EPIDEMIAS («MASA Y PODER», 1960), por Elías Canetti.

EPIDEMIAS

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Víctimas y supervivientes

«La corrupción política y económica se apoya en la del lenguaje, que incluye confundir a los muertos con los que matan»

Por Jesús Ferrero

The Objective, 19 JULIO 2025

Rehtaeh Parsons.

 

Consumida por un tormento que comenzó en noviembre de 2011, la joven canadiense Rehtaeh Parsons puso fin a su vida en abril de 2013. Siendo quinceañera, estuvo en una fiesta en Dartmouth, Nueva Escocia, donde fue agredida sexualmente por cuatro chicos mientras el alcohol la despojaba de voluntad y de deseo. Uno de ellos fotografió la avalancha de los agresores. La violaron mientras vomitaba por la ventana el vodka que había bebido.

La imagen se propagó entre sus compañeros de clase, desatando una persecución salvaje, tanto en los pasillos del colegio como en las entrañas de internet, que la fue conduciendo a la oscuridad: el espejo en el que se había mirado hasta entonces se hizo añicos: ahora era una puta y le gustaba demasiado follar: no hacía ascos a nadie y a nada, proclamaba su leyenda en la red.

La muchacha cambió de escuela en repetidas ocasiones, pero el escarnio la seguía como una sombra, pues en internet no hay fronteras. Rehtaeh denunció al cuarteto agresor, pero la justicia no castigó a los culpables y dio muestras de una indolencia intolerable.

Hundida en una depresión que la sumía en sueños de autodestrucción, sólo quería estar acostada como los muertos, para así no despertar la ferocidad del mundo. Una de aquellas tardes, Rehtaeh se quitó la vida, convirtiéndose en una víctima real de las conjuras de la red.

René Girard, en su análisis de las dinámicas humanas, sitúa a la víctima en el núcleo de la cohesión social. En tiempos de crisis, las comunidades descargan sus tensiones sobre un chivo expiatorio, un ser arbitrariamente elegido, a menudo inocente o marginado. 

Rehtaeh, inmolada por la turba digital, encarnó ese papel: su sufrimiento sirvió como válvula de escape para las frustraciones y miserias de otros. Su sacrificio cohesionó a los agresores, pues tanto los chicos como las chicas que participaron en el acoso se defendían y protegían como si formaran una secta. Al igual que en los antiguos ritos, la sangre de la víctima los había unido hasta hacer que pareciesen una piña.

Elías Canetti, en Masa y poder, se acerca mucho a Girard al considerar la víctima como una figura esencial en la dialéctica del poder. Su sacrificio, humillación o destrucción, además de unificar la colectividad, la tranquilizan.

La masa, en su búsqueda de acción, encuentra en la víctima un blanco para su desahogo. Al matar, la masa se cohesiona, aunque a costa de despojar a la víctima de su humanidad, reduciéndola a un instrumento sobre el que ejercer la destrucción. Canetti, desde una mirada antropológica, no moraliza, pero su reflexión destila una crítica afilada: lo que parecía sagrado es en realidad un acto de inhumanidad. 

Pero, ¿qué es una víctima? La palabra, en su raíz, alude a quien muere en un sacrificio, y conecta con el verbo matar, del latín mactare, inmolar. Rehtaeh Parsons fue una víctima en el sentido más crudo: murió. Si no mueres, eres un superviviente, y bien sabía Canetti que los supervivientes son muy diferentes a las víctimas y los separan distancias siderales. Para nuestros ancestros, sólo la muerte te concedía el atributo víctima, y si no morías cuando tenías que hacerlo, te habían protegido los dioses, ¿de qué?:

De ser una víctima, naturalmente. El problema es que ahora se abusa tanto del concepto de víctima que bien podría convertirse en un significante vacío. Se abusa tanto que muchos supervivientes se presentan como víctimas: es decir, como lo contrario de lo que son.

Sobrevivir no es sólo escapar de la muerte, es alzarse con un poder primigenio: el de haber salido ileso de la destrucción. Para Canetti, el superviviente (el soldado que regresa vivo de la batalla, el líder que supera a sus rivales) encarna una autoridad simbólica, un triunfo de la vida sobre la muerte. Pero esa victoria tiene un coste: la soledad.

