La delirante y rebelde explosión de dolor proclama sus derechos con fuerte voz…
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Una mañana, cuando salí a caminar para tomar el aire por donde estaba Tom Paine…
Paine dio un ejemplo de valor, humanidad y perseverancia a todos estos defensores de los oprimidos. Cuando se trataba de asuntos públicos, olvidaba la prudencia personal. Como suele suceder en estos casos, el mundo decidió castigarle por su falta de egoísmo; actualmente su fama no es tanta como la que habría conseguido si su carácter hubiera sido menos generoso. Es necesaria una cierta sabiduría mundana incluso para asegurarse los elogios por la falta de ella.
Bertrand Russell-El destino de Thomas Paine
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Los derechos del hombre, cuyo título original en inglés fue Rights of Man, es una obra escrita por Thomas Paine, una de las principales figuras del proceso revolucionario independentista norteamericano, en 1791 como respuesta a Reflexiones sobre la Revolución francesa, de Edmund Burke.
Ha sido interpretada como una defensa de la Revolución francesa, aunque también es una de las primeras obras que plasma los conceptos de libertad e igualdad humanas. Las ideas están presentadas en fragmentos, lo cual hace que el libro sea vago en cierto sentido. La falta de una aproximación holística por parte de Paine puede ser atribuida al hecho de que el libro fue escrito en dos partes. De la vigorosidad de su escritura se desprende que Paine fue uno de los mejores autores de su tiempo y, a pesar de su tono sarcástico, Los derechos del hombre es indudablemente uno de los trabajos más serios y que más ha influenciado a generaciones de creyentes en la democracia.
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DERECHOS DEL HOMBRE
Introducción
En Estados Unidos, desde muy temprana edad los niños aprenden a cantar «My Country, ’Tis of Thee», cuya estrofa principal dice:
Mi país, es de ti,
dulce tierra de libertad,
es de ti de quien canto.
Tierra donde mis padres murieron,
tierra del orgullo de los Padres Peregrinos.
Desde todas las laderas de las montañas,
¡que resuene la libertad!
Es la típica cancioncilla sentimental, pero se ganó la inmortalidad por obra y gracia del gran Martin Luther King, a causa del inolvidable discurso que este pronunció en la escalinata del Memorial Lincoln en el momento más álgido de la marcha sobre Washington, una marcha a favor de los derechos humanos que tuvo lugar en la primavera de 1963. Al incluir en su oratoria las familiares estrofas que todos habían aprendido en la escuela, pidió que la libertad resonara desde las cimas de todas las colinas, al norte y al sur, desde New Hampshire hasta California, y bajando por el Mississippi, hasta que la promesa formulada en los orígenes de Estados Unidos se hubiera cumplido para todos sus ciudadanos. «Para que Estados Unidos llegue a ser una gran nación —proclamó Martin Luther King—, esta promesa ha de hacerse realidad.» «My Country, ’Tis of Thee» es asimismo una canción suficientemente sencilla para que puedan aprenderla los escolares británicos. Además, se canta con la música del himno nacional. Este himno tan poco imaginativo —de hecho, el primer himno nacional del mundo— parece tener sus orígenes en una canción jacobita, aunque fue reescrita para la causa de la Iglesia (protestante) y del rey en septiembre de 1745, cuando los invasores rebeldes, defensores de Jacobo Estuardo, amenazaban el trono desde Escocia. El público de un teatro de Londres se puso en pie para entonar, además de la primera estrofa, también la segunda, que no se suele oír con tanta frecuencia:
