«Zadig o el destino», por Voltaire (Parte 1)

Zadig o el destino

 

ZADIG O EL DESTINO

Historia oriental

Ofrézcote la versión de un libro de un sabio de la antigüedad, que siendo tan feliz que nada tenia que hacer, gozó la dicha mayor de divertirse con escribir la historia de Zadig, libro que dice más de lo que parece

Por Voltaire

 Dedicatoria de Zadig a la Sultana Cheraah, por Sadi
A 18 del mes de Cheval, año 837 de la hégira

Zadig o el destino es una novela breve de corte filosófico con un pasaje que parafrasea el cuento de los príncipes de Serendib, tomado del original veneciano del siglo XVI

 

Embeleso de las niñas de los ojos, tormento del corazón, luz del ánimo, no beso yo el polvo de tus pies, porque o no andas a pié, o si andas, pisas o rosas o tapetes de Irán. Ofrézcote la versión de un libro de un sabio de la antigüedad, que siendo tan feliz que nada tenia que hacer, gozó la dicha mayor de divertirse con escribir la historia de Zadig, libro que dice más de lo que parece. Ruégote que le leas y le aprecies en lo que valiere; pues aunque todavía está tu vida en su primavera, aunque te embisten de rondón los pasatiempos todos, aunque eres hermosa, y tu talento da a tu hermosura mayor realce, aunque te elogian de día y de noche, motivos concomitantes que son mas que suficientes para que no tengas pizca de sentido común, con todo eso tienes agudeza, discreción, y finísimo gusto, y te he oído discurrir con mas tino que ciertos derviches viejos de luenga barba, y gorra piramidal. Eres prudente sin ser desconfiada, piadosa sin flaqueza, benéfica con acierto, amiga de tus amigos, sin cobrar enemigos. Nunca cifras en decir pullas el chiste de tus agudezas, ni dices mal de nadie, ni a nadie se le haces, puesto que tan fácil cosa te seria lo uno y lo otro. Tu alma siempre me ha parecido tan perfecta como tu hermosura. Ni te falta cierto caudalejo de filosofía, que me ha persuadido a que te agradaría más que a otra este escrito de un sabio.

Escribióse primero en el antiguo caldeo, que ni tú ni yo sabemos, y fue traducido en árabe para recreación del nombrado sultán Ulugbeg, en los tiempos que Árabes y Persianos se daban a escribir las Mil y una Noches, los Mil y un Días, etc. Ulug más gustaba de leer a Zadig, pero las sultanas se divertían más con los Mil y uno. Decíales el sabio Ulug, que como podían llevar en paciencia unos cuentos sin pies ni cabeza, que nada querían decir. Pues por eso mismo son de nuestro gusto, respondieron las sultanas.

Espero que tú no te parezcas a ellas, y que seas un verdadero Ulug; y no desconfío de que cuando te halles fatigada de conversaciones tan instructivas como los Mil y uno, aunque mucho menos recreativas, podré yo tener la honra de que te ocupes algunos minutos de vagar en oírme cosas dichas en razón.

Si en tiempo de Scander, hijo de Filipo, hubieras sido Talestris, o la reina de Sabea en tiempo de Solimán, estos reyes hubieran sido los que hubieran peregrinado por verte.

Ruego a las virtudes celestiales que tus deleites no lleven acíbar, que sea duradera tu hermosura, y tu ventura perpetua.

SADI

 

ZADIG Voltaire

I.– El tuerto.

Reinando el rey Moabdar, vivía en Babilonia un mozo llamado Zadig, de buena índole, que con la educación se había mejorado. Sabia enfrenar sus pasiones, aunque mozo y rico; ni gastaba afectación, ni se empeñaba en que le dieran siempre la razón, y respetaba la flaqueza humana. Pasmábanse todos viendo que puesto que le sobraba agudeza, nunca se mofaba con chufletas de los desconciertos mal hilados, de las murmuraciones sin fundamento, de los disparatados fallos, de las burlas de juglares, que llamaban conversación los Babilonios. En el libro primero de Zoroastro había visto que es el amor propio una pelota llena de viento, y que salen de ella borrascas así, que la pican. No se alababa Zadig de que no hacia aprecio de las mujeres, y de que las dominaba. Era liberal, sin que le arredrase el temor de hacer bien a desagradecidos, cumpliendo con aquel gran mandamiento de Zoroastro, que dice: “Da de comer a los perros” cuando tú comieres, aunque te muerdan “luego”. Era sabio cuanto puede serlo el hombre, pues procuraba vivir en compañía de los sabios: había aprendido las ciencias de los Caldeos, y estaba instruido en cuanto acerca de los principios físicos de la naturaleza en su tiempo se conocía; y de metafísica sabia todo cuanto en todos tiempos se ha sabido, que es decir muy poca cosa. Creía firmísimamente que un año tiene trescientos sesenta y cinco días y un cuarto, contra lo que enseñaba la moderna filosofía de su tiempo, y que estaba el sol en el centro del mundo; y cuando los principales magos le decían en tono de improperio, y mirándole de reojo, que sustentaba principios sapientes haeresim, y que solo un enemigo de Dios y del estado podía decir que giraba el sol sobre su eje, y que era el año de doce meses, se callaba Zadig, sin fruncir las cejas ni encogerse de hombros.

Opulento, y por tanto no faltándole amigos, disfrutando salud, siendo buen mozo, prudente y moderado, con pecho ingenuo, y elevado ánimo, creyó que podía aspirar a ser feliz. Estaba apalabrado su matrimonio con Semira, que por su hermosura, su dote, y su cuna, era el mejor casamiento de Babilonia. Profesábale Zadig un sincero y virtuoso cariño, y Semira le amaba con pasión. Rayaba ya el venturoso día que a enlazarlos iba, cuando paseándose ambos amantes fuera de las puertas de Babilonia, bajo unas palmas que daban sombra a las riberas del Eúfrates, vieron acercarse unos hombres armados con alfanjes y flechas. Eran estos unos sayones del mancebo Orcan, sobrino de un ministro, y en calidad de tal los aduladores de su tío le habían persuadido a que podía hacer cuanto se le antojase. Ninguna de las prendas y virtudes de Zadig poseía; pero creído que se le aventajaba mucho, estaba desesperado por no ser el preferido. Estos celos, meros hijos de su vanidad, le hicieron creer que estaba enamorado de Semira, y quiso robarla. Habíanla cogido los robadores, y con el arrebato de su violencia la habían herido, vertiendo la sangre de una persona que con su presencia los tigres del monte Imao habría amansado. Traspasaba Semira el cielo con sus lamentos, gritando: ¡Querido esposo, que me llevan de aquel a quien adoro! No la movía el peligro en que se veía, que solo en su caro Zadig pensaba. Defendíala este con todo el denuedo del amor y la valentía, y con ayuda de solos dos esclavos ahuyentó a los robadores, y se trajo a Semira ensangrentada y desmayada, que al abrir los ojos conoció à su libertador. ¡O Zadig! le dijo, os quería como a mi esposo, y ahora os quiero como aquel a quien de vida y honra soy deudora. Nunca rebosó un pecho en más tiernos afectos que el de Semira, nunca tan linda boca pronunció con tanta viveza de aquellas inflamadas expresiones que de la gratitud del más alto beneficio y de los mas tiernos raptos del cariño mas legitimo son hijas. Era leve su herida, y sanó en breve. Zadig estaba herido de más peligro, porque una flecha le había hecho una honda llaga junto al ojo. Semira importunaba a los Dioses por la cura de su amante: día y noche bañados los ojos en llanto, aguardaba con impaciencia el instante que los de Zadig se pudieran gozar en mirarla; pero una apostema que se formó en el ojo herido causó el mayor temor. Enviaron a llamar a Menfis al célebre médico Hermes, que vino con una crecida comitiva; y habiendo visitado al enfermo declaró que irremediablemente perdía el ojo, pronosticando hasta el día y la hora que había de suceder tan fatal desmán. Si hubiera sido, dijo, el ojo derecho, yo le curaría; pero las heridas del izquierdo no tienen cura. Toda Babilonia se dolió de la suerte de Zadig, al paso que quedó asombrada con la profunda ciencia de Hermes. Dos días después reventó naturalmente la apostema, y sanó Zadig. Hermes escribió un libro, probándole que no debía haber sanado, el cual Zadig no leyó; pero luego que pudo salir, fue a ver a aquella de quien esperaba su felicidad, y por quien únicamente quería tener ojos, Hallábase Semira en su quinta, tres días hacia, y supo Zadig en el camino, que después de declarar resueltamente que tenia una invencible antipatía a los tuertos, la hermosa dama se había casado con Orcan aquella misma noche. Desmayóse al oír esta nueva, y estuvo en poco que su dolor le condujera al sepulcro; mas después de una larga enfermedad pudo mas la razón que el sentimiento, y fue no poca parte de su consuelo la misma atrocidad del agravio. Pues he sido víctima, dijo, de tan cruel antojo de una mujer criada en palacio, me casaré con una hija de un honrado vecino. Escogió pues por mujer a Azora, doncella muy cuerda y de la mejor índole, en quien no notó mas defecto que alguna insustancialidad, y no poca inclinación a creer que los mozos mas lindos eran siempre los mas cuerdos y virtuosos.

