«EL OTRO», por J. L. Borges. «Yo no estoy afiliado a ningún partido y no me afiliaré tampoco. Jamás delegaría mis opiniones a otras personas».

EL OTRO

 

Borges, impostor inverosímil

Los momentos más destacados de mi entrevista con el escritor Jorge Luis Borges, algo más un año antes de su muerte.

Jorge Luis Borges en 1982 | Cordon Press

 

Respondiendo a una sorpresiva convocatoria del personaje más mencionado y menos leído de las letras universales, el 31 de marzo de 1985 me apersoné en el inveterado edificio de la calle Maipú, en la ciudad de Buenos Aires. El living del pequeño apartamento estaba desbordado por personas, luces, cables y cámaras. Borges consideró que no estaban dadas las condiciones para mantener una reunión decente. «Venga el domingo a las 11. Vamos a estar solos«.

Antes de partir hice honor a la proverbial sesión fotográfica. «Bárbaro«, exclamó la fotógrafa, celebrando una presunta buena toma. «No«. Interrumpe Borges, «Bárbaro no. Yo soy civilizado.» La multitud apelotonada, una dotación de la BBC incluida, aplaudió la ocurrencia.

El domingo, a la hora señalada, me recibió luciendo impecable traje, afeitado, perfumado, inexplicablemente eufórico, «tenemos dos horas, hasta que Norah venga a buscarme para el almuerzo«. Dos horas, una eternidad. Yo solo tenía un cassette de sesenta minutos.

Ajeno a mis quejas íntimas Borges señaló un gran sillón. Fanny, la mucama, se despidió y comenzó la conversación, su monólogo.

 

Jorge Luis Borges en 1985

 

La entrevista.

En la edición del 19 de abril de 1985 el semanario Nueva Presencia dedicó seis páginas a la entrevista. Pocos meses después, Borges emprendería su viaje final a Ginebra, ciudad en la que murió el 14 de junio de 1986. A continuación se presenta una selección de los tramos más destacados.

 

Mi padre era profesor del colegio Lenguas Vivas donde daba dos clases semanales de psicología por las que le pagaban a fin de mes, estoy hablando del año 1910, unos cien pesos, mucho dinero por entonces. ¿Qué son ahora cien pesos? Yo recuerdo que una tacita de café costaba quince centavos y cinco de propina; el tranvía, diez centavos y para el obrero, más barato, cinco centavos. Cuando escribía una columna para La Prensa me pagaban setenta y cinco pesos con los cuales compraba un libro caro. En la librería Taccone de la calle Perú compré casi toda la obra de Paul Groussac, unos magníficos volúmenes encuadernados que costaban nueve pesos cada uno. En aquel entonces no era poco dinero.

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Yo vivo de dos pensiones. Una corresponde a mi cargo como director de la Biblioteca Nacional y la otra a la cátedra de literatura inglesa y americana de la cual era titular en la Facultad de Filosofía y Letras. No podría vivir de mis libros a pesar de que están traducidos a gran cantidad de idiomas. Ningún escritor puede vivir de lo que escribe. Días pasados me encontré con un escritor, no diré quién es, que me dijo: «Estoy muy avergonzado, estoy escribiendo novelas pornográficas. Uno tiene que vivir.» Entonces le pregunté si vivía bien haciendo eso y me contestó que no, que tampoco podía vivir bien escribiendo ese tipo de literatura. De modo que parece que no basta con prostituirse para vivir como la gente.

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Qué lástima que se haya perdido el latín como idioma universalSpinoza era holandés pero escribía en latín. Leibniz era alemán pero también escribió su obra en latín. Ahora, desgraciadamente, el francés está en decadencia. Dicen que ha sido reemplazado por el inglés pero eso es falso. La gente que estudiaba francés lo hacía para gozar de la literatura francesa, en cambio la gente que estudia inglés no lo hace para leer a Milton o Shakespeare o Sir Thomas Brown sino para realizar negocios en Nueva York. Actualmente, para obtener el doctorado en letras lo que se exige es literatura argentina, literatura latinoamericana y literatura española; de modo que uno puede ser doctor en letras sin aprender ningún idioma. Se trata de una medida demagógica que apela a la haraganería de los estudiantes. He denunciado eso dos veces y creo que tengo razón. No sé usted qué pensará.

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Cada idioma, como dijo Croce, es un hecho estético, uno modo de sentir y concebir el mundo. He ido a todos los países escandinavos menos a Noruega que me gustaría mucho conocer, sobre todo si pienso en Ibsen. Estuve en Suecia, en Dinamarca y en Islandia donde se ha salvado la mitología germánica que de otro modo se hubiese perdido. Quizás la conservación de las tradiciones se deba a lo apartado que se encuentra la isla de los dos continentes. Reykjavík quiere decir bahía. De modo que los vikingos no eran reyes sino navegantes que tenían sus embarcaciones en las bahías. Descubrieron América y fundaron la ciudad de Dublín y varios reinos en York donde aún subsisten muchas palabras que el inglés les debe.