El superviviente, rodeado de sus muertos, carga con el peso de su propia supervivencia. Como explica Canetti, «el superviviente es el primero en saborear el poder. Se ha librado de los otros. Ellos han muerto, él ha quedado. Es más fuerte que ellos. La muerte ha preferido llevárselos a ellos. Él la ha burlado. El superviviente es la forma más antigua y más pura del poder».

 

«Según Canetti, el poder es, además de una cuestión de dominio, una experiencia profundamente vinculada a la supervivencia»

 

La distinción de Canetti es crucial para no diluir el concepto de víctima. Hoy, el término se usa con ligereza, al punto de confundir a los supervivientes con quienes han sucumbido. El superviviente no sólo sobrevive, sino que, en su resistencia, puede engendrar nuevas víctimas, perpetuando el ciclo del poder y la destrucción. Canetti cree que el lugar más adecuado para desplegar la dialéctica ofensiva del superviviente es la política y hace una anatomía de los hombres del poder. 

Para él los hombres del poder tienden a la paranoia y están acostumbrados a sobrevivir porque su posición depende de una dinámica intrínseca de desconfianza y resistencia frente a amenazas constantes. Según Canetti, el poder es, además de una cuestión de dominio, una experiencia profundamente vinculada a la supervivencia.

Los poderosos, al ocupar una posición elevada, se ven rodeados de potenciales adversarios, reales o imaginados, que podrían desafiar su autoridad. Esta percepción los lleva a desarrollar una paranoia estructural: ven enemigos en todas partes, pues su supervivencia depende de anticiparse a cualquier peligro.

La paranoia surge como una consecuencia lógica de su situación. El hombre poderoso, habituado a «sobrevivir» sólo puede ver el mundo como un campo de batalla donde sólo los más astutos y desconfiados triunfan. Pierde con ello la capacidad de confiar, de empatizar o de actuar sin calcular riesgos, lo que, para Canetti, hace imposible esperar de él una visión generosa o altruista.

Toda esperanza se desvanece porque su paranoia y su instinto de supervivencia lo convierten en una figura atrapada en un ciclo de autodefensa permanente. Más que una víctima, el superviviente es un generador incesante de víctimas, y a veces a gran escala. 

Volvamos a Rehtaeh Parsons, la chica canadiense inmolada en un sacrificio ritual llevado a cabo por las hordas de internet. No pudo sobrevivir al acoso, no encontró el puente que podía llevarla de la condición de víctima a la de superviviente.

Se quedó en el limbo de los justos, convertida en una cifra en los archivos judiciales, ella que tenía la mirada amable y receptiva, y que ejercía la bondad con sus amigos. Una figura trágica y casi maldita, en las antípodas de los hombres y mujeres del poder, que han sobrevivido a mil infamias y que se acuestan a sus anchas en las frías camas del Estado

Que ahora muchos de ellos se consideren víctimas después de haber acabado con todos los que les hacían sombra, indica, entre otras cosas, que la corrupción política y económica se apoya en la corrupción del lenguaje, y en esa corrupción se incluye confundir las víctimas con los supervivientes, los muertos con los que matan y los humillados con los que humillan.

 

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Jesús Ferrero

Escritor. Algunas novelas: ‘Bélver Yin’, ‘Las trece rosas’, ‘El hijo de Brian Jones’, ‘Radical blonde’. Tres ensayos: ‘Pekín de la Ciudad Prohibida’, ‘Las experiencias del deseo: Eros y misos’ (Premio de ensayo Anagrama), ‘La posesión de la vida’. Tres poemarios: ‘Río Amarillo’, ‘Negro sol,’ ‘Las noches rojas’. Un guion: ‘Matador’, coescrito con Almodóvar. Su obra ha sido traducida a quince lenguas.

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EPIDEMIAS

MASA Y PODER, Elías Canetti, 1960

 

La mejor descripción de la peste la ha dado Tucídides, que la conoció en carne propia y la sobrevivió. En su concisión y exactitud contiene todos los rasgos esenciales de tal enfermedad y vale la pena transcribir aquí los pasajes más importantes.

