EL VERDADERO FIN DEL ESTADO ES LA LIBERTAD
“Algunos economistas alemanes han forjado un concepto nuevo, el de capitalismo asesino. La maximización del beneficio, la acumulación acelerada de la plusvalía y la monopolización de la decisión económica son contrarias a las aspiraciones profundas y a los intereses singulares del mayor número. La racionalidad comercial causa estragos en las conciencias, aliena al hombre y desvía a la multitud de un destino libremente debatido, escogido democráticamente. La lógica de la mercancía ahoga la libertad irreductible, imprevisible, siempre enigmática del individuo. En nuestra época, la riqueza es el fruto de actuaciones imprevisibles de especuladores codiciosos y cínicos, obsesionados por la ganancia a cualquier precio y por maximizar los beneficios. Ningún estado, por poderoso que sea, ninguna ley ni ninguna asamblea de ciudadanos pueden ya aspirar a controlar estos movimientos. La burbuja especulativa cada vez se hincha más. La economía virtual gana la mano a la economía real”.
Jean Ziegler
Relator Especial de ONU para el Derecho a la Alimentación entre 2000 y 2008
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EL VERDADERO FIN DEL ESTADO ES LA LIBERTAD, por Baruch de Spinoza
Si fuera tan fácil mandar sobre las almas como sobre las lenguas, todo el mundo reinaría con seguridad y ningún Estado sería violento, puesto que todos vivirían según el parecer de los que mandan y sólo según su decisión juzgarían qué es verdadero o falso, bueno o malo, equitativo o inicuo.
SÓLO EN UN ESTADO MONÁRQUICO SE PUEDE CONCEBIR QUE UN HOMBRE LO DICE Y HACE TODO POR INSPIRACIÓN DIVINA, PERO NO EN EL ESTADO DEMOCRÁTICO, DONDE MANDAN TODOS O GRAN PARTE DEL PUEBLO
Es imposible, sin embargo, que la propia alma esté totalmente sometida a otro, ya que nadie puede transferir a otro su derecho natural o su facultad de razonar libremente y de opinar sobre cualquier cosa, ni ser forzado a hacerlo. De donde resulta que se tiene por violento aquel Estado que impera sobre las almas, y que la suprema majestad parece injuriar a los súbditos y usurpar sus derechos, cuando quiere prescribir a cada cuál qué debe aceptar como verdadero y rechazar como falso y qué opiniones deben despertar en cada uno la devoción a Dios. Estas cosas, en efecto, son del derecho de cada cual, al que nadie, aunque quiera, puede renunciar.
Reconozco que el juicio puede estar condicionado de muchas y casi increíbles formas, y hasta el punto que, aunque no esté bajo el dominio de otro, dependa en tal grado de sus labios, que pueda decirse con razón que le pertenece en derecho. No obstante, por más que haya podido conseguir la habilidad en este punto, nunca se ha logrado que los hombres no experimenten que cada uno posee suficiente juicio y que existe tanta diferencia entre las cabezas como entre los paladares.
Moisés, que había ganado totalmente, no con engaños, sino con la virtud divina, el juicio de su pueblo, porque se creía que era divino y que todo lo decía y hacía por inspiración divina, no consiguió, sin embargo, escapar a sus rumores y siniestras interpretaciones; y mucho menos los demás monarcas. Si hubiera alguna forma de concebir esto, sería tan sólo en el Estado monárquico, pero en modo alguno en el Estado democrático, en el que mandan todos o gran parte del pueblo; y la razón creo que todos la verán.
Aunque se admita, por tanto, que las supremas potestades tienen derecho a todo y que son intérpretes del derecho y la piedad, nunca podrán lograr que los hombres no opinen, cada uno a su manera, sobre todo tipo de cosas y que no sientan, en consecuencia, tales o cuales afectos. No cabe duda alguna de que ellas pueden, con derecho, tener por enemigos a todos aquellos que no piensan absolutamente en todo como ellas. Pero no discutimos aquí sobre su derecho, sino sobre lo que es útil.
Pues yo concedo que las supremas potestades tienen el derecho de reinar con toda violencia o de llevar a la muerte a los ciudadanos por las causas más baladíes. Pero todos negarán que se pueda hacer eso sin atentar contra el sano juicio de la razón. Más aún, como no pueden hacerlo sin gran peligro para todo el Estado, incluso podemos negar que tengan un poder absoluto para estas cosas y otras similares; y tampoco, por tanto, un derecho absoluto, puesto que hemos probado que el derecho de las potestades supremas se determina por su poder.