 

II.– Las narices.

Un día que volvía del paseo Azora toda inmutada, y haciendo descompuestos ademanes: ¿Qué tienes, querida? le dijo Zadig; ¿qué es lo que tan fuera de ti te ha puesto? ¡Ay! le respondió Azora, lo mismo hicieras tú, si hubieses visto la escena que acabo yo de presenciar, había ido a consolar a Cosrúa, la viuda joven que ha erigido, dos días ha, un mausoleo al difunto mancebo, marido suyo, cabe el arroyo que baña esta pradera, jurando a los Dioses, en su dolor, que no se apartaría de las inmediaciones de este sepulcro, mientras el arroyo no mudara su corriente. Bien está, dijo Zadig; eso es señal de que es una mujer de bien, que amaba de veras a su marido. Ha, replico Azora, si tú supieras cual era su ocupación cuando entré a verla. ¿Cuál era, hermosa Azora? Dar otro cauce al arroyo. Añadió luego Azora tantas invectivas, prorumpió en tan agrias acusaciones contra la viuda moza, que disgustó mucho a Zadig virtud tan jactanciosa. Un amigo suyo, llamado Cador, era uno de los mozos que reputaba Azora por de mayor mérito y probidad que otros; Zadig le fió su secreto, afianzando, en cuanto le fue posible, su fidelidad con cuantiosas dádivas. Después de haber pasado Azora dos días en una quinta de una amiga suya, se volvió a su casa al tercero. Los criados le anunciaron llorando que aquella misma noche se había caído muerto de repente su marido, que no se habían atrevido a llevarle tan mala noticia, y que acababan de enterrar a Zadig en el sepulcro de sus padres al cabo del jardín. Lloraba Azora, mesábase los cabellos, y juraba que no quería vivir. Aquella noche pidió Cador licencia para hablar con ella, y lloraron, ambos. El siguiente día lloraron menos, y comieron juntos. Fióle Cador que le había dejado su amigo la mayor parte de su caudal, y le dio a entender que su mayor dicha seria poder partirle con ella. Lloró con esto la dama, enojóse, y se apaciguó luego; y como la cena fue mas larga que la comida, hablaron ambos con mas confianza. Hizo Azora el panegírico del difunto, confesando empero que adolecía de ciertos defectillos que en Cador no se hallaban.

En mitad de la cena se quejó Cador de un vehemente dolor en el bazo, y la dama inquieta y asustada mandó le trajeran todas las esencias con que se sahumaba, para probar si alguna era un remedio contra los dolores de bazo; sintiendo mucho que se hubiera ido ya de Babilonia el sapientísimo Hermes, y dignándose hasta de tocar el lado donde sentía Cador tan fuertes dolores. ¿Suele daros este dolor tan cruel? le dijo compasiva. A dos dedos de la sepultura me pone a veces, le respondió Cador, y no hay más que un remedio para aliviarme, que es aplicarme al costado las narices de un hombre que haya muerto el día antes. ¡Raro remedio! dijo Azora. No es mas raro, respondió Cador, que los cuernos de ciervo que ponen a los niños para preservarlos del mal de ojos. Esta última razón con el mucho mérito del mozo determinaron al cabo a la Señora. Por fin, dijo, si las narices de mi marido son un poco mas cortas en la segunda vida que en la primera, no por eso le ha de impedir el paso el ángel Asrael, cuando atraviese el puente Sebinavar, para transitar del mundo de ayer al de mañana. Diciendo esto, cogió una navaja, llegóse al sepulcro de su esposo bañándole en llanto, y se bajó para cortarle las narices; pero Zadig que estaba tendido en el sepulcro, agarrando con una mano sus narices, y desviando la navaja con la otra, se alzó de repente exclamando; Otra vez no digas tanto mal de Cosrúa, que la idea de cortarme las narices bien se las puede apostar a la de mudar la corriente de un arroyo.

 

III.– El perro y el caballo.

En breve experimentó Zadig que, como dice el libro de Zenda Vesta, si el primer mes de matrimonio es la luna de miel, el segundo es la de acíbar. Vióse muy presto precisado a repudiar a Azora, que se había tornado inaguantable, y procuró ser feliz estudiando la naturaleza. No hay ser mas venturoso, decía, que el filósofo que estudia el gran libro abierto por Dios a los ojos de los hombres. Las verdades que descubre son propiedad suya: sustenta y enaltece su ánimo, y vive con sosiego, sin temor de los demás, y sin que venga su tierna esposa a cortarle las narices.

Empapado en estas ideas, se retiró a una quinta a orillas del Eúfrates, donde no se ocupaba en calcular cuantas pulgadas de agua pasan cada segundo bajo los arcos de un puente, ni si el mes del ratón llueve una línea cúbica de agua mas que el del carnero; ni ideaba hacer seda con telarañas, o porcelana con botellas quebradas; estudiaba, sí, las propiedades de los animales y las plantas, y en poco tiempo granjeó una sagacidad que le hacia tocar millares de diferencias donde los otros solo uniformidad veían.

Paseándose un día junto a un bosquecillo, vio venir corriendo un eunuco de la reina, acompañado de varios empleados de palacio: todos parecían llenos de zozobra, y corrían a todas partes como locos que andan buscando lo más precioso que han perdido. Mancebo, le dijo el principal eunuco, ¿visteis al perro de la reina? Respondióle Zadig con modestia: Es perra que no perro. Tenéis razón, replicó el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continuó Zadig, que ha parido poco ha, coja del pié izquierdo delantero, y que tiene las orejas muy largas. ¿Con que la habéis visto? dijo el primer eunuco fuera de sí. No por cierto, respondió Zadig; ni la he visto, ni sabia que la reina tuviese perra ninguna.

Aconteció que por un capricho del acaso se hubiese escapado al mismo tiempo de manos de un palafrenero del rey el mejor caballo de las caballerizas reales, y andaba corriendo por la vega de Babilonia. Iban tras de él el caballerizo mayor y todos sus subalternos con no menos premura que el primer eunuco tras de la perra, Dirigióse el caballerizo a Zadig, preguntándole si había visto el caballo del rey. Ese es un caballo, dijo Zadig, que tiene el mejor galope, dos varas de alto, la pezuña muy pequeña, la cola de vara y cuarta de largo; el bocado del freno es de oro de veinte y tres quilates, y las herraduras de plata de once dineros. ¿Y por donde ha ido? ¿dónde está? preguntó el caballerizo mayor. Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oído nunca hablar de él.

Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les quedó duda de que había robado Zadig el caballo del rey y la perra de la reina; condujeronle pues a la asamblea del gran Desterham, que le condenó a doscientos azotes y seis años de presidio. No bien hubieron dado la sentencia, cuando parecieron el caballo y la perra, de suerte que se vieron los jueces en la dolorosa precisión de anular su sentencia; condenaron empero a Zadig a una multa de cuatrocientas onzas de oro, porque había dicho que no había visto habiendo visto. Primero pagó la multa, y luego se le permitió defender su pleito ante el consejo del gran Desterliam, donde dijo así:

Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo unís la dureza del hierro, el brillo del diamante, y no poca afinidad con el oro, siéndome permitido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Orosmades, que nunca vi ni la respetable perra de la reina, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como voy a contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco, y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal, y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros, impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me dieron a conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que había parido pocos días hacia. Otros vestigios en otra dirección, que se dejaban ver siempre al ras de la arena al lado de los pies delanteros, me demostraron que tenia las orejas largas; y como las pisadas del un pié eran menos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por consecuencia que era, si soy osado a decirlo, algo coja la perra de nuestra augusta reina.

En cuanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas a igual distancia. Este caballo, dije, tiene el galope perfecto. En una senda angosta que no tiene más de dos varas y media de ancho, estaba a izquierda y a derecha barrido el polvo en algunos parajes. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de vara y cuarta, que con sus movimientos a derecha y a izquierda ha barrido este polvo. Debajo de los árboles que formaban una enramada de dos varas de alto, estaban recién caídas las hojas de las ramas, y conocí que las había dejado caer el caballo, que por tanto tenía dos varas. Su freno ha de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice la prueba. Por fin, las marcas que han dejado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros.

Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reina. En antesalas, salas, y gabinetes no se hablaba más que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de cuatrocientas onzas de oro a que había sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran de dictamen de quemarle como hechicero. Fuéron con mucho aparato a su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, a llevarle sus cuatrocientas onzas, sin guardar por las costas más que trescientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidieron una gratificación.

Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasión lo que hubiese visto, y la ocasión no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debajo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaración a este, no declaró nada; y habiéndole probado que se había asomado al balcón, por tamaño delito fue condenado a pagar quinientas onzas do oro, y dio las gracias a los jueces por su mucha benignidad, que así era costumbre en Babilonia, ¡Gran Dios, decía Zadig entre sí, qué desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, o la perrita de la reina! ¡Qué de peligros corre quien a su balcón se asoma! ¡Qué cosa tan difícil es ser dichoso en esta vida!

 

IV.– El envidioso.

Apeló Zadig a la amistad y a la filosofía para consolarse de los males que le había hecho la fortuna. En un arrabal de Babilonia tenia una casa alhajada con mucho gusto, y allí reunía las artes y las recreaciones dignas de un hombre fino. Por la mañana estaba su biblioteca abierta para todos los sabios, y por la tarde su mesa a personas de buena educación. Pero muy presto echó de ver que era muy peligroso tratar con sabios. Suscitóse una fuerte disputa acerca de una ley de Zoroastro, que prohíbe comer grifo. ¿Como está prohibido el grifo, decían unos, si no hay tal animal? Fuerza es que le haya, decían otros, cuando no quiere Zoroastro que le comamos. Zadig, por ponerlos conformes, les dijo: Pues no comamos grifo, si grifos hay; y si no los hay, menos los comeremos, y así obedeceremos a Zoroastro.

Había un sabio escritor que había compuesto una obra en trece tomos en folio acerca de las propiedades de los grifos, gran teurgista, que a toda prisa se fue a presentar ante el archimago Drastanés, el más necio, y a consecuencia el más fanático de los Caldeos de aquellos remotos tiempos. En honra y gloria del Sol, habría este mandado empalar a Zadig, y rezado luego el breviario de Zoroastro con mas devota compunción. Su amigo Cador (que un amigo vale mas que un ciento de clérigos) fue a ver al viejo Drastanés, y le dijo así: Gloria al Sol y a los grifos; nadie toque al pelo a Zadig, que es un santo, y mantiene grifos en su corral, sin comérselos: su acusador sí, que es hereje. ¿Pues no ha sustentado que no son ni solípedos ni inmundos los conejos? Bien, bien, dijo Drastanés, meneando la temblona cabeza: a Zadig se le ha de empalar, porque tiene ideas erróneas sobre los glifos; y al otro, porque ha hablado sin miramiento de los conejos. Apaciguólo Cador todo por medio de una moza de retrete de palacio, a quien había hecho un chiquillo, la cual tenia mucho influjo con el colegio de los magos, y no empalaron a nadie; cosa que la murmuraron muchos doctores, y por ello pronosticaron la próxima decadencia de Babilonia. Decía Zadig: ¿En qué se cifra la felicidad? Todo me persigue en la tierra, hasta los seres imaginarios; y maldiciendo de los sabios, resolvió ceñirse a vivir con la gente fina.

Reuníanse en su casa los sujetos de mas fino trato de Babilonia, y las mas amables damas; servíanse exquisitas cenas, precedidas las mas veces de academias, y que animaban conversaciones amables, en que nadie aspiraba a echarlo de agudo, que es medio certísimo de ser un majadero, y deslustrar la mas brillante tertulia. Los platos y los amigos no eran los que escogía la vanagloria, que en todo prefería a la apariencia la realidad, y así se granjeaba una estimación sólida, por eso mismo que menos a ella aspiraba.

Vivía en frente de su casa un tal Arimazo, sujeto que llevaba la perversidad de su ánimo en la fisonomía grabada: corroíale la envidia, y reventaba de vanidad, desando aparte que era un presumido de saber fastidioso. Como las personas finas se burlaban de él, él se vengaba hablando mal de ellas. Con dificultad reunía en su casa aduladores, puesto que era rico. Importunábale el ruido de los coches que entraban de noche en casa de Zadig, pero mas le enfadaba el de las alabanzas que de él oía. Iba algunas veces a su casa, y se sentaba a la mesa sin que le convidaran, corrompiendo el júbilo de la compañía entera, como dicen que inficionan las arpías los manjares que tocan. Sucedióle un día que quiso dar un banquete a una dama, que, en vez de admitirle, se fue a cenar con Zadig; y otra vez, estando ambos hablando en palacio, se llegó un ministro que convidó a Zadig a cenar, y no le dijo nada a Arimazo. En tan flacos cimientos estriban a veces las más crueles enemigas. Este hombre, que apellidaba Babilonia el envidioso, quiso dar al traste con Zadig, porque le llamaban el dichoso. Cien veces al día, dice Zoroastro, se halla ocasión para hacer daño, y para hacer bien apenas una vez al año.

Fuése el envidioso a casa de Zadig, el cual se estaba paseando por sus jardines con dos amigos, y una señora a quien decía algunas flores, sin otro ánimo que decirlas. Tratábase de una guerra que acababa de concluir con felicidad el rey contra el príncipe de Hircania, feudatario suyo. Zadig que en esta corta guerra había dado repetidas pruebas de valor, hacia muchos elogios del rey, y más todavía de la dama. Cogió su libro de memoria, y escribió en él cuatro versos de repente, que dio a leer a su hermosa huésped; pero aunque sus amigos le suplicaron que se los leyese, por modestia, o acaso por un amor propio muy discreto, no quiso hacerlo: que bien sabia que los versos de repente hechos solo son buenos para aquella para quien se hacen. Rasgó pues en dos la hoja del librillo de memoria en que los había escrito, y tiró los dos pedazos a una enramada de rosales, donde fue en balde buscarlos. Empezó en breve a lloviznar, y se volvieron todos a los salones; pero el envidioso que se había quedado en el jardín, tanto registró que dio con una mitad de la hoja, la cual de tal manera estaba rasgada, que la mitad de cada verso que llenaba un renglón formaba sentido, y aun un verso corto; y lo mas extraño es que, por un acaso todavía mas extraordinario, el sentido que formaban los tales versos cortos era una atroz infectiva contra el rey. Leíase en ellos:

Un monstruo detestable Hoy rige la Caldea; Su trono incontrastable El poder mismo afea.

 

Por la vez primera de su vida se creyó feliz el envidioso, teniendo con que perder a un hombre de bien y amable. Embriagado en tan horrible júbilo, dirigió al mismo rey esta sátira escrita de pluma de Zadig, el cual, con sus dos amigos y la dama, fue llevado a la cárcel, y se le formó causa, sin que se dignaran de oírle. Púsose el envidioso, cuando le hubieron sentenciado, en el camino por donde había de pasar, y le dijo que no valían nada sus versos. No lo echaba Zadig de poeta; sentía empero en el alma verse condenado como reo de lesa majestad, y dejar dos amigos y una hermosa dama en la cárcel por un delito que no había cometido. No lo permitieron alegar nada en su defensa, porque el libro de memoria estaba claro, y que así era estilo en Babilonia. Caminaba pues al cadalso, atravesando inmensas filas de gentes curiosas; ninguno se atrevía a condolerse de él, pero sí se agolpaban para examinar qué cara ponía, y si iba a morir con aliento. Sus parientes eran los únicos afligidos, porque no heredaban, habiéndose confiscado las tres cuartas partes de su caudal a beneficio del erario, y la restante al del envidioso.

Mientras que se estaba disponiendo a morir, se voló del balcón el loro del rey, y fue a posarse en los rosales del jardín de Zadig. Había derribado el viento un melocotón de un árbol inmediato, que había caído sobre un pedazo de un librillo de memoria escrito, y se le había pegado. Agarró el loro el melocotón con lo escrito, y se lo llevó todo a las rodillas del rey. Curioso esta leyó unas palabras que no significaban nada, y parecían fines de verso. Como era aficionado a la poesía, y que siempre se puede sacar algo con los príncipes que gustan de coplas, le dio en que pensar la aventura del papagayo. Acordándose entonces la reina de lo que había en el trozo del libro de memoria de Zadig, mandó que se le trajesen, y confrontando ambos trozos se vio que venia uno con otro; y los versos de Zadig, leídos como él los había escrito, eran los siguientes:

Un monstruo detestable es la sangrienta guerra; Hoy rige la Caldea en paz el rey sin sustos: Su trono incontrastable amor tiene en la tierra; El poder mismo afea quien no goza sus gustos.

