Riego
HIMNO DE RIEGO es la denominación que recibe el himno que cantaba la columna volante del teniente coronel Rafael del Riego tras la insurrección de este contra el rey de España Fernando VII el 1 de enero de 1820 en Las Cabezas de San Juan, cuyo texto es de Evaristo Fernández de San Miguel y música de autor desconocido, aunque alguna versión le atribuye autoría a José Melchor Gomis. Letra original de Evaristo San Miguel se compone de 9 estrofas seguidas del correspondiente estribillo.
Soldados, la patria Serenos, alegres, Soldados, la patria (etc.) Blandamos el hierro Soldados, la patria (etc.) El mundo vio nunca Soldados, la patria […] Su voz fue seguida, Soldados, la patria (etc.) |
Rompímosla, amigos, Soldados, la patria (etc.) Al arma ya tocan, Soldados, la patria (etc.) La trompa guerrera Soldados, la patria (etc.) Se muestran, volemos, Soldados, la patria (etc.) |
En 1823, Fernando VII recurre a la Santa Alianza e irrumpen en España los “Cien mil hijos de San Luis” a las órdenes del francés duque de Angulema. El 6 de abril tiene lugar la segunda invasión francesa de nuestra historia y Fernando acaba con el régimen constitucional establecido pocos años antes. Riego se enfrenta a las tropas aliadas y es derrotado por los franceses en Mancha Real y Jódar (Jaén) y es capturado y conducido preso a Madrid, donde se le encarcela en el Antiguo Seminario de Nobles de Madrid. Durante los primeros días le mantienen incomunicado y sin alimentos, persiguiendo su debilitamiento. Después de un simulacro de proceso, Riego es condenado a morir en la horca y al descuertizamiento posterior. El juicio no tuvo las garantías procesales: no le admitieron pruebas, testimonios ni documentos. Riego estaba condenado a muerte de antemano.
Se le hicieron concebir falsas esperanzas de salvarse, si escribía una carta en la prensa retractándose de sus ideas constitucionalistas. En este último acto de su vida, Riego no estuvo a la altura de su fama. La debilidad humana. Cuando se le notificó la sentencia, escribió una carta pidiendo perdón a Dios y al Rey por su comportamiento y reconociendo los crímenes que se le habían imputado:
“ Yo Rafael de Riego, preso y estando en la capilla de la Real Cárcel de Corte, publico el sentimiento que me asiste por la parte que he tenido en el sistema llamado constitucional en la revolución y en sus fatales consecuencias, por todo lo cual, así como he pedido y pido perdón a Dios de todos mis crímenes igualmente pido la clemencia de mi santa religión, de mi rey y de todos los pueblos e individuos de la nación a quienes haya ofendido en vida, honra y hacienda. Suplicando como suplico a la Iglesia al Trono y a todos los españoles, que no se acuerden tanto de mis excesos como de esta exposición sucinta y verdadera, la cual solicita por último, los auxilios de la caridad española para mi alma”
A pesar de retractarse, de sucumbir, no se le concede el indulto y el tribunal ordena cumplir la sentencia de muerte. El 7 de noviembre de 1823, el general Riego era ahorcado a las 12 en la Plaza de la Cebada de Madrid por orden real de Fernando VII. El rey ya satisfecho por el ajusticiamiento de Riego, se dice que exclamó de júbilo: «¡Liberales: gritad ahora viva Riego!». La ejecución de Riego en la Plaza de la Cebada se convirtió en un símbolo del absolutismo e hizo de Riego un mártir y un mito en España y en toda Europa.
Muerto Fernando VII, la reina regente tratando de consolidar en el trono a su hija Isabel II frente al ímpetu guerrero de los carlistas, se decidió por el lado de los liberales y para conseguir su simpatía, procedió a la rehabilitación de Riego y de su memoria. El 31 de octubre de 1835 promulgó un Real Decreto cuya parte dispositiva rezaba así:
«Por tanto, en nombre de mi augusta hija la reina Doña Isabel II decreto lo siguiente: Artículo 1.º El difunto general Don Rafael del Riego es repuesto en su buen nombre, fama y memoria. Artículo 2.º Su familia gozará de la pensión de viudedad que le corresponda según las leyes. Artículo 3.º Esta familia queda bajo la protección especial de mi amada hija Doña Isabel II, y durante su menor edad bajo la mía.«
La Segunda República adoptó el Himno de Riego como himno oficial de España, convirtiéndolo en un símbolo de la libertad contra la tiranía.
