HISTORIA DE LAS PERSECUCIONES POLÍTICAS Y RELIGIOSAS EN EUROPA: LOS MANIQUEOS Y LOS ALBIGENSES: CAPÌTULOS III Y IV

ÍNDICE: HISTORIA DE LAS PERSECUCIONES POLÍTICAS Y RELIGIOSAS EN EUROPA

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CAPÍTULO III

La crueldad con que fueron tratados los sectarios de Manes, lejos de extirpar la herejía, había contribuido a generalizarla, siquiera en parte se presentase bajo nuevas formas. Más o menos confundidos, aparecerían a mediados del siglo XII los maniqueos y las sectas cristianas disidentes de la Iglesia católica en el Mediodía de la Francia, donde unos y otros fueron denominados albigenses, nombre derivado de uno de los sitios donde pululaba el mayor número. Una cosa, no obstante la diversidad de origen de ambas sectas, había de común en aquellos sectarios; y era la rigidez de sus costumbres, la pobreza erigida en ideal y regla de conducta.

En Platón se ve cierta tendencia a buscar el mal en la materia, y en los maniqueos esta tendencia se convierte en principio. La materia es el mal, el espíritu el bien. Ahriman, es el Dios malo, el Mal eterno, que ha dicho y que dirá siempre: No.

El Dios malo, no contento con reinar sobre el mundo material, que, dirigido por él, gobernaban sus hechuras, los ángeles de las tinieblas, se introdujo en el cielo bajo la apariencia de un ángel de luz, sedujo a los hombres y los arrastró a la tierra, que según ellos es el infierno. Sus asociados los ángeles, los Espíritus Santos, lejos de seguirle, se quedaron en el cielo. Las almas de los hombres perdieron sus cuerpos celestes, y fueron encerradas por su nuevo Señor, en cuerpos de tierra, sujetos a modificaciones y a la muerte. Caídas todas a la vez, empezaron a recorrer aquí abajo una serie de existencia, pasando de uno a otro cuerpo humano y descendiendo algunas veces hasta los de los cuadrúpedos y de las aves. Por esto fue por lo que el Dios malo inventó los sexos y la generación. Jehová o Satán, hizo gobernar sus esclavos por demonios revestidos de humana apariencia: tales fueron los patriarcas; y después les dio su Ley por medio de Moisés, uno de sus Espíritus más malos. La Ley antigua es la de un Dios celoso y voluble, que se venga y se arrepiente, que engaña y se engaña, que prescribe el exterminio de sus enemigos, ordena el homicidio a los sacerdotes y a los jueces, y a todos la obra de la generación a fin de prolongar la existencia del mundo malo. El antiguo Testamento es, pues, el Testamento de Satán, al menos en los libros históricos y en el de la Ley.

El Dios bueno, que había criado los hombres para el bien, no podía dejarlos eternamente bajo el yugo del malo. No hay penas eternas, y el infierno terrestre no es más que un purgatorio. La doble predestinación la tenían por creencia abominable: todas las criaturas del Dios bueno están predestinadas a la salvación, y solo las criaturas del Dios del mal deben quedar en él, estos son los ángeles de Satán.

Tales eran en resumen las creencias de los maniqueos del siglo XIII, que fueron también conocidos con el nombre de Cátharos

 

Sumario

Modificación de las doctrinas de los maniqueos.- Insuficiencia de los rigores de los reyes y del clero para extirpar la herejía.- Reaparición de dos herejías en el Mediodía de Francia.- Influencia de la conducta del clero católico de la Edad media en el desarrollo de la herejía.- Tolosa.- Raimundo VI

 

 

 

I

La crueldad con que fueron tratados los sectarios de Manes, lejos de extirpar la herejía, había contribuido a generalizarla, siquiera en parte se presentase bajo nuevas formas. Más o menos confundidos, aparecerían a mediados del siglo XII los maniqueos y las sectas cristianas disidentes de la Iglesia católica en el Mediodía de la Francia, donde unos y otros fueron denominados albigenses, nombre derivado de uno de los sitios donde pululaba el mayor número. Una cosa, no obstante la diversidad de origen de ambas sectas, había de común en aquellos sectarios; y era la rigidez de sus costumbres, la pobreza erigida en ideal y regla de conducta.

El lector ya conoce la doctrina de Manes, que hemos bosquejado a grandes rasgos en los capítulos anteriores y que se propagaba por las faldas de los Pirineos de uno a otro mar.

Con el tiempo, sin embargo, se había modificado las ideas de los maniqueos.

