LOS ÍNTIMAMENTE OPRIMIDOS
ÍNDICE: «La otra historia de los Estados Unidos», de Howard Zinn
Capítulo 6
LOS ÍNTIMAMENTE OPRIMIDOS
A People’s History of the United States
Si leemos los libros de historia más ortodoxos, es posible que nos olvidemos de la mitad de la población del país. Los exploradores fueron hombres, los terratenientes y comerciantes fueron hombres, los líderes políticos eran hombres, y también lo eran las figuras militares. La propia invisibilidad de las mujeres y el olvido a que eran sometidas, señalan su condición sumergida.
En su invisibilidad, eran algo así como los esclavos negros (lo que otorgaba una doble opresión a la mujer esclava). La unicidad biológica de la mujer, como el color de la piel y los rasgos faciales de los negros, llegó a ser una razón para que se las tratara como a seres inferiores, aunque por sus características físicas resultaban convenientes para los hombres, que podían usar, explotar y desear a alguien que era, a la vez, su sirviente, compañera sexual, amiga y parturienta-profesora-guardiana de sus hijos.
Debido a esta relación de intimidad y a su larga conexión con los niños, había un paternalismo especial que ocasionalmente, en especial ante una demostración de fuerza, podía convertirse en un trato de igual a igual. Pero una opresión tan privada iba a ser muy difícil de desterrar.
En las sociedades más primitivas -en América y en otros sitios-, donde la propiedad era común y las familias eran extensas y complicadas, con tíos y tías y abuelas y abuelos conviviendo juntos, parece que las mujeres eran tratadas con más igualdad que en las sociedades blancas que luego las conquistaron y les llevaron la «civilización» y la propiedad privada.
En las tribus zuñi del Suroeste, por ejemplo, las extensas familias – grandes clanes- estaban basadas en la mujer, cuyo marido venía a vivir con su familia. Se daba por hecho que las mujeres eran propietarias de las casas, y que los campos eran de los clanes, y que las mujeres tenían derechos iguales sobre lo que se producía. Una mujer gozaba de más seguridad porque estaba con su propia familia, y se podía divorciar del hombre cuando quisiera, manteniendo su propiedad. Sería una exageración decir que a las mujeres se las trataba igual que a los hombres; pero eran tratadas con respeto, y la naturaleza comunal de la sociedad les daba una categoría superior.
Los ritos iniciáticos de los sioux llenaban de orgullo a las jóvenes sioux:
Anda por el buen camino, hija mía, y te seguirán las manadas de búfalos, anchas y oscuras, desplazándose como sombras de nubes sobre los páramos… Haz tu deber con respeto, gentileza y modestia, hija mía. Y anda con orgullo. Si pierden el orgullo y la virtud las mujeres, vendrá la primavera pero las cañadas de los búfalos se llenarán de hierba. Sé fuerte, con el corazón fuerte y cálido de la tierra. Ningún pueblo sucumbe hasta que sus mujeres se quedan débiles y sin honor…
Las condiciones en que vinieron los colonos a América crearon diferentes situaciones para las mujeres. En los sitios en que las colonias se formaban casi exclusivamente de hombres, se importaba a las mujeres como esclavas del sexo, productoras de hijos o compañeras. En 1619, el año en que llegaron los primeros esclavos negros a Virginia, desembarcaron en Jamestown noventa mujeres: «Personas agradables, jóvenes e incorruptas… vendidas como esposas a los colonos con su propio consentimiento, siendo su precio el coste de su propio transporte«. Muchas mujeres llegaron en esos primeros años como criadas contratadas -muchas de ellas menores de edad- y vivieron vidas no muy diferentes a las de los esclavos, salvo que el período de servicio tenía fecha de caducidad. Tenían que ser obedientes a sus amos y señoras. Según los autores de America’s Working Women (Baxandall, Gordon, y Reverby):
Se las pagaba mal y a menudo se las trataba mal y con severidad, sin comida nutritiva ni privacidad.
Lógicamente, esas terribles condiciones provocaban resistencia. Por ejemplo, en 1645, el Tribunal General de Connecticut ordenó que una tal «Susan C., sea enviada a la casa de corrección y sea sometida a trabajos forzados y a una dieta de comida tosca…»
El abuso sexual de las criadas por parte de los amos se hizo muy frecuente. En 1756, Elizabeth Sprigs escribió a su padre acerca de su servitud:
Lo que sufrimos aquí las inglesas está más alla de lo que podáis concebir los que estáis en Inglaterra. Baste con decir que yo, una de las infelices, sufro día y noche… con el único consuelo de que tú, perra, no lo haces lo suficiente.