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REVOLUCIÓN EN ESPAÑA, por Karl Marx y Friedrich Engels (parte IX)
VII
Ciertas circunstancias favorables permitieron que se reunieran en Cádiz los hombres más progresivos de España. En el momento en que se celebraron las elecciones el movimiento revolucionario no había expirado aún y la gran antipatía reinante contra la Junta Central favoreció a sus antagonistas, pertenecientes en gran parte a la minoría revolucionaria de la nación. En la primera reunión de las Cortes casi sólo estuvieron representadas las provincias más democráticas: Cataluña y Galicia; los diputados de León, Valencia, Murcia y las islas Baleares no llegaron sino tres meses más tarde. Las provincias más reaccionarias -las del interior- no pudieron proceder a la elección de diputados a Cortes, excepto en unas pocas localidades. Por lo que hace a los diversos reinos, ciudades y villas de la vieja España en las que las tropas francesas habían impedido la elección de diputados, así como a las provincias ultramarinas de la Nueva España, cuyos diputados no habían podido llegar a tiempo, se eligieron representantes suplementarios entre las numerosas personas de esas provincias que la confusión de la guerra había llevado a Cádiz, y entre los numerosos sudamericanos -comerciantes, criollos y otros- cuya curiosidad o cuyos negocios habían reunido también en la ciudad. Así ocurrió que aquellas provincias fueron representadas por hombres -más amigos de innovaciones y más impregnados de las ideas del siglo XVIII de lo que hubiera sido el caso si aquellas provincias hubieran estado en situación de elegir ellas mismas sus representantes. Fue también de decisiva influencia, por último, el que las Cortes se reunieran en Cádiz, pues la ciudad era entonces notoriamente la más radical del reino, y más semejante a una villa americana que a una ciudad española. La población gaditana llenó las galerías de la sala de las Cortes y dominó a los reaccionarios cuando la oposición de éstos le resultó demasiado injuriosa, con un sistema de intimidación y presiones externas.
Sería empero un gran error suponer que los reformadores constituían la mayoría de las Cortes. Se dividían éstas en tres partidos: los serviles, los liberales (estas denominaciones se difundieron por toda Europa partiendo de España) y los americanos, partido este último que votaba alternativamente con unos o con otros según sus intereses particulares. Muy superiores en número, los serviles se vieron arrastrados por la actividad, el celo y el entusiasmo de la minoría liberal. Los diputados eclesiásticos, que formaban la mayoría del partido servil, estaban siempre dispuestos a sacrificar las prerrogativas reales, un poco por reminiscencias del antagonismo existente entre la Iglesia y el Estado, y en parte también con objeto de cosechar alguna popularidad para salvar así los privilegios y abusos de su casta. Durante los debates sobre el sufragio universal, el sistema unicameralista, la ausencia de cualificación del derecho electoral en función de la propiedad y sobre el derecho de veto suspensivo, el partido eclesiástico se unió siempre con la parte más democrática de los liberales contra los partidarios de la Constitución inglesa. Un miembro del partido eclesiástico, el canónigo Cañedo, luego arzobispo de Burgos e implacable persecutor de liberales, se dirigió a Muñoz Torrero, también canónigo, pero perteneciente al partido liberal, en los siguientes términos: «Deseáis que el rey conserve sus excesivos poderes, pero en tanto que sacerdote deberíais defender la causa de la Iglesia más que la del rey«. Los liberales se vieron obligados a entrar en compromisos con el partido eclesiástico, como hemos visto ya en algunos artículos de la Constitución de 1812. Al discutirse la libertad de prensa, los clérigos la denunciaron como «contraria a la religión». Tras tempestuosísimos debates y luego de haber declarado que todas las personas tienen la libertad de publicar sus ideas sin necesidad de autorización especial, las Cortes admitieron unánimemente una enmienda que, al insertar la palabra políticas, reducía esa libertad a la mitad de su extensión, y sometió todos los escritos sobre asuntos religiosos a la censura de las autoridades eclesiásticas, de acuerdo con los decretos del Concilio de Trento. El 18 de agosto de 1817, tras votar una disposición contra todos aquellos que conspiraran contra la Constitución, se votó otra que declaraba que todo el que conspirara para conseguir que la nación española dejara de profesar la religión católica sería perseguido como traidor y sufriría la muerte. Al abolir el Voto de Santiago se añadió una resolución compensatoria, declarando a santa Teresa de Jesús patrona de España. Los liberales tuvieron además buen cuidado en no proponer ni votar los decretos sobre abolición de la Inquisición, de los diezmos, monasterios, etc., hasta después de haber sido proclamada la Constitución. Pero desde ese momento la oposición de los serviles en las Cortes y del clero fuera de ellas se hizo inexorable.