Los dos principios del bien y del mal, fundamento de su doctrina, tuvieron para ellos primitivamente un sentido más cosmogónico que moral. En Platón se ve cierta tendencia a buscar el mal en la materia, y en los maniqueos esta tendencia se convierte en principio. La materia es el mal, el espíritu el bien. Ahriman, es el Dios malo, el Mal eterno, que ha dicho y que dirá siempre: No.

Danle los atributos del Jehová de los hebreos, creador del mundo visible y de todo lo que cambia; Dios de las tinieblas, eternamente opuesto al Dios del cielo invisible y de la luz, creador de todo lo que es puro, de todo lo que no cambia ni se modifica. Lejos de ser Jehová, el Padre Eterno que Jesucristo ha enseñado a los hombres a invocar con la gran oración del Padre Nuestro, era para los maniqueos el Gran Satán, pero un Satán increado, eterno.

Según ellos, los habitantes del cielo habían sido creados para la inmortalidad. Cada hombre, celestial, formado de un alma y un cuerpo inalterables, estaba asociado a un Espíritu, a un ángel, revestido también de una forma, de un cuerpo espiritual: este era el único matrimonio del cielo, porque aquellas existencias abstractas no tenían sexo.

El Dios malo, no contento con reinar sobre el mundo material, que, dirigido por él, gobernaban sus hechuras, los ángeles de las tinieblas, se introdujo en el cielo bajo la apariencia de un ángel de luz, sedujo a los hombres y los arrastró a la tierra, que según ellos es el infierno. Sus asociados los ángeles, los Espíritus Santos, lejos de seguirle, se quedaron en el cielo. Las almas de los hombres perdieron sus cuerpos celestes, y fueron encerradas por su nuevo Señor, en cuerpos de tierra, sujetos a modificaciones y a la muerte. Caídas todas a la vez, empezaron a recorrer aquí abajo una serie de existencia, pasando de uno a otro cuerpo humano y descendiendo algunas veces hasta los de los cuadrúpedos y de las aves. Por esto fue por lo que el Dios malo inventó los sexos y la generación. Jehová o Satán, hizo gobernar sus esclavos por demonios revestidos de humana apariencia: tales fueron los patriarcas; y después les dio su Ley por medio de Moisés, uno de sus Espíritus más malos. La Ley antigua es la de un Dios celoso y voluble, que se venga y se arrepiente, que engaña y se engaña, que prescribe el exterminio de sus enemigos, ordena el homicidio a los sacerdotes y a los jueces, y a todos la obra de la generación a fin de prolongar la existencia del mundo malo. El antiguo Testamento es, pues, el Testamento de Satán, al menos en los libros históricos y en el de la Ley.

El Dios bueno, que había criado los hombres para el bien, no podía dejarlos eternamente bajo el yugo del malo. No hay penas eternas, y el infierno terrestre no es más que un purgatorio. La doble predestinación la tenían por creencia abominable: todas las criaturas del Dios bueno están predestinadas a la salvación, y solo las criaturas del Dios del mal deben quedar en él, estos son los ángeles de Satán. El Dios bueno envió, pues, al socorro de sus criaturas el primero de los ángeles de luz, Jesucristo, llamado Hijo de Dios, a causa de su preeminencia. Cristo no podía revestirse en verdad de la materia, que es maldita. Él no se revistió de la carne más que en apariencia, en el seno del ángel María, descendido como el del cielo y revestido como el de un cuerpo fantástico. Él no sufrió más que en apariencia sobre el Calvario; y no salvó a los hombres con su pasión y muerte, sino recordándoles su naturaleza y su origen olvidado, y enseñándoles los medios de volver al cielo.

Estos medios consisten en la separación del alma y del cuerpo. Hacer obra carnal, es prolongar la duración del imperio de Satán, trayendo las almas a encarnar en el seno de las mujeres. No debía comerse ninguna sustancia animal, porque este alimento proviene de la generación, que es cosa impura. Nada de propiedad, porque es ligarse a las cosas de la tierra. Nada de comunicaciones con los mundanos, a no ser para convertirlos. No debían tocar a los cuerpos, lo mismo para destruirlos que para engendrarlos; y no debían mentir ni jurar, porque esto supone que la palabra no obliga.

«La Iglesia católica romana, decían, por su participación en las riquezas, en las pompas materiales y ambiciones de este mundo, por su intervención en el gobierno de la tierra, por las persecuciones y los homicidios que prescribe, ha abandonado a Cristo por Satán, y no hay por lo tanto salvación mas que en la Iglesia de los puros y de los perfectos».

