El 7 de julio de 1854 el General en Jefe del Ejército Constitucional Leopoldo O’Donnell, conde de Lucena, se pronuncia contra el Gobierno en las cercanías de Madrid (Vicalvarada). La politización del levantamiento se logra a través de un Manifiesto, redactado desde Manzanares (Ciudad Real) por el entonces joven Antonio Cánovas del Castillo, futuro artífice de la restauración borbónica. El Manifiesto es una llamada a los españoles, en el cual se pide la continuidad del Trono, pero sin camarillas que lo deshonren, al mismo tiempo que se habla de cuestiones progresistas como mejorar la ley electoral y la de imprenta, y rebajar los impuestos. El Manifiesto de Manzanares, firmado por Leopoldo O’Donnell, exigía unas reformas políticas y unas Cortes Constituyentes para hacer posible una auténtica «regeneración liberal». Este manifiesto dio paso al llamado Bienio progresista, tiempo durante el cual los liberales estuvieron a la cabeza del gobierno español.
«Españoles: La entusiasta acogida que va encontrando en los pueblos el Ejército liberal; el esfuerzo de los soldados que la componen, tan heroicamente mostrado en los campos de Vicálvaro; el aplauso con que en todas partes ha sido recibida la noticia de nuestro patriótico alzamiento, aseguran desde ahora el triunfo de la libertad y de las leyes que hemos jurado defender.
Dentro de pocos días, la mayor parte de las provincias habrá sacudido el yugo de los tiranos; el Ejército entero habrá venido a ponerse bajo nuestras banderas, que son las leales; la nación disfrutará los beneficios del régimen representativo, por el cual ha derramado hasta ahora tanta sangre inútil y ha soportado tan costosos sacrificios. Día es, pues, de decir lo que estamos resueltos a hacer en el de la victoria.
Nosotros queremos la conservación del trono, pero sin camarilla que lo deshonre; queremos la práctica rigurosa de las leyes fundamentales, mejorándolas, sobre todo la electoral y la de imprenta; queremos la rebaja de los impuestos, fundada en una estricta economía; queremos que se respeten en los empleos militares y civiles la antigüedad y los merecimientos; queremos arrancar los pueblos a la centralización que los devora, dándoles la independencia local necesaria para que conserven y aumenten sus intereses propios, y como garantía de todo esto queremos y plantearemos, bajo sólidas bases, la Milicia Nacional. Tales son nuestros intentos, que expresamos francamente, sin imponerlos por eso a la nación.
Las Juntas de gobierno que deben irse constituyendo en las provincias libres; las Cortes generales que luego se reúnan; la misma nación, en fin, fijará las bases definitivas de la regeneración liberal a que aspiramos. Nosotros tenemos consagradas a la voluntad nacional nuestras espadas, y no las envainaremos hasta que ella esté cumplida».
[Cuartel general de Manzanares, a 6 de julio de 1854. El general en jefe del Ejército constitucional, Leopoldo O’Donnell, conde de Lucena]
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REVOLUCIÓN EN ESPAÑA, por Karl Marx y Friedrich Engels (parte XI)
II
Zaragoza se rindió el 1 de agosto a la 1.30 de la tarde, y con ello se desvaneció el último centro de la resistencia a la contrarrevolución española. Desde un punto de vista militar había pocas esperanzas de éxito tras las derrotas de Madrid y Barcelona, la debilidad de la subversión insurrecciona! en Andalucía y el avance convergente de fuerzas superiores desde las provincias vascas, Navarra, Cataluña, Valencia y Castilla. Y cualquier posibilidad que pudiera quedar resultó paralizada por el hecho de que el jefe de las fuerzas de resistencia era un antiguo ayudante de campo de Espartero, el general Falcón, el grito de batalla era «Espartero y Libertad» y la población de Zaragoza se enteró del fiasco inmensamente ridículo de Espartero en Madrid. Por si fuera poco, hubo unas órdenes directas de los altos jefes esparteristas a sus colegas de Zaragoza para que depusieran toda resistencia; así se desprende del siguiente extracto del Journal de Madrid del 29 de julio:
Uno de los ex ministros esparteristas tomó parte en las negociaciones entabladas entre el general Dulce y las autoridades de Zaragoza, y el diputado esparterista Juan Alonso Martínez aceptó la misión de informar a los jefes insurrectos de que la reina, sus ministros y sus generales estaban animados del espíritu más conciliador.
El movimiento revolucionario había brotado muy ampliamente casi en toda España. Madrid y la Mancha en Castilla; Granada, Sevilla, Málaga, Cádiz, Jaén, etc. En Andalucía; Murcia y Cartagena en Murcia; Valencia, Alicante, Alcira, etc., en Valencia; Barcelona, Reus, Figueras, Gerona en Cataluña; Zaragoza, Teruel, Huesca, Jaca, etcétera, en Aragón; Oviedo en Asturias y La Coruña en Galicia.