Consideradas ya las circunstancias que explican el origen y los rasgos característicos de la Constitución de 1812, queda por resolver ahora el problema de su desaparición repentina y sin resistencia a la vuelta de Fernando VII. Pocas veces ha contemplado el mundo un espectáculo más humillante. Al entrar Fernando en Valencia el16 de abril de 1814, «el alegre pueblo se unció a su carruaje y manifestó en todo momento de palabra y obra su deseo de volver a tomar el viejo yugo, gritando » ¡Viva el rey absoluto!» y » ¡Abajo la Constitución! «». En todas las villas de importancia la Plaza Mayor había recibido el nombre de Plaza de la Constitución, grabándose ese nombre en una placa o mojón erigido en ellas. En Valencia se retiró esa placa y se sustituyó con una “provisional» de madera que llevaba la inscripción Real Plaza de Fernando VII. El populacho de Sevilla depuso a todas las autoridades existentes, eligió otras en su lugar para todos los cargos que habían existido en el antiguo régimen y pidió entonces a estas autoridades que restablecieran la Inquisición. Desde Aranjuez hasta Madrid el carruaje de Fernando fue arrastrado por el pueblo. Cuando el rey se apeó, el populacho lo levantó en sus brazos y lo mostró triunfalmente al inmenso concurso frente al palacio, y en brazos lo llevó hasta sus habitaciones. La palabra «Libertad» estaba escrita con grandes letras de bronce a la entrada del Palacio de las Cortes de Madrid; el populacho se precipitó hacia ellas para arrancarlas; se encaramaron con escalas y fueron arrancando de la piedra una letra tras otra; y cada vez que caía una a la calle los espectadores renovaban sus exclamaciones de entusiasmo. Reunieron luego cuantos diarios de sesiones de las Cortes, periódicos y manifiestos liberales encontraron, formaron una procesión con las comunidades religiosas, el clero regular y secular en cabeza, amontonaron aquellos papeles en una plaza y los quemaron en político auto de fe; tras de lo cual se celebró una misa solemne y se cantó un Te Deum en acción de gracias por el triunfo. Acaso más importante que esas impúdicas manifestaciones del populacho urbano -en parte pagadas y en parte debidas al hecho de que esas turbas, como los lazzaroni napolitanos, preferían el lujurioso despotismo de reyes y frailes al sobrio gobierno de las clases medias- es el hecho de que las segundas elecciones generales terminaran con una decisiva victoria de los serviles; las Cortes Constituyentes fueron sustituidas el 20 de septiembre de 1813 por las ordinarias, las cuales trasladaron su sede de Cádiz a Madrid el 15 de enero de 1814.