«Los hombres morían como moscas. Los cuerpos de los moribundos eran amontonados unos sobre otros. Se veía criaturas medio muertas tambalearse por las calles o apiñarse en su avidez de agua en torno a las fuentes. Los templos, en los que establecían morada, estaban llenos de cadáveres de gente que allí había muerto.

»En algunas casas los hombres estaban tan abrumados por el peso de sus desgracias que omitían celebrar los lamentos por los muertos.

»Todas las ceremonias de sepultura se trastornaron; se sepultaba a los muertos lo mejor que se podía. Algunas gentes, en cuyas familias se habían producido tantas muertes que no podían ya costear los gastos de sepultura, recurrían a las tretas más desvergonzadas. Llegaban los primeros a las hogueras que otros habían construido, depositaban sus propios muertos y encendían la leña; o si ya ardía un fuego arrojaban su muerto sobre los otros cadáveres y se largaban.

»Ningún temor a leyes divinas o humanas los mantenía a raya. En lo que a los dioses se refiere poco parecía importar venerarles o no, pues se veía que los buenos y los malos morían por igual. No se temía tener que rendir cuentas de delitos contra la ley humana; nadie esperaba vivir tanto. Cada cual sentía que una sentencia mucho más grave había sido ya dictada sobre él. Antes de su ejecución quería sacar aún alguna diversión de la vida.

»Quienes se mostraban más compasivos con los enfermos y moribundos eran quienes habían padecido ellos mismos la peste y habían escapado a la muerte. No sólo sabían de qué se trataba, también sentíanse seguros, pues nadie contraía la enfermedad por segunda vez, o si la contraía, el segundo ataque nunca era mortal. Tales gentes eran felicitadas por todas partes y ellas mismas se sentían tan exaltadas en su convalecencia, que opinaban que ya no podrían morir jamás de enfermedad

 

Masa y poder es un ensayo publicado en 1960 de Elias Canetti, Premio Nobel de literatura en 1981. El libro aborda el tema de la relación entre los diversos tipos de «masa» y las estrategias de control y poder mediante las cuales los gobernantes y líderes políticos pueden dirigir a dichas masas. Constituye uno de los aportes más importantes de Canetti al ámbito de la sociología y de la antropología social.

Entre todas las desgracias que desde siempre han azotado a la humanidad, las grandes epidemias han dejado un recuerdo especialmente vivido. Estallan con la repentineidad de las catástrofes naturales, pero mientras que un terremoto se agota la mayoría de las veces en pocas y breves sacudidas, la epidemia puede durar meses o incluso todo un año. El horror del terremoto culmina de golpe, sus víctimas perecen todos a la vez.

Una epidemia de peste, por el contrario, tiene un efecto acumulativo; primero son atacados sólo unos pocos, luego se multiplican los casos, se ven muertos por todas partes; en seguida se ven reunidos más muertos que vivos.

El resultado de la epidemia puede ser el mismo que el de un terremoto. Pero los hombres son testigos de la gran mortalidad que se difunde y cunde a ojos vistas. Son como los participantes de una batalla, que dura más que todas las batallas conocidas.

Pero el enemigo es secreto, no se lo ve por ninguna parte; no se le puede atacar. Sólo se espera ser atacado por él. El combate lo libra la parte adversa exclusivamente, asestando sus golpes a quien se le antoja. Y los asesta a tantos que debe temerse que a todos les toque.

No bien se la reconoce, la epidemia no puede desembocar más que en la muerte común de todos. Quienes son atacados esperan — puesto que no hay remedio contra ella— la ejecución de la sentencia. Sólo los atacados por la epidemia son masa: son iguales respecto al destino que les espera.

Su número aumenta con celeridad creciente. Alcanzan la meta hacia la que se mueven en pocos días. Alcanzan la mayor densidad posible a cuerpos humanos: todos juntos en un montón de cadáveres. Esta masa estancada de los muertos, según las ideas religiosas, sólo está muerta por un tiempo. Resucitará en un único instante y apiñada estrechamente se formará ante Dios para el Juicio Final.

Pero aun dejando de lado la suerte ulterior de los muertos —porque las creencias religiosas no son idénticas en todas partes—, hay una cosa que es indiscutible: la epidemia desemboca en la masa de agonizantes y muertos. «Calles y templos» están repletos de ellos. A menudo ya ni es posible sepultar una a una a las víctimas, como corresponde: se apilan unas sobre otras, miles de ellas en una sepultura, reunidas en gigantescas fosas comunes.