Cuando el discípulo o creyente estaba bien instruido y bien decidido a la mortificación universal de la carne, recibía por la imposición de las manos y la oración, la Consolación: es decir, el bautismo espiritual, opuesto al bautismo por el agua, que San Juan Bautista, que era uno de los demonios de Jehová, inventó para engañar a los hombres. El creyente se convertía de este modo en perfecto, y el Espíritu Santo, ángel en otro tiempo asociado al alma caída y de este modo rehabilitada, descendía a unirse con ella, y sino recaía en el pecado, la conducía al cielo luego que la muerte la libraba de la carne.

Mientras que el creyente no había recibido la Consolación, le toleraban la vida ordinaria, es decir, el matrimonio, la propiedad, los empleos y la pompa de este mundo; pero preparándole para que renunciase a ella. La mayor parte de los creyentes no podían resignarse a tan rígida austeridad, y se contentaban con pedir la Consolación, cuando se veían en peligro de muerte. Si el enfermo recobraba la salud, debía conformarse a la vida de perfecto. Los que morían sin ser consolados, o que rehuían después la Consolación, en lugar de ir al ciclo al morir, tomaban otro cuerpo terrestre y recomenzaba su carrera de penitencia. Y cuando el perfecto no tenía bastante confianza en sí mismo y temía caer de nuevo en el pecado, podía dejarse morir y hasta darse una muerte violenta.

 

 

II

Tales eran en resumen las creencias de los maniqueos del siglo XIII, que fueron también conocidos con el nombre de Cátharos; pero no se reducían a estas, aunque fuesen las principales, las herejías de aquel siglo: también había Dualistas mitigados, que admitían un solo Dios de Cristo y de Satán; Judaizantes, que eran como la antítesis de los maniqueos; Materialistas, que atribuían a Dios un cuerpo material y que decían, que la fornicación simple no era pecado. No nos detendremos, porque no entra en nuestro plan, a juzgar tales errores; hemos dado un brevísimo resumen para que el lector pueda apreciar la relación que hubo entre ellos y las persecuciones de que fueron víctimas los que tenían la desgracia de profesarlos.

Los rigores de Felipe Augusto y del conde de Flandes no bastaron a detener los progresos de la herejía. En 1198, el dean de la Catedral de Nevers y el abad de San Martín de la misma ciudad comparecieron por herejes ante un Concilio provincial, reunido en Sens, y tres años después, el señor de Evraud, bailío del conde de Nevers, fue quemado vivo en la plaza de la misma ciudad, que había gobernado durante mucho tiempo.

La Provenza, lo mismo que la Aquitania, estaba maravillosamente preparada para dar los frutos de la herejía. Su extremada libertad de espíritu y de costumbres, su cultura intelectual, tan original como brillante, todo contribuia a hacerle odioso e insoportable el despotismo religioso, y en general toda pretensión de imponerle por la fuerza creencias e instituciones.

Las relaciones íntimas de la Provenza con los musulmanes y los judíos, contribuyeron a emanciparla de las ideas dominantes en su época entre los pueblos occidentales; pero desgraciadamente la entregaron sin defensa y sin criterio a la invasión desordenada de todas las ideas extranjeras, y con la impetuosidad característica en los pueblos del Mediodía, se precipitó en los errores del maniqueísmo y de otras sectas. La conducta del clero provenzal, cuyo lujo, corrupción y orgullo contrastaban con la humildad y pobreza sistemática de los herejes, no contribuyó poco a la generalización de las herejías.

 

 

III

Las crónicas y poesías de los trovadores provenzales, venían ya desde el siglo XI, llenas de amargas críticas del clero provenzal. La conducta de los prelados era, según ellos, más desordenada que la de los señores feudales. El arzobispo de Narbona recorría los campos cazando o haciendo cosas peores, acompañado de sus canónigos y archidiáconos, y seguido de una banda de aventureros aragoneses, que tenía a sueldo y que cometían impunemente toda clase de excesos, los otros obispos y abades, según dice un trovador provenzal «gustaban mucho de los vestidos lujosos y de los hermosos caballos, viviendo ricamente, en tanto que Dios había querido vivir pobre». El clero inferior, es decir, los frailes y los clérigos, se reclutaban entre los labradores más pobres e ignorantes, porque las clases acomodadas tenían a menos dedicar sus hijos a la carrera de la Iglesia, y era tal el desdén que habían llegado a inspirar por su ignorancia, que era cosa vulgar el decir: «mejor quisiera ser tal o cual cosa, que capellán». Los clérigos no se atrevían a mostrarse en público sin ocultar sus tonsuras. ¿Qué tenía, pues, de extraño que con tales pastores se descarriaran las ovejas?

Desgraciadamente, Las severas costumbres de los perfectos maniqueos contrastaban con las del clero en general: aquellos se hacían amar porque solo afectaban emplear la persuasión y la caridad. La sociedad provenzal los aplaudía sin imitarlos, flotando alternativamente entre la extrema licencia y el ideal caballeresco, y entre este y el ascetismo de los maniqueos.

