El pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla
“NACIONALISMOS, REGIONALISMOS Y AUTONOMÍA EN LA SEGUNDA REPÚBLICA”, por Justo Beramendi González (Parte 2)
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NACIONALISMOS, REGIONALISMOS Y AUTONOMÍA EN LA SEGUNDA REPÚBLICA
(Parte 1)
Por Justo Beramendi González
Es bien sabido que, dentro de la secuencia de los sistemas políticos de la España contemporánea, la Segunda República trajo consigo, descontado el fallido ensayo de la República federal de 1873, varias innovaciones de gran calado que pretendían superar, en sentido modernizador, los principales factores de atraso social y político que había venido padeciendo el país desde los inicios de la revolución liberal en el primer tercio del siglo XIX: en lo político, el establecimiento de una auténtica democracia representativa, voto de la mujer incluido; en lo social, la reforma agraria y una legislación laboral acorde con los tiempos; en lo religioso, la instauración de un Estado radicalmente laico; y en lo militar, la subordinación de las fuerzas armadas al poder civil. A todas estas fuentes de tensión, originadas en el siglo XIX, se había añadido en las tres décadas precedentes otra, la emergente plurinacionalidad del Estado, que se había ido ensanchando al compás del nacimiento y rápido desarrollo de los nacionalismos catalán y vasco y, en mucha menor medida, del débil nacionalismo gallego y de otros brotes de momento marginales. El objeto de este artículo es analizar muy sintéticamente cómo evoluciona la relación entre cuestión nacional y estructura del Estado en este período (1).
LA CUESTIÓN NACIONAL EN LA ESPAÑA ANTERIOR A 1931
Puede parecer innecesario recordar que la confrontación entre nacionalismos en el seno del Estado español es anterior al advenimiento de la Segunda República. Con todo, creo útil un rápido vistazo al estado de este asunto antes de abril de 1931, pues sin tenerlo debidamente en cuenta no es posible entender bien lo que ocurrirá después (2).
Durante todo el siglo XIX el Estado español se había mantenido uninacional en el sentido que de todos los actores sociopolíticos significativos, con la discutible excepción de los anarquistas, asumían que no había otro sujeto legítimo de soberanía que la nación española y que ésta estaba constituida por el conjunto de los ciudadanos del Estado. Otra cosa era cómo organizar políticamente esa nación tanto en lo que se refiere a los rasgos básicos del sistema político (más o menos representatividad de los ciudadanos) como a la distribución territorial del poder. En este último aspecto, aunque los partidarios del centralismo habían prevalecido casi siempre, la presión a favor de una descentralización mayor o menor había constituido otra de las constantes políticas de la España del siglo XIX.
Pero esa unicidad nacional había iniciado su quiebra en 1890-1910 al surgir dos nacionalismos subestatales con el suficiente vigor para impulsar con éxito procesos de nacionalización referidos a naciones distintas de la española. En Cataluña, la evolución del regionalismo al nacionalismo y el cambio de referente nacional de buena parte de la burguesía catalana había sentado las bases ideológicas y había proporcionado los recursos necesarios para el nacimiento y rápida expansión social de la nación catalana en sentido estricto. La llamada elección de los cuatro presidentes en 1901 y, sobre todo, el rotundo éxito de la Solidaritat Catalana en 1906 fueron los puntos de partida del nacimiento de un sistema catalán de partidos hegemonizado por el catalanismo, especialmente en su variante conservadora encuadrada en la Lliga Regionalista de Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó (3). La presión de este nacionalismo fue suficiente al menos para obtener la concesión y puesta en marcha de la Mancomunitat de Catalunya en 1912-1914, primera fisura en el ininterrumpido centralismo del Estado liberal español. Aunque el poder central no cedía ninguna competencia, pues la Mancomunitat se limitaba a reunir las atribuciones administrativas de las cuatro diputaciones provinciales, la Lliga supo aprovechar su control sobre el nuevo organismo para acelerar el nation-building catalanista (4). La ampliación y diversificación sociales de la asunción de la nación catalana, al tiempo que incrementaba el vigor del conjunto del nacionalismo catalán, preparaba las condiciones para un cambio interno en la correlación de fuerzas de sus distintas tendencias ideológicas. La necesaria colaboración de la Lliga con los gobiernos de Madrid para hacer frente al empuje del movimiento obrero, la radicalización nacionalista inducida por la represión del catalanismo a cargo de la Dictadura de Primo de Rivera y el error de la Lliga en apostar por la continuación de la Monarquía en 1930 se habían sumado para que desde el comienzo de la República el centro de gravedad del nacionalismo catalán estuviese desplazado hacia la izquierda y, en menor medida, hacia el independentismo y el confederalismo (5). En todo caso, en 1931 era obvio que la nación catalana constituía una realidad irreversible, al menos a medio plazo, y de la suficiente entidad como para condicionar con fuerza la naturaleza del nuevo sistema político.
En el País Vasco, la aparición del nacionalismo en 1895 con la fundación del PNV por la acción combinada de la intensificación del viejo sentimiento fuerista provocada por la abolición de 1876 y de la reacción tradicionalista y etnicista contra las transformaciones económicas y sociales derivadas de la rápida industrialización vizcaína puso en marcha un proceso análogo al catalán, aunque en absoluto idéntico. Al contrario que el catalanismo, el nacionalismo vasco se mantuvo relativamente homogéneo en lo ideológico y fue, hasta bien entrada la República, una fuerza radicalmente reaccionaria y frontalmente opuesta a la democracia representativa y a las libertades y valores propios de un Estado moderno. En parte a causa de esto nació separatista y, aunque su práctica política osciló siempre entre el maximalismo programático y la adaptación posibilista a lo que permitían las circunstancias, ese componente ideológico separatista dificultó siempre su encaje en cualquier sistema político español. Por otra parte, estos caracteres, al crear una barrera difícil de franquear entre la parte tradicional y la parte moderna de la sociedad vasca, frenó una expansión social y electoral que, aun siendo importante, nunca alcanzó antes de 1931 ni la magnitud ni la rapidez del caso catalán. A pesar de ello, hizo nacer una nación vasca con capacidad para incidir con fuerza no sólo en la dinámica política de Euskadi sino en la general de España (6).