Ese «él» se refería en este caso a Jorge II, que representaba la usurpación de la Corona por parte de la casa de Hannover, una apropiación del trono británico que perdura hasta nuestros días. A principios del siglo xix su hijo, Jorge III, oía como saludo esta canción cuando asistía a ceremonias oficiales. Para entonces ya circulaba otra versión, escrita por el gran poeta y obrero radical Joseph Mather:
Esta ingeniosa parodia, compuesta en 1791, no se enseña en las escuelas ni se canta en reunión alguna. Sin embargo, con su combatividad desafiante y satírica capta el estado de ánimo que se creó aquel año con la publicación de la obra de Thomas Paine, que se convirtió inmediatamente en un clásico. Joseph Mather era un radical cuyo oficio era hacer limas en la ciudad de Sheffield; uno se pregunta si este hombre se inspiró o tomó la idea a partir de la canción que se entonó durante una velada de la influyente Society for Constitutional Information, que en su reunión de marzo de 1791 en Londres votó una moción de agradecimiento a Paine y luego oyó como la mayoría vencedora cantaba:
Es probable que Mather escribiera la canción más tarde en el mismo año, ya que resulta bastante fácil interpretar la frase, aparentemente extra- ña, «Birmingham se sonroja de vergüenza». Fue en Birmingham, durante el otoño de 1791, cuando una muchedumbre de clara tendencia tory irrumpió frenética, al grito de «Iglesia y rey», en la casa de Joseph Priestley, destrozando la biblioteca y el laboratorio de aquel científico autodidacta que había descubierto el oxígeno. Este incidente —uno de tantos episodios de la historia que no se enseñan en la escuela— hizo que Priestley se trasladase a Estados Unidos, cuya causa revolucionaria y republicana ya había expuesto en un panfleto. Se convertiría allí en un huésped bienvenido y participó en aquel gran renacimiento de Filadelfia que forjaría hombres de la talla de Benjamin Franklin, Benjamin Rush y Thomas Jefferson.
No debe olvidarse que los ingleses que simpatizaban con las revoluciones americana y francesa no siempre fueron saludados únicamente con los elevados tonos morales de Edmund Burke (que aprobaba la «chusmocracia» del lema «Iglesia y rey» cuando la chusma estaba de su lado), sino también con una persecución y una represión sistemáticas de alta intensidad. En los versos de Mather pueden encontrarse otras claves contemporáneas. Utilizó la palabra «patriota» para referirse a los defensores de la causa democrática y radical. Este fue también el término utilizado por la facción de John Wilkes en el Parlamento y por los seguidores que tenía este grupo fuera de la Cámara: los famosos partisanos del lema «Wilkes y libertad», que luchaban contra una Corona germánica y un sistema de municipios corrompidos dominados por los tories. (Dicho sea de paso, esta fue la única versión de la palabra «patriotismo» que un tory, el doctor Samuel Johnson, describió como «el último refugio del canalla», en una observación que siempre se ha entendido y citado mal.) También la palabra «bastilla» estaba fresca en la mente de todos en 1791 como símbolo de la monarquía absolutista francesa, y como sinónimo de las numerosas prisiones oscuras en las que los liberales de Europa habían pasado tanto tiempo confinados y torturados. El marqués de Lafayette, héroe caballeresco de las revoluciones americana y francesa, entregó la llave de la Bastilla a Thomas Paine, pidiéndole que se la remitiera al presidente George Washington como muestra de la estima que sentían los franceses por el pueblo estadounidense. Paine cumplió encantado este encargo un año antes de la publicación de su obra Los derechos del hombre, añadiendo una carta de presentación en la que se refería a la llave como «este primer trofeo de los despojos del despotismo, que simboliza asimismo los primeros frutos maduros de los principios americanos trasplantados a Europa». Actualmente esta llave está colgada en la pared de la casa de