El aspecto de aquella sociedad era extraño e indefinible como un sueño. En la superficie todo era riqueza, industria y libertad en las ciudades; fiestas, canciones, galanterías, elegancia y voluptuosidad en los castillos. Pero aquella florescencia, aquella poética y original civilización, podía compararse a la exuberante vegetación que cubre a veces los volcanes, revelándose en amenazadoras explosiones. Los mismos que se embriagaban en los placeres y el sensualismo, por un raro contraste, admiraban el ascetismo de los herejes, y según Puy Laurens y Pedro de Vaux Cernai, «los tenían en tan gran reverencia, que los maniqueos construían cementerios donde enterraban públicamente a los que habían pervertido, y recibían legados más abundantes que las gentes de Iglesia, y no estaban obligados a cargas personales. Tolosa, a quien deberían llamar Dolosa, o fraudulenta, añaden estos cronistas, Bezieres, Albi, Foix, Carcasona y su territorio, rebosan de herejes, y el contagio se extiende a la Gascuña, Cataluña y Aragón. Esclarmonde, hermana del conde de Foix, recibió solemnemente la imposición de las manos de un perfecto, en presencia del conde su hermano, y este ejemplo fue seguido por muchos nobles y ciudadanos. La otra hermana del conde y su mujer eran valdenses».

 

 

IV

Tolosa era la capital del maniqueísmo, y su dominio se extendía hasta el otro lado de los Pirineos. Ya no pagaban el diezmo ni hacían ofrendas a las Iglesias, aunque muchas gentes no profesaban otra herejía que la de no dar su dinero

Duque de Tolosa, Raimundo VI

al clero, y el mismo duque de Tolosa, Raimundo VI, mostraba su benevolencia a los maniqueos hasta el punto de pasar en la opinión de muchos por uno de ellos. Imputábanle toda clase de profanaciones heterodoxas, y un día que esperaba a algunas personas y que no llegaban, exclamó según cuentan los citados cronistas:

«Bien se ve que es el Diablo quien ha hecho este mundo; nada nos sale como deseamos.»

Otra vez dijo:

«Mas quisiera parecerme a un hereje de Castres, a quien han cortado los miembros y que arrastra una vida miserable, que ser rey o emperador.»

Otro día, jugando al ajedrez con un capellán, le dijo:

«El Dios de Moisés, en quien creeis no os ayudará a ganar este juego.» Y añadió: «Que ese Dios no me ayude jamás.»

Hizo un viaje al Aragón donde cayó gravemente enfermo, y se hizo conducir a Tolosa en litera sobre la marcha; y como

Raimundo VI, Duque de Tolosa

le preguntasen porque se ponía en camino con tanto apresuramiento, a pesar de la gravedad del mal, respondió:

«En esta tierra no hay hombres buenos, en cuyas manos pueda morir…»

«Yo sé, dijo en otra ocasión, que perderé mi tierra por estos buenos hombres; y bien, la pérdida de mi tierra y aun la de mi cabeza, no me importa y estoy pronto a perderla.»

Si Raimundo VI tenia la fe de los creyentes, no aspiraba a imitar las obras de los perfectos. Según los historiadores católicos, se entregaba a una licencia desenfrenada; se divorciaba y se casaba a su antojo; tuvo tres mujeres a la vez: la hermana del vizconde de Bezieres, la hija del rey de Chipre, y la hermana del rey Carlos de Inglaterra. Cuando murió esta, se casó con la hermana del rey de Aragón, y las dos últimas eran sus primas en grados en que la Iglesia prohibía el matrimonio: acusábanlo además de incesto con su hermana, y de haber, desde su infancia, cortejando con preferencia a las concubinas de su padre.

 

Matanza de Bezieres

 

CAPÍTULO IV

Como chispas escapadas de aquel volcán, la herejía se manifestó en algunos puntos de Francia y de Alemania, y el celo de los católicos empezó a mostrarse, diciendo que eran peores enemigos de la fe lo que habitaban en el Mediodía de Francia, que los musulmanes contra quienes guerreaban los cruzados en las orillas del Nilo y del Jordán.

Inocencio III que ocupaba entonces la silla pontifical, preparó hábilmente y con ahínco, durante mucho tiempo, la cruzada, que como un espantoso huracán, se precipitó al fin sobre los malhadados países provenzales.

Todo se conjura para convertir en campo de desolación las bellas comarcas del Mediodía de Francia, donde la civilización y la cultura habían llegado, a principios del siglo XIII, a mayor altura que en los otros países de Europa.