En cambio, el nacionalismo gallego, nacido como tal en 1916-1918 por evolución del regionalismo previo, no había sido un actor político relevante (7). A pesar de su indudable riqueza discursiva, sus organizaciones no habían conseguido salir de la marginalidad sociopolítica. Será justamente la nueva situación creada por la República la que le permitirá desarrollarse lo suficiente para empezar a tener una presencia menor, pero no despreciable, en el escenario político.
Por último, el nacionalismo español también había experimentado profundos cambios en las décadas precedentes en varios sentidos (8). El regeneracionismo había acentuado sus componentes esencialistas en clave castellana, y el ascenso del movimiento obrero así como la influencia de las tendencias nacionalistas de derecha y extrema derecha europeas, especialmente de las francesas y alemanas, habían reactivado considerablemente sus componentes conservadores o autoritarios. Y la presencia de los nacionalismos subestatales había ido templando los afanes descentralizadores de su componente democrático, de modo que el peso del federalismo en el seno de su corriente republicana habían cedido mucho terreno en favor de las fórmulas unitaristas o, como mucho, de las autonomistas.
Resultaba inevitable, pues, que la cuestión nacional y su corolario forzoso –la distribución territorial del poder– ocupasen un lugar destacado en la agenda de ese gran cambio político que se vislumbraba ineludible en el horizonte desde comienzos de 1930. Sin embargo, era muy difícil que el heterogéneo conjunto de fuerzas políticas partidarias del final de la Monarquía pudiese esbozar previamente una solución consensuada de este problema. Quizá por ello no ocupó un lugar destacado entre las conclusiones del Pacto de San Sebastián (en el que por otra parte no participaron los nacionalismos vasco y gallego ni el catalanismo conservador), que se limitó a prometer una imprecisa satisfacción a las aspiraciones catalanas.
MODELOS DE ESTADO, NACIONALISMOS Y PROCESO CONSTITUYENTE
Pero el advenimiento de la República como consecuencia de las elecciones municipales de 12 de abril de 1931 hizo imposible seguir eludiendo el asunto y obligó a todas las fuerzas políticas a definirse con claridad respecto de la distribución territorial del poder. Exigencia que la proclamación el 14 de abril de la República catalana por el catalanismo de izquierda al mismo tiempo que la española hizo más acuciante aún. Veamos brevemente cuáles eran las actitudes de los principales actores políticos que intervinieron en el cambio de sistema.
La derecha y extrema derecha españolas, de momento desconcertadas y a la defensiva, se oponían, como habían hecho siempre, tanto a la República como a cualquier retroceso de la vieja centralización, para ellas sinónimo de desmembración de la patria. En este ámbito sólo los tradicionalistas seguían presentando su peculiar programa descentralizador (9) que, habida cuenta de su rechazo sin concesiones a la democracia republicana, carecía de verdadera virtualidad política en aquellas circunstancias. En todo caso, la situación del momento hizo que el peso de estas derechas no fuese muy relevante en el diseño de la República, aunque sí lo sería en su trayectoria ulterior.
En el fragmentado y variopinto universo del republicanismo español se pusieron claramente de manifiesto las tendencias iniciadas en las décadas precedentes. Se confirmaba el retroceso del federalismo a posiciones secundarias, casi marginales, mientras que el grueso del republicanismo se dividía entre dos posturas: la del unitarismo tendencialmente centralista, representado por el Partido Radical y las pequeñas formaciones republicano-conservadoras, ardiente defensor de la unidad nacional española y hostil a los nacionalismos subestatales, que acabará aceptando de mala gana la autonomía de algunas regiones como un mal necesario pero indeseado; y la del republicanismo autonomista que apostará sinceramente por el nuevo modelo autonomista. En esta última postura confluían antiguos federalistas progresivamente reconvertidos en las décadas anteriores, como es el caso de la ORGA gallega, y «nuevos» republicanos conscientes de que la consolidación de la República pasaba, entre otras cosas, por la integración de los nacionalismos subestatales en el sistema, como los miembros de Acción Republicana o los radical-socialistas (10). En todo caso, el autonomismo de esta segunda tendencia republicana tenía unos límites descentralizadores muy claros que podremos comprobar al analizar el Estado integral diseñado en la Constitución de 1931.
El PSOE, que en 1931 mantenía en esto una postura muy similar a la de los republicanos autonomistas, había dado más de un bandazo en este terreno. En su programa de 1918, influido por el ambiente europeo favorable al principio de las nacionalidades y por el impacto de la revolución rusa y la asunción bolchevique del derecho de autodeterminación, había incorporado a su programa nada menos que la «Confederación republicana de las nacionalidades ibéricas» (11). Sin embargo, a la altura de 1930-1931 esa actitud había cambiado y, si bien no manifestaba una oposición programática al federalismo, ni la cuestión nacional figuraba entre sus principales preocupaciones ni era ésa ya la vía que prefería para la articulación territorial del Estado español (12). De hecho en su congreso extraordinario de 7-11 de julio de 1931, atendiendo los argumentos de Fernando de los Ríos y otros, rechazó la propuesta en pro de una República federal presentada por los delegados de Valladolid con el apoyo de los de Cataluña.
