pero no puedes oír ni una sílaba. No importa cuán atentamente escuches, y esto es horrible. No puedes oír ni una palabra. Es ésa probablemente la razón por la que el Papalagi golpea en la caja como lo hace. Quiere dar la impresión de que no puedes oír a aquella gente a causa del alboroto que hace. Por eso aparecen de vez en cuando letras en la pantalla, letras que enseñan lo que el Papalagi acaba de decir o va a decir.
Pero aún esa gente son pseudogente y no son reales. Si intentarais agarrarlos, averiguaríais que están completamente hechos de luz y es imposible ponerles la mano encima. La única razón para su existencia reside en que muestran al Papalagi su propia alegría y tristeza, su necesidad y debilidad. De este modo el Papalagi puede ver de cerca a los más bellos hombres y mujeres. Pueden ser silenciosos, pero él todavía puede ver sus movimientos y la luz en sus ojos, puede imaginarse que le miran y hablan con él.
Los más poderosos jefes, que nunca podría esperar ver, se encuentran con él como si fueran iguales. Participa en cenas y fiestas, fonos y otras actividades, pareciéndole estar allí en persona, compartiendo la comida y la fiesta. Pero también ve como un Papalagi se lleva a la chica de su aiga.
O ve también cómo una chica es infiel a un joven. Ve como un hombre salvaje agarra a un alii por el cuello, lo ve presionando sus dedos profundamente en la garganta y ve los ojos del alii empezar a salirse hasta que al fin muere, y el salvaje coge el metal redondo y el papel tosco del taparrabos del hombre muerto.
Mientras sus ojos ven muchos placeres y crueldades, el Papalagi tiene que permanecer sentado muy quieto, no se le permite despreciar a la muchacha que es infiel o ir al rescate del alii rico. Pero por eso no se molesta el Papalagi; él sólo se sienta allí a mirar, complacido y gozando como si no tuviera corazón en absoluto. No se pone furioso o indignado. Lo mira como si él fuera de una especie del todo distinta. Porque los Papalagi que están sentados allí mirando están convencidos de que son mejores que aquéllos que ven en el haz de luz y que ellos nunca realizarán actos disparatados como los que allí se muestran. Sus ojos permanecen pegados a la pared, silenciosos y sin respirar, y cuando ven un corazón fuerte o una cara noble, se imaginan que es su imagenespejo. Se sientan como congelados en sus tablones de madera, mirando fijamente a la pared uniforme donde nada está vivo, excepto el engañoso haz de luz, lanzado por un mago a través de una hendidura estrecha en la pared posterior, dando como resultado un punto en el que se puede ver mucha pseudovida.
Es para el Papalagi una gran alegría absorber esas engañosas pseudoimágenes. En la oscuridad puede participar de esa pseudovida sin avergonzarse y sin que otras personas sean capaces de ver sus ojos. El pobre puede jugar a ser rico y el rico puede jugar a ser pobre, los enfermos pueden imaginar que están sanos otra vez y los débiles, con fuerza. En la oscuridad todo el mundo puede conquistar y vivir cosas que nunca serían capaces de lograr en la vida real.
Ser absorbidos por la pseudovida ha llegado a ser una pasión para los Papalagi. Una pasión que ha crecido con tanta fuerza que a menudo se olvidan completamente de lo real. Esa pasión es una enfermedad, porque un hombre sano no querría vivir en cuartos oscurecidos, sino que desearía la vida real, cálida bajo el sol brillante. Como resultado de esa pasión muchos Papalagi están tan confundidos cuando dejan el cuarto oscuro que ya no son capaces de distinguir la vida real del sustitutivo y creen que son ricos, cuando en la vida real no poseen nada. O se imaginan que son hermosos, cuando tienen cuerpos feos, o cometen crímenes que nunca hubieran cometido en la vida real. Pero ahora cometen esos crímenes porque ya no distinguen realidad de fantasía. Todos vosotros conocéis ese estado propio de los blancos que han bebido demasiada kava europea y que imaginan entonces que están caminando sobre olas.
Los «muchos papeles» también llevan al Papalagi a un trance parecido ¿Qué quiero decir con eso de los «muchos papeles»? Tratad de imaginar una estera de «tapa», delgada, blanca y doblada, partida por la mitad y doblada de nuevo, estrechamente cubierta de escritura por todas partes, muy firmemente; así es como se ven los «muchos papeles». El Papalagi los llama periódicos.