Hemos visto en artículos anteriores cómo el propio partido revolucionado mantuvo y reforzó los viejos prejuicios populares, con la intención de convertirlos en otras tantas armas contra Napoleón. Hemos visto también cómo la Junta Central, en el único período en que los cambios sociales habrían podido enlazarse con los métodos de defensa nacional, hizo todo lo posible para impedirlos y para sofocar las aspiraciones revolucionarias de las provincias. Las Cortes de Cádiz, por el contrario, aisladas totalmente del resto de España durante la mayor parte de su existencia, no pudieron dar a conocer su Constitución y sus decretos orgánicos sino a medida que se fueron retirando los ejércitos franceses. Las Cortes llegaron, por así decirlo, post factum, y encontraron una sociedad fatigada, exhausta, toda sufrimiento, consecuencia necesaria de una guerra tan prolongada que se había arrastrado por todo el suelo español; guerra que tuvo en constante movimiento a los ejércitos, en la que rara vez el gobierno de hoy era en una localidad el de mañana, mientras la matanza no se interrumpía ni un solo día durante casi seis años por toda la superficie de España, de Cádiz a Pamplona y de Granada a Salamanca. No era de esperar que una sociedad en ese estado resultara muy sensible a las abstractas bellezas de una Constitución política de un tipo u otro. No obstante, al proclamarse la Constitución en Madrid y en las demás provincias evacuadas por los franceses fue recibida con «entusiasta alegría«, pues en general las masas esperaban la súbita desaparición de sus sufrimientos sociales por el mero cambio de gobierno. Cuando descubrieron que la Constitución no poseía tales poderes milagrosos, las exageradas esperanzas con que fue saludada se trocaron en decepción, y en esos apasionados pueblos meridionales no hay más que un paso de la decepción a la cólera.
Algunas circunstancias concretas contribuyeron también a enajenar al régimen constitucional las simpatías populares. Las Cortes habían promulgado decretos severísimos contra los afrancesados o josefinos. Las Cortes fueron en parte impulsadas a promulgar esos decretos por el clamor vengativo del populacho y de los reaccionarios, clamor que se volvió contra las Cortes apenas los decretos que había arrancado a éstas fueron llevados a la práctica. Más de 10.000 familias sufrieron destierro por ellos. Una serie de pequeños tiranos se desencadenaron en las provincias evacuadas por los franceses, establecieron en ellas su proconsular autoridad y procedieron a investigaciones, persecuciones y encarcelamientos con métodos inquisitoriales contra las personas comprometidas por su adhesión a los franceses, por haber aceptado cargos de ellos o haber comprado propiedades nacionales bajo su gobierno, etc. En vez de intentar llevar a cabo la transición del régimen francés al nacional por discretas vías de reconciliación, la Regencia hizo todo lo posible por agravar los males y exasperar las pasiones, unos y otros inseparables de tales cambios de poder.
Pero ¿cuál fue su intención al proceder así? Su intención fue la de armarse de argumentos para pedir a las Cortes una suspensión de la Constitución de 1812, cuyos efectos eran, a su decir, tan violentos. Vale la pena notar en passant que todas las regencias, esas supremas autoridades ejecutivas nombradas por las Cortes, se constituyeron sistemáticamente con los más decididos enemigos de las Cortes y de la Constitución. Este sorprendente hecho se explica con la acción de los americanos, siempre aliados con los serviles a la hora de designar los miembros del poder ejecutivo, cuya debilidad juzgaban necesaria para obtener la independencia de América de la madre patria, seguros como estaban de que un ejecutivo en discrepancia con las Cortes soberanas sería incapaz de impedirla. La introducción por las Cortes de un único impuesto directo sobre la renta de la tierra, así como sobre el producto industrial y comercial, provocó también gran descontento público, y aún mayor lo causaron los absurdos decretos prohibiendo la circulación de toda moneda española acuñada por José Bonaparte y ordenando a sus poseedores cambiarla por moneda nacional, al mismo tiempo que se suprimía la circulación de moneda francesa y se establecía una tarifa para su cambio en la Casa de la Moneda. Como esa tarifa difería grandemente de la establecida por los franceses en 1808 para el valor relativo de las monedas francesa y española, muchos particulares se vieron afectados por grandes pérdidas. Esa absurda medida contribuyó también a hacer subir los precios de los artículos de primera necesidad, que ya estaban por encima de las cifras medias.
Las clases más interesadas en la derrota de la Constitución de 1812 y en la restauración del antiguo régimen -nobleza, clero, frailes y leguleyos- no dejaron de excitar hasta el paroxismo el descontento popular producido por las desgraciadas circunstancias que caracterizaron la introducción del régimen constitucional en España. A todo eso se debe la victoria de los serviles en las elecciones generales de 1813.
Sólo por parte del ejército podía temer el rey una resistencia seria, pero el general Elío y sus oficiales, quebrantando el juramento que habían prestado a la Constitución, proclamaron a Fernando VII en Valencia sin mencionar aquélla. Los demás jefes militares siguieron pronto a Elío.