El partido comunista era de momento una fuerza minúscula que, además, rechazaba la República por «burguesa» y predicaba la revolución (13). Por ambas razones, y aunque en su programa clónico de los partidos integrados en la III Internacional se incluyese el principio leninista de la autodeterminación de las naciones, en este caso ibéricas, su incidencia en la gestación del nuevo sistema era insignificante. Los anarquistas sí tenían fuerza pero su «apoliticismo» les llevaba a actuar al margen del proceso constituyente. Por otra parte, la postura anarquista respecto de la cuestión que nos ocupa estaba plagada de contradicciones. Por un lado, el federalismo radical de abajo a arriba era parte sustancial de la articulación del futuro reino de la anarquía. Por otro lado, como buenos creyentes en el internacionalismo proletario, eran contrarios a todo nacionalismo, para ellos inevitablemente burgués y reaccionario. Pero esta vara de medir la aplicaban con más rigor a los nacionalismos subestatales que al español porque sus gentes no podían ser totalmente inmunes al largo proceso de nacionalización español por muchas deficiencias que éste hubiese tenido. De aquí la curiosa respuesta de la CNT en abril de 1931 contra la proclamación de la República catalana por Macià. En su manifiesto, la organización anarquista afirmaba ser «un partido universal, y desde luego español» por lo que no se plegaría a ninguna tendencia separatista.
Y quedaban, claro está, los nacionalismos subestatales y los regionalismos. El gallego, en pleno proceso de reorganización, era el único monolíticamente federalista. Pero la pequeñez de su fuerza en esas fechas le impedía ser un factor relevante. El catalán, el más fuerte de los tres con mucho, estaba sin embargo muy dividido entre su ala conservadora, otrora dominante pero ahora en minoría, que acababa de apostar por la continuidad de la Monarquía, y el nuevo conglomerado mayoritario situado a su izquierda en el que, sin embargo, no reinaba precisamente la unidad de criterio, pues en su seno convivían las posturas separatistas (Estat Català), confederalistas, federalistas y autonomistas.
Por su parte, el nacionalismo vasco afrontaba la llegada de la República con un PNV reunificado en la asamblea celebrada en Bergara en noviembre de 1930 donde se había ratificado la doctrina de Sabino Arana, lo que había provocado una pequeña escisión de la que nació un partido de orientación laica y democrática, Acción Nacionalista Vasca (14). Esta ruptura de la base ideológica común no impediría que el PNV mantuviese e incluso incrementase considerablemente su hegemonía dentro del nacionalismo. En todo caso, también convivían en su seno, aunque con importancias relativas muy diferentes a las del caso catalán, las posturas separatistas, federalistas y autonomistas.
Sin embargo, no deja de ser significativo el hecho de que los tres nacionalismos se aprestasen a impulsar sendos Estatutos de Autonomía antes de que la Constitución republicana fijase el modelo de Estado. Aunque los contenidos de esos textos de primera hora fuesen en general más propios de una articulación federal, ese hecho indica que todos percibían que la corriente dominante iba en la dirección de la solución autonómica. Con todo, la apuesta descentralizadora se hizo presente con fuerza desde los primeros momentos.
En Cataluña las elecciones municipales del 12 de abril se saldaron con una amplia victoria de la coalición Esquerra Republicana de Catalunya y sus aliados y con una derrota sin paliativos de los monárquicos y de los partidos de ámbito estatal. Al mediodía del 14 de abril, Lluís Companys proclamó la República en Barcelona y poco después el líder máximo de ERC, Francesc Macià, hacía lo propio con el «Estado catalán, que con toda cordialidad procuraremos integrar en la Federación de Repúblicas Ibéricas». Y pasando de las palabras a los hechos, Macià formó un Gobierno provisional catalán y destituyó al capitán general y al presidente de la Audiencia. Ante esta política de hechos consumados, el Gobierno provisional de Madrid optó por eludir el choque frontal y envió tres días después una delegación, formada por Nicolau d’Olwer, Marcelino Domingo y Fernando de los Ríos, para negociar una salida a aquella situación que ponía en grave peligro las posibilidades de consolidación de un régimen apenas nacido. Por fortuna para el nuevo régimen se llegó al acuerdo de sustituir la República catalana por una Generalitat que de momento se limitaría a asumir, como la extinta Mancomunitat, las funciones de las diputaciones provinciales, que se suprimían. También se ponía en marcha la redacción de un Estatuto que el gobierno se comprometía a presentar a las Cortes Constituyentes. Y como gesto adicional de buena voluntad, el ministro de Instrucción Pública, Marcelino Domingo, autorizó por decreto, el 29 de abril, el uso del catalán en la enseñanza primaria. El separatista Estat Català, integrado hasta entonces en ERC, y el comunista Bloc Obrer i Camperol consideraron esto una traición de Macià. No obstante, la mayoría de las fuerzas políticas, incluido el grueso de ERC, asumieron el acuerdo, lo que indica que el deseo de consolidar la democracia republicana prevalecía sobre la defensa a ultranza del independentismo o el confederalismo, posturas probablemente minoritarias incluso en el seno del nacionalismo catalán. No puede decirse lo mismo del federalismo.
En cumplimiento del proceso acordado, la Generalitat convocó para el 24 de mayo elecciones para que los ayuntamientos designasen sus representantes en la Diputación provisional de la Generalitat, a razón de un diputado por cada uno de los 45 partidos judiciales. El retraimiento de la Lliga facilitó la mayoría de ERC. La Diputación designó una comisión redactora del Estatuto, llamado de Núria por el santuario donde se desarrollaron sus sesiones. El texto, que estaba listo el 20 de junio, ocho días antes de celebrarse las elecciones a Cortes Constituyentes, era de carácter federalista, contemplaba la posibilidad de que Cataluña se federase con el País Valenciano y las Baleares, declaraba al catalán único idioma oficial en Cataluña y establecía una extensa nómina de competencias exclusivas, en la onda de lo que habían sido los proyectos federales del siglo XIX.