Los horrores que se puedan imaginar en el transporte de esclavos negros a América deben multiplicarse para las esclavas negras, que a menudo formaban una tercera parte del cargamento. Un negrero informó que:
Vi a esclavas parir mientras permanecían encadenadas a cadáveres que nuestros guardianes borrachos no habían retirado… empaquetadas como sardinas, a menudo parían entre el sudor pestilente del cargamento humano… A bordo había una joven negra encadenada a la cubierta que había perdido el conocimiento poco después de ser comprada y traída a bordo.
Una mujer llamada Linda Brent, que escapó de la esclavitud, habló de otro horror:
Pero ahora que había cumplido los quince años, entré en una época triste en la vida de una esclava. Mi amo empezó a susurrar palabras malsonantes en mi oído. Por joven que fuera, no podía permanecer al margen de su significado. Mi amo me esperaba en todas las esquinas, me recordaba que le pertenecía, jurando por el cielo y la tierra que me obligaría a someterme a él. Si salía a tomar un poco de aire fresco después de un día de duro trabajo, me perseguían sus pasos. Incluso si me arrodillaba en la tumba de mi madre, se cernía sobre mí su siniestra sombra. El ligero corazón que me había dado la naturaleza se hizo pesado con tristes presagios.
Incluso las mujeres libres blancas, no compradas como criadas o esclavas, sino las esposas de los primeros colonos, se enfrentaban a situaciones de apuro. En el Mayflower viajaron dieciocho mujeres casadas. Tres estaban embarazadas, y una dio a luz a un bebé muerto antes de desembarcar. Los partos y las enfermedades diezmaban a las mujeres; en la primavera sólo cuatro de las dieciocho permanecían con vida.
Todas las mujeres cargaban con las ideas importadas de Inglaterra. La ley inglesa se resumía en un documento del año 1632 denominado «Las Leyes y Resoluciones de los Derechos de las Mujeres«:
En esta consolidación que llamamos el matrimonio hay un lazo permanente. Es cierto que un hombre y su esposa son una persona, pero hay que entender de qué forma. El nuevo ser de la mujer es su superior, su compañero, su amo.
Julia Spruill describe la situación legal de la mujer en el período colonial. «El control del esposo sobre la persona de la esposa también incluía el derecho a pegarla… Pero no tenía derecho a infligir heridas permanentes en ella, ni podía matar a su esposa…«
Por lo que se refiere a la propiedad: «Además de la posesión absoluta de la propiedad personal de su esposa y derechos vitalicios sobre sus tierras, el esposo se adueñaba de cualquier otra renta que pudiera ser suya. Recibía las retribuciones que ella ganaba con su trabajo. Era lógico, pues, que lo ganado conjuntamente por esposo y esposa perteneciera al esposo«.
Se consideraba un crimen que una mujer tuviera un hijo fuera del matrimonio, y los archivos de los tribunales coloniales rebosan de casos de mujeres acusadas de «bastardía«, mientras que el padre del niño no tenía problemas con la ley y quedaba en libertad. Un periódico colonial de 1747 reprodujo el discurso de «la señorita Polly Baker ante el Juzgado en Connecticut, cerca de Boston en Nueva Inglaterra, donde fue procesada por quinta vez por tener hijos bastardos«:
Me tomo la libertad de decir que pienso que esta ley, por la cual se me castiga, es poco razonable en sí, y especialmente severa conmigo. Haciendo abstraccion de la ley, no puedo concebir cual es la naturaleza de mi delito. A riesgo de mi vida, he traído al mundo cinco maravillosos niños, los he mantenido bien con mi propio trabajo, sin depender de mis conciudadanos, y lo hubiera hecho mejor si no fuera por las duras cargas y las multas que he pagado… ni tiene nadie la más menor queja contra mí excepto quizás, los ministros de la justicia, porque he tenido hijos sin estar casada, con lo cual se perdieron una tasa de matrimonio. Pero ¿puede ser esto mi culpa?
The Spectator, un periódico de gran influencia en América e Inglaterra, expresaba la posición del padre de familia: «No hay nada más gratificante para la mente del hombre que el poder y el dominio. Yo veo a mi familia como una soberanía patriarcal en la que yo soy rey y oficiante«.
En las colonias americanas del siglo XVIII se leyó mucho un libro de bolsillo best-seller publicado en Londres llamado Advice to a Daughter (Consejos a una hija): «Primero debe establecerse como un concepto básico general que hay desigualdad entre los sexos, y para la mejor economía del mundo, a los hombres, que iban a ser los creadores de la Ley, se les iba a conferir una mayor porción de racionalidad.»