En su decreto de 4 de marzo de 1814, Fernando VII disolvía las Cortes madrileñas y abrogaba la Constitución de 1812, proclamando al mismo tiempo su horror al despotismo y prometiendo convocar Cortes bajo las viejas formas legales, establecer una razonable libertad de prensa, etc. Cumplió su promesa del único modo que merecía la recepción con que le acogió el pueblo español: rescindiendo todos los actos emanados de las Cortes, restaurando cada cosa en su antiguo lugar, restableciendo la Santa Inquisición, llamando a los jesuitas expulsados por sus antecesores, mandando a la cárcel, a presidios de África o al destierro a los miembros más prominentes de las juntas y de las Cortes, así como a sus partidarios, y ordenando por último ejecutar a los más ilustres jefes guerrilleros, como Porlier y Lacy.
[New York Daily Tribune, 1 de diciembre de 1854]
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VIII
Durante el año 1819 se concentró en los alrededores de Cádiz un ejército expedicionario destinado a reconquistar las colonias americanas sublevadas. José Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal y tío del actual ministro español Leopoldo O’Donnell, fue investido con la jefatura del mismo. Las anteriores expediciones contra la América española habían engullido más de 14.000 hombres desde 1814 y habían sido dirigidas del modo más deficiente y temerario; así se habían hecho odiosas al ejército y eran generalmente consideradas como un malicioso procedimiento para deshacerse de los regimientos descontentos. Varios oficiales -entre ellos Quiroga, L6pez Baños, San Miguel (el actual Lafayette español), O’Daly y Arco Agüero- decidieron aprovechar el descontento de los soldados para quebrantar el yugo absolutista y proclamar la Constitución de 1812. Al ser informado de la conspiración, La Bisbal prometió ponerse en cabeza del movimiento. De acuerdo con él, los jefes de la conspiración fijaron la fecha del 9 de julio de 1819 para la revista general de las tropas expedicionarias, decidiendo que a mitad de aquel acto se daría el gran golpe. La Bisbal se presentó a la hora de la revista, pero en vez de cumplir su palabra hizo desarmar los regimientos que habían conspirado, encarceló a Quiroga y a los demás jefes y envió un correo a Madrid jactándose de haber conjurado la más peligrosa catástrofe. Fue premiado con un ascenso y con condecoraciones, pero al obtener la corte información más precisa le quitó luego su mando y le ordenó volver a la capital. Este La Bisbal es el mismo que en 1814, al volver el rey a España, le envió un oficial de su estado mayor con dos cartas. Como la gran distancia le impedía seguir de cerca los movimientos del rey y regular su conducta según la del monarca, en una de las cartas La Bisbal hacía un pomposo elogio de la Constitución de 1812 para el caso de que el rey se propusiera jurarla, y en la otra, por el contrario, exponía el sistema constitucional como un esquema de anarquía y confusión, felicitando a Fernando VII por su deseo de aniquilarlo y ofreciéndose él mismo con su ejército para luchar contra los rebeldes, demagogos y enemigos del Trono y del Altar. El oficial entregó la segunda carta, que fue cordialmente acogida por el Borbón.
A pesar de los síntomas de rebeldía que se habían manifestado en el ejército expedicionario, el gobierno de Madrid, a cuya cabeza figuraba el duque de San Fernando, ministro de Asuntos Exteriores y presidente del gabinete, permaneció en un estado de inexplicable apatía e inactividad, y no hizo nada por acelerar la expedición o para dividir el ejército repartiéndolo por distintos puertos. Mientras tanto fue pactado un movimiento simultáneo entre don Rafael de Riego, comandante del segundo batallón de Asturias, estacionado entonces en Cabezas de San Juan, y Quiroga, San Miguel y otros jefes militares de la isla de León que se las habían ingeniado para escapar de presidio. La posición de Riego era con todo la más difícil. El municipio de Cabezas de San Juan estaba en el centro de tres cuarteles generales del ejército expedicionario: el de la caballería de Utrera, la segunda división de infantería en Lebrija y un batallón de zapadores en Arcos, donde se encontraban también el comandante en jefe y su estado mayor. No obstante, Riego consiguió sorprender y capturar al comandante en jefe y a su estado mayor el 1 de enero de 1820, a pesar de que los efectivos del batallón estacionado en Arcos sumaban el doble de los del de Asturias. El mismo día y en aquel mismo municipio proclamó la Constitución de 1812, eligió un alcalde provisional y, no contento con haber realizado la tarea que le había sido confiada, ganó a los zapadores para su causa, sorprendió el batallón de Aragón acantonado en Bornos, marchó de Bornos a Jerez y de Jerez al Puerto de Santa María, proclamando en todas parte la Constitución, hasta llegar a la Isla de León el 7 de enero, donde depositó los prisioneros militares que había hecho en el fuerte de San Pedro. Contrariamente a lo acordado, Quiroga y sus compañeros no se habían apoderado de un cottp de force del puente de Suazo y de la isla de León, sino que seguían sin moverse cuando el 2 de enero Oltra, el enviado de Riego, les dio oficialmente la noticia de la sorpresa de Arcos y de la captura del estado mayor.