George Washington en Mount Vernon. La carta de Paine estaba fechada el 1de mayo, que cerca de un siglo más tarde fue el día elegido por los trabajadores estadounidenses para comenzar su huelga por la jornada de ocho horas, y posteriormente por los movimientos obreros de todos los países como Fiesta del Trabajo: día de asueto, con actos organizados, y fiesta de los oprimidos. La primavera y la naturaleza fueron metáforas utilizadas habitualmente por Paine, como lo han sido siempre para aquellos que son testigos de la fusión de los glaciares políticos y del deshielo de la tundra del despotismo. «No tengo la menor duda de que la Revolución francesa será finalmente un éxito total —decía Paine en su carta a George Washington—. A veces se producen pequeñas subidas y bajadas de la marea, movimientos favorables y contrarios, compañeros naturales de las revoluciones, pero la corriente principal, a mi modo de ver, es tan constante como la corriente del Golfo.» La misma metáfora, una corriente cálida que cruza los mares, se puede ver en la dedicatoria que Paine incluyó en Los derechos del hombre:
Señor:
Tengo el honor de presentaros un pequeño Tratado en defensa de esos Principios de Libertad que vuestra ejemplar Virtud ha contribuido tan eminentemente a instaurar. Que los Derechos del Hombre lleguen a ser tan universales como vuestra Benevolencia pueda desear, y que lleguéis a disfrutar la Dicha de ver cómo el Nuevo Mundo regenera al Viejo, es el ruego de vuestro muy agradecido, sumiso y humilde servidor,
Thomas Paine
Fue el tory George Canning, partidario de Pitt, quien en 1826 afirmó que Paine «dio nacimiento al Nuevo Mundo para recuperar el equilibrio en el Viejo». Winston Churchill, invocan- do la alianza atlántica en tiempos de peligro, dijo al Parlamento —esta vez con una cita de Arthur Hugh Clough—: «[…] pero mirando hacia el oeste, la tierra es brillante». A menudo los poetas metafí sicos han comparado la América romántica con una amante: «Mi América, mi tierra recién des cubierta». Hubo peregrinos que viajaron a «las Américas» para establecer allí la pureza doctrinal, y piratas que hicieron el mismo viaje en busca de tesoros y esclavos. Sin embargo, en la época de Paine, el Nuevo Mundo de «Estados Unidos de América» (un nombre que pudo haber acuñado él mismo) era un logro real y concreto; no una utopía imaginaria, sino un hogar para la libertad y la primera etapa consciente de una revolución mundial.
Los artesanos como Mather y los trabajadores autodidactas habrían entendido bien la expresión «el árbol de la libertad», en el sentido de símbolo de la Ilustración y de la revolución democrática. Aparece una y otra vez como imagen en innumerables poemas, juramentos, brindis y canciones de la época, desde los United Irishmen [Irlandeses Unidos] hasta las cartas de Thomas Jefferson (que no fue el único que dijo que el árbol de la libertad debía ser alimentado con la sangre de los tiranos, así como con la de los patriotas). El saludo de los radicales United Irishmen, mayoritariamente protestantes, solía ser de la siguiente manera:
—¿Eres recto?
—Lo soy.
—¿Cómo de recto?
—Tan recto como un junco.
—Continúa entonces.
—En la verdad, en la confianza, en la unidad y en la libertad.
—¿Qué tienes en la mano?
—Una rama verde.
—¿Dónde brotó esa rama?
—En América.
—¿Dónde floreció?
—En Francia.
—¿Dónde vas a plantarla?
—En la corona de Gran Bretaña.
Robert Burns escribió un poema titulado «El árbol de la libertad», que empieza de la siguiente manera:
¿Has oído hablar del árbol de Francia,
y sabes cuál es su nombre?
En torno a él danzan todos los patriotas,
bien conoce Europa su fama.
Se encuentra donde en otro tiempo se alzaba
[la Bastilla,
una prisión construida por reyes,
cuando la prole infernal de la Superstición
tenía a Francia sujeta con andadores.
