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El Dios geométrico de Baruch Spinoza
Por Rómulo Ramírez Daza y García
Universidad Panamericana
El presente artículo es una síntesis de la doctrina del Dios geométrico de Baruch Spinoza, contenida en su Ethica, Ordine Geometrico Demonstrata de 1677. Dividiremos el estudio en cuatro secciones, a saber, de Dios, del Alma, del Conocimiento y de la Física, aunque, en definitiva, todas las partes de la Ética tienen relación directa con Dios, pues en él hallan su último fundamento. A nuestro juicio, la Ética spinoziana es la expresión más lograda del monismo racionalista de la modernidad, como intentaremos mostrar en las páginas siguientes.
El presente artículo pretende esbozar sintética y llanamente la teoría de Dios en Spinoza. Para ello, y por considerarla suficiente para tal propósito, abordamos únicamente, aunque por completo, su Ethica, Ordine Geometrico Demonstrata, de 1677, que el filósofo elaboró y formuló a lo largo de 14 años. Nuestra pretensión no es de deconstrucción, sino de hermenéutica profunda, y se basa, sobre todo, en la localización de los pasajes clave de la obra citada.
A la luz de su magna y complicada Ética, concretaré mi estudio del Dios spinoziano en cuatro partes, que considero darán unidad interpretativa a las cinco ya establecidas por el mismo filósofo [1] y permitirán entender su mensaje filosófico, la compleja visión que Spinoza nos participa.
Esas cuatro partes son: de Dios, del Alma, del Conocimiento y de la Física.
Queda así establecida la arquitectura metodológica de nuestra exposición. Por otra parte, sus referentes formales se reconocen en el sistema, donde todo tiene lugar y se halla relacionado con todo. Para Spinoza, el fundamento absoluto es Dios, por lo que muchas cuestiones encuentran concierto en la misma substancia. Sin embargo, no asumimos la crítica de Spinoza al vulgo, del que sostiene que, al no poder responder racionalmente a un problema, apela a la ignorancia, remitiendo cualquier dificultad explicativa a algo que llama Dios (Spinoza, 1996, Apéndice, parte I). Nuestra dilucidación será, pues, el Dios filosófico de Spinoza: veremos, en síntesis, cómo todas las partes de la Ética se relacionan directamente con Dios y en él hallan su último fundamento.
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1. Dios
En las definiciones de la parte I, Spinoza ofrece cuatro enfoques de Dios: a) como causa sui, pues su esencia implica su existencia; b) como substancia, aquello que es en sí y se concibe por sí; c) como substancia absolutamente infinita, por la unidad de sus atributos; y d) como ser libre, por su necesidad absoluta y su autodeterminación (Definiciones Iniciales).
Ahora bien, cabe decir que Dios es la totalidad del ser expresado en la multiplicidad de sus atributos y sus modos, pues no existe sino una única substancia (Definiciones Iniciales), cuya existencia es necesaria (Prop. XI, parte I): como «ser infinito […] es, en verdad, la absoluta afirmación de la existencia» (Escol. I, Prop. VIII, parte I). Dios es todo para Spinoza; fuera de él nada hay, puesto que, de haber algo, existiría una substancia distinta de esta misma, y aparte de Dios no puede concebirse substancia alguna (Prop. XIV, parte I): todo es en Dios y es Dios expresado como naturaleza, binomio Dios-Naturaleza (Prop. XV, parte I).
Por tales motivos, Dios es único (Corol. I, Prop. XIV, parte I), es ‘el Uno’, según una antigua expresión, y también todo, pues «de la suma potencia de Dios […] han fluido necesariamente o se siguen siempre con la misma necesidad, infinitas cosas en infinitos modos, esto es, todo» (Corol. I, Prop. XIV, parte I). En ese sentido, es causa tanto de sí (Defin. I) como de las restantes realidades: «el entendimiento de Dios es la única causa de las cosas, tanto de su esencia como de su existencia» (Escol., Prop. VII, parte I); y, aunque formalmente Dios difiera de todas ellas, en tanto que es lo primero, es causa inmanente de las mismas (Prop. VIII, parte I). Tómese en cuenta, no obstante, que «un modo que existe necesariamente y es infinito, ha debido seguirse de la naturaleza absoluta de algún atributo de Dios» (Prop. XXIII, parte I).