Las fuerzas del ejército revolucionario, puestas bajo el mando supremo de Quiroga, no pasaban de 5.000 hombres, y al ser rechazados sus ataques a las defensas de Cádiz se encerraron en la isla de León. «Nuestra situación era poco común«, dice San Miguel; «la revolución estacionaria durante veinticinco días sin perder ni ganar una pulgada de terreno, es uno de los fenómenos políticos más singulares«: Las provincias parecían sumidas en un sueño letárgico. A fines del mes de enero Riego, temiendo que la llama de la revolución se extinguiera en la isla de León, formó contra los consejos ele Quiroga y de los demás jefes una columna ligera de 1.500 hombres y recorrió una parte de Andalucía en presencia de fuerzas diez veces superiores a las suyas y perseguido por ellas; proclamó la Constitución en Algeciras, Ronda, Málaga, Córdoba, etc., siendo amistosamente recibido en todas partes, pero sin conseguir provocar en parte alguna un pronunciamiento serio. Sus perseguidores, mientras tanto, tras haber consumido un mes entero en estériles marchas y contramarchas, parecían no desear sino rehuir dentro de lo posible todo choque abierto con el pequeño ejército de Riego. La conducta de las tropas del gobierno era completamente inexplicable. La expedición de Riego, que había empezado el 27 de enero de 1820, terminó el 11 de marzo al verse obligado a dispersar los pocos hombres que todavía le seguían. Su pequeño cuerpo de ejército no había sido deshecho por ninguna batalla decisiva, sino que desapareció por el cansancio, las continuas escaramuzas con el enemigo, las enfermedades y las deserciones.
Mientras tanto, la situación de los insurrectos en la isla no era nada alentadora. Seguían cercados por mar y tierra y en la ciudad de Cádiz la guarnición reprimía toda manifestación en favor de su causa. ¿Cómo pudo pues ocurrir que teniendo Riego que disolver las tropas constitucionales en Sierra Morena el 11 de marzo, Fernando VII se viera obligado a jurar la Constitución en Madrid el 9 de marzo, de tal modo que Riego alcanzara realmente su objetivo dos días antes de desesperar definitivamente de su causa?
La marcha de la columna de Riego había vuelto a despertar la sensibilidad del país. Las provincias seguían cada uno de sus movimientos con ansiosa expectación. La imaginación popular, impresionada por la audaz acción de Riego, por la rapidez de sus marchas y por su vigoroso modo de tener al enemigo a raya, imaginó triunfos nunca conseguidos y adhesiones y refuerzos que Riego no tuvo nunca. Cuando las noticias de la empresa de Riego llegaron a las provincias más distantes estaban ya considerablemente magnificadas, y estas regiones alejadas del escenario de los acontecimientos fueron precisamente las primeras en declararse por la Constitución de 1812. Y es que España estaba tan madura para una revolución que bastaron unas noticias inexactas para provocarla. Por lo demás, también fueron falsas las noticias que desencadenaron la tempestad de 1848.