Podemos estar seguros de que Burns —un ferviente partidario de la Revolución francesa de 1789— había leído Los derechos del hombre de Thomas Paine, que en uno de sus pasajes descri- be la monarquía como una forma de gobierno que infantiliza y retrasa a la sociedad, al tiempo que incrementa su tendencia a la senilidad: «Se nos aparece con todos los caracteres de la infancia, de la decrepitud y de la senilidad; algo que va con niñera, con andadores o con muletas». Y el poema más famoso de Burns, «A Man’s A Man For A’That» [«Un hombre es un hombre por todo eso»], destila un enorme desprecio por la vanidad de la herencia y el principio de sucesión hereditaria, tan satirizado por Paine en todos sus aspectos. Por su parte, los United Irishmen, que habían fundado su asociación en aquel año trascendental de 1791 para conseguir que los «protestantes de la clase media» se sumaran a la causa de la reforma nacional y parlamentaria, nombraron a Paine miembro honorario. Fue uno de los pocos ingleses de aquel período que pudieron escribir: «La sospecha de que Inglaterra gobierna Irlanda con el propósito de mantenerla en una posición in- ferior, para evitar que se convierta en su rival en el comercio y en la producción de produc- tos manufacturados, siempre actuará en Irlanda como factor desencadenante de un sentimiento permanente de hostilidad con respecto a Inglaterra». El hecho de haber participado en dos revoluciones, como decía Paine, exultante de alegría después de sus primeras aventuras en Francia, suponía «vivir con algún objetivo». Lo cierto es que era demasiado optimista: ambas revoluciones, la de 1776 y la de 1789, le desilusionarían de diferente manera. Sin embargo, la influencia real de Paine en el cambio revolucionario se puede constatar no solo en dos países, sino en muchos más, incluida la nación que le vio nacer y que le confiere sus componentes irlandés, escocés y galés.
El nombre de Paine permanecerá siempre indisolublemente ligado a estas sonoras palabras: «Los derechos del hombre». Sin embargo, el libro que lleva tan noble título no fue solo un canto triunfal a la libertad humana. En parte fue también una polémica a corto plazo, dirigida de manera especial contra las Reflexiones sobre la Revolución en Francia, de Edmund Burke, una contribución muy excepcional a las vigorosas «guerras de panfletos» que convirtieron la última etapa del siglo xviii, con sus clubes, pubs, cafés e imprentas, en un período sumamente animado en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. La citada obra de Paine constituía, además, en algunos aspectos, una historia revisionista de Inglaterra, escrita desde el punto de vista de aquellos que habían progresado menos desde la conquista normanda y los sucesivos golpes de Estado y usurpaciones monárquicas. También era un manifiesto que establecía los principios básicos de la reforma y, en caso de ser necesaria, de la revo- lución. No perdía la ocasión de presentar ciertas sugerencias programáticas prácticas e inmediatas, elaboradas con la idea de aliviar el sufrimiento y la injusticia que se estaban produciendo en el presente. No obstante, el libro en todo momento dirige la mirada hacia algún punto situado más allá del horizonte social y político inmediato. En este sentido, se trata de uno de los primeros textos «modernos». Puede que el Pilgrim’s Progress de John Bunyan haya mantenido vivo el espíritu de la Revolución inglesa en innumerables hogares de gente pobre y maltratada, y que la esmerada investigación de John Stuart Mill y otros haya establecido la base para una posterior reforma de la sociedad victoriana, pero Los derechos del hombre de Thomas Paine es al mismo tiempo un clamor de inspiración y un plan original cuidadosamente forjado para conseguir un ordenamiento más racional y decente de la sociedad, tanto en el ámbito interior como en el escenario internacional. De hecho, comienza como una especie de misión de