Resulta extraordinario que, a pesar de toda esta poderosa educación, las mujeres se rebelasen. Las mujeres rebeldes siempre se han tenido que enfrentar a obstáculos especiales, pues viven bajo el escrutinio diario de su amo y están aisladas las unas de las otras en sus domicilios, viéndose así desprovistas de esa camaradería diaria que ha animado los corazones de los rebeldes de otros grupos oprimidos.
Anne Hutchinson era una mujer religiosa, madre de trece hijos, y conocedora de los remedios con hierbas. Desafió a los padres de la iglesia en los primeros años de la Colonia de la bahía de Massachusetts con la insistencia de que ella, y otra gente normal, podían interpretar la Biblia por sí mismos.
La llevaron a juicio en dos ocasiones. La iglesia la procesó por herejía, y el gobierno por desafiar su autoridad. Durante el juicio civil estaba embarazada y enferma, pero no la dejaron sentarse hasta que casi se desmayó. En el juicio religioso la interrogaron durante semanas. De nuevo estaba enferma, pero desafiaba a sus interlocutores con un conocimiento experto de la Biblia y con una elocuencia increíble. Cuando finalmente pidió perdón por escrito, no se mostraron satisfechos. Dijeron «El arrepentimiento no se refleja en su semblante«.
Fue expulsada de la colonia, y cuando en 1638 se marchó a Rhode Island, fue seguida por treinta y cinco familias. Entonces se fue a la costa de Long Island, donde unos indios -a los cuales se les había dejado sin tierras y que, equivocadamente, veían en ella a un enemiga- la mataron junto con su familia. Veinte años después la única persona que había hablado en su favor durante el juicio -Mary Dyer- fue ahorcada por el gobierno de la colonia, junto con dos Quákeros más, por «rebelión, sedición y realizar manifestaciones presuntuosas«.
La participación abierta de las mujeres en la vida pública seguía siendo excepcional, aunque en las zonas fronterizas del sur y del oeste las condiciones a veces lo hacían posible.
Durante la Revolución, las necesidades de la guerra favorecieron el que las mujeres se involucraran en los temas públicos. Formaron grupos patrióticos, realizaron acciones anti-británicas y escribieron artículos a favor de la independencia. En 1777 hubo una contrapartida femenina del Tea Party de Boston -una Coffee Party (Fiesta del Café), descrita por Abigail Adams en una carta a su marido John:
Un comerciante eminente, rico y miserable (es soltero) tenía unas 500 libras de café en su almacén que se negaba a vender al comité por seis chelines la libra. Unas mujeres – unos dicen cien, otros más-se juntaron con un carro y baúles, marcharon hacia el almacén, y exigieron las llaves. Él se negó a dárselas. Con esto una mujer lo cogió del cuello y lo echó en el carro. Al ver que no tenia salida, les dio las llaves cuando volcaron el carro, abrieron el almacén, sacaron el cafe ellas mismas, lo colocaron en los baúles y se alejaron. Una multitud de hombres lo observaron todo atónitos, espectadores silenciosos de toda la transacción.
Diversas historiadoras han señalado recientemente que no se ha tomado en cuenta la contribución de las mujeres de clase trabajadora en la Revolución americana, todo lo contrario que las gentiles esposas de los líderes (Dolly Madison, Martha Washington, Abigail Adams). Margaret Corbin -llamada Dirty Kate (Catalina la Sucia)-, Deborah Sampson Garnet y Molly Pitcher eran mujeres bastas de clase proletaria que los historiadores nos han presentado, maquilladitas, como «señoritas«. Así que mientras las mujeres pobres que se acercaron a los campamentos para ayudar y luchar durante los últimos años de guerra serían presentadas como prostitutas, Martha Washington ocupó un lugar especial en los libros de historia por el hecho de haber visitado a su esposo en Valley Forge.
Cuando se da fe de los impulsos feministas, es casi siempre a partir de los escritos de las mujeres privilegiadas, con un rango que les permitía expresarse más libremente y gozar de más oportunidades para escribir y lograr que sus escritos tuvieran incidencia.
Abigail Adams escribió a su esposo en marzo de 1776 -incluso antes de la Declaración de Independencia:
en el nuevo código de leyes que supongo será necesario que redactéis no hay que poner un poder sin límite en manos de los esposos. Recordad que todos los hombres serían tiranos si pudieran. Si no se presta un cuidado y una atención especial a las damas, estamos dispuestas a fomentar una rebelion, y no nos consideraremos obligadas a obedecer las leyes en que no tengamos representada nuestra voz.