Hay tres fenómenos significativos, bien conocidos a la humanidad, cuya meta son los montones de cadáveres. Están estrechamente emparentados entre sí y por ello hay que delimitarlos bien. Estos tres fenómenos son la batalla, el suicidio en masa y la epidemia.

En la batalla la mira se ha puesto en el montón de cadáveres del enemigo. Se quiere disminuir el número de enemigos vivientes para que en comparación el número de la propia gente sea tanto mayor. Que la gente propia también perezca es inevitable, pero no es eso lo que se desea. La meta es el montón de muertos enemigos. Se la busca activamente, por propia iniciativa, por la fuerza del propio brazo.

En el suicidio en masa esta iniciativa se vuelve contra la propia gente. Hombre, mujer, niño, todos se matan recíprocamente, hasta que no queda sino el montón de los propios muertos. Para que nadie caiga en manos del enemigo, para que la destrucción sea total, se acude al fuego.

En la epidemia el resultado es el mismo que en el suicidio en masa, pero no es arbitrario y parece impuesto desde afuera por un poder desconocido. Tarda más en alcanzar la meta; así se vive en una igualdad de atroz expectativa, durante la que todos los vínculos habituales de los hombres se deshacen.

 

El contagio, tan importante en la epidemia, hace que los hombres se aparten unos de otros

 

El contagio, tan importante en la epidemia, hace que los hombres se aparten unos de otros. Lo más seguro es no acercarse demasiado a nadie, pues podría acarrear el contagio. Algunos huyen de la ciudad y se dispersan en sus posesiones. Otros se encierran en sus casas y no admiten a nadie. Los unos evitan a los otros. El mantener las distancias se convierte en última esperanza. La expectativa de vida, la vida misma se expresa, por decir así, en el acto de mantenerse a distancia de los enfermos.

Los infestados se transforman poco a poco en masa muerta; los no infestados se mantienen lejos de todos y de cada uno, a menudo también de sus parientes, de sus cónyuges, de sus niños. Es notable cómo en este caso la esperanza de sobrevivir hace del hombre un ser aislado, frente al que se sitúa la masa de todas las víctimas.

Pero dentro de esta maldición general, en que resulta perdido todo aquel que cae enfermo, sucede lo más sorprendente: algunos, contados, convalecen de la peste. Es de imaginar cómo se deben sentir éstos en medio de los otros. Han sobrevivido, y se sienten invulnerables. Así también pueden compadecerse de los enfermos y moribundos que los rodean.

«Tales gentes —dijo Tucídidesse sentían tan exaltadas en su convalecencia que opinaban que ya no podrían morir jamás de enfermedad

 

SE DENOMINA DEMOCRACIA, por Tucídides. «En una Democracia, los que no participan en los asuntos públicos, no son despreocupados, sino inútiles».

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ACERCA DEL SENTIMIENTO DE CEMENTERIO

MASA Y PODER, Elías Canetti, 1960

«El Pasillo de los Ángeles», el cementerio infantil de Donetsk, en Donbáss.

 

Los cementerios ejercen una fuerte atracción; se les visita, aunque no se tenga parientes sepultados en ellos. Se llega a ciudades extranjeras y se peregrina a los cementerios, reservándoles el tiempo necesario como si existieran para ser visitados. Y aun en el extranjero, lo que atrae no es siempre la tumba de un hombre venerado.

Pero aunque en un principio lo fuera, siempre resulta algo más de la visita. Se cae en un estado de ánimo muy especial. La costumbre piadosa quiere que uno se engañe acerca de este estado de ánimo; porque la contrición que uno siente y que uno más muestra, encubre en realidad una secreta satisfacción.

¿Qué es lo que de veras hace el visitante cuando se encuentra en un cementerio? ¿Cómo se mueve y con qué se ocupa? Camina, yendo y viniendo por entre las tumbas, mira ésta o aquella lápida, lee los nombres y se siente atraído por muchos de ellos. En seguida comienza a interesarse por lo que dice bajo los nombres.