En el País Vasco, sólo tres días después de la proclamación de la República, el PNV convocó una asamblea municipal en Gernika, que el Gobierno provisional, desconfiando de la lealtad republicana del promotor, prohibió. A pesar de ello, los alcaldes nacionalistas aprobaron un Manifiesto en el que aceptaban el nuevo régimen y reivindicaban «un Gobierno republicano vasco vinculado a la República federal española». Con esta perspectiva, la Sociedad de Estudios Vascos redactó en mayo un proyecto de Estatuto que no fue asumido plenamente por nadie, lo que demostraba la profunda polarización política de la sociedad. Polarización que también era patente en el plano institucional, pues PNV y Comunión Tradicionalista controlaban la mayoría de los municipios mientras que la alianza republicano-socialista gobernaba las diputaciones por nombramiento gubernativo. No es extraño, pues, que cada uno de los dos bandos modificase el proyecto inicial dando lugar a dos diseños de la autonomía radicalmente incompatibles entre sí. El 10 de junio las derechas aprobaron en Estella, con el respaldo de las tres cuartas parte de los municipios vasco-navarros y con la oposición de las cuatro capitales y otras villas con mayoría republicana, un Estatuto acorde con su ideología católico-tradicionalista y etnicista que negaba el voto a los inmigrantes y preveía, mediante concordato con la Santa Sede, un régimen fuertemente confesional. Ambos caracteres hacían imposible su encaje en la democracia laica que se perfilaba para la República. En todo caso, el Estatuto de Estella fue la base del programa con que se presentó a las Cortes Constituyentes la coalición formada por el PNV y la Comunión Tradicionalista.
En Galicia las iniciativas en favor del autogobierno empezaron también antes de las elecciones a Cortes, pero con mucho menos vigor. Dos eran las tendencias políticas que actuaban en esa dirección: el republicanismo autonomista y el nacionalismo gallego. Dentro del primero, aparte de los pequeños núcleos federalistas, azañistas o radical-socialistas, la fuerza principal era la Organización Republicana Gallega Autónoma (15), componente casi único a esas alturas de la Federación Republicana Gallega, fallido intento de unificación de todos los republicanos y de la que ya se habían descolgado los radicales y casi todos los demás. La ORGA era ante todo democrático-republicana y además autonomista. El peso de este segundo componente dependía sobre todo de la decreciente capacidad de influencia de los afiliados procedentes del nacionalismo gallego. La segunda tendencia, la nacionalista, todavía estaba en los primeros meses de 1931 muy fragmentada en multitud de pequeñas organizaciones locales que crecían a buen ritmo pero eran de momento incapaces de llevar a cabo una acción coordinada a escala supralocal, salvo en el eje Ourense-Pontevedra-Vigo.
Tras la proclamación de la República, la ORGA-FRG, haciendo de momento honor a su definición autonomista, convocó en A Coruña para el 4 de junio una asamblea de fuerzas vivas para empezar a debatir el futuro autogobierno de Galicia. Se presentaron tres proyectos, redactados respectivamente por el Secretariado de Galicia en Madrid (una entidad en la que se habían refugiado viejos regionalistas como Rodrigo Sanz), el coruñés Instituto de Estudios Gallegos (que proponía poco más que una descentralización administrativa) y el nacionalista Seminario de Estudios Galegos, además de dos ponencias, una de la ORGA y otra de Labor Galeguista de Pontevedra, un pequeño grupo del nacionalismo conservador. Lógicamente, el texto del SEG era el más ambicioso. Recogía lo esencial del programa nacionalista y se basaba en la premisa de una República federal. Pero ni siquiera fue aceptado como documento de trabajo. La asamblea encomendó a una ponencia la redacción de un anteproyecto de Estatuto basado en los criterios más moderados de la ORGA. El texto resultante, que se entregaría a la Minoría Gallega del Congreso después de las elecciones, respondía ya al determinante básico de la naturaleza no federal de la República.
Pero los movimientos, por acción o por reacción, relacionados con la futura distribución territorial del poder no se limitaban a las zonas asiento de nacionalismos subestatales. Como ya había ocurrido en las dos últimas décadas de la Restauración, pero ahora con mayor intensidad, esa cuestión provocó desde el primer momento acciones de muy diverso tipo en otras regiones. En Castilla (16), los sucesos ocurridos en Cataluña en los primeros días de la República despertaron el anticatalanismo siempre vivo. Fueron muy numerosas las manifestaciones de rechazo de las autonomías políticas en nombre de la unidad de España aunque, si los catalanes iban a obtener su autogobierno, Castilla también debería tenerlo también. En Andalucía (17), las primeras asociaciones del andalucismo, los Centros Andaluces, resucitaron en abril y se transformaron en la Junta Liberalista de Andalucía, cuyo programa seguía siendo una variante del viejo proyecto federal. Y a instancias de esta Junta, la Diputación de Sevilla convocó en mayo una asamblea de municipios para tratar de la autonomía andaluza, asamblea que no se celebraría hasta después de las elecciones. En Aragón (18), el Sindicato de Iniciativa y Propaganda de Aragón promovió, también en abril, la redacción de unas bases para la autonomía. Respondiendo a esta iniciativa, las tres diputaciones se reunieron el 13 de junio y acordaron elaborar cada una un proyecto de Estatuto.