Sucesivas insurrecciones estallaron en Galicia, Valencia, Zaragoza, Barcelona y Pamplona. José Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal, fue llamado por el rey para hacer frente a la expedición de Riego; La Bisbal se declaró dispuesto no sólo a tomar las armas contra Riego, sino también a aniquilar el pequeño ejército de éste y a apoderarse de su persona. Se limitó a pedir el mando de las tropas de la Mancha y dinero para sus necesidades personales. El rey en persona le entregó una bolsa de oro y los despachos oportunos para las tropas de la Mancha. Pero apenas llegado a Ocaña, La Bisbal se puso a la cabeza de las tropas y proclamó la Constitución de 1812. La noticia de su defección animó a la opinión pública de Madrid, donde la revolución estalló inmediatamente. El gobierno empezó entonces a negociar con la revolución. En un decreto de 6 de marzo, el rey ofreció convocar las antiguas Cortes en estamentos, propuesta que se mantenía neutral entre los partidarios de la vieja monarquía y los de la revolución. Por lo demás, el rey había hecho ya esa promesa a su vuelta de Francia, y la había dejado incumplida. Durante la noche del 7 tuvieron lugar en Madrid manifestaciones revolucionarias, por lo que la Gaceta del 8 publicó una comunicación en la que Fernando VII prometía jurar la Constitución de 1812. «Marchemos francamente«, decía en ella, «y Yo el primero, por la senda constitucional«. El pueblo se apoderó del palacio el día 9, y el rey consiguió salvarse a duras penas restableciendo el ayuntamiento madrileño de 1814 y jurando ante él la Constitución. El rey, verdaderamente, no se preocupaba mucho por jurar en falso, y en último término siempre tenía a mano un confesor dispuesto a garantizarle la plena remisión de todos sus pecados. Simultáneamente se estableció una junta consultiva cuyo primer decreto puso en libertad a los presos políticos y llamó a los desterrados por las mismas razones.
Las abiertas prisiones proporcionaron al real palacio el primer ministerio constitucional: Castro, Herrero y A. Argüelles, que formaron ese ministerio, eran víctimas de 1814 y diputados de 1812. La verdadera razón del entusiasmo con que en otro tiempo se había acogido la subida de Fernando al trono fue la alegría por la deposición de su padre Carlos IV; análogamente ahora la fuente de la general alegría por la proclamación de la Constitución de 1812 era la satisfacción por la derrota de Fernando VII. Por lo que hace a la Constitución misma, ya hemos visto que en el momento en que se elaboró no había territorio en que proclamarla y así siguió siendo siempre para la mayoría del pueblo español como el dios desconocido que adoraron los antiguos atenienses.
Algunos escritores ingleses han afirmado recientemente, aludiendo explícitamente a la actual revolución española, que el movimiento de 1820 fue de una parte una mera conspiración militar, y de otra una intriga rusa. Ambas afirmaciones son ridículas. Por lo que hace a la insurrección militar, hemos visto que la revolución triunfó a pesar del fracaso de aquélla; por otra parte, el problema que en esa hipótesis habría que resolver no es la conspiración de 5.000 soldados, sino la sanción de esa conspiración por un ejército de 35.000 hombres y por una nación de doce millones supuestamente adicta al gobierno. El que la revolución comenzara en el seno del ejército se explica fácilmente por el hecho de que de todas las instituciones de la vieja monarquía, el ejército fue la única que resultó radicalmente transformada y revolucionada por la guerra de la Independencia. Por lo que hace a la intriga rusa, no se puede negar que Rusia puso las manos en los asuntos de la revolución española, que fue la primera de todas las potencias europeas en reconocer la Constitución de 1812 por el tratado concertado en Weleski Luid el 20 de julio de 1812, que empezó por apoyar la revolución de 1820, que fue empero también la primera potencia en avisar a Fernando VII, la primera también en encender la antorcha contrarrevolucionaria en diversos lugares de la Península y la primera potencia en protestar solemnemente ante Europa contra la revolución española; por último, Rusia obligó a Francia a intervenir con las armas contra los revolucionarios españoles. El señor de Tatischev, embajador de Rusia, era seguramente la personalidad más importante de la corte madrileña y la verdadera cabeza de la camarilla. Consiguió introducir en la corte a Antonio Ugarte, un miserable de baja extracción, y convertirle en cabeza de frailes y lacayos que desde sus secretos conciliábulos en pasillos y escaleras empuñaban