Allí hay una pareja que vivió por largo tiempo junta y ahora, como corresponde, reposa lado a lado. Allá, un niño que murió muy pequeño. Allí yace una muchacha que apenas alcanzó sus dieciocho años. Cada vez más son los decursos de tiempo los que cautivan al visitante. Cada vez más se desprenden de sus conmovedoras particularidades y se convierten en meros decursos de tiempo.

Uno murió a los 32 años de edad y otro, enfrente, a los 45. El visitante ya es mayor que ellos, y aquellos están, por así decir, fuera de la carrera. Muchos no llegaron tan lejos como él, y si no han muerto especialmente jóvenes, su destino no despierta ninguna lástima. Pero también hay muchos que lo superan. Allí algunos han llegado a los 70, y en otro lugar también hay uno que llegó a más de 80 años de edad. A éstos aún puede alcanzarlos. Lo incitan a emularlos. Aún todo le es posible.

Lo indeterminado de la vida que tiene por delante es una gran ventaja sobre ellos, y con algún esfuerzo hasta podría sobrepasarlos. En el medirse con ellos tiene grandes esperanzas, pues desde ahora les lleva una ventaja: la meta de ellos ya está alcanzada, ya no viven.

Con cualquiera que compita, toda la fuerza está de su lado. Pues allá no hay fuerza, sólo está indicada la meta alcanzada. Los más aventajados han sucumbido. Ya no pueden mirarnos en los ojos de hombre a hombre, y nos insuflan fuerza para llegar a ser más que ellos para siempre. El de 89 años, que allí yace, es como un estímulo supremo. ¿Qué le impide a uno llegar a los 90?

Pero éste no es el único cálculo en el que uno cae entre tal plétora de tumbas. Uno comienza a fijarse en el tiempo transcurrido desde que yacen aquí algunos de ellos. El tiempo que nos separa de su muerte tiene algo de tranquilizador: quiere decir que el hombre está en el mundo desde mucho antes. Los cementerios con lápidas bien antiguas, que datan hasta del siglo XVIII o incluso del XVII, tienen algo de enaltecedor. Uno se detiene pacientemente ante las borrosas inscripciones y no se mueve hasta descifrarlas.

La cronología, que de otro modo sirve tan sólo para fines prácticos, de pronto adquiere vida intensa y plena de sentido. Todos los siglos de los que conocemos la existencia son nuestros. El que yace bajo tierra, no sospecha el interés del que contempla el palmo de su vida. La cronología, para él, termina con la cifra del año de su muerte; para el observador, sin embargo, continúa hasta él. ¡Cuánto daría el muerto por estar aún al lado del observador!

Hace doscientos años que murió: uno ha cumplido, por decir así, doscientos años más que él. Gracias a tradiciones de todo tipo, gran parte del tiempo que desde entonces transcurrió le es a uno muy conocido. Ha leído acerca de él, ha oído contar de él, y algo también lo ha vivido uno mismo. Es difícil no sentir una superioridad en esta situación; aun el hombre ingenuo la siente.

Siente aun más, sin embargo, pasearse solo por el cementerio. A sus pies yacen muchos desconocidos, todos densamente apiñados. Su número es indeterminado, aunque ciertamente es elevado, y cada vez son más. No pueden separarse unos de otros: permanecen como en un montón. Sólo quien está vivo viene y va, según su capricho. Sólo él está erguido entre los yacentes.

 

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SOBRE LA INMORTALIDAD

MASA Y PODER, Elías Canetti, 1960

 

Es bueno partir de un hombre como Stendhal cuando se habla de esta clase de inmortalidad privada o literaria. Sería difícil encontrar un hombre con mayor aversión a las representaciones de fe corrientes. Stendhal fue enteramente libre de las ataduras y promesas de cualquier religión.

Sus sentimientos y pensamientos están exclusivamente vueltos hacia esta vida de aquí. La sintió y la disfrutó del modo más preciso y profundo. Se abrió a todo lo que podía darle placer y no por ello se hizo insípido, porque respetó lo individual en sí mismo. No redujo nada á una dudosa unidad. Dirigió su desconfianza a todo lo que no era capaz de sentir.