Por su parte, el valencianismo político (19) se había reavivado algo a partir de 1929, aunque a medio plazo esto le servirá de poco pues el blasquismo pronto se identificará totalmente con el radicalismo lerrouxista y la Derecha Regional Valenciana acabará en la CEDA. De hecho, el único grupo que había sobrevivido a la Dictadura era la conservadora Unió Valencianista. Pero en marzo de 1930 se había fundado Acció Cultural Valenciana, asociación universitaria patriótico-cultural, lingüísticamente catalanista y que, aun declarándose no política, intentaba tender puentes entre la derecha y la izquierda para unificar el valencianismo. Un mes después apareció la Agrupació Valencianista Republicana, de orientación similar a la Esquerra Catalana. En las elecciones municipales de 12 de abril de 1931, UV se alineó con los monárquicos y AVR con los republicanos. La primera obtuvo un concejal en Valencia y la segunda, dos. Eran los primeros cargos electos de un valencianismo que, naturalmente, apostó por la autonomía desde el primer momento. Pero como no tenía fuerza para promoverla directamente, lo hizo presionando a sus afines. El 6 de mayo, el alcalde de Valencia propuso al ayuntamiento, con mayoría del blasquista Partido de Unión Republicana Autonomista (PURA), tomar la iniciativa para conseguir las «libertades federativas» para la región. La Corporación aceptó la propuesta e invitó a la Diputación, a los Ayuntamientos de Alicante y Castellón y a diversas entidades a formar una comisión redactora del anteproyecto de Estatuto. Los entes locales de la provincia de Alicante consideraron conveniente esperar a que se aprobase la Constitución y el Ayuntamiento de Castellón respondió que la cuestión de la autonomía no le parecía «ni fundamental ni urgente».
En Baleares (20), días después de la proclamación de la República, la Asociació per la Cultura de Mallorca (ACM) creó una comisión, con regionalistas de izquierda y derecha, encargada de redactar un proyecto de Estatuto sólo para Mallorca. Por su parte, la Cámara de Comercio, a propuesta de Guillem Roca, un hombre de Juan March, promovió en mayo el estudio de una descentralización administrativa para todas las Baleares que incluiría la cooficialidad del catalán y un concierto económico similar al vasco. Ambas iniciativas convergieron en una comisión ampliada, en la que no había representantes de las otras islas, pese a que iba a preparar un Estatuto de las Baleares. Y es que el balearismo, que era ante todo un anti-catalanismo, no tenía predicamento entre los regionalistas.
Observamos, pues, que la mera proclamación de la República hizo brotar iniciativas autonomistas y federalizantes lo que denota que el anticentralismo no era exclusivo de los nacionalismos subestatales, aunque éstos fuesen en ese momento sus agentes mayores. Pero la suerte de cada una de esas iniciativas iba a depender de modo inmediato del peso relativo que las diferentes opciones políticas obtuviesen en el máximo órgano decisorio del nuevo sistema político español.
Y por fin llegaron los comicios de 28 de junio de 1931. De ellos habían de nacer las Cortes Constituyentes de la República, y de la composición política que esas Cortes tuviesen dependería, entre otras muchas cosas, la salida que se diese al contencioso nacional-territorial. Veamos, en primer lugar, cómo quedó el mapa político en los tres territorios de mayor importancia para lo que aquí estamos analizando. En Cataluña, las elecciones dejaron claras dos cosas (21). La primera era el dominio abrumador del conjunto del nacionalismo catalán, pues de los 48 escaños consiguió 41. La segunda era la rotunda hegemonía del catalanismo de izquierda sobre el de derechas. Era obvio que la experiencia de la Dictadura sólo había servido, en lo relativo a la cuestión catalana, para lo contrario de lo que había pretendido: en lugar de neutralizar total o parcialmente el catalanismo, no sólo había profundizado aún más su socialización sino que además había desplazado su centro de gravedad hacia la izquierda y había radicalizado sus reivindicaciones nacionalistas.
En el País Vasco y Navarra, el PNV, de momento más fiel a su alma tradicionalista y antidemocrática que a su nacionalismo, formó una coalición antirrepublicana con el nacionalismo español de carlistas y católicos, coalición que consiguió 15 escaños (6 para el PNV) frente a los nueve de la alianza republicano-socialista, en la que participaba también la pequeña Acción Nacionalista Vasca. El hecho de que la competencia se redujese en la práctica a estas dos coaliciones indica la polarización de la sociedad vasco-navarra y la clara mayoría con que contaban los contrarios a la Democracia naciente. Por otra parte, si nos atenemos al referente nacional de cada sigla, el nacionalismo vasco, al contrario que el catalán, no podía presumir de dominar su propio territorio político, pues sólo contaba con un cuarto de la representación, porcentaje que subía algo si se consideraba por separado Euskadi. Pero parece evidente que el crecimiento de la base social de la nación vasca iba en 1931 muy por detrás de la catalana, aunque había avanzado lo suficiente para constituir ya un dato que exigía mucha atención por parte de los nuevos gobernantes. De todos modos, las derechas consideraron que su victoria constituía el refrendo democrático del Estatuto de Estella, lo que obligaba a sus diputados a luchar sin concesiones en las Cortes por conseguir una Constitución que lo hiciese posible.
En Galicia, reputada siempre como una de las plazas fuertes del conservadurismo y el clientelismo, el hundimiento de la vieja clase política fue espectacular (22). De sus 47 diputados, 38 correspondían a la alianza republicano-socialista y sólo 7 a la fragmentada derecha. La fuerza que copó desde el principio los principales puestos de mando gracias a la presencia de Santiago Casares Quiroga en el gobierno y a sus excelentes relaciones con Azaña fue la ORGA, y en su capacidad para utilizar desde el poder los resortes del clientelismo de siempre está la clave de esos resultados. El nacionalismo gallego, de orientación federalista y mayoritariamente democrático, sólo conseguiría dos diputados (Castelao y Otero Pedrayo, elegidos respectivamente en Pontevedra y Ourense) a los que se sumaría después el coruñés Ramón Suárez Picallo, que había concurrido en las listas de la ORGA. Por tanto, la presión galleguista en el Congreso se reduciría a algo casi testimonial y necesariamente el factor gallego de más entidad consistiría en un autonomismo en sintonía creciente con la línea que podemos personificar en Manuel Azaña.