 

Al punto mandó el rey que trajeran a Zadig a su presencia, y que sacaran de la cárcel a sus dos amigos y la hermosa dama. Postróse el rostro por el suelo Zadig a las plantas del rey y la reina; pidióles rendidamente perdón por los malos versos que había compuesto, y habló con tal donaire, tino y agudeza, que los monarcas quisieron volver a verle: volvió, y gustó más. Le adjudicaron los bienes del envidioso que injustamente le había acusado: Zadig se los restituyó todos, y el único afecto del corazón de su acusador fue el gozo de no perder lo que tenia. De día en día se aumentaba el aprecio que el rey de Zadig hacia: convidábale a todas sus recreaciones, y le consultaba en todos asuntos. Desde entonces la reina empezó a mirarle con una complacencia que podía acarrear graves peligros a ella, a su augusto esposo, a Zadig y al reino entero, y Zadig a creer que no es cosa tan dificultosa vivir feliz.

 

V.– El generoso.

Vino la época de la celebridad de una solemne fiesta que se hacia cada cinco años, porque era estilo en Babilonia declarar con solemnidad, al cabo de cinco años, cual de los ciudadanos había hecho la mas generosa acción. Los jueces eran los grandes y los magos. Exponía el primer sátrapa encargado del gobierno de la ciudad, las acciones mas ilustres hechas en el tiempo de su gobierno; los jueces votaban, y el rey pronunciaba la decisión. De los extremos de la tierra acudían espectadores a esta solemnidad. Recibía el vencedor de mano del monarca una copa de oro guarnecida de piedras preciosas, y le decía el rey estas palabras: “Recibid este premio de la generosidad, y ojalá me concedan los Dioses muchos vasallos que a vos se parezcan.”

Llegado este memorable día, se dejó ver el rey en su trono, rodeado de grandes, magos y diputados de todas las naciones, que venían, a unos juegos donde no con la ligereza de los caballos, ni con la fuerza corporal, sino con la virtud se granjeaba la gloria. Recitó en voz alta el sátrapa las acciones por las cuales podían sus autores merecer el inestimable premio, y no habló siquiera de la magnanimidad con que había restituido Zadig todo su caudal al envidioso: que no era esta acción que mereciera disputar el premio.

Primero presentó a un juez que habiendo, en virtud de una equivocación de que no era responsable, fallado un pleito importante contra un ciudadano, le había dado todo su caudal, que era lo equivalente de la perdida del litigante.

Luego produjo un mancebo que perdido de amor por una doncella con quien se iba a casar, se la cedió no obstante a un amigo suyo, que estaba a la muerte por amores de la misma, y además dotó la doncella.

Hizo luego comparecer a un militar que en la guerra de Hircania había dado ejemplo todavía de mayor generosidad. Llevábanse a su amada unos soldados enemigos, y mientras la estaba defendiendo contra ellos, le vinieron a decir que otros Hircanos se llevaban de allí cerca a su madre; y abandonó llorando a su querida, por libertar a la madre. Cuando volvió a tomar la defensa de su dama, la encontró expirando, y se quiso dar la muerte; pero le representó su madre que no tenía más apoyo que él, y tuvo ánimo para sufrir la vida.

Inclinábanse los jueces por este soldado; pero el rey tomando la palabra, dijo: acción es noble la suya, y también lo son las de los otros, pero no me pasman; y ayer hizo Zadig una que me ha pasmado. Pocos días ha que ha caído de mi gracia Coreb, mi ministro y valido. Quejábame de él con vehemencia, y todos los palaciegos me decían que era yo demasiadamente misericordioso; todos decían a porfía mal de Coreb. Pregunté su dictamen a Zadig, y se atrevió a alaharle. Confieso que en nuestras historias he visto ejemplos de haber pagado un yerro con su caudal, cedido su dama, o antepuesto su madre al objeto de su amor; pero nunca he leído que un palaciego haya dicho bien de un ministro caído con quien estaba enojado su soberano. A cada uno de aquellos cuyas acciones se han recitado le doy veinte mil monedas de oro; pero la copa se la doy a Zadig.

Señor, replicó este, vuestra majestad es el único que la merece, y quien ha hecho la mas inaudita acción, pues siendo rey no se ha indignado contra su esclavo que contradecía su pasión. Todos celebraron admirados al rey y a Zadig. Recibieron las dádivas del monarca el juez que había dado su caudal, el amante que había casado a su amada con su amigo, y el soldado que antes quiso librar a su madre que a su dama; y Zadig obtuvo la copa. Granjeóse el rey la reputación de buen príncipe, que no conservó mucho tiempo; y se consagró el día con fiestas que duraron mas de lo que prescribía la ley, conservándose aun su memoria en el Asia. Decía Zadig: ¡con que en fin soy feliz! pero Zadig se engañaba.

 

VI.– El ministro.

Habiendo perdido el rey a su primer ministro, escogió a Zadig para desempeñar este cargo. Todas las hermosas damas de Babilonia aplaudieron esta elección, porque nunca había habido ministro tan mozo desde la fundación del imperio: todos los palaciegos la sintieron; al envidioso le dio un vómito de sangre, y se le hincharon extraordinariamente las narices. Dio Zadig las gracias al rey y a la reina, y fue luego a dárselas al loro. Precioso pájaro, le dijo, tú has sido quien me has librado la vida, y quien me has hecho primer ministro. Mucho mal me habían hecho la perra y el caballo de sus majestades, pero tú me has hecho mucho bien. ¡En qué cosas estriba la suerte de los humanos! Pero puede ser que mi dicha se desvanezca dentro de pocos instantes. El loro respondió: antes. Dio golpe a Zadig esta palabra; puesto que a fuer de buen físico que no creía que fuesen los loros profetas, se sosegó luego, y empezó a servir su cargo lo mejor que supo.

Hizo que a todo el mundo alcanzara el sagrado poder de las leyes, y que a ninguno abrumara el peso de su dignidad. No impidió la libertad de votos en el diván, y cada visir podía, sin disgustarle, exponer su dictamen. Cuando fallaba de un asunto, la ley, no él, era quien fallaba; pero cuando esta era muy severa, la suavizaba; y cuando faltaba ley, la hacia su equidad tal, que se hubiera podido atribuir a Zoroastro. El fue quien dejó vinculado en las naciones el gran principio de que vale mas libertar un reo, que condenar un inocente. Pensaba que era destino de las leyes no menos socorrer a los ciudadanos que amedrentarlos. Cifrábase su principal habilidad en desenmarañar la verdad que procuran todos obscurecer. Sirvióse de esta habilidad desde los primeros días de su administración. Había muerto en las Indias un comerciante muy nombrado de Babilonia: y habiendo dejado su caudal por iguales partes a sus dos hijos, después de dotar a su hija, dejaba además un legado de treinta mil monedas de oro a aquel de sus hijos que se decidiese que le había querido más. El mayor le erigió un sepulcro, y el menor dio a su hermana parte de su herencia en aumento de su dote. La gente decía: El mayor quería más a su padre, y el menor quiere más a su hermana: las treinta mil monedas se deben dar al mayor. Llamó Zadig sucesivamente a los dos, y le dijo al mayor: No ha muerto vuestro padre, que ha sanado de su última enfermedad, y vuelve a Babilonia. Loado sea Dios, respondió el mancebo; pero su sepulcro me había costado harto caro. Lo mismo dijo luego Zadig al menor. Loado sea Dios, respondió, voy a restituir a mi padre todo cuanto tengo, pero quisiera que desase a mi hermana lo que le he dado. No restituiréis nada, dijo Zadig, y se os darán las treinta mil monedas, que vos sois el que mas a vuestro padre queríais.