Por tanto, los ‘modos’ expresan patentemente la esencia de Dios o, mejor dicho, Dios se manifiesta o se presenta en los modos en tanto afecciones de sus atributos, puesto que ello, en virtud de su principio, los ha determinado a obrar (Prop. XXVIII, parte I). ‘Ello’ o ‘eso’ es definido como la ‘verdad eterna’ a propósito de su eternidad y de su esencia (Escol. Prop. XIX y Corol. I Prop. XX, parte I).
Como su esencia implica su existencia (Defin. I, parte I), en virtud de su misma naturaleza, sus atributos son infinitos. A propósito de la necesidad de la substancia, se dice que «la substancia consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita» (Prop. XI, parte I), y como es lo primero en el plano ontológico, goza de múltiples atributos: «cuanto más realidad o ser tiene una cosa, tantos más atributos le competen» (Prop. IX, parte I. En particular la Prop. XVI con su demos., y el Escol. de la Prop. X). Esta proposición se opone por completo a la correspondiente de cuño aristotélico, pues se inclina más hacia la multivocidad de atribución predicada en la acción de la perfección divina que a la univocidad del pensamiento que, en cambio, atribuía Aristóteles a Dios, al considerar incluso que solo se conoce a sí mismo. Spinoza escribe, por el contrario: «De la necesidad de su naturaleza divina deben seguirse infinitas cosas en infinitos modos» (Prop. XIX, parte I), etc.
Hasta aquí lo que toca al número, pues Dios y sus atributos son eternos. Y por lo que atañe a la cualidad, solo podemos reconocer dos de los infinitos que posee, por la definición misma de su esencia: entendimiento y extensión.
Como puede advertirse, la noción de atributo resulta fundamental para la intelección de Dios, siendo «aquello que el entendimiento percibe de la substancia en cuanto que constituye la esencia de la misma» (Defin. IV, parte I); de este modo, el atributo es el camino de la comprensión esencial de Dios, comprensión del pensamiento dado, del cual se sigue necesariamente la idea de Dios (Demostr. de la Prop. XXI, parte I).
Más adelante, en la proposición I de la parte II, afirma Spinoza: «el pensamiento es un atributo de Dios, o sea, Dios es una cosa pensante y como es evidente que por el hecho de que podemos concebir un ente pensante infinito […], atendiendo al solo pensamiento, concebimos un ente infinito» (Escol. Prop. I, parte II); y es por eso que lo concibe a Dios de manera necesaria, y por consiguiente, lo entiende tal cual como pensamiento infinito. Conclusión que se corresponde con la atribución divina del ‘pensamiento del pensamiento como acto de pensar’ del Estagirita, pero que para Spinoza es solo una de las dos que puede captar el hombre, entre las infinitas que expresan la esencialidad infinita y perfecta de Dios.
Si atendemos al segundo y último de los atributos asequibles al entendimiento humano —la extensión—, Dios puede-debe concebirse como cuerpo; en efecto, desde esta perspectiva Dios se presenta como infinito (Defin. I, parte II)[2] y, además, como no trascendente y no inmaterial: se afirma, entonces, su inmanencia y su materialidad eternas.
En lo que atañe al nexo de Dios con las cosas, estamos ante una relación de fundamento en sentido ontológico, pues «Dios es causa inmanente […] de todas las cosas» (Prop. XVIII, parte I), es el que las ha determinado en su ser y las sostiene en sí mismo. «Todas las cosas son en Dios» (Prop. XV y su apéndice, parte I), «todas las cosas dependen de su potestad» (Escol. II, Prop. XXXIII, parte I); y como la determinación es completa en virtud de su libertad (Defin. VII, parte I), «para que las cosas pudieran ser de otra manera, debería necesariamente ser de otra manera la voluntad de Dios. Pero la voluntad de Dios no puede ser de otra manera […] en virtud de la perfección de Dios. Luego tampoco las cosas pueden ser de otra manera» (Escol. II, Prop. XXXIII, parte I).
Véase cómo su libertad se corresponde con su necesidad, conformando un determinismo voluntarista desde el elemento de lo eterno. Su potestad se corresponde exactamente con su racionalidad, en una palabra, con el ser tal como es retroproyectivamente —i.e. como fue y como será—, pues Dios no puede en manera alguna dejar de ser el mismo Dios. Determinismo voluntarista spinoziano opuesto por definición, y no por tradición, al voluntarismo libérrimo de Duns Escoto.