El Papa les envió un refuerzo con el famoso Arnaud Amauri, abad del Cister, a quien llamaban el abad de los abades, cuya intolerancia dejó atrás cuando hasta entonces se había conocido en materia de crueldad y de rigorismo: él justificaba a sus propios ojos su ambición con la sinceridad de su fe, y abrigaba bajo su hábito de fraile el genio destructor de Genserico y de Atila.

Entretanto, los legados del Papa se vieron reforzados por dos españoles muy notables, uno de los cuales fue después canonizado por la Iglesia: estos eran Diego de Azeves, obispo de Osma, y Domingo de Guzman, canónigo de la Iglesia de Osma, que se encontraron en Montpeller con los legados del papa, viniendo de Roma. Estaban estos tan disgustados del resultado de su misión, que querían abandonarla; pero los dos sacerdotes españoles los reanimaron inspirándoles nuevo aliento.

Santo Domingo era, según los testimonios de su época, hombre de buen fe, amante del prójimo y cuyo espíritu de destrucción contra los que no participaban de sus creencias, pudo ser hijo de un exceso de celo que extraviaba, su buen juicio sobre los verdaderos medios que debía emplear para apartar del error a los sectarios de la herejía. El sentimiento de la caridad se combinaba en su alma con el de la severidad contra los que andaban descarriados de la verdadera Fe. Cuéntase que, mientras estudiaba en Palencia, vendió sus libros para dar de comer a los pobres en una época de escasez, y quiso un día venderse a sí mismo para rescatar un cautivo. Él se imaginaba servir al género humano persiguiendo sin piedad a aquellos «abortos del infierno, que perdían tantos millares de almas» y obrando así, creía obedecer la voz de Dios.

Castelnau quería a todo trance que el conde de Tolosa exterminara a sangre y fuego a los que no profesaran la religión católica, apostólica romana, y el crimen que dio prematuro fin a su vida pareció menos a los ojos del vulgo por el encarnizamiento con que la víctima exigía el derramamiento de sangre humana.

 

Sumario

Tolerancia de los señores del Mediodía de Francia  con los herejes.- Propaganda de los herejes.- Preparativos de Inocencio III para la cruzada contra los herejes.- Principio de las persecuciones.- Poca eficacia de los príncipes en secundar a los legados del Papa.- Persecuciones contra los prelados.- Arnaud Amauri.- El obispo Folquet.- Santo Domingo de Guzmán y el obispo D.Diego Aceves.- Propaganda y discusión.- Su eficacia.- Entusiasmo de Santo Domingo.- Pedro de Castelnau.- Su muerte.

 

Battle of Muret, France, Albigensian Crusade, 1213

 

I

No era solo en Tolosa, donde estaban los herejes tolerados: también lo estaban en el Albigeois, el marquesado de Provenza, el Rouergue, el Agenais, y los demás estados de Raimundo VI, les ofrecían ancho teatro y completa impunidad; no tenían menos libertad en los señoríos de los Pirineos, en las tierras del joven vizconde de Bezieres, Raimundo Roger, en Carcasona, y en el país de Limoux. Solo la casa de Barcelona afectaba gran celo por la causa del catolicismo.

Los estados de Alfonso II se habían dividido entre sus dos hijos: el mayor, Pedro II, reinaban en Aragón, Cataluña y el Rosellón, y algún tiempo después, reunió a esta rica herencia el Señorío de Montpeller, casándose con la hija del último Señor de esta poderosa ciudad.

Su hermano Alfonso, era conde de Provenza. Pedro, al subir al trono en 1197, ordenó a los valdenses y a otros herejes, que abandonaran sus estados en un breve plazo, bajo pena de muerte y cosificación de bienes. Esto no obstante y otras muestras de acendrado catolicismo y sumisión al Papa, don Pedro II se ocupaba más de galantear las damas que de perseguir herejes, y estos se sustrajeron a las persecuciones en sus Estados, rebrotando sus creencias algo más cuidadosamente que lo hicieron antes.

Como chispas escapadas de aquel volcán, la herejía se manifestó en algunos puntos de Francia y de Alemania, y el celo de los católicos empezó a mostrarse, diciendo que eran peores enemigos de la fe lo que habitaban en el Mediodía de Francia, que los musulmanes contra quienes guerreaban los cruzados en las orillas del Nilo y del Jordán.

Inocencio III que ocupaba entonces la silla pontifical, preparó hábilmente y con ahínco, durante mucho tiempo, la cruzada, que como un espantoso huracán, se precipitó al fin sobre los malhadados países provenzales.