Sin embargo, Jefferson subrayó su frase «todos los hombres son iguales» cuando declaró que las mujeres americanas serían «demasiado sabias como para arrugarse la frente con la política». Después de la Revolución, ninguna de las nuevas constituciones estatales dio a las mujeres el derecho al voto salvo la de Nueva Jersey, y abolió ese derecho en 1807. La constitución de Nueva York excluyó a las mujeres de ese derecho al voto utilizando específicamente la palabra «masculino«.
Las mujeres de clase obrera no tenían manera alguna de hacer constar los sentimientos de rebeldía que probablemente sentían ante la subordinación. No sólo parían grandes cantidades de hijos y con dificultades de todo tipo, sino que trabajaban en el hogar. En los tiempos de la Declaración de Independencia, cuatro mil mujeres y niños de Filadelfia tejían en casa para las fábricas locales bajo el sistema de producción doméstico. Las mujeres también trabajaban como tenderas y camareras, y en muchos otros empleos.
Las ideas sobre la igualdad de la mujer flotaban en el aire durante y después de la Revolución. Tom Paine habló en favor de la igualdad de derechos para las mujeres. El libro pionero de Mary Wollstonecraft, de Inglaterra, A Vindication of the Rights of Women, que se imprimió en Estados Unidos justo después de la Guerra Revolucionaria decía:
Quiero convencer a las mujeres de que intenten adquirir fuerzas tanto mentales como corporales.
Entre la Revolución americana y la Guerra Civil, estaban cambiando tantos elementos de la sociedad americana que era lógico que se produjesen cambios en la situación de la mujer. En la América preindustrial, la necesidad práctica de mujeres en la sociedad fronteriza había dado como resultado alguna medida igualitaria, las mujeres trabajaban en puestos importantes -publicando periódicos, dirigiendo curtidurías, regentando tabernas y en trabajos cualificados. Una abuela, Martha Moore Ballard, residente en una granja de Maine en 1795, ayudó a nacer a más de mil bebés como comadrona a lo largo de veinticinco años.
Ahora las mujeres eran sacadas de casa para realizar el trabajo industrial, pero al mismo tiempo se las presionaba para que se quedaran en casa, donde podían ser controladas con más facilidad.
La idea del «lugar de la mujer«, promulgada por los hombres, fue aceptada por muchas mujeres. Urgía desarrollar una serie de ideas, enseñadas en la iglesia, en la escuela y en la familia, que mantuviesen a las mujeres en su sitio, incluso si ese sitio era cada vez más inestable. De la mujer se esperaba que fuera pía. Una escritora dijo «La religión es justo lo que necesita la mujer. Sin ella, siempre está desasosegada e infeliz«.
La pureza sexual iba a ser una virtud especial de la mujer. El papel empezaba en edad precoz, con la adolescencia. La obediencia preparaba a la niña para la sumisión al primer compañero serio. Barbara Welter describe este fenómeno:
Se les supone dos cosas: primero la hembra americana tenia que ser tan infinitamente deseable y provocativa que un macho sano apenas pudiera controlarse de encontrarse en la misma habitación, y la misma chica, cuando «sale» del capullo protector de la familia, está tan palpitante de sentimientos no dirigidos [que] se le exige que ejerza el control interior de la obediencia. Esta combinación forma una especie de cinturón de castidad social que no se abre hasta que ha llegado el esposo, y se acaba formalmente la adolescencia.
Cuando en 1851 Amelia Bloomer sugirió en su publicación feminista que las mujeres llevaran una especie de falda corta y pantalones para liberarse del estorbo del vestido tradicional, la literatura popular para mujeres atacó su ocurrencia. En una historia hay una chica que admira los bombachos, pero su profesor la censura, diciéndole que sólo son «una de las múltiples manifestaciones de ese espíritu alocado de socialismo y radicalismo agrario que actualmente azota nuestro país«.
El trabajo de la mujer era el de mantener la casa alegre, conservar la religión, ser enfermera, cocinera, limpiadora, costurera, florista. Una mujer no debía leer demasiado, y tenía que evitar ciertos libros. Un sermón de 1808, pronunciado en Nueva York, decía:
Qué interesantes e importantes son los deberes contraídos por las mujeres cuando se casan… el consejero y amigo del marido, ella se debe dedicar diariamente a aligerar sus preocupaciones, aliviar su tristeza y aumentar su alegría.
A las mujeres también se les exigía -por su papel de educadoras de los niños- ser patrióticas. Una revista femenina ofrecía un premio a la mujer que escribiera el mejor ensayo sobre el tema «Cómo puede una mujer americana manifestar mejor su patriotismo«.