paz individual centrada en la idea de unas relaciones más amistosas entre Gran Bretaña y Francia. Paine fue miembro destacado de aquella tradición radical británica que consideraba las guerras y los ejércitos como cargas adicionales que se imponían al pueblo, y como un refuerzo de las autocracias existentes. ¿Qué mejor estrategia podía seguir una clase gobernante, para reclamar y detentar el poder, que presentarse como defensora de la nación? Y ¿qué procedimiento podía ser más eficaz para mantener la disciplina entre unos siervos no instruidos y desempleados que darles el chelín del rey y meterlos en un uniforme a las órdenes de mandos pertenecientes a la aristocracia? (La antigua expresión popular «se ha ido a las guerras», o «ha estado en las guerras», expresa con su plural el vago fatalismo existente con respecto a esta cuestión, con la sensación de que en cualquier momento se llevarán a Johnnie, y que quizá, si Dios se apiada de él, lo dejarán volver algún día.) After Blenheim, de Southey, capta esto perfectamente, al igual que Barry Lyndon, de Thackeray, y también el viejo borracho de la cervecería de 1984, de Orwell, cuando de manera imprecisa le dice a Winston Smith que «no hay más que guerras». Las confrontaciones bélicas y monárquicas que ha sostenido Gran Bretaña, o Inglaterra, se han producido en su mayoría con Francia o en Francia, y Paine inició su prólogo a Los derechos del hombre con el relato de un encuentro que tuvo en 1787, dos años antes de la caída de la Bastilla, con algunos franceses de ideología liberal. En relación con uno de estos, el secretario privado de un importante ministro, decía que le pareció
[…] que sus sentimientos y los míos estaban totalmente de acuerdo en lo que se refería a la locura de la guerra, y a la desdichada política de dos naciones como Francia e Inglaterra, que no hacían sino molestarse mutuamente, sin otra finalidad que un mutuo aumento de cargas e impuestos. Para no poder tener duda acerca de sus sentimientos, y para que no dudase él de los míos, puse por escrito la síntesis de nuestras opiniones y se la envié, añadiendo la siguiente demanda: si yo veía en el pueblo inglés alguna inclinación a cultivar una mejor comprensión entre los dos países que la que hasta entonces había prevalecido, ¿hasta qué punto podía considerarme autorizado para decir que la misma inclinación existía por parte de Francia? Me contestó en una carta sin ninguna reserva, y no solo en su nombre, sino también en el del ministro, con cuyo conocimiento decía escribirme.
Basta con reflexionar un momento para darse cuenta del extraordinario descaro que esto pudo suponer en su tiempo. Uno puede oír a los tories de William Pitt gruñendo y refunfuñando: «¿Quién es ese plebeyo advenedizo que presume de dirigir su propia diplomacia con los franceses?». Desde luego no se me ocurre precedente alguno para una caso así, pero Paine ya estaba para entonces muy acostumbrado a llevar a cabo misiones diplomáticas no oficiales en nombre de su recién adoptado país, Estados Unidos de América. Sin embargo, aquella idea habría hecho que muchos tories se pusieran aún más rojos de ira: «¡Ese mequetrefe de Paine actuando por cuenta de unos colonos rebeldes a los que habría que dar una patada!». Pero resulta que Paine estaba comportándose de una manera mucho más discreta de lo que muchos reaccionarios podrían haber supuesto. Había enviado todo cuanto era importante en su correspondencia anglofrancesa a Edmund Burke, un patriota y parlamentario de confianza, cuya defensa de la Revolución americana le había hecho merecedor de un respeto total. Sin embargo, cuando la rebelión francesa había estallado ya en todo el mundo, Burke se había apresurado a acudir a la imprenta y editar una de las más exacerbadas peroratas contrarrevolucionarias de todas las épocas. Por consiguiente, es importante tener en cuenta que la obra, Los derechos del hombre, tiene su propia dimensión