Pensó mucho, pero no hay pensamiento frío en él. Todo lo que registra, todo lo que crea, permanece cercano al cálido momento de su origen. Amó mucho y creyó en muchas cosas, pero todo era milagrosamente concreto. Todo podía encontrarlo dentro de sí sin necesidad de trucos de ningún orden.

Este hombre, que nada presupuso, que todo quiso encontrarlo por sí mismo, que era la vida misma en cuanto sentimiento y espíritu, que se encontraba en el corazón de todo acontecimiento y que por ello también podía contemplarlo desde fuera, en el que palabra y contenido coinciden de la manera más natural, como si se hubiese propuesto depurar el lenguaje por su propia cuenta, este hombre excepcional y de veras libre tenía, no obstante, una fe, de la que habla tan sencilla y naturalmente como de una amante.

Se conformó, sin quejarse, de escribir para pocos, pero estaba seguro de que cien años después muchísimos lo leerían. En los tiempos modernos no es posible concebir una fe en la inmortalidad literaria más clara, más aislada y más modesta. ¿Qué significa esta fe?

¿Cuál su contenido? Significa que uno subsistirá cuando todos sus contemporáneos ya no estén. No es que uno esté mal dispuesto contra los vivos como tales. Uno no los aparta de la ruta, nada hace contra ellos, ni siquiera les presenta combate. Uno desprecia a quienes alcanzaron una gloria falsa, pero asimismo desprecia el combatirlos con sus propias armas. Ni siquiera uno les guarda rencor, porque sabe-cuánto se han equivocado.

Uno elige la compañía de aquellos a los que uno mismo pertenecerá alguna vez: la de todos aquellos de tiempos pasados cuya obra aún hoy vive; aquellos que a uno le hablan, de los que uno se nutre. La gratitud que siente por ellos es gratitud por la vida misma.

Matar para sobrevivir no puede significar nada para esa disposición de ánimo, porque no se trata de sobrevivir ahora, sino de entrar en liza dentro de cien años, cuando uno mismo ya no vivirá y así no podrá matar. Es obra contra obra lo que entonces se mide y será demasiado tarde para añadir nada.

La rivalidad propiamente dicha, la que realmente importa, comienza cuando los rivales ya no están. El combate que librarán sus obras ni siquiera lo podrán presenciar. Pero esta obra debe existir, y para que exista debe contener la mayor y más pura medida de vida. No sólo se ha desdeñado matar; se ha hecho entrar en la inmortalidad a todos los que estaban cerca de uno, a aquella inmortalidad en la que todo se hace efectivo, lo menor como lo mayor.

Es la exacta contrapartida de aquellos detentadores de poder que arrastran consigo a la muerte a todo su entorno, para que, en una existencia del más allá, reencuentren todo a lo que estaban habituados. Nada caracteriza más espantosamente su impotencia más íntima. Ellos matan en la vida, matan en la muerte, un séquito de muertos los escolta al más allá.

Pero quien abre a Stendhal, vuelve a encontrarlo a él mismo y todo lo que le rodeó, y lo encuentra aquí en esta vida. Así, los muertos se ofrecen a los vivos como el más noble de los alimentos. Su inmortalidad redunda en provecho de los vivos: en esta reversión de la ofrenda a los muertos todos resultan beneficiados. La supervivencia ha perdido su aguijón, y el reino de la enemistad toca a su fin.

 

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Elias Canetti

EPIDEMIAS
Elias Canetti (Ruse, Bulgaria; 25 de julio de 1905-Zúrich, Suiza; 14 de agosto de 1994) fue un pensador búlgaro y escritor en lengua alemana, Premio Nobel de Literatura en 1981

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Elías Canetti y la antropología política del poder

En los límites de la orientación de la antropológica política, ciencia que comprende el estudio de los comportamientos colectivos y de expresiones de poder, ciencia de la patología social y cultural, Elías Canetti analiza el problema del poder en correlación con la masa.

Por Wilfredo Mora (criminólogo y perito forense)

Diario Digital, 1 SEPT 2010

 

De acuerdo con Canetti, la pregunta cardinal sobre este asunto consiste en determinar en qué medida las masas populares se constituyen en los sujetos de las actividades políticas, y en qué grado estas actividades reflejan las necesidades de estas masas.