El culto a la domesticidad de la mujer era una forma de apaciguarla con una doctrina que se consideraba «separada pero igual«, dándole trabajos tan importantes como los del hombre, pero por separado y de forma diferente. Dentro de esa «igualdad» estaba el hecho de que la mujer no escogía su compañero, y una vez que su boda había tenido lugar, se determinaba su vida. El matrimonio encadenaba, y los niños reforzaban ese encadenamiento.
El «culto a la verdadera feminidad» no podía borrar del todo lo que visiblemente atestiguaba el estado subordinado de la mujer: no podía votar, no podía tener propiedades; cuando trabajaba, su remuneración era la cuarta parte o la mitad de lo que ganaba un hombre haciendo el mismo trabajo. Las mujeres eran excluidas de las profesiones asociadas con la jurisprudencia y la medicina, de las universidades, del ministerio.
Al colocar a todas las mujeres en la misma categoría -dándoles a todas la misma esfera doméstica que cultivar- se creaba una clasificación (por sexos) que desdibujaba las líneas de clase.
Sin embargo, había fuerzas en acción que constantemente ponían la cuestión de clase sobre el tapete. Samuel Slater introdujo la maquinaria industrial de hilado en Nueva Inglaterra en 1789, y ahora había una demanda de chicas jóvenes en las fábricas para operar con esa maquinaria hilandera (en ingles la palabra «spinster», literalmente hilandera, significa también soltera). En 1814, se introdujo el telar en Waltham, Massachusetts, y todas las operaciones necesarias para convertir la fibra de algodón en tela se unificaron bajo un mismo techo. Las nuevas fábricas textiles se multiplicaron, con un 80 a 90% de operarias femeninas, la mayoría de ellas mujeres entre los quince y los treinta años.
Algunas de las primeras huelgas industriales tuvieron lugar en estas fábricas textiles en la década de 1830 a 1840. Las ganancias diarias de las mujeres en 1836 equivalían a menos de 37 céntimos, y miles de mujeres ganaban 25 céntimos al día, trabajando entre doce y dieciséis horas. En Pawtucket, Rhode Island, en 1824, hubo la primera huelga conocida de trabajadoras de fábrica, 202 mujeres se unieron a los hombres en una protesta provocada por un recorte de sueldos y un horario excesivo de trabajo. Pero hombres y mujeres se reunieron por separado. Cuatro años más tarde hubo una huelga de mujeres -solas- en Dover, Nueva Hampshire.
En 1834, al ver cómo despedían a una joven de su trabajo en Lowell, Massachusetts, las chicas abandonaron sus telares. Una de ellas se subió al surtidor del pueblo e hizo, según el periódico, «un discurso encendido tipo Mary Wollstonecraft, sobre los derechos de las mujeres y las iniquidades de la «aristocracia adinerada», produciendo un gran efecto en el público que determinó salirse con la suya, aunque fuera a costa de morir«.
En varias ocasiones, durante esas huelgas, mujeres armadas con palos y piedras irrumpían por las puertas de madera de la fábrica textil y paraban los telares.
Catharine Beecher, una reformista de la época, escribió acerca del sistema industrial:
Estuve allí en pleno invierno, y cada mañana me despertaban a las cinco las campanas que llamaban a la labor… Sólo nos dejaban media hora para la comida, de la cual restaban el tiempo de ir y volver del trabajo. Entonces volvíamos a los telares para trabajar hasta las siete… hay que recordar que todas las horas de labor se pasan en habitaciones en las que las lámparas de aceite, junto con un grupo de entre 40 y 80 personas, están dejando el aire sin oxígeno… y donde el aire está cargado de partículas de algodón que sueltan las cardas, los husos y los telares.
¿Y la vida de las mujeres de clase privilegiadas?
Frances Trollope, una inglesa, en su libro Domestic Manners of the Americans, escribió lo siguiente:
Permítanme relatar el día de una dama de la clase alta en Filadelfia. Se levanta y su primera hora se pasa en arreglar con escrupulosidad su vestido, baja al salón, de forma ordenada, tiesa y silenciosa, su criado negro le trae el desayuno. Veinte minutos antes de la aparición de su carruaje, se retira a sus «aposentos«, como los llama ella, sacude y pliega su delantal todavía blanco como la nieve, alisa su rico vestido, y… se pone un elegante sombrero… entonces baja al primer piso en el mismo momento en que su cochero negro anuncia a su criado que el carruaje está listo. Se sube en él, y da la orden «Vaya a la Sociedad Dorcas«.