Había dado una doncella muy rica palabra de matrimonio a dos magos, y después de haber recibido algunos meses instrucciones de ambos, se encontró en cinta. Ambos querían casarse con ella. La doncella dijo que seria su marido el que la había puesto en estado de dar un ciudadano al imperio. Uno decía: Yo he sido quien he hecho esta buena obra; el otro: No, que soy yo quien he tenido tanta dicha. Está bien, respondió la doncella, reconozco por padre de la criatura el que le pueda dar mejor educación. Parió un chico, y quiso educarle uno y otro mago. Llevada la instancia ante Zadig, los llamó a entrambos, y dijo al primero: ¿Qué has de enseñar a tu alumno? Enseñaréle, respondió el doctor, las ocho partes de la oración, la dialéctica, la astrología, la demonología, qué cosa es la sustancia y el accidente, lo abstracto y lo concreto, las monadas y la armonía preestablecida. Pues yo, dijo el segundo, procuraré hacerle justo y digno de tener amigos. Zadig falló: Ora seas o no su padre, tú te casarás con su madre.

Todos los días venían quejas a la corte contra el Itimadulet de Media, llamado Iras, gran potentado, que no era de perversa índole, pero que la vanidad y el deleite le habían estragado. Raras veces permitía que le hablasen, y nunca que se atreviesen a contradecirle. No son tan vanos los pavones, ni mas voluptuosas las palomas, ni menos perezosos los galápagos; solo respiraba vanagloria y deleites vanos.

Probóse Zadig a corregirle, y le envió de parte del rey un maestro de música, con doce cantores y veinte y cuatro violines, un mayordomo con seis cocineros y cuatro gentiles hombres, que no le dejaban nunca. Decía la orden del rey que se siguiese puntualísimamente el siguiente ceremonial, como aquí se pone.

El día primero, así que se despertó el voluptuoso Iras, entró el maestro de música acompañado de los cantores y violines, y cantaron una cantata que duró dos horas, y de tres en tres minutos era el estribillo:

¡Cuanto merecimiento! ¡Qué gracia, qué nobleza! ¡Que ufano, que contento Debe estar de sí propio su grandeza!

 

Concluida la cantata, le recitó un gentil hombre una arenga que duró tres cuartos de hora, pintándole como un dechado perfecto de cuantas prendas le faltaban; y acabada, le llevaron a la mesa al toque de los instrumentos. Duró tres horas la comida; y así que abría la boca para decir algo, exclamaba el gentil hombre: Su Excelencia tendrá razón. Apenas decía cuatro palabras; interrumpía el segundo gentil hombre, diciendo: Su Excelencia tiene razón. Los otros dos soltaban la carcajada en aplauso de los chistes que había dicho o debido decir Iras. Servidos que fueron los postres, se repitió la cantata.

Parecióle delicioso el primer día, y quedó persuadido de que le honraba el rey de reyes conforme a su mérito. El segundo le fue algo menos grato; el tercero estuvo incomodado; el cuarto no le pudo aguantar; el quinto fue un tormento; finalmente, aburrido de oír cantar sin cesar: ¡qué ufano, qué contento déle estar de sí propio su grandeza! de que siempre le dijeran que tenia razón, y de que le repitieran la misma arenga todos los días a la propia hora, escribió a la corte suplicando al rey que fuese dignado de llamar a sus gentiles hombres, sus músicos y su mayordomo, prometiendo tener mas aplicación y menos vanidad. Luego gustó menos de aduladores, dio menos fiestas, y fue más feliz; porque, como dice el Sader, sin cesar placeres no son placeres.

 

VII.– Disputas y audiencias.

De este modo acreditaba Zadig cada día su agudo ingenio y su buen corazón; todos le miraban con admiración, y le amaban empero. Era reputado el mas venturoso de los hombres; lleno estaba todo el imperio de su nombre; guiñábanle a hurtadillas todas las mujeres; ensalzaban su justificación los ciudadanos todos; los sabios le miraban como un oráculo, y hasta los mismos magos confesaban que sabia punto mas que el viejo archimago Siara, tan lejos entonces de formarle cansa acerca de los grifos, que solo se creía lo que a él le parecía creíble.

Reinaba de mil y quinientos años atrás una gran contienda en Babilonia, que tenia dividido el imperio en dos irreconciliables sectas: la una sustentaba que siempre se debía entrar en el templo de Mitras el pié izquierdo por delante; y la otra miraba con abominación semejante estilo, y llevaba siempre el pié derecho delantero. Todo el mundo aguardaba con ansia el día de la fiesta solemne del fuego sagrado, para saber qué secta favorecía Zadig: todos tenían clavados los ojos en sus dos pies; toda la ciudad estaba suspensa y agitada. Entró Zadig en el templo saltando a pie juntillas, y luego en un elocuente discurso hizo ver que el Dios del cielo y la tierra, que no mira con privilegio a nadie, el mismo caso hace del pié izquierdo que del derecho. Dijo el envidioso y su mujer que no había suficientes figuras en su arenga, donde no se veían bailar las montañas ni las colinas. Decían que no había en ella ni jugo ni talento, que no se vía la mar ahuyentada, las estrellas por tierra, y el sol derretido como cera virgen; por fin, que no estaba en buen estilo oriental. Zadig no aspiraba más que a que fuese su estilo el de la razón. Todo el mundo se declaró en su favor, no porque estaba en el camino de la verdad, ni porque era discreto, ni porque era amable, sino porque era primer visir.

No dio menos feliz cima a otro intrincadísimo pleito de los magos blancos con los negros. Los blancos decían que era impiedad dirigirse al oriente del invierno, cuando los fieles oraban a Dios; y los negros afirmaban que miraba Dios con horror a los hombres que se dirigían al poniente del verano. Zadig mandó que se volviera cada uno hacia donde quisiese.

Encontró medio para despachar por la mañana los asuntos particulares y generales, y lo demás del día se ocupaba en hermosear a Babilonia. Hacia representar tragedias para llorar, y comedias para reír; cosa que había dejado de estilarse mucho tiempo hacia, y que él restableció, porque era sujeto de gusto fino. No tenia la manía de querer entender más que los pentos en las artes, los cuales los remuneraba con dádivas y condecoraciones, sin envidiar en secreto su habilidad. Por la noche divertía mucho al rey, y más a la reina. Decía el rey: ¡Qué gran ministro! y la reina: ¡Qué amable ministro! y ambos añadían: Lástima fuera que le hubieran ahorcado.

Nunca otro en tan alto cargo se vio precisado a dar tantas audiencias a las damas: las más venían a hablarle de algún negocio que no les importaba, para probarse a hacerle con él. Una de las primeras que se presentó fue la mujer del envidioso, jurándole por Mitras, por Zenda Vesta, y por el fuego sagrado, que siempre había mirado con detectación la conducta de su marido. Luego le fió que era el tal marida celoso y mal criado, y le dio a entender que le castigaban los Dioses privándole de los preciosos efectos de aquel sacro fuego, el único que hace a los hombres semejantes a los inmortales; por fin dejó caer una liga. Cogióla Zadig con su acostumbrada cortesanía, pero no se la ató a la dama a la pierna; y este leve yerro, si por tal puede tenerse, fue origen de las desventuras mas horrendas. Zadig no pensó en ello, pero la mujer del envidioso pensó más de lo que decirse puede.

Cada día se le presentaban nuevas damas. Aseguran los anales secretos de Babilonia, que cayó una vez en la tentación, pero que quedó pasmado de gozar sin deleite, y de tener su dama en sus brazos distraído. Era aquella a quien sin pensar dio pruebas de su protección, una camarista de la reina Astarte. Por consolarse decía para sí esta enamorada Babilonia: Menester es que tenga este hombre atestada la cabeza de negocios, pues aun en el lance de gozar de su amor piensa en ellos. Escapósele a Zadig en aquellos instantes en que los mas no dicen palabra, o solo dicen palabras sagradas, clamar de repente: LA REYNA; y creyó la Babilonia, que vuelto en sí en un instante delicioso le había dicho REYNA MIA. Mas Zadig, distraído siempre, pronunció el nombre de Astarte; y la dama, que en tan feliz situación todo lo interpretaba a su favor, se figuró que quería decir que era más hermosa que la reina Astarte. Salió del serrallo de Zadig habiendo recibido espléndidos regalos, y fue a contar esta aventura a la envidiosa, que era su íntima amiga, la cual quedó penetrada de dolor por la preferencia. Ni siquiera se ha dignado, decía, de atarme esta malhadada liga, que no quiero que me vuelva a servir, ¡Ha, ha! dijo la afortunada a la envidiosa, las mismas ligas lleváis que la reina: ¿las tomáis en la misma tienda? Sumióse en sus ideas la envidiosa, no respondió, y se fue a consultar con el envidioso su marido.