privada y emocional: una nota de amargo disgusto por parte de un antiguo admirador que en algunos momentos puede sonar casi como la voz de un amante desdeñado. No obstante, la parte primera del libro es íntegramente un intento de evitar, dentro de lo posible, personalizar la cuestión. En su incondicional defensa de la Revolución francesa, Paine insiste en que es Burke quien ha caído en un embrollo emocional. Los personajes y las peculiaridades del rey Luis y de María Antonieta, a los que Burke dedica tantos insultos y una galantería que está fuera de lugar, son irrelevantes y la prosa de este señor es un derroche de sentimientos absurdo. El pueblo francés se rebeló no contra estos monarcas en particular («un monarca bondadoso y justo», tal como Burke, para sorpresa nuestra, describe al inquilino de Versalles), sino contra el principio de la monarquía en su totalidad. No estaban castigando únicamente los crímenes de quien era titular en aquel momento, sino los siglos de crímenes cometidos por la dinastía en cuyo nombre gobernaba. Por lo tanto, en cierto sentido se podía decir incluso que el pobre Luis era, él mismo, una víctima del principio de sucesión hereditaria. Y no se trataba de un mero trazo retórico por parte de Paine, pues le constaba que en los hogares revolucionarios de Boston, Nueva York y Filadelfia había retratos del rey Luis como homenaje a la ayuda prestada por Francia a la rebelión norteamericana. En aquella lucha nadie había ocupado un lugar más preeminente que el fogoso marqués de Lafayette, cuyas tropas habían forzado finalmen- te la rendición de los invasores británicos y alemanes del rey Jorge. Lafayette ha quedado algo eclipsado hoy en día, a pesar del encantador parque que lleva su nombre, situado frente a la Casa Blanca. Pero en realidad desempeñó su papel en tres revoluciones, las de 1776, 1789 y 1848, siendo en su época un auténtico talismán y un emblema de audacia y heroísmo. Algunos escritores posteriores han comparado torpemente a Paine con el Che Guevara por su carácter internacionalista, si bien el carisma no lo tenía nadie salvo Lafayette, según el propio Paine, quien, por coherencia con los principios republicanos, era reacio a aplicarle en sus escritos el título de «marqués». Sin embargo, es obvio que lo encontró muy adecuado para poder exhibir a un miembro de la nobleza francesa en contra del nostálgico Burke:
Monsieur de Lafayette llegó a América en los primeros momentos de la guerra y siguió a su servicio como voluntario hasta el final. Su comportamiento durante toda la contienda es de lo más extraordinario que se pueda encontrar en la historia de un joven que apenas había cumplido veinte años. Hallándose en una tierra que era como el regazo de la sensualidad, y con medios para entregarse a sus placeres, ¡qué pocos podríamos hallar capaces de cambiar semejante escenario por los bosques y los desiertos de América, y de pasar los floridos años de la juventud en medio de infructuosos peligros y penalidades! Al terminar la guerra, cuando estaba a punto de partir definitivamente, se presentó ante el Congreso y en su afectuosa despedida, al considerar la revolución que había presenciado, se expresó con las siguientes palabras: «¡Ojalá este gran monumento levantado a la libertad sirva de lección al opresor y de ejemplo al oprimido!». Cuando esta alocución llegó a conocimiento del doctor Franklin, que se encontraba entonces en Francia, este se dirigió al conde de Vergennes para gestionar que se publicara en La Gaceta de Francia, pero nunca obtuvo su consentimiento. La realidad fue que el conde de Vergennes era en su patria un tiránico aristócrata y temía el ejemplo de la Revolución americana en Francia, lo mismo que algunas personas temen ahora el ejemplo de la Revolución francesa en Inglaterra. Y el tributo de miedo de Mr. Burke (pues bajo esta luz debe ser considerado su libro) corre paralelo a la negativa del conde de Vergennes.