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Mire qué raro, hablando de Nietzsche. Afirmaba que la idea de la historia circular era un disparate. También decía que la historia no es una tragedia en cinco actos que se repite. Pero luego olvido que había refutado aquello, creyó haberlo inventado y le puso el nombre Die Ewige Wiederkunft, el eterno retorno. En La Ciudad de Dios San Agustín dedicó todo un capítulo a refutar la teoría de la historia circular que atribuye a Platón, aunque no creo que sea así. La idea de la historia que se repite aparece en los Diálogos sobre la Religión Natural de Hume y en muchos otros textos. Quizás uno de los últimos en exponerla haya sido Nietzsche. Ahora, mire usted qué raro, hay un capítulo en El Nacimiento de la Tragedia donde él dice que la doctrina de los ciclos es absurda; o sea que olvidó lo que había dicho y tiempo después escribió todo lo contrario y, además, creyó haberlo inventado. Posiblemente cuando alguien olvida algo es porque lo ha incorporado. Como dice Blake «Uno toma por hijos de la imaginación a quienes son hijos de la memoria». A mí me pasó algo parecido con el cuento El Otro.

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El japonés es un idioma tan complejo que tengo la impresión de que las lenguas occidentales son al japonés lo que el guaraní es a cualquier idioma de occidente. En todos los idiomas se cuenta: uno, dos, tres, cuatro y cinco. Si usted se detiene su interlocutor no tiene forma de saber qué está contando. O sea, si usted está contando vacas pero no lo informa y solamente menciona los números no hay manera de saber qué cuenta. En el japonés los números varían según lo que se cuenta. El número uno no es el mismo para contar minutos que para contar caramelos. Hay un sistema para contar ratones y gatos, otro para contar caballos y otro para contar abstracciones. En cualquiera de los idiomas que conozco si digo verde no se sabe a qué me refiero, puedo estar hablando del verde de los canteros de la Plaza San Martín o de un verde futuro. En japonés eso no ocurre. La palabra varía según se aplique a algo pasado o presente o conjetural. Hay una palabra que según el contexto puede significar el número cuatro o la muerte. Los edificios tienen primer piso, segundo piso, tercer piso, quinto piso. Son muy supersticiosos.

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Con respecto a este país soy pesimista. Creo que todo el mundo lo es. Espero que el mundo ande mejor que esto. Quizás nosotros nos hayamos adelantado y seamos los precursores de la caída.

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Yo no estoy afiliado a ningún partido y no me afiliaré tampoco. Jamás delegaría mis opiniones a otras personas

 

La inflación está legislada. Si uno toma un taxi el chofer mira una planilla y dice tengo que cobrarle tanto, es orden de la municipalidad. De modo que no se combate la inflación; se la fomenta y se la legisla. Yo creo que los radicales son personas bien intencionadas pero pertenecen a un partido que siempre ha sido mediocre. Parece que ahora a Alfonsín se le ha subido a la cabeza ser presidente. Viaja con comitivas de cien personas y se hace fotografiar constantemente. Supongo que debe estar abrumado por el hecho de que la gente sabe quién es y menciona su nombre con frecuencia. De todos modos creo que nuestro deber es apoyar a este gobierno porque es la única alternativa posible. De lo contrario qué tenemos. O los militares o los comunistas o los peronistas. Yo no estoy afiliado a ningún partido y no me afiliaré tampoco. Jamás delegaría mis opiniones a otras personas.

Al acabar, «¿entrevista?«, se preguntó, «tenía entendido que había sido una conversación. De todos modos fue una operación indolora«. Así acabó.

 

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El otro

Por Jorge Luís Borges

EL OTRO

 

El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.

Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.

Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.

Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.

Me le acerqué y le dije:

—Señor, ¿usted es oriental o argentino?

—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra—fue la contestación.

Hubo un silencio largo. Le pregunté:

—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?

Me contestó que sí.

—En tal caso—le dije resueltamente—usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.

—No—me respondió con mi propia voz un poco lejana.

Al cabo de un tiempo insistió:

—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.

Yo le contesté:

—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.

—Dufour—corrigió.

—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?

—No—respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.

La objeción era justa. Le contesté:

—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.

—¿Y si el sueño durara?—dijo con ansiedad.

Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:

—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?

Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:

—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: “Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente”. Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿cómo están?

—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.

Vaciló y me dijo:

—¿Y usted?

—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.

Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de tono y proseguí:

—En lo que se refiere a la historia… Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.

Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.

—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski—me replicó no sin vanidad.

—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?

No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.

—El maestro ruso—dictaminó—ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.

Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.

Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido. Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.

Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.

—La verdad es que no—me respondió con cierta sorpresa.

Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.

—¿Por qué no?—le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.

Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres.

El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.

Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.

—Tu masa de oprimidos y de parias—le contesté—no es más que una abstracción.

Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.

Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.

Casi no me escuchaba. De pronto dijo:

—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?

No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:

—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.

Aventuró una tímida pregunta:

—¿Cómo anda su memoria? Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:

—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.

Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.

Una brusca idea se me ocurrió.

—Yo te puedo probar inmediatamente—le dije—que no estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.

Lentamente entoné la famosa línea:

L’hydre—univers tordant son corps écaillé d’astres.

Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.

—Es verdad—balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa. Hugo nos había unido.

Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.

—Si Whitman la ha cantado—observé—es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.

Se quedó mirándome.

—Usted no lo conoce—exclamó—. Whitman es incapaz de mentir.

Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.

De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.

Se me ocurrió un artificio análogo.

—Oí—le dije—, ¿tenés algún dinero?

—Sí—me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.

—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien… ahora, me das una de tus monedas.

Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.

Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.

—No puede ser—gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.

(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)

—Todo esto es un milagro—alcanzó a decir—y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.

No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.

Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.

Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.

Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos
sitios.

Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.

—¿A buscarlo?—me interrogó.

—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.

Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.

He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.

El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.

 
El libro de arena, 1975

 

 

 


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