Por ser libre y no hallarse sujeto sino a sí mismo, Dios está exento de pasiones (Defin. VII, parte I). En efecto, según Spinoza, estas componen la fuente humana de la esclavitud; contra ellas debe luchar el alma para dirigirse a la libertad, es decir, a Dios, pues «el sumo bien del alma es el conocimiento de Dios, y la suma virtud del alma, conocer a Dios» (Prop. XXVIII, parte IV). Se esclarece así la consabida distinción entre naturaleza naturalizante —«aquello que expresa una esencia eterna e infinita»— y naturaleza naturalizada —«aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza de Dios»— (Escol. Prop. XXIX, parte I); como todo lo demás, las pasiones acaecen en la segunda naturaleza y no en la primera.
Además de los atributos, conviene considerar los modos de la substancia: las afecciones o disposiciones que se dan en Dios, en tanto que por ellas se le puede concebir. Los ‘modos’ serán, entonces, «afecciones de la substancia […] por lo cual también se la concibe» (Defin. V, parte I). Los modos no son las partes de la substancia, pues «la substancia […] es indivisible» (Prop. XIII, parte I), sino las cosas que se siguen de su absoluta necesidad, las cosas mismas. Pues «las cosas particulares no son nada, sino afecciones de los atributos […] por las cuales se expresan de cierta y determinada manera los atributos de Dios» (Corol. Prop. XXV, parte I). Dios se expresa infinitamente en sus infinitos modos a través de sus infinitos atributos. Solo una substancia, una sola unidad, Dios. Lo que aparece como cosas no son realmente substancias, sino modos de Dios: no hay esencias fuera de la divina; como decíamos, al Dios de Spinoza se le puede atribuir el ‘Todo y Uno’ del monismo antiguo.
«La eternidad de los atributos de Dios se da porque, si el atributo expresa [su] esencia» (Defin. IV, parte I) y toda substancia es necesariamente infinita —el postulado es universal, pero la substancia es una sola— (Prop. VIII, parte I) en virtud de su ilimitación, por un lado, y la infinitud, por otro, expresa «la absoluta afirmación de la existencia, de ahí se deriva su eternidad, pues a la naturaleza de la substancia le pertenece existir» (Prop. VII, parte I; y Prop. XIX, parte I). Así que la necesidad de Dios es la medida de su eternidad, según lo piensa deductivamente el mismo Spinoza. Entendido esto, queda inteligida en esencia su naturaleza, por lo menos básicamente; y se mantiene el carácter positivo de la metafísica.
Pero si hablamos de metafísica, implicando a una con ello el plano físico y el humano, ¿por qué Spinoza la denomina Ética? Responder a esta cuestión en particular es entender el principio de la filosofía de Spinoza. Contestar por extenso va más allá de los límites de este artículo. Pero, en síntesis, podemos decir que todas las partes de su ética, correlativamente a todas las cosas del universo, están en relación con Dios tanto en su conformación ontológica como en su concepción mental. Todo es Dios, que se expresa como una única substancia en sus infinitos modos.
La mente humana y sus problemas no podrían ser la excepción; es más, la libertad constituye una manifestación del orden racional que Dios dispone en el modo humano. Pero ¿por qué geométrico? Pues porque toda la determinación sigue una serie de pasos para su demostración rigurosa, y no hay otro modelo mejor que el geométrico para su mostración sucesiva: proposición por proposición, definición y demostración e inferencia una por una. La geometría aplicada a la filosofía es, según Spinoza, un modelo idóneo para la exposición de sus intuiciones respecto a la realidad, que es la realidad divina.
Spinoza demuestra que, por implicarse mutuamente, la existencia y la esencia de Dios son una y la misma cosa. Y lo hace de dos maneras: a priori y a posteriori. En el primer caso, mediante una reductio ad absurdum y con un método siempre deductivo: «Dios […] expresa una esencia eterna e infinita, existe necesariamente; si lo niegas, concibe, si es posible, que Dios no existe. Entonces su esencia no implicaría la existencia. Pero esto es absurdo» (Spinoza remite aquí a la Prop. VII, parte I), pues, por ser causa sui, determina siendo (existiendo), y por eso es una misma cosa. También dice que, como a su «naturaleza pertenece existir o [lo que es lo mismo] de cuya definición se sigue que existe» (Prop. XIX, parte I), solo de la necesidad de la substancia podemos predicar que su esencia implica su existencia (Demos. y Escol., Prop. XI, parte I).