 

Papa Inocencio III

 

II

El resultado de la lucha no podía se dudoso. La unidad de acción, condición indispensable de la victoria, no era posible entre los encontrados elementos que iban a ser atacados. El espíritu de separación y de antagonismo imperaba en todas las comarcas donde se hablaba el provenzal, y en el orden político, la unidad de idioma no fue bastante para constituir un centro de nacionalidad: Poitiers y Burdeos cayeron bajo el yugo de los reyes del Norte; Tolosa y Barcelona continuaban su antigua querella de supremacía política y social.

En el orden religioso ya hemos dicho qué caos de ideas había reemplazado en el dominio de las almas a la Fe católica. Las sectas heterodoxas, que mas preponderaban, eran incapaces de gobernar y de constituir un Estado.

¿Cómo habían de gobernar la tierra los que la maldecían como obra del demonio y solo pensaban en salir de ella para volverse al cielo? La victoria de la Roma católica y de Francia, sobre el maniqueísmo y la Provenza, era inevitable, ¿pero a qué precio?…

 

Pocas veces se había visto aplicado con tanto rigor ni en mayor escala el terrible sistema de destruir por el hierro y el fuego un gran cuerpo, bajo el pretexto de la corrupción de algunos de sus miembros.

 

Los males que llevará consigo, los estragos a que dará lugar, los católicos que perecerán en ella, serán un precio harto caro, aun bajo el punto de vista del catolicismo, por grandes que sean los males que se remediarán.

Pocas veces se había visto aplicado con tanto rigor ni en mayor escala el terrible sistema de destruir por el hierro y el fuego un gran cuerpo, bajo el pretexto de la corrupción de algunos de sus miembros.

Todo se conjura para convertir en campo de desolación las bellas comarcas del Mediodía de Francia, donde la civilización y la cultura habían llegado, a principios del siglo XIII, a mayor altura que en los otros países de Europa.

 

 

III

La tempestad se amontonó lentamente sobre el horizonte: el papa Inocencio III esperaba poder ahogar la herejía con los mismos elementos del catolicismo provenzal. Los Cistercenses llamados monjes blancos, fueron los primeros instrumentos de que se sirvió, delegando, desde el año de su advenimiento, 1198, a los dos frailes del Cister, Gui y Regnier, la misión de perseguir y extirpar la herejía en el Mediodía de Francia.

Ordenó a los prelados que les secundaran con todo su poder: su circular, dirigida a los arzobispos de Lyon, Viena, Embrun, Aix, Arles, Narbona, Auch y Tarragona y sus sufragáneos terminaba así:

«No intimamos a todos los príncipes, condes y señores de vuestras provincias, que asistan a nuestros enviados contra los herejes, expulsando de sus Estados a los que excomulgue el hermano Regnier, confiscándoles sus bienes y usando con ellos el mayor rigor, si persisten en permanecer en el país después de su excomunión. No hemos dado al hermano Regnier plenos poderes para obligar a los señores, ora excomulgándolos, ora lanzando el entredicho sobre sus tierras, y Nos intimamos también a todos los pueblos de vuestras provincias, que se armen contra los herejes, cuando el hermano Regnier y el hermano Gui los llamen, y concedemos a los que tomen parte en esta expedición para el mantenimiento de la Fe, la misma indulgencia que a los peregrinos que visitan San Pedro de Roma, o Santiago de Compostela

La misión de Gui y de Regnier no produjo grandes resultados del lado allá de los Pirineos, exceptuando, sin embargo, los Estados del rey de Aragon. Los otros príncipes, no desterraron a los herejes, ni los pueblos se pusieron a las órdenes de los legados del Papa tomando las armas.

A fines de 1203, el Papa nombró dos nuevos legados, Pedro de Castelnau y Ravul, que obraron con mas rigor, aunque no con mejores resultados. El Papa les había dado poderes extraordinarios que llegaban hasta el de suspender y deponer los obispos, cuya conducta escandalosa o indiferencia contribuyeran al progreso de la herejía.

El 13 de diciembre de 1203, Pedro y Ravul reunieron los bailíos y vicarios del condado de Tolosa, los cónsules y notables de esta ciudad, y amenazándoles con la indignación de los príncipes y la pérdida de sus bienes, obtuvieron de ellos, en nombre de toda la ciudad, el juramente de guardar la Fe católica y de arrojar de su seno los buenos hombres y los albigenses; pero el pueblo de Tolosa no se atuvo a la promesa de su magistrado; los perfectos cambiaron las horas de sus predicaciones, haciendo de noche lo que antes hacían de día, y a esto se redujeron las consecuencias de la reunión del 13 de diciembre. Los legados, entretanto, no dejaron en paz al alto clero; trabajaron por deponer todos los prelados tibios o corrompidos, reemplazándolos con hombres animados de un celo ardiente. Comenzaron informaciones contra el arzobispo de Narbona, depusieron al obispo de Biziers y suspendieron al de Beziers, porque se negó a excomulgar a los cónsules de su ciudad episcopal, infestada de herejía.