Pero los que realmente contaban era los resultados en el conjunto de España. Y estos resultados indicaban claramente que sólo tenía posibilidades la salida autonomista y en el grado que quisiesen socialistas y republicanos de izquierda (23). Las viejas derechas, sin tiempo para adaptarse a la nueva situación, obtuvieron una representación ínfima en proporción a su influencia real en la sociedad. Sólo el Conde de Romanones y José Calvo Sotelo salieron elegidos como monárquicos por sus feudos de Guadalajara y Ourense respectivamente. Aparte de éstos también cabe anotar en el haber de las derechas los resultados del rápido reciclaje de la Derecha Liberal Republicana, parte o todos los agrarios, los dos de la Unión Regional de Derechas de Galicia y los católico-tradicionalistas vasco-navarros. En total, 61 diputados aproximadamente, de los que sólo menos de un tercio eran claramente antisistema y no estaban dispuestos a asumir una u otra descentralización. En el otro extremo, los partidarios de una descentralización radical contaban con menos de 50 votos entre los poquísimos republicanos federales elegidos y los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, eso en el supuesto de que el PNV apoyase realmente una República federal, que era mucho suponer en ese momento. En medio, estaba la gran mayoría del Congreso. Aun descontando el dudoso autonomismo del Partido Radical y de parte de la Agrupación al Servicio de la República (106 diputados en total) quedaban los 213 votos que podían reunir entre socialistas y republicanos de izquierda. Era evidente que quedaban descartadas tanto la continuación del centralismo como la resurrección del federalismo.
No obstante, los movimientos pro-autonomía iniciados no se detuvieron en espera de la aprobación de la Constitución, sino que continuaron en paralelo con los debates constitucionales del Congreso y ambos procesos se condicionaron mutuamente.
En Cataluña (24), el 2 de agosto de 1931 se plebiscitó el Estatuto de Núria, con un 99% de votos positivos y una participación del 75% del censo. Resultados demasiado redondos para ser ciertos. Bien es verdad que prácticamente todas las fuerzas políticas recomendaron el sí, aunque algunas expresaron sus reservas, ora por estimarlo demasiado descentralizador (los carlistas), ora por todo lo contrario (el BOC). En cualquier caso, esta cuasi unanimidad demostraba la enorme fuerza social que había adquirido el catalanismo.
Por su parte, los alcaldes vasco-navarros entregaron en Madrid el Estatuto de Estella el 22 de septiembre. Pero sirvió de poco. El tradicionalismo católico del PNV y sus aliados carlistas sólo podía ser recibido en el Congreso con franca hostilidad por la inmensa mayoría. Y además, a finales de ese mismo mes se aprobó el carácter «integral» del Estado tras rechazar todas las enmiendas «federalistas», incluidas las de una minoría vasco-navarra que dos semanas después abandonó la Cámara en señal de rechazo al carácter laico, e incluso anticlerical, que se daba al Estado. Ninguno de sus miembros votó a favor de la Constitución en diciembre.
En Galicia, nada más celebradas las elecciones, el 4 y 5 de julio tuvo lugar en A Coruña, a iniciativa de la ORGA-FRG, una nueva reunión de fuerzas políticas republicanas en la que se aprobó un proyecto de Estatuto que habría de entregarse a las diputaciones para su informe y tramitación. Pero la ORGA no fue muy diligente en el cumplimiento de este acuerdo y el proceso quedó prácticamente paralizado hasta diciembre.
En Castilla se recrudeció el rechazo a las autonomías ante el carácter federalista del Estatuto de Núria. Y aunque el 5 de agosto de 1931 El Norte de Castilla procuraba aplacar los ánimos (25), la oleada de anticatalanismo y de reafirmación de la unicidad nacional española se extendió imparable, azuzada sobre todo por el Ayuntamiento de Burgos, donde los monárquicos tenían una presencia nutrida.
En Andalucía, la asamblea municipal que la Diputación de Sevilla había convocado en mayo se celebró el 6 de julio y nombró una ponencia encargada de redactar un proyecto de Estatuto. La mayoría de los ayuntamientos se mostraron partidarios de la autonomía siempre que no se atentase contra la unidad de España. Sin embargo, la iniciativa tuvo escaso eco popular. Salvo la débil prensa andalucista el resto hizo poco caso del asunto. A esto había que añadir las suspicacias de otras provincias contra un posible neocentralismo sevillano. De hecho, la Diputación de Granada propuso a las de Jaén y Almería formar una región autónoma oriental, y Huelva dudaba entre permanecer vinculada a Madrid o unirse a Extremadura. Todo esto demuestra el raquitismo de la conciencia regional andaluza en aquellos momentos.
En Aragón, el acuerdo adoptado por las diputaciones poco antes de las elecciones de junio no se cumplió. La Diputación de Zaragoza sí redactó un proyecto de Estatuto, pero las otras dos no, con lo que la reivindicación autonomista aragonesa, siempre débil, casi se esfumó. Algo similar ocurría en Baleares donde los trabajos de la comisión redactora formada antes de las elecciones fueron acogidos pasivamente por las fuerzas políticas. Elaborado el anteproyecto en la línea de la propuesta de Roca, la Diputación de Mallorca convocó una asamblea de ayuntamientos y entidades económicas y culturales, que se celebró el 20 de julio y aprobó el texto, no sin alguna oposición. Pero los municipios de Menorca habían renunciado a participar, aduciendo que nada de esto tenía sentido en tanto no se aprobase la Constitución. En el fondo, esta abstención se debía a que una minoría de menorquines era partidaria de incorporar la isla a la autonomía de Cataluña y la mayoría quería un Estatuto sólo para Menorca. En todo caso, esta inhibición fue una de las causas del fracaso final de la autonomía balear, a la que contribuyó también la recia oposición de los conservadores y su campaña anticatalanista. Lo cierto es que, ante el desinterés de la mayor parte de la opinión pública, los redactores del anteproyecto renunciaron a su actividad reconociendo que la iniciativa debía corresponder a los partidos.