No hubo movimiento en Extremadura, León ni Castilla la Vieja, donde el partido revolucionario había sido sometido dos meses antes bajo la acción conjunta de Espartero y O’Donnell; también permanecieron quietas las provincias vascas y Navarra. Las simpatías de aquellas provincias estaban empero con la causa revolucionaria, aunque no pudieron manifestarse a causa del ejército francés de observación. Esto es tanto más notable si se tiene en cuenta que hace veinte años esas mismas provincias constituyeron la fortaleza del carlismo, apoyado también en los campesinos de Aragón y Cataluña; ahora, empero, han tomado apasionadamente partido por la revolución; y seguramente habrían mostrado ser un formidable elemento de resistencia si la inepcia de los jefes de Barcelona y Zaragoza no hubiera impedido el aprovechamiento de esas energías. Precisamente The London Morning Herald, ese ortodoxo campeón del protestantismo que hace veinte años rompía lanzas por el Quijote del auto de fe, don Carlos, ha tropezado con el hecho indicado, y ha sido lo suficientemente honesto como para reconocerlo. Este es uno de los varios síntomas de progreso evidenciados por la última revolución española, progreso cuya lentitud sólo puede asombrar a las personas no familiarizadas con los peculiares usos y costumbres de un país en el que «mañana» es la consigna de cada día, y donde todo el mundo puede decirnos: «nuestros padres necesitaron ochocientos años para expulsar a los moros«.
Pese a la general floración de pronunciamientos, la revolución española se ha limitado a Madrid y Barcelona. En el sur quedó rota por el cólera, y en el norte por la inacción de Espartero. Desde el punto de vista militar la insurrección de Madrid y Barcelona ofrece pocos rasgos interesantes o nuevos. En uno de los bandos -el ejército- todo estaba preparado anticipadamente; en el otro todo improvisado; la ofensiva no cambió de campo ni por un momento. En el primer bando, un ejército bien equipado moviéndose fácilmente en manos de sus generales; en el otro, unos jefes que van a pesar suyo hacia delante empujados por el ímpetu de un pueblo imperfectamente armado. En Madrid los revolucionarios cometieron el error de bloquearse ellos mismos en la parte interior de la ciudad, en la línea que une los extremos este y oeste de la misma; extremos mandados por O’Donnell y Concha, los cuales podían comunicar entre sí y con la caballería de Dulce por los bulevares exteriores. Así quedó la gente expuesta a ser dividida y al ataque concéntrico planeado por O’Donnell y sus cómplices. Apenas establecieron contacto O’Donnell y Concha, las fuerzas revolucionarias fueron rechazadas hacia el norte y el sur de la ciudad y privadas de toda conexión ulterior. Un rasgo especial de la insurrección de Madrid consiste en que las barricadas fueran usadas parsimoniosamente y sólo en cruces importantes, mientras que las casas quedaron convertidas en centros de resistencia; por otra parte -cosa desconocida en la lucha callejera- las columnas del ejército que asaltaban las posiciones fueron recibidas a su vez con ataques a la bayoneta. Pero si los insurrectos aprovechaban la experiencia de las insurrecciones de París y Dresde, los militares no habían aprendido menos de ellas. Las paredes de las casas fueron derribadas una por una y los insurrectos cogidos de flanco y por la espalda, mientras las salidas a la calle eran barridas por tiro de cañón. Otro rasgo característico de esta batalla de Madrid consiste en que tras la unión de Concha y O’Donnell y al ser rechazado al barrio sur de la ciudad, Pucheta trasplantó a las calles de Madrid la táctica guerrillera de las montañas de España. La dispersa insurrección plantó cara bajo cualquier arco de iglesia, en cualquier callejuela o en el hueco de una escalera, defendiéndose allí hasta la muerte.
En Barcelona la lucha fue mucho menos intensa porque faltaron completamente los jefes. Como todos los anteriores alzamientos de Barcelona, esta insurrección sucumbió desde el punto de vista militar por el hecho de que la ciudadela, el fuerte de Montjuich, quedó en manos del ejército. La violencia de la batalla está caracterizada por la quema de 150 soldados en sus barracones de Gracia, un suburbio que los insurrectos defendieron enérgicamente tras haber sido desalojados de Barcelona.
Merece citarse el hecho de que mientras en Madrid, como hemos visto en un artículo anterior, los proletarios fueron traicionados y abandonados por la burguesía, los tejedores de Barcelona declararon desde el principio que no querían saber nada de un movimiento organizado por esparteristas, e insistieron en la proclamación de la república. Al negárseles esto, se mantuvieron, con la excepción de algunos que no pudieron resistir al olor de la pólvora, expectadores pasivos de la batalla, que resultó así perdida, pues toda insurrección en Barcelona viene decidida por sus 20.000 tejedores.