Así pues, el «proyecto» total de Los derechos del hombre fue en primer lugar un intento de casar las ideas de las revoluciones americana y francesa, y en segundo lugar un intento de difundir estas ideas en Gran Bretaña. Para Paine estos objetivos eran en esencia tres caras del mismo símbolo. Para Burke, eran radicalmente incompatibles. A cualquier estudiante que aspire a captar el sentido de la historia se le podría decir que una razón para revisitar ambos libros es que estos ofrecen la misma secuencia de acontecimientos discutidos por dos contemporáneos magistrales. Burke pensaba que ya habían tenido una revolución en Inglaterra, en 1688, y que la cuestión se había resuelto para siempre. Desde su punto de vista, la «Revolución Gloriosa» de aquel año había instaurado una relación estable entre la monarquía y el pueblo, de tal forma que cada uno sabía esencialmente cuál era su lugar. Cualquier interferencia posterior con la maquinaria establecida sería irreverente. Paine tuvo que asumir la tarea de satirizar aquella idea de «final de la historia» y afirmar que el derecho de los ciudadanos a modificar la forma de gobierno era inherente a ellos e inalienable. La época en que Paine estaba escribiendo se caracterizaba por un optimismo febril, y se podía decir que las cuestiones inmediatas eran sobre todo relativas, por lo que los méritos o defectos específicos de Luis XVI eran insignificantes si se tenía en cuenta el imperativo histórico según el cual «los inmundos establos de parásitos y saqueadores [eran] demasiado asquerosos como para que los pudiera limpiar otra cosa que no fuera una revolución completa y universal». Pero no se limitó a proclamar esto como si cualquier rebelión, por sangrienta que resultara, fuera mejor que ninguna en absoluto. Ponía un énfasis especial al indicar que, tres días antes de la caída de la Bastilla, Lafayette había pedido a la Asamblea Nacional que votara una declaración de derechos. Parecía como si, por segunda vez a lo largo de una década, un país no solo derrocara a la monarquía, sino que también registrara los derechos inalienables del ciudadano. Pero lo que había que destacar era las palabras «como si». En el resto de la primera parte de Los derechos del hombre Paine daba su propia versión, detallada en cada momento, de los acontecimientos que habían convertido en inevitable el derrocamiento de la monarquía. Se trata de un relato fascinante, en ocasiones de primera mano, y su lectura es sumamente conmovedora, ya que se escribió en una época de optimismo. Tras dedicar la primera parte a George Washington, uno de los revolucionarios más conservadores de todos los tiempos (y futuro objeto de sus más implacables críticas), Paine dedicó la segun- da parte —la menos explícitamente revolucionaria— a su héroe Lafayette, que era más radical. Comenzó con unas cuantas bofetadas para Burke, que en un momento dado se había puesto a hacer una comparación entre la Constitución británica y la francesa. Afirmaba que Burke no había cumplido su promesa, y también que no se había dignado responder a la primera parte. Esto dejó el campo libre para que Paine lanzara un vigoroso ataque contra el principio de sucesión hereditaria, ridiculizándolo ampliamente por sus contradicciones manifiestas. Según él, la idea de un gobernante hereditario era tan absurda como la de que los matemáticos surgieran en una dinastía, y ponía el país en un peligro permanente de ser gobernado por un imbécil. (La locura del rey Jorge III añadía un carácter especial a estas observaciones.) Cambiando de tercio, aceptó el desafío explícito que afecta a todos los radicales, a saber, la pregunta «¿qué harías tú?», e hizo una serie de pro- puestas detalladas para un futuro sistema de gobierno republicano. Algunas de ellas se basaban en una comparación entre el sistema francés y el británico, mientras que otras trataban sobre el estado de la hacienda pública. Satirizando sobre la política financiera que llevaba a cabo el ministerio de Pitt, Paine comparó la combinación de un pequeño fondo de amortización y grandes préstamos, con la pretensión de que un hombre que tuviera una pierna de madera pudiera atrapar una liebre: cuanto más corrieran ambos, mayor sería la distancia entre ellos. Finalmente, esbozó un plan muy avanzado para lograr lo que hoy llamaríamos un «estado del bienestar». La respuesta del gobierno de Pitt fue intentar arrestarle por sedición. Paine nunca llegaría a saber lo que la sobrina de Pitt, lady Hester Stanhope, comentó al respecto. Su tío, decía la dama, «solía reconocer que Tom Paine iba bastante bien encaminado, pero a continuación añadía: “Y ¿qué puedo hacer? Tal como están las cosas, si yo respaldara las opiniones de Tom Paine, tendríamos una revolución sangrienta”». Este homenaje indirecto que le rendía la autoridad era en sí mismo la prueba del tremendo impacto que se produjo cuando un fabricante de corsés y diseñador de puentes autodidacta emprendió la tarea de instruir a sus superiores en el arte de gobernar, fundamentando su audaz exigencia sobre la base de los «derechos», una palabra que, una vez oída, nadie podía olvidar, por más que le obligaran.
CHRISTOPHER HITCHENS
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