En Lowell, una Asociación para la Reforma Laboral Femenina publicó una serie de «Textos de Fábrica». El primero llevaba por título «La vida de fábrica vista por una operaria» y hablaba de las mujeres de la fábrica textil como «nada más ni nada menos que esclavas ¡en todo el sentido de la palabra! Esclavas de un sistema de labor que exige que trabajen de cinco a siete, con sólo una hora para atender a las necesidades de la naturaleza, esclavas de la voluntad y las exigencias de los «poderes que hay«…
Aproximadamente en esa época, el Herald de Nueva York hablaba de una historia sobre «700 mujeres, normalmente del estado y aspecto más interesante» que se reunían «en su empeño de remediar la situación de males y opresión en que han de trabajar«. El Herald, en su editorial, sentenciaba «…dudamos mucho que desemboque en nada positivo para la mujer trabajadora… Todas las combinaciones acaban en nada«.
Las mujeres de clase media, sin acceso a la educación superior, empezaron a monopolizar la profesión de maestra de escuela primaria. Como maestras, leían más, se comunicaban más, y la misma educación llegó a ser un elemento subversivo respecto al pensamiento antiguo. Empezaron a escribir para revistas y periódicos, y fundaron algunas revistas femeninas. Entre 1780 y 1840 la cantidad de mujeres que sabía leer se dobló. Hubo mujeres que se convirtieron en reformistas de la salud. Formaron movimientos contra la doble moralidad en el comportamiento sexual y contra la victimización de las prostitutas. Se apuntaron en organizaciones religiosas. Algunas de las más poderosas se unieron al movimiento abolicionista. Así, cuando surgió un claro movimiento feminista en la década de 1840-50, había mujeres que se habían convertido en experimentadas organizadoras, agitadoras y oradoras.
Cuando Emma Willard se dirigió al parlamento de Nueva York en 1819, dijo que la educación de las mujeres «ha estado exclusivamente dirigida hacia una mejor exhibición de sus encantos de juventud y belleza«. El problema, dijo, era que «el gusto de los hombres, sea cual sea, se ha convertido en un estándar para la formación del carácter femenino«. La razón y la religión nos enseñan, dijo, que «nosotras también somos seres de primera… no satélites del hombre«.
En 1821, Willard fundó el Seminario Femenino Troy, la primera institución reconocida para la educación de chicas. Más tarde escribió sobre cómo contrariaba a la gente con sus enseñanzas del cuerpo humano a sus alumnas:
Algunas madres que visitaron una clase en el semanario en los primeros años 30 resultaron muy extrañadas. Para preservar la modestia de las chicas, y para ahorrarles demasiadas agitaciones, se encolaba papel grueso en las páginas de sus libros donde figuraban imágenes del cuerpo humano.
Las mujeres luchaban para entrar en los colegios profesionales que dominaban los hombres. Por ejemplo, Elizabeth Blackwell obtuvo su licenciatura en medicina en 1849 después de superar múltiples rechazos antes de su admisión en el Colegio Geneva. Luego fundó el Dispensario para Mujeres y Niños Pobres de Nueva York «para dar una oportunidad a las mujeres pobres que querían consultar con médicos de su propio sexo«. En su primer Informe Anual, escribió:
Mi primera consulta médica fue una experiencia curiosa. En un caso severo de pulmonía de una mujer mayor llamé a la consulta a un prestigioso médico de buen corazón… Este señor, después de ver a la paciente, salió conmigo a la sala. Allí empezó a andar por la habitación en un estado de agitación, gritando «¡Un caso extraordinario¡ Nunca había visto un caso parecido. ¡Realmente no sé qué hacer!» Escuché sorprendida en estado de gran perplejidad ya que se trataba de un caso claro de pulmonía y no revestía un grado excepcional de gravedad, hasta que al final descubrí que su perplejidad tenía que ver conmigo, no con la paciente, y con la conveniencia de consultar con una mujer médico.
El Colegio Oberlin fue pionero en la admisión de mujeres. Pero la primera chica que admitieron en su escuela de teología, Antonette Brown -graduada en 1850- encontró que su nombre no figuraba en la lista de la clase. En el caso de Lucy Stone, Oberlin encontró una formidable resistente. Era activista en la sociedad pacifista y en la lucha abolicionista, dio clases a estudiantes de color, y organizó un club de debates para chicas. La escogieron para escribir el discurso inicial, pero luego se le informó que tendría que leerlo un hombre. Se negó a escribirlo.
