Extraído del libro «UN REY GOLPE A GOLPE» – Biografía no autorizada de Juan Carlos de Borbón

Por PATRICIA SVERLO (pseudónimo)

El 23 de febrero de 1981, a las 18:22 horas, el teniente coronel Antonio Tejero, al frente de 288 guardias civiles, irrumpió violentamente en el Congreso de los Diputados, interrumpiendo la sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. Poco después, en Valencia, el teniente general Jaime Milans del Bosch sacaba a la calle los tanques y las tropas que tenía bajo su mando en la III Región Militar y decretaba el toque de queda; y la División Acorazada Brunete tomaba los puntos clave de Madrid, entre otros RTVE y varias emisoras de radio. Se trataba de la puesta en escena para el verdadero golpe de Estado, que tendría lugar –según los planes–, cuando el general Armada, en nombre del rey, abortara el alzamiento militar y formara un gobierno de “salvación nacional” encabezado por él mismo. Nadie ha planteado, y ni mucho menos se ha podido demostrar nunca, la participación del rey Juan Carlos I en el golpe. Bien al contrario, la mayor parte de las interpretaciones sitúan al monarca como el salvador de la patria Su intervención en los acontecimientos del 23 de febrero supuso la consagración definitiva para la monarquía española. Fue, sin duda, el más beneficiado. Al pueblo se le hizo ver que el riesgo de golpe de Estado estaba latente y que sólo el rey tenía poder para desactivarlo.

Como en todo caso Su Majestad, según lo que establece la Constitución, es irresponsable penalmente de sus actos, por mucho que se pueda demostrar su participación no se le puede juzgar por ello. Del mismo modo, y justamente por esto, especular sobre su participación no deja de ser un juego que no se podría tener en cuenta en absoluto como un intento de inculpación.

Entre las muchas cosas raras que pasaron aquel día, se encuentra el hecho de que un miembro de la Guardia Real había conseguido entrar desde el primer momento en el Congreso. Fue aquel guardia el que telefoneó a La Zarzuela para facilitar el número de teléfono a través del cual Sabino podría hablar con Tejero y preguntarle qué pretensiones tenía. Pero la gestión no fue posible, porque Tejero se negó a hablar con el secretario de la Casa (el rey ni lo intentó), y anunció que sólo recibiría órdenes de Milans del Bosch. Con Milans del Bosch, en cambio, la primera conversación (aproximadamente a las 8 de la tarde) la tuvo Juan Carlos, y todas las demás a lo largo de aquella noche. No había para menos, teniendo en cuenta que Milans era el militar más monárquico de España, y amigo personal de Juan Carlos desde hacía muchos años. Había asistido al bautizo del príncipe Felipe, y recibido al rey interino en el aeropuerto de Barajas para felicitarlo cuando volvió de la campaña en Al-A’yun… El rey nunca había tenido motivos para dudar de su lealtad.

Otra cosa rara, difícil de casar con la versión oficial que niega la participación del rey en el golpe, fue que, sorprendentemente, las líneas telefónicas de La Zarzuela no se cortaron. La centralita se saturó de llamadas. El mismo rey le comentó a Villalonga años después para su biografía autorizada, cuando ya estaba tan metido en el papel de salvador de la patria que no controlaba lo que decía: “Si yo fuera a llevar a cabo una operación en nombre del rey, pero sin el consentimiento de éste, la primera cosa en la que habría pensado sería en aislarle del resto del mundo impidiéndole que se comunicara con el exterior. Y bien, esa noche yo hubiera podido entrar y salir de La Zarzuela a mi voluntad y, en cuanto al teléfono, ¡tuve más llamadas en unas pocas horas que las que había tenido en un mes! De mi padre, que se encontraba en Estoril –y que se sorprendió también mucho de poder comunicarse conmigo–, de mis hermanas que estaban las dos en Madrid e, igualmente, de los jefes de Estado amigos que me llamaban para alentarme a resistir”. Sabino, que era más listo, se encargó de que este párrafo fuera suprimido de la edición española del libro, en el momento en que se dio cuenta de que el rey había desvelado importantes detalles.

Armada entró en el Congreso tras dar la contraseña convenida por los golpistas para recibir la “autoridad militar” que esperaban, el “elefante blanco”: “Duque de Ahumada”. Habló con Tejero en un despacho acristalado, desde donde los guardias armados no podían oírlos, pero sí que los veían discutir acaloradamente, mientras Armada agitaba en el aire un ejemplar de la Constitución de 1978 que había traído para explicar algo a Tejero. Su propuesta fundamentalmente consistía en el hecho de que se retiraran los guardias, le dejaran pasar al hemiciclo y permitieran que el mismo Congreso deliberara y acordara una fórmula para constituir un gobierno de solución a la situación creada, para que todo volviera a la normalidad. Después el Congreso presentaría su propuesta al rey, a fin de que todo fuera constitucional. En la versión de Tejero, que Armada no confirmó, los diputados ya estaban preparados, y el futuro gobierno pactado: la presidencia para él; la vice-presidencia para Felipe González; y dos o tres carteras para cada partido, con socialistas y comunistas moderados como Enrique Múgica y Solé Tura, éste como ministro de Trabajo. Armada, además, le habló del tema del avión para que él y sus hombres salieran de España. El enfado de Tejero fue monumental. Aquello no era lo que él esperaba, no era lo que le habían dicho… Insistió en que el rey tenía que promulgar unos decretos que disolvieran las Cortes, que Milans tenía que estar en el Gobierno, que nada de comunistas. Y, naturalmente, no se pusieron de acuerdo. A la 1:20 de la madrugada Tejero daba por finalizada la conversación con Armada, y ordenaba a dos guardias que lo condujeran a la salida e impidieran que volviera a entrar sin su permiso.