Entretanto Zadig conocía que estaba distraído cuando daba audiencia, y cuando juzgaba; y no sabía a qué atribuirlo: esta era su única pesadumbre. Soñó una noche que estaba acostado primero encima de unas yerbas secas, entre las cuales había algunas punzantes que le incomodaban; que luego reposaba blandamente sobre un lecho de rosas, del cual salía una sierpe que con su venenosa y acerada lengua le hería el corazón. ¡Ay! decía, mucho tiempo he estado acostado encima de las secas y punzantes yerbas; ahora lo estoy en el lecho de rosas: ¿mas cual será la serpiente?

 

VIII.– Los celos.

De su misma dicha vino la desgracia de Zadig, pero más aun de su mérito. Todos los días conversaba con el rey, y con su augusta esposa Astarte, y aumentaba el embeleso de su conversación aquel deseo de gustar, que, con respecto al entendimiento, es como el arreo a la hermosura; y poco a poco hicieron su mocedad y sus gracias una impresión en Astarte, que a los principios no conoció ella propia. Crecía esta pasión en el regazo de la inocencia, abandonándose Astarte sin escrúpulo ni recelo al gusto de ver y de oír a un hombre amado de su esposo y del reino entero. Alababásele sin cesar al rey, hablaba de él con sus damas, que ponderaban más aun sus prendas, y todo así ahondaba en su pecho la flecha que no sentía. Hacia regalos a Zadig, en que tenia mas parte el amor de lo que ella se pensaba; y muchas veces, cuando se figuraba que le hablaba como reina, satisfecha se expresaba como mujer enamorada.

Mucho más hermosa era Astarte que la Semira que tanta ojeriza tenia con los tuertos, y que la otra que había querido cortar a su esposo las narices. Con la llaneza de Astarte, con sus tiernas razones de que empezaba a sonrojarse, con sus miradas que procuraba apartar de él, y que en las suyas se clavaban, se encendió en el pecho de Zadig un fuego que a él propio le pasmaba. Combatió, llamo a su auxilio la filosofía que siempre le había socorrido; pero esta ni alumbró su entendimiento, ni alivió su ánimo. Ofrecíanse ante él, como otros tantos dioses vengadores, la obligación, la gratitud, la majestad suprema violadas: combatía y vencía; pero una victoria a cada instante disputada, le costaba lágrimas y suspiros. Ya no se atrevía a conversar con la reina con aquella serena libertad que tanto a entrambos había embelesado; cúbranse de una nube sus ojos; eran sus razones confusas y mal hiladas; bajaba los ojos; y cuando involuntariamente en Astarte los ponía, encontraba los suyos bañados en lágrimas, de donde salían inflamados rayos. Parece que se decían uno a otro: Nos adoramos, y tememos amarnos; ambos ardemos en un fuego que condenamos. De la conversación de la reina salía Zadig fuera de sí, desatentado, y como abrumado con una caiga con la cual no podía. En medio de la violencia de su agitación, dejó que su amigo Cador columbrara su secreto, como uno que habiendo largo tiempo aguantado las punzadas de un vehemente dolor, descubre al fin su dolencia por un grito lastimero que vencido de sus tormentos levanta, y por el sudor frío que por su semblante corre.

Díjole Cador: Ya había yo distinguido los afectos que de vos mismo os esforzabais a ocultar: que tienen las pasiones señales infalibles; y si yo he leído en vuestro corazón, contemplad, amado Zadig, si descubrirá el rey un amor que le agravia; él que no tiene otro defecto que ser el mas celoso de los mortales. Vos resistís a vuestra pasión con más vigor que combate Astarte la suya, porque sois filósofo y sois Zadig. Astarte es mujer, y eso más deja que se expliquen sus ojos con imprudencia que no piensa ser culpada: satisfecha por desgracia con su inocencia, no se cura de las apariencias necesarias. Mientras que no le remuerda en nada la conciencia, tendré miedo de que se pierda. Si ambos estuvieseis acordes, frustraríais los ojos más linces: una pasión en su cuna y contrarestada rompe afuera; el amor satisfecho se sabe ocultar. Estremecióse Zadig con la propuesta de engañar al monarca su bienhechor, y nunca fue mas fiel a su príncipe que cuando culpado de un involuntario delito. En tanto la reina repetía con tal frecuencia el nombre de Zadig; colorábanse de manera sus mejillas al pronunciarle; cuando le hablaba delante del rey, estaba unas veces tan animada y otras tan confusa; parábase tan pensativa cuando se iba, que turbado el rey creyó todo cuanto vía, y se figuró lo que no vía. Observó sobre todo que las babuchas de su mujer eran azules, y azules las de Zadig; que los lazos de su mujer eran pajizos, y pajizo el turbante de Zadig: tremendos indicios para un príncipe delicado. En breve se tornaron en su ánimo exasperado en certeza las sospechas.

Los esclavos de los reyes y las reinas son otras tantas espías de sus más escondidos afectos, y en breve descubrieron que estaba Astarte enamorada, y Moabdar celoso. Persuadió el envidioso a la envidiosa a que enviara al rey su liga que se parecía a la de la reina; y para mayor desgracia, era azul dicha liga. El monarca solo pensó entonces en el modo de vengarse. Una noche se resolvió a dar un veneno a la reina, y a enviar un lazo a Zadig al rayar del alba, y dio esta orden a un despiadado eunuco, ejecutor de sus venganzas. Hallábase a la sazón en el aposento del rey un enanillo mudo, pero no sordo, que dejaban allí como un animalejo doméstico, y era testigo de los mas recónditos secretos. Era el tal mudo muy afecto a la reina y a Zadig, y escuchó con no menos asombro que horror dar la orden de matarlos ambos. ¿Mas cómo haría para precaver la ejecución de tan espantosa orden, que se iba a cumplir dentro de pocas horas? No sabia escribir, pero sí pintar, y especialmente retratar al vivo los objetos. Una parte de la noche la pasó dibujando lo que quería que supiera la reina: representaba su dibujo, en un rincón del cuadro, al rey enfurecido dando órdenes a su eunuco; en otro rincón una cuerda azul y un vaso sobre una mesa, con unas ligas azules, y unas cintas pajizas; y en medio del cuadro la reina moribunda en brazos de sus damas, y a sus plantas Zadig ahorcado. Figuraba el horizonte el nacimiento del sol, como para denotar que esta horrenda catástrofe debía ejecutarse al rayar de la aurora. Luego que hubo acabado, se fue corriendo al aposento de una dama de Astarte, la despertó, y le dijo por señas que era menester que llevara al instante aquel cuadro a la reina.

Hete pues que a media noche llaman a la puerta de Zadig, le despiertan, y le entregan una esquela de la reina: dudando Zadig si es sueño, rompe el nema con trémula mano. ¡Qué pasmo no fue el suyo, ni quien puede pintar la consternación y el horror que le sobrecogieron, cuando leyó las siguientes palabras! “Huid sin tardanza, o van a quitaros la vida. Huid, Zadig, que yo os lo mando en nombre de nuestro amor, y de mis cintas pajizas. No era culpada, pero veo que voy a morir delincuente.”

Apenas tuyo Zadig fuerza para articular una palabra. Mandó llamar a Cador, y sin decirle nada le dio la esquela; y Cador le forzó a que obedeciese, y a que tomase sin detenerse el camino de Menfis. Si os aventuráis a ir a ver a la reina, le dijo, aceleráis su muerte; y si habláis con el rey, también es perdida. Yo me encargo de su suerte, seguid vos la vuestra: esparciré la voz de que os habéis encaminado hacia la India, iré pronto a buscaros, y os diré lo que hubiere sucedido en Babilonia.

Sin perder un minuto, hizo Cador llevar a una salida excusada de palacio dos dromedarios ensillados de los más andariegos; en uno montó Zadig, que no se podía tener, y estaba a punto de muerte, y en otro el único criado que le acompañaba. A poco rato Cador sumido en dolor y asombro hubo perdido a su amigo de vista.

Llegó el ilustre prófugo a la cima de un collado de donde se descubría a Babilonia, y clavando los ojos en el palacio de la reina se cayó desmayado. Cuando recobró el sentido, vertió abundante llanto, invocando la muerte. Al fin después de haber lamentado la deplorable estrella de la más amable de las mujeres, y la primera reina del mundo, reflexionando un instante en su propia suerte, dijo: ¡Válgame Dios; y lo que es la vida humana! ¡O virtud, para que me has valido! Indignamente me han engañado dos mujeres; y la tercera, que no es culpada, y es más hermosa que las otras, va a morir. Todo cuanto bien he hecho ha sido un manantial de maldiciones para mí; y si me he visto exaltado al ápice de la grandeza, ha sido para despeñarme en la más honda sima de la desventura. Si como tantos hubiera sido malo, seria, como ellos, dichoso. Abrumado con tan fatales ideas, cubiertos los ojos de un velo de dolor, pálido de color de muerte el semblante, y sumido el ánimo en el abismo de una tenebrosa desesperación, siguió su viaje hacia el Egipto.