Resumiendo, cabe concluir que, mientras se debatía la Constitución, las presiones fuertes en favor de una descentralización de tipo federal sólo llegaban de Cataluña y el País Vasco. En el resto, incluida Galicia, sólo había, en el mejor de los casos, tibias manifestaciones en favor de la autonomía, o en el peor indiferencia o clara hostilidad a abandonar el centralismo. Si a esto añadimos la composición del Congreso, ya comentada, no tiene nada de extraño que las posturas federalistas fueran claramente minoritarias durante el proceso constituyente (26). El ejemplo de la Constitución de Weimar, convenientemente adaptado a la baja, ofreció una salida intermedia entre el modelo centralista de siempre, que resultaba ya insostenible, y el federal, que la mayoría no quería adoptar (27). El propio Luis Jiménez de Asúa, en su presentación del proyecto al pleno del Congreso (28), dejaba clara esta voluntad de equidistancia entre los dos viejos polos antitéticos que él declaraba en crisis e inaplicables. Por ello, se inventó para la ocasión un modelo nuevo al que se bautizó con un nombre también nuevo, «Estado integral». Veamos en qué consistía el invento.
NOTAS:
1. Para una aproximación general, y algo superada ya, al objeto de este artículo, vid. VARELA, Santiago, El problema regional en la II República española, Madrid, Unión Editorial, 1976.
2. Los estudios sobre los nacionalismos subestatales en el primer tercio del siglo XX y sobre sus movimientos precursores del siglo XIX son, por fortuna, muy numerosos y en general de gran calidad. Resulta, por tanto, imposible recoger aquí ni siquiera los más importantes. Pueden verse estados de la cuestión y bibliografías extensas en GRANJA, José Luis, BERAMENDI, Justo y ANGUERA, Pere, La España de los nacionalismos y las autonomías, Madrid, Síntesis, 2001, pp. 265-292 y 417- 462.
3. Hace ya muchos años que la génesis del nacionalismo catalán y sus causas quedó bien analizada y explicada con las obras de MOLAS, Isidre, Lliga Catalana: un estudi d’estasiologia, Barcelona, Edicions 62, 1972, y RIQUER, Borja de, Lliga Regionalista: la burgesia catalana i el nacionalisme (1898- 1904), Barcelona, Edicions 62, 1977.
4. Sobre la Mancomunitat y sus efectos nacionalizadores vid. BALCELLS, Albert; PUJOL, Enric y SABATER, Jordi, La Mancomunitat de Catalunya i l’autonomia, Barcelona, Proa, 1996.
5. Vid. CULLA, Joan B., El catalanisme d’esquerra. Del grup de «L’Opinió» al Partit Nacionalista Republicà d’Esquerra, Barcelona, Curial, 1977; IVERN, M.ª Dolors, Esquerra Republicana de Catalunya. 1931-1939, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1989; y UCELAY, Enric, La Catalunya populista. Imatge, cultura i política en l’etapa republicana (1931-1939), Barcelona, La Magrana, 1982.
6. Sobre el nacimiento del nacionalismo vasco y su ulterior evolución en el primer tercio del siglo XX, vid. CORCUERA ATIENZA, Javier, Orígenes, ideología y organización del nacionalismo vasco (1876-1904), Madrid, Siglo XXI, 1979; MEES, Ludger, Nacionalismo vasco, movimiento obrero y cuestión social (1903-1923), Bilbao, Fundación Sabino Arana, 1992; y PABLO, Santiago de; MEES, Ludger y RODRÍGUEZ RANZ, José Antonio, El péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco, vol. I, Barcelona, Crítica, 1999.
7. Vid. BERAMENDI, Justo y NÚÑEZ SEIXAS, José Manuel, O nacionalismo galego, Vigo, A Nosa Terra, 1996, 2.ª ed.
8. No disponemos de estudios sistemáticos sobre el nacionalismo español comparables a los realizados para los otros nacionalismos. Existen interesantes análisis de algunos sectores o aspectos como los de BLAS GUERRERO, Andrés de, Sobre el nacionalismo español, Madrid, CEC, 1989 y Tradición republicana y nacionalismo español, Madrid, Tecnos, 1991. No obstante, su plano ideológico en el largo y medio plazo ha sido recientemente objeto de algunas monografías de gran valor como las de VARELA, Javier, La novela de España. Los intelectuales y el problema español, Madrid, Taurus, 1999; PÉREZ GARZÓN, Juan Sisinio (ed.), La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder, Barcelona, Crítica, 2000; y ÁLVAREZ JUNCO, José, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001.
9. Por ejemplo, la Comunión Tradicionalista, fiel a su pensamiento de siempre, afirmaba en 1932 que la región, formada «de manera natural y espontánea en el transcurso de los siglos», debía ser uno de los pilares de la organización del Estado. Vid. el texto completo en ARTOLA, Miguel, Partidos y programas políticos 1808-1936, Madrid, Aguilar, 1975, vol. II, p. 369.
10. El Partido Republicano Radical Socialista recogía ya, en su Ideario de septiembre de 1930, la «Autonomía de las regiones naturales tan amplia como su desenvolvimiento y capacitación política lo permita». Vid. ARTOLA, Miguel, op. cit., II, p. 329.
11. PSOE, Organización general, Madrid, s. d., pp. 3-12.
12. JIMÉNEZ DE ASÚA, Luis, La Constitución de la democracia española y el problema regional, Buenos Aires, Losada, 1946.
13. El Partido Comunista de España ante las Constituyentes, Madrid, s. n., 1931.
14. Vid. GRANJA, José Luis de la, Nacionalismo y II República en el País Vasco, Madrid, CIS-Siglo XXI, 1986.
15. La ORGA había nacido a comienzos de septiembre de 1929, con base sobre todo en A Coruña, por la unión del republicanismo ex-federalista encabezado por Santiago Casares Quiroga y de la mayor parte del nacionalismo democrático agrupado en la Irmandade da Fala de la ciudad, con Antonio Villar Ponte al frente.