2. El Alma
Ahora bien, el alma participa de Dios en cuanto entendimiento infinito: «el alma es una parte del entendimiento […]. Dios, en cuanto se explica por la naturaleza del alma humana, o sea, en cuanto constituye la esencia del alma humana, tiene esta o aquella idea» (Corol. Prop. XI, parte II). Así pues, «lo primero que constituye el ser actual del alma humana no es nada más que la idea de una cosa singular existente en acto» (Prop. XI, parte II); por consiguiente, es una ‘afección’, o sea, «un modo que expresa de cierto y determinado modo la naturaleza de Dios» (Corol., Prop. X, parte II).
Y, viendo la relación del alma con las acciones y las pasiones, es dirigida a partir de las primeras a las segundas, conforme a la adecuación y a la inadecuación, respectivamente. Pues, siendo el alma «la idea del cuerpo existente en acto que está compuesta de muchas otras [ideas adecuadas e inadecuadas] […], las pasiones no se refieren al alma sino en cuanto esta tiene algo que implica una negación, o sea, en cuanto se la considera como una parte de la naturaleza que no puede percibirse clara y distintamente por sí misma sin las otras […], además de que las pasiones se refieren a las cosas singulares lo mismo que el alma y no pueden percibirse de otra manera» (Prop. III, parte III, sobre todo como refuerzo: el Escolio correspondiente): «las ideas que son adecuadas en el alma de alguien son adecuadas en Dios, en cuanto constituye la esencia de esta alma, y, además, las que son inadecuadas en el alma, son también inadecuadas en Dios, no en cuanto contiene en sí la esencia de esta alma solamente, sino en cuanto también contiene al mismo tiempo las almas de las otras cosas» (Las tres definiciones y los postulados de la parte III, y la demostración de la Prop. I), etc. Y así, nociones análogas como amor, nostalgia, etc., son entendidas desde ese mismo regio basamento conceptual.[3]
Para considerar al hombre cabalmente, hemos de entenderlo desde los puntos básicos a través de los cuales hallará cabida de algún modo en la substancia, como uno de los puntos en relación con la misma. La esencia del hombre está constituida «por ciertas modificaciones de los atributos de Dios. Pues el ser de la substancia no pertenece a la esencia del hombre. Luego es algo que es en Dios y que sin Dios no puede ni ser ni concebirse, o sea, es una afección, un modo que expresa de cierto y determinado modo la naturaleza de Dios» (Corol. de la Prop. X, parte II), pues todas las cosas y «leyes de la Naturaleza han sido tan amplias que bastaron para producir todo lo que puede ser concebido por un entendimiento infinito» (Apéndice, parte I); así, su estructura es de tal índole que se halla manifestada como un modo de la substancia bajo las leyes, producto a su vez de su libertad (Defin. VII, parte I).
Cabe aclarar que la esencia del hombre no pertenece al ser de la substancia, porque —en sentido riguroso— el primero no es libre, mientras que el segundo es libérrimo; también porque la multiplicidad de los modos que caen bajo los atributos no es plenamente necesaria, mientras que aquello en que arraigan sí lo es. El argumento de Spinoza reza así: «El ser de la substancia, en efecto, implica la existencia necesaria. Pues, si a la esencia del hombre perteneciese el ser de la substancia, dada la substancia, se daría necesariamente el hombre y, por consiguiente, el hombre existiría necesariamente, lo cual es absurdo» (Prop. y Demostr. X, parte II). Que Dios fuera hombre resulta absurdo, pues, en virtud de su perfección, la infinitud de la substancia no se comprende reductivamente en la finitud de los modos particulares, y menos de un solo modo. Así pues, el hombre es contingente, mientras que Dios es necesario. C. Q. D.