Por consiguiente, si nadie puede renunciar a su libertad de opinar y pensar lo que quiera, sino que cada uno es, por el supremo derecho de la naturaleza, dueño de sus pensamientos, se sigue que nunca se puede intentar en un Estado, sin condenarse a un rotundo fracaso, que los hombres sólo hablen por prescripción de las supremas potestades, aunque tengan opiniones distintas y aún contrarias.
Pues ni los más versados, por no aludir siquiera a la plebe, saben callar. Es éste un vicio común a los hombres: confiar a otros sus opiniones, aun cuando sería necesario el secreto. El Estado más violento será, pues, aquel en que se niega a cada uno la libertad de decir y enseñar lo que piensa; y será, en cambio, moderado aquel en que se concede a todos esa misma libertad.
No podemos, no obstante, negar que también la majestad puede ser lesionada, tanto con las palabras como con los hechos. De ahí que, si es imposible quitar totalmente esta libertad a los súbditos, sería, en cambio, perniciosísimo concedérsela sin límite alguno. Nos incumbe, pues, investigar hasta qué punto se puede y debe conceder a cada uno esa libertad, sin atentar contra la paz del Estado y el derecho de las supremas potestades. Como he dicho, éste fue el principal objetivo de este tratado.
De los fundamentos del Estado, anteriormente explicados, se sigue, con toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de obrar sin daño suyo ni ajeno.
El fin del Estado, repito, no es convertir a los hombres de seres racionales en bestias o autómatas, sino lograr más bien que su mente y su cuerpo desempeñen sus funciones con seguridad y que ellos se sirvan de su razón libre y que no se combatan con odios, iras o engaños, ni se ataquen con perversas ambiciones. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad.
EN LAS ASAMBLEAS ES RARO QUE ALGO SE DECIDA POR UNANIMIDAD, Y, NO OBSTANTE, TODO SE HACE POR COMÚN OPINIÓN DE TODOS, TANTO DE QUIENES VOTARON EN CONTRA COMO DE QUIENES VOTARON A FAVOR
Hemos visto, además, que, para constituir un Estado, éste fue el único requisito, a saber, que todo poder de decisión estuviera en manos de todos, o de algunos, o de uno. Pues, dado que el libre juicio de los hombres es sumamente variado y que cada uno cree saberlo todo por sí solo; y como no puede suceder que todos piensen exactamente lo mismo y que hablen al unísono, no podrían vivir en paz, si cada uno no renunciara a su derecho de actuar por exclusiva decisión de su mente.
Cada individuo sólo renunció, pues, al derecho de actuar por propia decisión, pero no de razonar y de juzgar. Por tanto, nadie puede sin atentar contra el derecho de las potestades supremas, actuar en contra de sus decretos; pero sí puede pensar, juzgar e incluso hablar, a condición de que se limite exclusivamente a hablar o enseñar y que sólo defienda algo con la simple razón, y no con engaños, iras y odios, ni con ánimo de introducir, por la autoridad de su decisión, algo nuevo en el Estado.
Vemos, pues, de qué forma puede cada uno, dejando a salvo el derecho y la autoridad de las supremas potestades, es decir, la paz del Estado, decir y enseñar lo que piensa: con tal que les deje a ellas decidir sobre las cosas que hay que hacer y no haga nada en contra de tal decisión, aunque muchas veces tenga que obrar en contra de lo que considera bueno y de lo que piensa abiertamente. Puede proceder así, sin menoscabo de la justicia y de la piedad; más aún, debe hacerlo, si quiere dar prueba de su justicia y su piedad. Como ya hemos probado, en efecto, la justicia sólo depende del decreto de las potestades supremas, y nadie, por tanto, puede ser justo, si no vive según de los decretos de ellas emanados.
Por otra parte, la suma piedad es aquella que tiene por objeto la paz y la tranquilidad del Estado. Y como éste no puede mantenerse, si cada uno hubiera de vivir según su propio parecer, es impío hacer algo, por propia decisión, en contra del decreto de la potestad suprema, de la que uno es súbdito; pues, si fuera lícito que todos y cada uno actuaran así, se seguiría necesariamente de ahí la ruina del Estado. Más aún, no puede realizar nada en contra del juicio y dictamen de la propia razón, siempre que actúe conforme a los decretos de la potestad suprema, puesto que fue por consejo de la razón como decidió, sin reserva alguna, transferir a ella su derecho a vivir según su propio criterio.
Y lo podemos confirmar, además, por la misma práctica. En las asambleas, tanto de las potestades supremas como de las inferiores, es raro, en efecto, que se decida nada por sufragio unánime de todos sus miembros; y, no obstante, todo se hace por común decisión de todos, es decir, tanto de quienes votaron en contra como de quienes votaron a favor.
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BARUCH DE SPINOZA, Tratado teológico-político. Alianza Editorial, 1986. Traducción de Atilano Domínguez. Filosofía Digital, 2008.
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