En el interior de todos esos papeles, la sabiduría del Papalagi está escondida. Cada mañana y cada noche tiene que hundir su cabeza en ellos para rellenarla, para satisfacerla y asegurarse de que haya mucho en su interior y así pensar correctamente, del mismo modo que un caballo correrá mejor cuando lo alimentes con muchos plátanos y su cuerpo esté bien repleto. Cuando los alii están todavía dormidos en sus esteras, multitud de mensajeros están ya atravesando la tierra para distribuir los «muchos papeles». Es la primera cosa que él coge cuando se ha desprendido del sueño. Sumerge los ojos en las cosas contadas por los «muchos papeles» y lee. Todos los Papalagi hacen eso, todos ellos leen… Leen lo que los grandes jefes y oradores de Europa han dicho durante sus fonos. Todo esto está cuidadosamente anotado en esteras, incluso cuando es una tontería. Los taparrabos que llevan son también descritos, incluso la comida ingerida por los alii; los nombres de sus caballos y si tienen pensamientos débiles o elefantiásicos(3).
Las cosas que allí cuentan sonarían en nuestro país a algo así: «El pule nuu(4) de Matautu se levantó esta mañana después de dormir bien toda la noche. Empezó el día comiendo el taro que había dejado el día anterior; después de eso fue a pescar y volvió a su cabaña por la tarde; allí se tumbó en su estera y recitó y cantó la Biblia hasta la caída de la noche. Su mujer, Sina, primero amamantó a su niño, después tomó un baño y, camino de su casa, se encontró una bonita púa-flor que colocó en su cabello; entonces continuó el camino a casa…» Etc.
Todo lo que sucede y ocurre, las cosas que la gente hace y deja de hacer, se hace público. Sus buenos y malos pensamientos, si matan un pollo o un cerdo, si construyen una canoa. Nada sucede en el país sin que sea inmediatamente repetido por los «muchos papeles». El Papalagi llama a eso «estar bien informado». Quieren saber todo, absolutamente todo, lo que sucede en su país. Del amanecer al ocaso. Se ponen furiosos cuando algo escapa a su atención. Ellos todo lo absorben, aun cuando se mencionen toda clase de cosas nauseabundas y espantosas, cosas que es mejor que sean pronto olvidadas para conservar la mente sana. Precisamente esas escenas horribles, en las cuales la gente se hiere, son reproducidas más exactamente y con mayor detalle que las escenas agradables, como si no fuera mejor y más importante relatar las cosas buenas y no las malas.
En cuanto lees el papel, no tienes que ir a Apolina, Manono o Savaii para saber lo que tus amigos están haciendo, qué están pensando y a qué fiestas han asistido. Él puede permanecer en su estera tranquilamente y los papeles se lo contarán todo. Esto puede parecer muy agradable y fácil, pero no es así en la realidad: cuando luego te encuentras a tu hermano y ambos habéis metido vuestras cabezas en los «muchos papeles», ya no tenéis nada nuevo o interesante que contaros el uno al otro, puesto que vuestras cabezas contienen ahora las mismas cosas. Por eso ambos estaréis silenciosos o repetiréis las cosas que el papel acaba de contaros. Será siempre más grande estar allí en persona, compartiendo las alegrías del banquete y el dolor del fracaso, que tener que saberlo a través de las palabras de un total desconocido. Pero el mayor mal que los papeles hacen en nuestras mentes no reside en sus relatos, sino en sus opiniones; opiniones sobre los jefes, sobre los jefes de otros países, y sobre el hacer de la gente y qué es lo que sucede. Los papeles tratan de modelar cada cabeza a una forma, y esto se opone a mis creencias y a mi mente. Quieren que todo el mundo comparta su cabeza y sus pensamientos y saben cómo llevar eso a cabo. Cuando habéis leído los papeles por la mañana, entonces sabéis exactamente lo que cada Papalagi lleva en su cabeza por la tarde y qué es lo que está pensando.
El papel es también una especie de máquina, fabricando cada día muchos pensamientos, muchos más de los que una cabeza normal puede producir. Pero la mayor parte del tiempo hace pensamientos débiles, carentes de dignidad y fuerza. Llenan nuestras cabezas con arena. Los Papalagi llenan sus cabezas hasta el borde con tan inútil papel comida. Incluso antes de que él haya tirado el viejo, ya está leyendo el siguiente. Su cabeza es como un mangle de pantano, sofocándose en su propio barro, donde nada fresco y verde crece, y sólo se levantan humos sulfurosos y los mosquitos punzantes zumban en círculos sobre la cabeza.
Los locales de pseudovida y los «muchos papeles» han convertido al Papalagi en lo que es ahora: un débil y perdido ser humano, que ama lo irreal porque ya no puede distinguir entre fantasía y realidad, que piensa que el reflejo de la luna es la misma luna y que los papeles prietamente impresos son la vida misma.
Notas
(1) Bebida popular de Samoa, hecha de raíces de la planta de IkIlá-11 7,111
(3) Enfermedad de los músculos que hincha anormalmente algunas partes del cuerpo.
OTROS ENLACES RELACIONADOS:
https://puntocritico.com/2017/03/05/los-papalagi-quieren-arrastrarnos-a-su-oscuridad/
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