En 1847 Lucy Stone empezó a dar conferencias sobre los derechos de la mujer en una iglesia en Gardner, Massachusetts, donde su hermano hacía de ministro. Era minúscula, pesaba unos cuarenta y cinco kilos, y era una oradora espléndida. Como conferenciante de la Sociedad Abolicionista de América, fue rociada con agua fría en diferentes ocasiones, agredida con libros, y atacada por las turbas. Cuando se casó con Henry Blackwell, se cogieron de la mano en su boda y leyeron esta declaración:
…consideramos un deber declarar que, para nosotros, este acto no implica una sanción de -ni promesa de obediencia voluntaria a- ninguna de las leyes actuales del matrimonio que nieguen el reconocimiento de la esposa como ser independiente y racional, mientras confieren al esposo una superioridad perjudicial y antinatural.
Fue una de las primeras mujeres que se negó a perder su apellido después de casarse. Era «la señora Stone«. Cuando se negó a pagar impuestos por no estar representada en el gobierno, las autoridades confiscaron, en forma de pago, todos sus efectos domésticos, incluida la cuna del bebé.
Después de que Amelia Bloomer -una encargada de correos en un pequeño pueblo del estado de Nueva York– hubiera inventado los bombachos, las activistas los adoptaron en lugar del viejo corpiño de barba de ballena, los corsés y las enaguas.
Las mujeres, después de verse involucradas en otros movimientos de reforma -por el abolicionismo, contra la abstinencia, los estilos de vestir y las condiciones de las cárceles- se centraron, envalentonadas y experimentadas, en su propia situación. Angelina Grimké, una mujer blanca del Sur que se convirtió en una vehemente oradora y organizadora abolicionista, vio que ese movimiento podía hacer grandes progresos:
En primer lugar, todos debemos despertar a la nación para levantar del polvo a millones de esclavos de ambos sexos, para convertirlos en hombres y después… será una cuestión fácil hacer levantar de su actual postración a millones de mujeres o, lo que es lo mismo, transformarlas de bebés en mujeres.
El reverendo John Todd (uno de sus muchos libros best-seller daba consejos a los jóvenes sobre el resultado de la masturbación -«la mente se ve enormemente deteriorada»), hizo los siguientes comentarios sobre la nueva manera de vestir de las feministas:
Algunas han intentado convertirse en semi-hombres poniéndose bombachos. Dejadme decir por qué nunca se debe hacer esto. La mujer, vestida y envuelta en su largo vestido, es hermosa. Anda con gracia; si intenta correr, pierde el encanto… Si se quita esta ropa, y se pone pantalones, mostrando sus extremidades, la gracia y el misterio se evaporan.
Sarah Grimké, la hermana de Angelina, escribió:
En la primera parte de mi vida, mi destino me llevó entre las mariposas del mundo de la moda, y respecto a esta clase de mujeres, me duele decir que -por lo que me ha enseñado tanto la experiencia como la observación- su educación es terriblemente deficiente, y se les enseña a ver el matrimonio como una cosa necesaria, el único camino hacia la distinción.
Ella dijo: «Lo único que pido de mis hermanos es que nos dejen de pisar el cuello, y que permitan que nos pongamos de pie en el suelo que Dios ha designado que ocupemos… Para mí está perfectamente claro que cualquier cosa que esté moralmente bien de lo que haga el hombre, ha de ser moralmente correcta, también, para la mujer«.
Sarah sabía escribir con fuerza, Angelina era una oradora apasionada. En una ocasión habló seis noches seguidas en la Casa de la Opera de Boston. Fue la primera mujer (en 1838) que se dirigió a un comité del gobierno estatal de Massachusetts con peticiones abolicionistas. Su intervención congregó a una gran multitud, y un representante de Salem propuso que «se nombre un Comité para examinar los cimientos de la Casa del Estado de Massachusetts ¡para ver si soportará otra conferencia de la señorita Grimké!«
El hecho de hablar sobre otros temas abrió el camino para hablar de la situación de las mujeres: en 1843, Dorothea Dix se dirigió al Parlamento de Massachusetts para hablar de lo que veía en las cárceles y en la casa de la caridad de la zona de Boston:
Digo lo que he visto, por muy penosos y sorprendentes que resulten los detalles. Brevemente procedo, señores, a llamar su atención sobre la situación actual de los alienados confinados en este laberinto de jaulas, armarios, sótanos, rediles y pocilgas, encadenados, apaleados, y azotados hasta la obediencia.
Frances Wright fue una escritora -fundadora de una comunidad utópica-, que había inmigrado de Escocia en el año 1824 y que luchó por la emancipación de los esclavos, por el control de la natalidad y por la libertad sexual. Quería un sistema educativo público y gratuito para todos los niños de más de dos años de edad, en internados apoyados por el estado. Ella expresó en América lo que el socialista utópico Charles Fourier había dicho en Francia: que el progreso de la civilización dependía del progreso de las mujeres:
Me atrevo a afirmar que hasta que las mujeres no asuman el puesto en la sociedad que el sentido común y la buena voluntad, por igual, le asignan, la mejora de la raza humana sólo se producirá despacio… hasta que esto no pase, y se suprima igualmente el miedo y la obediencia, ambos sexos no recuperarán su igualdad original.