 

IX.– La mujer aporreada.

Encaminabase Zadig en la dirección de las estrellas, y le guiaban la constelación de Orión y el luciente astro de Sirio hacia el polo de Canopo. Contemplaba admirado estos vastos globos de luz que parecen imperceptibles chispas a nuestra vista, al paso que la tierra que realmente es un punto infinitamente pequeño en la naturaleza, la mira nuestra codicia como tan grande y tan noble. Representábase entonces a los hombres como realmente son, unos insectos que unos a otros se devoran sobre un mezquino átomo de cieno; imagen verdadera que acallaba al parecer sus cuitas, retratándole la nada de su ser y de Babilonia misma. Lanzábase su ánimo en lo infinito, y desprendido de sus sentidos contemplaba el inmutable orden, del universo. Mas cuando luego tornando en sí, y entrando dentro de su corazón, pensaba en Astarte, muerta acaso a causa de él, todo el universo desaparecía, y no vía mas que a la moribunda Astarte y al malhadado Zadig. Agitado de este flujo y reflujo de sublime filosofía y de acerbo duelo, caminaba hacia las fronteras de Egipto, y ya había llegado su fiel criado al primer pueblo, y le buscaba alojamiento. Paseábase en tanto Zadig por los jardines que ornaban las inmediaciones del lugar, cuando a corta distancia del camino real vio una mujer llorando, que invocaba cielos y tierra en su auxilio, y un hombre enfurecido en seguimiento suyo. Alcanzábala ya; abrazaba ella sus rodillas, y el hombre la cargaba de golpes y denuestos. Por la saña del Egipcio, y los reiterados perdones que le pedía la dama, coligió que él era celoso y ella infiel; pero habiendo contemplado a la mujer, que era una beldad peregrina, y que además se parecía algo a la desventurada Astarte, se sintió movido de compasión en favor de ella, y de horror contra el Egipcio. Socorredme, exclamó la dama a Zadig entre sollozos, y sacadme de poder del más inhumano de los mortales; libradme la vida. Oyendo estas voces, fue Zadig a interponerse entre ella y este cruel. Entendía algo la lengua egipcia, y le dijo en este idioma: Si tenéis humanidad, ruégoos que respetéis la flaqueza y la hermosura. ¿Cómo agraviáis un dechado de perfecciones de la naturaleza, postrado a vuestras plantas, sin más defensa que sus lágrimas? Ha, ha, le dijo el hombre colérico: ¿con que también tú la quieres? pues en ti me voy a vengar. Dichas estas razones, deja a la dama que tenia asida por los cabellos, y cogiendo la lanza va a pasársela por el pecho al extranjero. Este que estaba sosegado paró con facilidad el encuentro de aquel frenético, agarrando la lanza por junto al hierro de que estaba armada. Forcejando uno por retirarla, y otro por quitársela, se hizo pedazos. Saca entonces el Egipcio su espada, ármase Zadig con la suya, y se embisten uno y otro. Da aquel mil precipitados golpes; páralos este con maña: y la dama sentada sobre el césped los mira, y compone su vestido y su tocado. Era el Egipcio más forzudo que su contrario, Zadig era más mañoso: este peleaba como un hombre que guiaba el brazo por su inteligencia, y aquel como un loco que ciego con los arrebatos de su saña le movía a la aventura. Va Zadig a él, le desarma; y cuando más enfurecido el Egipcio se quiere tirar a él, le agarra, le aprieta entre sus brazos, le derriba por tierra, y poniéndole la espada al pecho, le quiere dejar la vida. Desatinado el Egipcio saca un puñal, y hiere a Zadig, cuando vencedor este le perdonaba; y Zadig indignado le pasa con su espada el corazón. Lanza el Egipcio un horrendo grito, y muere convulso y desesperado, Volvióse entonces Zadig a la dama, y con voz rendida le dijo: Me ha forzado a que le mate; ya estáis vengada, y libre del hombre mas furibundo que he visto: ¿qué queréis, Señora, que haga? Que mueras, infame, replicó ella, que has quitado la vida a mi amante: ¡ojalá pudiera yo despedazarte el corazón! Por cierto, Señora, respondió Zadig, que era raro sujeto vuestro amante; os aporreaba con todas sus fuerzas, y me quería dar la muerte, porque me habíais suplicado que os socorriese. ¡Pluguiera al cielo, repuso la dama en descompasados gritos, que me estuviera aporreando todavía, que bien me lo tenia merecido, por haberle dado celos! ¡Pluguiera al cielo, repito, que él me aporreara, y que estuvieras tú como él! Más pasmado y más enojado Zadig que nunca en toda, su vida, le dijo: Bien merecierais, puesto que sois linda, que os aporreara yo como él hacia, tanta es vuestra locura; pero no me tomaré ese trabajo. Subió luego en su camello, y se encaminó al pueblo. Pocos pasos había andado, cuando volvió la cara al ruido que metían cuatro correos de Babilonia, que a carrera tendida venían. Dijo uno de ellos al ver a la mujer: Esta misma es, que se parece a las señas que nos han dado; y sin curarse del muerto, echaron mano de la dama. Daba esta gritos a Zadig diciendo: Socorredme, generoso extranjero; perdonadme si os he agraviado: socorredme, y soy vuestra hasta el sepulcro. Pero a Zadig se le había pasado la manía de pelear otra vez por favorecerla. Para el tonto, respondió, que se descare engañar. Además estaba herido, iba perdiendo la sangre, necesitaba que le diesen socorro; y le asustaba la vista de los cuatro Babilonios despachados, según toda apariencia, por el rey Moabdar. Aguijó pues el paso hacia el lugar, no pudiendo al mar porque venían cuatro coricos de Babilonia a prender a esta Egipcia, pero mas pasmado todavía de la condición de la tal dama.

 

X.– La esclavitud.

Entrando en la aldea egipcia, se vio cercado de gente que decía a gritos: Este es el robador de la hermosa Misuf, y el que acaba de asesinar a Cletofis. Señores, les respondió, líbreme Dios de robar en mi vida a vuestra hermosa Misuf, que es antojadiza en demasía; y a ese Cletofis no le he asesinado, sino que me he defendido de él, porque me quería matar, por haberle rendidamente suplicado que perdonase a la hermosa Misuf, a quien daba desaforados golpes. Yo soy extranjero, vengo a refugiarme en Egipto; y no es presumible que uno que viene a pedir vuestro amparo, empiece robando a una mujer y asesinando a un hombre.

Eran en aquel tiempo los Egipcios justos y humanos. Condujo la gente a Zadig a la casa de cabildo, donde primero le curaron la herida, y luego tomaron separadamente declaración a él y a su criado para averiguar la verdad, de la cual resultó notorio que no era asesino; pero habiendo derramado la sangre de un hombre, le condenaba la ley a ser esclavo. Vendiéronse en beneficio del pueblo los dos camellos, y se repartió entre los vecinos todo el oro que traía; él mismo fue puesto a pública subasta en la plaza del mercado, junto con su compañero de viaje, y se remató la venta en un mercader árabe, llamado Setoc; pero como el criado era mas apto para la faena que el amo, fue vendido mucho mas caro, porque no había comparación entre uno y otro. Fue pues esclavo Zadig, y subordinado a su propio criado: atáronlos juntos con un grillete, y en este estado siguieron a su casa al mercader árabe. En el camino consolaba Zadig a su criado exhortándole a tener paciencia, y haciendo, según acostumbraba, reflexiones sobre las humanas vicisitudes. Bien veo que la fatalidad de mi estrella se ha comunicado a la tuya. Hasta ahora todas mis cosas han tomado raro giro: me han condenado a una multa por haber visto pasar una perra; ha estado en poco que me empalaran por un grifo; he sido condenado a muerte por haber compuesto unos versos en alabanza del rey; me he huido a uña de caballo de la horca, porque gastaba la reina cintas amarillas; y ahora soy esclavo contigo, porque un zafio ha aporreado a su dama. Vamos, no perdamos ánimo, que acaso todo esto tendrá fin: fuerza es que los mercaderes árabes tengan esclavos; ¿y por qué no lo he de ser yo lo mismo que otro, siendo hombre lo mismo que otro? No ha de ser ningún inhumano este mercader; y si quiere sacar fruto de las faenas de sus esclavos, menester es que los trate bien. Así decía, y en lo interior de su corazón no pensaba más que en el destino de la reina de Babilonia.