La revolución española de 1856 se distingue de todas las que la han precedido por la ausencia de carácter dinástico alguno. Es sabido que el movimiento de 1804 a 1815 fue nacional dinástico. Aunque las Cortes del año 1824 proclamaron una constitución casi republicana, lo hicieron en nombre de Fernando VIL El movimiento de 1820-1823, tímidamente republicano, era demasiado prematuro y tenía en contra las masas a que apelaba, pues éstas estaban todavía atadas a la Iglesia y a la Corona. Tan profundamente arraigada estaba la monarquía de España que la lucha entre la vieja sociedad y la moderna necesitó, para llegar a ser seria, un testamento de Fernando VII y la encarnación de los principios antagónicos en dos ramas dinásticas, las de carlistas y cristianos. Incluso para luchar por un nuevo principio necesitaron los españoles estandartes consagrados por el tiempo. Bajo esas banderas se libró la lucha desde 1831 hasta 1843. Entonces se produjo el final de la revolución, y la nueva dinastía recorrió su período de prueba desde 1843 hasta 1854. En la revolución de 1854 había ya pues necesariamente implícito un ataque a la dinastía; pero la inocente Isabel quedó protegida por la concentración del odio contra su madre, y el pueblo se levantó no sólo por su propia emancipación, sino también por emancipar a Isabel de su madre y de su camarilla.
En 1856 ha sonado su hora, y la propia Isabel se enfrenta con el pueblo a causa del golpe de estado que ha provocado la revolución. Fríamente cruel y cobardemente hipócrita, ha mostrado ser digna hija de Fernando VII. La misma matanza perpetrada por Murat entre los madrileños en el año 1808 desmerece hasta quedar reducida a la categoría de mera algarada ante la carnicería de 14-16 de julio, presidida por la sonrisa de la inocente Isabel. Estos días han tañido el toque de muerte para la monarquía en España. Sólo los imbéciles legitimistas europeos pueden soñar con que al caer Isabel vaya a subir al trono don Carlos. Ellos en efecto piensan que cuando muere la última manifestación de un principio ello ocurre sólo para abrir de nuevo paso a su manifestación primera.
En 1856 la revolución española ha perdido no sólo su carácter dinástico, sino también su carácter militar. El porqué el ejército ha desempeñado un papel tan importante en las revoluciones españolas es cosa que puede indicarse en pocas palabras. La vieja institución de las Capitanías Generales, que hace de los capitanes generales los pachás de sus respectivas provincias; la guerra por la Independencia contra Francia, que hizo del ejército no sólo el principal instrumento de la defensa nacional, sino también la primera organización revolucionaria y el centro de la acción de esa naturaleza en España; las conspiraciones de 1815-1818, todas originadas en el ejército; la guerra dinástica de 1831-1841, dependiente de ambos ejércitos; el aislamiento de la burguesía liberal, que le obligó a emplear las bayonetas del ejército contra el clero y la sociedad rural; la necesidad en que se encontraron Cristina y la camarilla de emplear esas mismas bayonetas contra los liberales, igual que los liberales las habían usado antes contra los campesinos; la tradición que se nutre de tantos precedentes, todas esas son las causas que dieron a la revolución en España un carácter militar, y un carácter pretoriano al ejército. Hasta 1854 la revolución se produjo siempre en el ejército, y sus varias manifestaciones hasta ese momento no ofrecían más signo externo de diferencia que el grado militar de que partían.
También en 1854 procedió del ejército el primer impulso, pero el manifiesto de Manzanares de O’Donnell muestra lo reducida que se había hecho la base del predominio militar en la revolución española. ¿Bajo qué condiciones pudo finalmente O’Donnell detener su poco ambiguo paseo desde Vicálvaro hacia la frontera portuguesa y volver a llevar el ejército hacia Madrid? Sólo bajo la promesa de reducir éste inmediatamente, sustituirlo por la Guardia Nacional y no permitir que los generales se repartieran el fruto de la victoria. Si la revolución de 1854 se limitó a expresar así su desconfianza, apenas dos años más tarde se ha visto abierta y directamente atacada por ese ejército que ha pasado ya muy dignamente a engrosar la lista formada por los croatas de Radetzky, los africanos de Bonaparte y los pomeranios de Wrangel. Hasta qué punto aprecia el ejército español las glorias de su nueva posición queda de manifiesto por la rebelión de un regimiento madrileño el 29 de julio, que, no contento con los simples cigarros de Isabel, reclamó los cinco francos y las salchichas de Bonaparte, y los consiguió, por cierto.
Esta vez, pues, el ejército ha estado completamente solo contra el pueblo, o, más exactamente, solo ha luchado contra el pueblo y contra la Guardia Nacional. Con otras palabras: ha terminado la misión revolucionaria del ejército español. El hombre en el que se centraban los caracteres militar, dinástico y burgués de la revolución española -Espartero- se ha hundido aún más profundamente de lo que la común ley del destino habría podido hacer pensar a sus más íntimos conocedores. Si, como se rumorea por todas partes y es muy probable, los esparteristas se reúnen bajo O’Donnell, habrán confirmado su suicidio por un acto oficial y espontáneo. Pues no se salvarán.
La nueva revolución europea hallará a España madura para cooperar con ella. Los años 1854 y 1856 fueron fases de transición por las que tuvo que pasar para llegar a esta madurez.
[New York Daily Tribune, 18 de agosto de 1856]
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España sin Rey – Capítulos 23 a 26
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