 

 

IV

El Papa les envió un refuerzo con el famoso Arnaud Amauri, abad del Cister, a quien llamaban el abad de los abades, cuya intolerancia dejó atrás cuando hasta entonces se había conocido en materia de crueldad y de rigorismo: él justificaba a sus propios ojos su ambición con la sinceridad de su fe, y abrigaba bajo su hábito de fraile el genio destructor de Genserico y de Atila.

En vano había el Papa exigido del rey de Francia y de su hijo Luis, que obligaran a los barones del Languedoc a perseguir los herejes: el rey Felipe no era hombre para abandonar la Lombardía a medio conquistar, e irse a guerrear por cuenta del Papa.

Los tres delegados de este, se agregaron un auxiliar ardiente, capaz de entenderse con Arnaud Amauri. Llamábase Folquet, genovés de origen marsellés de nacimiento. Este hombre, después de haber brillado en las cortes poéticas y caballerescas de Poitiers y de Tolosa, se retiró a un convento del Cister, en el que se hizo notable por su rigorismo, hasta merecer que los legados del Papa le nombrasen, en 1206, obispo de Tolosa, deponiendo a su antecesor por causa de simonía. El nuevo obispo no encontró buena acogida entre sus ovejas.

Ocho años habían pasado desde el envío de los primeros comisarios de Inocencio III; pero su obra adelantaba poco. Los poderes seglares no resistían abiertamente, cuando los legados apretaban mucho, Raimundo de Tolosa y los otros señores hacían protestas de ortodoxia y hasta juraban expulsar a los herejes; más no cumplían sus palabras, ni prestaban auxilios eficaces a los enviados del Papa.

No pudiendo perseguir, encarcelar, ni proscribir, los misioneros procuraban persuadir y convertir a los herejes; más la conducta desordenada del clero, cuyo mal ejemplo era contagios, perjudicaba notablemente al efecto de las predicaciones por más elocuentes que fuesen.

Entretanto, los legados del Papa se vieron reforzados por dos españoles muy notables, uno de los cuales fue después canonizado por la Iglesia: estos eran Diego de Azeves, obispo de Osma, y Domingo de Guzman, canónigo de la Iglesia de Osma, que se encontraron en Montpeller con los legados del papa, viniendo de Roma. Estaban estos tan disgustados del resultado de su misión, que querían abandonarla; pero los dos sacerdotes españoles los reanimaron inspirándoles nuevo aliento.

 

 

V

«No economicéis sudor ni fatigas, les dijeron, para esparcir con ardor la buena semilla: renunciad a esos suntuosos aparatos, a esos ricos vestidos: cerrad la boca a los malvados, obrando y enseñando como el divino Maestro, andando con los pies descalzos, sin plata ni oro, imitando a los apóstoles.»

«Esa sería una novedad muy grande, replicaron los legados, y nosotros no podemos cargar con la responsabilidad de la iniciativa; pero si alguna persona de suficiente autoridad quisiera tomarla, nosotros la imitaríamos con la mejor voluntad.»

La respuesta de D. Diego, fue mandar a España sus caballos, equipaje y domésticos, y empezar su piadosa campaña

Arnaud Amauri, abad del Cister

descalzo, sin otro compañero que Domingo de Guzman. Ejemplo digno de imitarse, y que no ahorraría escribir esta historia, si nunca se hubieran empleado otros medios de destruir el error y hacer prevalecer la verdad.

Los legados del Papa confiaron al obispo don Diego la dirección de su misión, y como él, se pusieron a predicar y a disputar contra los perfectos por pueblos y campiñas, sin preocuparse de subsistencias ni de albergues, con vario suceso. Arnaud de Amauri, hizo venir poco después en su ayuda doce abades de la regla de los Cistercenses.

Todo el Mediodía de Francia estaba conmovido con las controversias religiosas. Húbolas en Montreal, donde duraron quince días, entre perfectos y misioneros; en Pamiers la discusión fue entre los valdenses y los prelados.

Un pueblo inmenso asistía a aquellos debates; pero el obispo de Osma murió al cabo de pocos meses, y tuvo por sucesores en la dirección de la misión, primero a Francisco Gui, abad de Vaux Cernai, y después a su antiguo compañero Santo Domingo, el célebre fundador de la Inquisición, que se proponía exterminar a los herejes que no podía convencer con la palabra y el ejemplo.