Las mujeres se volcaron en las sociedades abolicionistas de todo el país, reuniendo millares de peticiones en el Congreso. En el transcurso de este trabajo, se desencadenaron acontecimientos que desembocaron en el movimiento de las mujeres por su propia igualdad, en paralelo al movimiento abolicionista. En 1840, una Convención Mundial de la Sociedad Abolicionista se reunió en Londres. Después de una dura discusión, se votó por la exclusión de las mujeres, pero hubo un acuerdo para que pudieran asistir a las reuniones en un espacio separado con cortinas. Las mujeres se sentaron en actitud de protesta silenciosa en la galería, y William Lloyd Garrison, un abortista que había luchado por los derechos de la mujer, se sentó junto a ellas.
Fue en este período cuando Elizabeth Cady Stanton conoció a Lucretia Mott y a otras, y empezó a desarrollar los planes que desembocarían en la primera Convención de Derechos de la Mujer de la historia. Se celebró en Seneca Falls, Nueva York, donde vivía Elizabeth Cady Stanton, madre y ama de casa, llena de resentimiento por su condición. Ella declaró lo siguiente. «Una mujer no es nadie. Una esposa lo es todo«. Más tarde escribió:
Se apoderaron de mi alma mis experiencias en la Convención Mundial abolicionista, mis lecturas sobre el estado legal de las mujeres, y la opresión que veía en todas partes. No veía qué podía hacer, por dónde empezar. Mi único pensamiento era la realización de un mítin público en favor de la protesta y el debate.
Se colocó un anuncio en el Seneca County Courier que convocaba a un mítin para debatir los «derechos de la mujer» los días 19 y 20 de julio. Fueron trescientas mujeres y algunos hombres. Al final del mítin sesenta y ocho mujeres y treinta y dos hombres firmaron una Declaración de Principios inspirada en el Lenguaje y el ritmo de la Declaración de Independencia:
Cuando en el transcurso de los acontecimientos humanos se hace necesario que una porción de la familia del hombre asuma una posición diferente a la que hasta ese momento han ocupado entre la gente de la tierra…
Consideramos evidentes estas verdades: que todos los hombres y todas la mujeres se crean iguales, que el Todopoderoso les otorga ciertos derechos inalienables, que entre estos derechos está la vida, la libertad y la felicidad…
La historia del hombre es una historia de repetidos perjuicios y usurpaciones por parte del hombre hacia la mujer, teniendo como objetivo el establecimiento de una tiranía absoluta sobre ella. Para probarlo, sólo hay que enseñarle los hechos a un mundo inocente.
A continuación se incluía la lista de quejas. Y luego una serie de resoluciones.
Después de la convención de Seneca Falls hubo convenciones femeninas en diferentes puntos del país. En una de ellas, celebrada en 1851, una mujer negra de cierta edad, nacida esclava en Nueva York, alta, esbelta, llevando un vestido gris y un turbante blanco, escuchó a algunos ministros que habían estado dominando la sesión. Era Sojourner Truth. Se levantó y juntó la indignación de su raza con la indignación de su sexo:
Ese hombre dice que la mujer necesita ayuda para subir a los carruajes y para pasar los charcos… A mí no me ayuda nadie a subir a los carruajes, ni a pasar los charcos de barro ni me cede el mejor sitio ¿Y no soy mujer?
Mirad mi brazo. He trabajado la tierra, he sembrado, y he recogido la siembra en el granero, y ningún hombre me podía ganar ¿Y no soy mujer?
Trabajaba y comía tanto como un hombre -cuando podía conseguir comida- y soportaba el azote también. ¿Y no soy mujer?
He parido trece hijos y he visto cómo a la mayoría los vendían como esclavos, y cuando lloré con la pena de una madre, nadie me escuchó salvo Jesús. ¿Y no soy mujer?
Así, en el período entre 1830 y 1860, las mujeres empezaron a resistirse a los intentos de mantenerlas en un «entorno femenino«. Tomaban parte en toda clase de movimientos, a favor de los presos, en ayuda de los desequilibrados mentales, los esclavos negros, y, también, para las mismas mujeres.
En medio de estos movimientos, explotó -con la fuerza del gobierno y la autoridad del dinero-, la búsqueda de más tierras y la obsesión por la expansión nacional.