Sabino y varios funcionarios e instituciones se esforzaron mucho para intentar dejar a Juan Carlos al margen del procedimiento judicial. Los abogados defensores mantuvieron la tesis de que los militares insurrectos habían actuado “por obediencia debida” al rey. Y pretendieron que Juan Carlos prestara declaración como testigo, como mínimo por escrito, teniendo en cuenta el protagonismo que había tenido la noche y la madrugada del golpe de Estado. Pero no hubo manera. En lugar suyo, declaró Sabino. De todos modos, el rey acabó saliendo como implicado en las declaraciones de la mayor parte de los encausados. No en la de Armada, que se comprometió en un pacto de silencio que no pudo romper nadie. Los otros coincideron en el hecho de que el rey estaba enterado de todo y que participó en el plan de actuación. Aquellos meses tuvieron que ser amargos para el monarca, aunque una multitud enfervorizada de columnistas y políticos intentaron paliarlo en la medida de sus posibilidades, con una sólida campaña en defensa de la Corona. La Junta de Andalucía llegó a hacer una declaración oficial de adhesión al rey el marzo de 1982 durante el juicio.

Con respecto al CESID y a su papel en el 23-F, igual que en todo lo que hace referencia al monarca, también hubo una campaña de silencio, adoctrinamiento y destrucción de pruebas. Entre los documentos desaparecidos en los días siguientes, de los cuales sólo queda el recuerdo en la mente de los agentes que entonces estaban activos, se citan el informe “Delta sur” (que evaluaba la actitud de cada mando del CESID respecto a un cambio de régimen), unos edictos y decretos que se tenían que difundir una vez hubiera triunfado el golpe, e informes de vigilancia que incluían fotos de reuniones conspirativas celebradas en varios puntos de Madrid. Después se elaboró el “informe Jáudenes”, “acerca de la posible participación de miembros de la AOME [Agrupación Operativa de Medios Especiales, cuyo jefe era José Luis Cortina] en los sucesos de los días 23 y 24 de febrero pasado”. Fue encargado al teniente coronel Juan Jáudenes el 31 de marzo de 1981, cuando ya no quedaban pruebas. Pero todavía se pudieron reunir testigos que implicaban a unos ocho agentes (García Almenta, Monge, Sales y Moya, entre otros). De todos modos, ninguno fue denunciado por el CESID.

El “informe Jáudenes” fue incorporado a la causa 2/81 y después devuelto. En los 13.000 folios del sumario no se hace ninguna mención del Rey. En cuanto a la implicación de políticos, y muy especialmente de los socialistas que estaba probado que se habían reunido con Armada, hace falta decir que también tuvieron mucha suerte en el juicio. Tanto ellos como el grupo de La Zarzuela, incluyendo a Armada, cumplieron el compromiso de no implicarse mutuamente. Un equipo de abogados entrenó a Múgica durante mucho tiempo para que su declaración como testigo se ajustara a los intereses del PSOE, que consistían en desvincularse de Armada. Al cabo de los años, Múgica no ha modificado su disciplina y todo lo que reconoce es que hablaron de la cría de mulas para el transporte de las unidades de artillería de montaña.

Para que la historia lo juzgue, permanece la anodina sentencia del Supremo, que a lo largo de los considerandos puntualizaba que la rebelión habría existido incluso con el supuesto “impulso regio”. Se decía literalmente: “No sobra razonar que si, hipotéticamente y con los debidos respetos a Su Majestad, tales órdenes hubiesen existido, ello sin perjuicio de la impunidad de la Corona que proclama la Constitución, no hubiera excusado, de ningún modo, a los procesados, pues tales órdenes no entran dentro de las facultadas de Su Majestad el Rey, y, siendo manifiestamente ilegítimas, no tenían por qué haber sido obedecidas”.

Cuando en agosto se convocaron elecciones generales para octubre, el PSOE ya estaba preparado para cambiar su discurso, no preocupar a la banca ni a los poderes fácticos, y apoyar a la monarquía sin complejos. El 23-F fue la coartada perfecta. Fue la definitiva domesticación de las bases del partido. El 28 de octubre ganó por mayoría absoluta con el 48% de los votos, con promesas de salir de la OTAN, crear 800.000 puestos de trabajo y consolidar las libertades. En el discurso de apertura del nueve Parlamento, en noviembre, el antes republicano Peces-Barba se permitió el lujo de decir que “Monarquía y Parlamento no son términos antitéticos, sino complementarios, y su integración en la monarquía parlamentaria, tal como se dibuja en nuestro texto constitucional, produce una estabilidad, un equilibrio y unas posibilidades de progreso difíciles de encontrar en otras formas de Estado”. Cuando Juan Carlos firmó el decreto de nombramiento de Felipe González, el 3 de diciembre, dijo emocionado a Peces-Barba: “Si mi abuelo hubiera podido tener esta relación con Pablo Iglesias, habríamos evitado la guerra civil”. Y Gregorio le contestó: “Quizá, señor, para llegar a esto tuvimos que pasar por aquello”. Y por el 23-F, podríamos añadir, también, sin duda.

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