Masa y poder, según Canetti, son inseparables uno de otro. Si grandes masas resultan ser objetos de manipulación por parte de la clase gobernante, que se encuentran en el poder (sea un estrato o un grupo de ella), también en la base de la masa, ella por sí misma no puede caracterizar un régimen político como democrático.

Para Canetti, dicho régimen puede ser sólo autoritario, totalitario, terrorista, régimen antidemocrático, y en mayor o menor grado, ceder al «sentimiento gregario», tal como la llamó este autor de «instinto de la multitud». En estos casos, naturalmente, el discurso se refiere a la masa, constituyendo ella misma una enorme cantidad de extraños individuos aislados.

La interacción del poder con la masa fue el objeto principal de estudio llevado a caco por el gran escritor europeo, filósofo y sociólogo. Su principal trabajo en esta materia lo constituyó el tratado ampliamente conocido como «Masa y Poder» (1960).

Este trabajo contiene complejos elementos, originados en el nivel instintivo de la masa y las entrañas del poder. El empalme del individuo con la masa lo lleva a la formación de lo que el autor ha denominado «masa abstracta». Este proceso del género de la masa se contrapone a la idea que sobre el poder tiene este autor, el cual ha indicado Canetti, pertenece a la fenomenología del poder.

Fenómeno central del poder concreto y evidente, -de acuerdo con Canetti lo es el «triunfo del superviviente». Su punto de partida tiene una peculiar presentación del hombre. El escribe:

«El momento de sobrevivir es el momento del poder. El espanto ante la visión de la muerte se disuelve en satisfacción pues no es uno mismo el muerto. Este yace, el superviviente está de pie. Es como si hubiese antecedido en un combate y como si uno mismo hubiese derribado al muerto.

En el sobrevivir cada uno es enemigo del otro; comparado con este triunfo elemental todo dolor es poca cosa. Es importante sin embargo que el superviviente esté solo ante uno o varios muertos. Se ve solo, se siente solo y, cuando se habla del poder que este momento le confiere, nunca debe olvidarse que deriva de su unicidad y sólo de ella»

(Masse und Macht, ‘Masa y Poder’, 223).

Canetti, como se ve, parece hacer un análisis fenomenológico de los fenómenos masa y poder en la historia, relatando los sentimientos característicos de la masa. En otra relación, el hombre se comprende como sujeto de sufrimientos espirituales. El poder es propiamente humano y requiere la existencia de la masa.

Dentro de la dialéctica simbólica con que este autor nos describe el poder hacemos notar los siguientes puntos de vistas. Que el poder es lo que siempre está próximo y presente y que sólo lo comprendemos según salimos o entramos en la masa; se diferencia de la fuerza en los complicados de sus mecanismos. La fuerza, si se compara con el poder, es algo inmediato, intento y que sólo existe en los niveles animales («los animales son símbolos de poder»): el poder es un régimen humano. Cuando dura mucho tiempo la fuerza se convierte en poder.

El poder implica «paciencia»; el cuerpo del poder lo forman «el espacio, la esperanza, la vigilancia y el interés destructivo». La médula del poder está en el «secreto». En sus meditaciones sobre la naturaleza del poder –igualmente sobre la naturaleza de la masa– es difícil separar teóricamente la interpretación de los hechos de un fenómeno tan metafóricamente figurado. El poder se reduce, en primer lugar, como sufrimiento natural del poder; y, en segundo lugar, como forma específica de este sufrimiento.

La fuente de este poder lo representa el miedo de cada uno de los individuos por separado; el fenómeno central de la masa significa lo que Canetti llama «miedo ante el contacto». El hombre instintivamente se aparta del contacto del otro. «Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido».

De este miedo sólo se libera en la masa, en «la inversión del temor a ser tocado es parte de la masa». Sin embargo, si se correlaciona a la masa con el poder, según Canetti, entonces, el poder se practica sólo en la masa.

La concepción de Elías Canetti representa una de las más exitosas tentativas de descripción del moderno poder total del siglo XX. Al mismo tiempo, la realización de estas ideas se proyecta mediante el análisis fenomenólogico del sufrimiento del hombre (dominante y dominado) y esto permite, descubrir las causas de este sufrimiento, como si fuera internamente, sufrir, entender, sentir, pues, «es el límite del poder el no poder volver realmente muertos a la vida».

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