Santo Domingo era, según los testimonios de su época, hombre de buen fe, amante del prójimo y cuyo espíritu de destrucción contra los que no participaban de sus creencias, pudo ser hijo de un exceso de celo que extraviaba, su buen juicio sobre los verdaderos medios que debía emplear para apartar del error a los sectarios de la herejía. El sentimiento de la caridad se combinaba en su alma con el de la severidad contra los que andaban descarriados de la verdadera Fe. Cuéntase que, mientras estudiaba en Palencia, vendió sus libros para dar de comer a los pobres en una época de escasez, y quiso un día venderse a sí mismo para rescatar un cautivo. Él se imaginaba servir al género humano persiguiendo sin piedad a aquellos «abortos del infierno, que perdían tantos millares de almas» y obrando así, creía obedecer la voz de Dios.

 

 

VI

Lejos de producir los resultados que se esperaban, los sermones y las controversias con los herejes sobreexcitaron los ánimos de una y otra parte: los legados apostólicos llegaron a convencerse de que el rigor alcanzaría a donde no llegaba la persuasión; error funesto, que ha comprometido y aún perdido las mejores causas y al cual en aquella, como en otras ocasiones fueron inducidos los que en él cayeron, por el despecho y el amor propio ofendido, de ver que su elocuencia no alcanzaba tan prontamente como creían el apetecido triunfo.

El entusiasmo de Santo Domingo por la causa de la Iglesia era tan grande, que cifraba su ventura en hacer los mayores sacrificios, y Pedro de Castelnau no le iba en zaga. Este, según cuenta Pedro de Vaux Cernai, historiador latino de la guerra de los albigenses, exclamaba con frecuencia:

«La causa de Jesucristo no triunfará en este país hasta que alguno de nosotros muera en defensa de la Fe. Dios quiera que yo sea la primera víctima del perseguidor de la religión.»

Jordan, en el Acta sancti Dominice, página 549 dice: «que Santo Domingo representaba los mismos sentimientos: con una exaltación delirante. Atravesaba un día cantando alegremente cierto lugar, en que suponía le habían preparado una emboscada…» Más tarde, informados de esto los herejes, le dijeron: – «¿No tienes miedo de la muerte? ¿qué hubieras hechos si te hubiésemos atrapado? – Os hubiera pedido, replicó él, que no me mataseis de un solo golpe, sino que prolongáseis mi martirio, mutilando mis miembros unos tras otros; que pusierais ante mis ojos los pedazos arrancados del cuerpo y que me sacáseis los ojos después, dejando el tronco por último rodando, envuelto en su sangre, hasta que expirase, a fin de merecer la mas rica corona del martirio!»

Como se ve, estaba tan dispuesto a verter su propia sangre como la de los otros.

A Pedro de Castelnau, se le cumplió su deseo de morir a manos de los herejes. Se propuso obligar al conde de Tolosa a hacer la paz con los señores de Vaux y otros barones de Provenza, y unirse a ellos, para exterminar a los enemigos de la Iglesia; pero Raimundo reusó deponer las armas, y Pedro de Castelnau lo excomulgó. El papa Inocencio III ratificó la sentencia el 29 de mayo de 1207, tratando al conde Raimundo de malvado, insensato y hombre pestilencial.

Raimundo VI, aturdido por los rayos de Roma y acosado por una coalición de barones provenzales, juró obedecer al Papa e hizo la paz con sus adversarios; pero no se resolvió a despojar y a quemar a sus vasallos, de cuyas opiniones tal vez participaba, y durante muchos meses siguió eludiendo las instancias de los comisarios del Papa.

Pedro de Castelnau, salió, como suele decirse, de sus casillas, y fue a reprochar a Raimundo su perjurio, excomulgándolo de nuevo con mil imprecaciones. Raimundo exasperado salió también de quicio y amenazó de muerte al legado y a sus compañeros.

El abad de San Giles, donde tuvo lugar esta escena, los cónsules y ciudadanos, temerosos de una catástrofe, hicieron escoltar a Castelnau hasta las orillas del Rhona; más al siguiente día por la mañana, en el momento en que el legado iba a atravesar el río, trabose de palabras con un hidalgo de los de Raimundo, quien tirando de la espada, lo atravesó de parte a parte. Pedro cayó espirante diciendo: «Dios te perdone: en cuanto a mí, ya te he perdonado». Este asesinato ocurrió el 15 de enero de 1208, y el asesino huyó a Beaucaire y de allí a las montañas del conde de Foix. 

Castelnau quería a todo trance que el conde de Tolosa exterminara a sangre y fuego a los que no profesaran la religión católica, apostólica romana, y el crimen que dio prematuro fin a su vida pareció menos a los ojos del vulgo por el encarnizamiento con que la víctima exigía el derramamiento de sangre humana.

 

FIN DEL CAPÍTULO IV


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