Dos días después se partió el mercader Setoc con sus esclavos y sus camellos a la Arabia desierta. Residía su tribu en el desierto de Oreb, y era arduo y largo el camino. Durante la marcha hacia Setoc mucho mas aprecio del criado que del amo, y le daba mucho mejor trato porque sabia cargar mas bien los camellos.

Dos jornadas de Oreb murió un camello, y la carga se repartió sobre los hombros de los esclavos, cabiéndole su parte a Zadig. Echóse a reír Setoc, al ver que todos iban encorvados; y se tomó Zadig la libertad de explicarle la razón, enseñándole las leyes del equilibrio. Pasmado el mercader le empozó a tratar con mas miramiento; y viendo Zadig que había despertado su curiosidad, se la aumentó instruyéndole de varias cosas que no eran ajenas de su comercio; de la gravedad específica de los metales y otras materias en igual volumen, de las propiedades de muchos animales útiles, y de los medios de sacar fruto de los que no lo eran: por fin, le pareció un sabio, y en adelante le apreció en mas que a su camarada que tanto había estimado, le dio buen trato, y le salió bien la cuenta.

Así que llegó Setoc a su tribu, reclamó de un hebreo quinientas onzas de plata que le había prestado a presencia de dos testigos; pero habían muerto ambos, y el hebreo que no podía ser convencido, se guardaba la plata del mercader, dando gracias a Dios porque le había proporcionado modo de engañar a un árabe. Comunicó Setoc el negocio con Zadig de quien había hecho su consejero. ¿Qué condición tiene vuestro deudor? le dijo Zadig. La condición de un bribón, replicó Setoc. Lo que yo pregunto es si es vivo o flemático, imprudente o discreto. De cuantos malos pagadores conozco, dijo Setoc, es el más vivo. Está bien, repuso Zadig, permitidme que abogue yo en vuestra demanda ante el juez. Con efecto citó al tribunal al hebreo, y habló al juez en estos términos: Almohada del trono de equidad, yo soy venido para reclamar, en nombre de mi amo, quinientas onzas de plata que prestó a este hombre, y que no le quiere pagar. ¿Tenéis testigos? dijo el juez. No, porque se han muerto; mas queda una ancha piedra sobre la cual se contó el dinero; y si gusta vuestra grandeza mandar que vayan a buscar la piedra, espero que ella dará testimonio de la verdad. Aquí nos quedaremos el hebreo y yo, hasta que llegue la piedra, que enviaré a buscar a costa de mi amo Setoc. Me place, dijo el juez; y pasó a despachar otros asuntos.

Al fin de la audiencia dijo a Zadig: ¿Con que no ha llegado esa piedra todavía? Respondió el hebreo soltando la risa: Aquí se estaría vuestra grandeza hasta mañana, esperando la piedra, porque está más de seis millas de aquí, y son necesarios quince hombres para menearla. Buenoestá, exclamó Zadig, ¿no había dicho yo que la piedra daría testimonio? una vez que sabe ese hombre donde está, confiesa que se contó el dinero sobre ella. Confuso el hebreo se vio precisado a declarar la verdad, y el juez mandó que le pusiesen atado a la piedra, sin comer ni beber, hasta que restituyese las quinientas onzas de plata que pagó al instante; y el esclavo Zadig y la piedra se granjearon mucha reputación en toda la Arabia.

 

XI.– La hoguera.

Embelesado Setoc hizo de su esclavo su más íntimo amigo, y no podía vivir sin él, como había sucedido al rey de Babilonia: fue la fortuna de Zadig que Setoc no era casado. Descubrió este en su amo excelente índole, mucha rectitud y una sana razón, y sentía ver que adorase el ejército celestial, quiero decir el sol, la luna y las estrellas, como era costumbre antigua en la Arabia; y le hablaba a veces de este culto, aunque con mucha reserva. Un día por fin le dijo que eran unos cuerpos como los demás, y no más acreedores a su veneración que un árbol o un peñasco. Sí tal, replicó Setoc, que son seres eternos que nos hacen mil bienes, animan la naturaleza, arreglan las estaciones; aparte de que distan tanto de nosotros que no es posible menos de reverenciarlos. Mas provecho sacáis, respondió Zadig, de las ondas del mar Rojo, que conduce vuestros géneros a la India: ¿y por qué no ha de ser tan antiguo como las estrellas? Si adoráis lo que dista de vos, también habéis de adorar la tierra de los Gangaridas, que está al cabo del mundo. No, decía Setoc; mas el brillo de las estrellas es tanto, que es menester adorarlas. Aquella noche encendió Zadig muchas hachas en la tienda donde cenaba con Setoc; y luego que se presentó su amo, se hincó de rodillas ante los cirios que ardían, diciéndoles: Eternas y brillantes lumbreras, sedme propicias. Pronunciadas estas palabras, se sentó a la mesa sin mirar a Setoc. ¿Qué hacéis? le dijo este admirado. Lo que vos, respondió Zadig; adoro esas luces, y no hago caso de su amo y mío. Setoc entendió lo profundo del apólogo, albergó en su alma la sabiduría de su esclavo, dejó de tributar homenaje a las criaturas, y adoró el Ser eterno que las ha formado.

Reinaba entonces en la Arabia un horroroso estilo, cuyo origen venia de la Escitia, y establecido luego en las Indias a influjo de los bracmanes, amenazaba todo el Oriente. Cuando moría un casado, y quería ser santa su cara esposa, se quemaba públicamente sobre el cadáver de su marido, en una solemne fiesta, que llamaban la hoguera de la viudez; y la tribu más estimada era aquella en que más mujeres se quemaban. Murió un árabe de la tribu de Setoc, y la viuda, por nombre Almona, persona muy devota, anunció el día y la hora que se había do tirar al fuego, al son da tambores y trompetas. Representó Zadig a Setoc cuan opuesto era tan horrible estilo al bien del humano linaje; que cada día dejaban quemar a viudas mozas que podían dar hijos al estado, o criar a lo menos los que tenían; y convino Setoc en que era preciso hacer cuanto para abolir tan inhumano estilo fuese posible. Pero añadió luego: Mas de mil años ha que están las mujeres en posesión de quemarse vivas. ¿Quién se ha de atrever a mudar una ley consagrada por el tiempo? ¿Ni qué cosa hay más respetable que un abuso antiguo? Mas antigua es todavía la razón, replicó Zadig; hablad vos con los caudillos de las tribus, mientras yo voy a verme con la viuda moza.

Presentóse a ella; y después de hacerse buen lugar encareciendo su hermosura, y de haberle dicho cuan lastimosa cosa era que tantas perfecciones fuesen pasto de las llamas, también exaltó su constancia y su esfuerzo. ¿Tanto queríais a vuestro marido? le dijo. ¿Quererle? no por cierto, respondió la dama árabe: si era un zafio, un celoso, hombre inaguantable; pero tongo hecho propósito firme de tirarme a su hoguera. Sin duda, dijo Zadig, que debe ser un gusto exquisito esto de quemarse viva. Ha, la naturaleza se estremece, dijo la dama, pero no tiene remedio. Soy devota, y perdería la reputación que por tal he granjeado, y todos se reirían de mí si no me quemara. Habiéndola hecho confesar Zadig que se quemaba por el que dirán y por mera vanidad, conversó largo rato con ella, de modo que le inspiró algún apego a la vida, y cierta buena voluntad a quien con ella razonaba, ¿Qué hicierais, le dijo en fin, si no estuvierais poseída de la vanidad de quemaros? Ha, dijo la dama, creo que os brindaría con mi mano. Lleno Zadig de la idea de Astarte, no respondió a esta declaración, pero fue al punto a ver a los caudillos de las tribus, y les contó lo sucedido, aconsejándoles que promulgaran una ley por la cual no seria permitido a ninguna viuda quemarse antes de haber hablado a solas con un mancebo por espacio de una hora entera; y desde entonces ninguna dama se quemó en toda Arabia, debiéndose así a Zadig la obligación de ver abolido en solo un día estilo tan cruel, que reinaba tantos siglos había: por donde merece ser nombrado el bienhechor de la Arabia.

 

FIN DE LA PRIMERA PARTE

 

«Zadig o el destino», por Voltaire (y Parte 2)