el cetro en nombre de Fernando VII. Por obra de Tatischev fue nombrado Ugarte director general de las expediciones a Sudamérica, y por obra de Ugarte el duque de San Fernando lo fue como ministro de Asuntos Exteriores y presidente del gabinete. Ugarte compró a Rusia carcomidas naves que se destinaron al transporte de las expediciones sudamericanas, premiándosele la gestión con la concesión de la orden de Santa Ana. Ugarte impidió a Fernando VII y a su hermano don Carlos presentarse ante el ejército en el momento de la crisis, y fue el causante misterioso de aquella insólita apatía del duque de San Fernando y de las medidas que hicieron decir a un jefe liberal español en París en 1836: «Difícilmente puede uno sustraerse al convencimiento de que el propio gobierno suministró los medios necesarios para derrocar el orden existente«. Si añadimos a todo ello el curioso hecho de que el presidente de los Estados Unidos alabara a Rusia en su mensaje por haber prometido ésta oponerse a que España interviniera en las colonias sudamericanas, apenas puede caber ya duda sobre el papel desempeñado por Rusia en la revolución española. Pero ¿qué es lo que realmente prueba todo eso? ¿Que Rusia provocó la revolución de 1820? En modo alguno, sino sólo que impidió al gobierno español que resistiera eficazmente contra ella. Que la revolución habría acabado por subvertir antes o después la monarquía absoluta y teocrática de Fernando VII es cosa probada: 1º, por la serie de conspiraciones que se habían sucedido desde 1814; 2º, por el testimonio del señor de Martignac, comisario francés que acompañó al duque de Angulema cuando la invasión legitimista de España; 3º, por un testimonio nada despreciable, a saber, el del propio Fernando VII.
En 1814 Mina intentó una sublevación en Navarra; dio la primera señal para la resistencia con una llamada a las armas y tomó la fortaleza de Pamplona; pero, desconfiando de sus propios seguidores, huyó a Francia. En 1815 el general Porlier, uno de los más famosos guerrilleros de la guerra por la Independencia, proclamó la Constitución en La Coruña. Fue decapitado. En 1816 Richard intentó capturar al rey en Madrid. Fue ahorcado. En 1817 el jurista Navarro y cuatro de sus conjurados murieron en el cadalso en Valencia por haber proclamado la Constitución de 1812. El mismo año fue fusilado en Mallorca el intrépido general Lacy por el mismo crimen. En 1818 el coronel Vidal, el capitán Solá y otros más que habían proclamado la Constitución en Valencia fueron derrotados y pasados por las armas. La conspiración de la isla de León fue, pues, el último eslabón de la cadena formada por las ensangrentadas cabezas de tantos valientes desde 1808 hasta 1814.
El señor de Martignac, que poco antes de su muerte, en 1832, publicó su libro L’Espagne et ses Révolutions, hace las siguientes afirmaciones:
Ya habían pasado dos años desde que Fernando VII volviera a tomar en sus manos el poder absoluto y todavía continuaban dictándose proscripciones por una camarilla formada por las heces de la humanidad. Toda la maquinaria del estado estaba boca abajo: por todas partes reinaba el desorden, la pereza y la confusión; las cargas fiscales se repartían con injusta desigualdad; la situación financiera era horrorosa; al orden del día estaban empréstitos sin el menor crédito, la imposibilidad de cubrir las más urgentes necesidades del estado, un ejército sin pagar, una administración corrompida e inútil, incapaz de mejorar nada y ni siquiera conservarlo. Esas eran las causas del universal descontento del pueblo. El nuevo sistema constitucional fue recibido con entusiasmo por las grandes ciudades, por las clases industriales y comerciales, por las gentes ele profesiones liberales, por el ejército y el proletariado. Encontró la oposición del clero y dejó estupefacta a la población campesina.
Tales son las confesiones de aquel hombre moribundo que había sido capital instrumento en la derrocación del sistema constitucional. En sus disposiciones de 1 de junio de 1817, 1 de marzo de 1817, 11 de abril de 1817, 24 de noviembre de 1819, etc., Fernando VII confirma literalmente las afirmaciones del señor de .Martignac y resume sus quejas en estas palabras: «Las miserias que resuenan en los oídos de Nuestra Majestad de parte del pueblo quejoso sobrepasan las unas a las otras«. Esto prueba que no se necesitaba ningún Tatischev para provocar una revolución en España.
[New York Daily Tribune, 2 de diciembre de 1854]
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España sin Rey – Capítulos 15 a 18.
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