16. Sobre las repercusiones del conflicto nacional en Castilla, vid. ORDUÑA REBOLLO, Enrique, El regionalismo en Castilla y León, Valladolid, Ámbito, 1986; PALOMARES, J. M., «Aproximación al regionalismo castellano durante la II República», Investigaciones Históricas, 1985, n.º 5, pp. 267-294; ALMUIÑA, Celso, «Castilla ante el problema nacionalista durante la II República, el Estatuto castellano non nato», en BERAMENDI, Justo y MÁIZ, Ramón (eds.), Los nacionalismos en la España de la II República, Madrid, Siglo XXI, 1991, pp. 415-437; y BLANCO, Juan Andrés, «El regionalismo en Castilla y León en los años treinta», en BLANCO, Juan Andrés, Problemas de la Castilla contemporánea, Zamora, UNED, 1997, pp. 91-110.
17. Para el andalucismo y la autonomía en la Andalucía de la República LACOMBA, José Antonio, Regionalismo y autonomía en la Andalucía contemporánea (1835-1936), Granada, Caja de Ahorros, 1986, pp. 223-316; GONZÁLEZ DE MOLINA, Manuel y SEVILLA GUZMÁN, Eduardo, «En los orígenes del nacionalismo andaluz: reflexiones en torno al proceso fallido de socialización del andalucismo histórico», Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 1987, n.º 40, pp. 73-96; DÍAZ ARRIAZA, José y RUIZ ROMERO, Manuel, El proceso autonómico de Andalucía durante la Segunda República, Sevilla, Fundación Blas Infante, 1991.
18. Vid. PEIRÓ, Antonio y PINILLA NAVARRO, Vicente, Nacionalismo y regionalismo en Aragón (1868-1942), Zaragoza, Unali, 1981, pp. 125-213; y los documentos recogidos en ROYO VILLANOVA, Carlos, El regionalismo aragonés, Zaragoza, Guara, 1978, pp. 87-129.
19. CUCÓ, Alfons, El valencianisme polític, 1874-1939, Catarroja, Afers, 1999, pp. 139-237; FRANCH I FERRER, Vicent, El blasquisme: reorganització i conflictes polítics (1929-1936), Xàtiva, Ajuntament, 1984; GIRONA ALBUIXECH, Albert, «Valencianos y valencianistas. Un estudio de la estructura de los partidos políticos en el País Valenciano de los años treinta», en BERAMENDI, Justo y MÁIZ, Ramón (eds.), op. cit., pp. 195-212; y PONS, Anaclet y SERNA, Justo, «El fracaso del “autonomismo” blasquista en el País Valenciano», Ibidem, pp. 439-450.
20. LLULL, A. [MIR, Gregori.], El mallorquinisme polític. 1840-1936, París, Edicions Catalanes, 1975, vol. II; y BALCELLS, Albert (ed.), Història dels Països Catalans, Barcelona, Edhasa, 1980, pp. 652-683.
21. El reparto de los escaños que correspondían a las cuatro provincias catalanas fue el siguiente: Esquerra Republicana de Catalunya, 35 (3 de Unió Socialista de Catalunya); Partido Republicano Radical Socialista, 3; PSOE, 1; federales, 1; Acció Catalana, 2; Partido Radical, 2; Lliga, 4. (A. Ballcells (ed.), op. cit., 1980, p. 554.)
22. Los resultados fueron: ORGA, 15 (de ellos dos nacionalistas), Partido Radical, 12; PSOE, 8; radical-socialistas, 2; nacionalistas, 2; agrarios, 2; Derecha Liberal Republicana, 2; Unión Regional de Derechas, 2; Acción Republicana, 1; extrema derecha (Calvo Sotelo), 1. Vid. GRANDÍO, Emilio, Caciquismo e eleccións na Galiza da II República, Vigo, A Nosa Terra, 1999, pp. 54-60; y VELASCO SOUTO, Carlos F., Galiza na II República, Vigo, A Nosa Terra, 2000, pp. 102-107.
23. Las principales candidaturas obtuvieron el siguiente número de escaños: PSOE, 116; radicales, 90; radical-socialistas, 56; Esquerra Republicana de Catalunya, 36; Acción Republicana, 26; agrarios, 26; Derecha Liberal Republicana, 22; Agrupación al Servicio de la República, 16; ORGA, 15; y PNV-carlistas, 15.
24. Sobre los aspectos constitucionales del proceso autonómico catalán vid. GERPE, Manuel, L’Estatut de Catalunya i l’Estat integral, Barcelona, Edicions 62, 1977; y GONZÁLEZ CASANOVA, José Antonio, «La Constitución de la República española y el Estatut de Catalunya de 1932», Sistema, 1978, n.º 17-18, pp. 99-115.
25. «Vayamos a la concordia, y sobre ella creemos el nacionalismo español, del que tan necesitados andamos, sin desdeñar las justas reivindicaciones autonómicas, a las que sería insensato oponerse».
26. BLAS GUERRERO, Andrés de, «El debate doctrinal sobre las autonomías en las Constituyentes de la II República», Revista de Historia Contemporánea, Bilbao, UPV, n.º 6, 1991, pp. 191-143.
27. Vid. CORCUERA ATIENZA, Javier, «El constitucionalismo de entreguerras. La racionalización del poder y sus límites», en Estudios de Derecho Público. Homenaje a J. Ruiz-Rico, Madrid, Tecnos, 1997, vol. I, pp. 73-100; y PÉREZ DE AYALA, A., «Federalismo y autonomías. La organización territorial del Estado en el constitucionalismo republicano», Revista de Derecho Político, 2000, n.º 48-49, pp. 179-215.
28. Reproducido en SEVILLA ANDRÉS, Diego, Constituciones y otras leyes y proyectos políticos de España, Madrid, Editora Nacional, 1969, pp. 206-207.
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