El hombre está ahí mismo, como aquello que le permite alzarse en la vida, en la existencia: por lo que vivir de la forma correspondiente a su esencia es la virtud. Si en esta tesis late cierta influencia aristotélica, la especificidad Spinoza se revela al determinar cómo entiende la virtud. Con sus propias palabras: «La virtud es la potencia humana misma, que se define por la sola esencia del hombre […], se define por el solo esfuerzo con que el hombre se esfuerza por perseverar en su ser» (Corol. Prop. XI, parte II), y por ser una determinación de la substancia: el fundamento de la virtud no es otro sino Dios.
No extraña en absoluto: «el alma humana es una parte del entendimiento infinito de Dios» (Corol. Prop. XI, parte II), y «Dios es no solo causa de las cosas según el devenir, sino también según el ser» (Escol. Prop. X, parte II). De ahí que el hombre libre nunca obre de mala fe, porque «vive según el solo dictamen de la razón […], desea el bien directamente, esto es, desea obrar, vivir, conservar su ser, teniendo por fundamento el buscar su propia utilidad; su sabiduría es una meditación de la vida» (Prop. LXVII, parte IV). Y como para Spinoza «el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas» (Prop. VII, parte II), obrar de mala fe sería apartarse de la razón y por ende del bien, lo cual es absurdo, pues ya se es libre.
El hombre libre no obra nunca de mala fe, sino siempre con lealtad; este es el deber-ser para Spinoza (tesis conforme al pensamiento de Sócrates). Si el hombre libre, en cuanto tal, hiciese algo de mala fe, lo haría según el dictamen de la razón (tesis que comparte exactamente, sin saberlo, con Pedro Abelardo). Por tanto, obrar de mala fe sería una virtud y, por consiguiente, sería lo más conveniente para cada cual, a fin de conservar su ser (aplicación del principio de conservación del ser), lo cual se vuelve un total absurdo según juzga correcta y lógicamente Spinoza.
De ahí que tengamos que caminar hacia lo racional, que es lo que nos hace libres; al terminar semejante recorrido, un afecto —que es una pasión— deja de serlo. Al respecto, el filósofo dice: «un afecto que es una pasión deja de ser una pasión tan pronto como nos formamos de él una idea clara y distinta» (Prop. y Demos. III, parte V). Spinoza sigue usando aquí los criterios eidéticos de Descartes, y argumenta así: «un afecto que es una pasión es una idea confusa. Si, pues, de este afecto nos formamos una idea clara y distinta, esta idea no tendrá con el afecto mismo, en cuanto se refiere al alma sola, sino una diferencia de razón; por tanto, el afecto dejará de ser una pasión C. Q. D.» (Prop. y Demos. III, parte V).
Por otra parte, el hombre es más libre en el Estado que en la soledad, porque «el hombre que es guiado por la razón, no es guiado a obedecer por el miedo, sino que, en cuanto se esfuerza en conservar su ser conforme al dictamen de la razón, esto es, en cuanto se esfuerza en vivir libremente, desea observar la norma de la vida en común y de la utilidad común y, por consiguiente vivir según el decreto común del Estado. El hombre que es guiado por la razón desea, pues, para vivir más libremente, observar las leyes comunes del Estado. C. Q. D.» (Prop. y Demostr. LXXIII, parte IV). Esta tesis es conforme a la filosofía política de Aristóteles, pues el hombre racional en acto es hombre en la πόλις por su condición gregaria.
Otro tópico fundamental referente al alma es, precisamente, su inmortalidad, tan discutida en filosofía. Lo inmortal en ella es la idea causada en la substancia, pues «la idea de una cosa singular existente en acto —dice Spinoza— tiene por causa a Dios […] en cuanto es una cosa pensante» (Prop. y Demostr. IX, parte II), además de que las esencias formales de las cosas o modos están contenidas ontológicamente en los atributos de Dios (Prop. VII, parte II). Así pues, «cada idea de un cuerpo cualquiera o de una cosa singular existente en acto, implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios» (Prop. XLV, parte II). Todo implica a Dios y no hay modo de que de Dios escape, pues en él se constituye y cobra realidad su existencia. Si el alma que parece autodeterminarse no se piensa sin Dios, mucho menos otra cosa cualquiera: nada se piensa sin Dios; más aún, solo puede pensarse bajo el supuesto de Dios.
De esta manera, lo que finalmente hay de inmortal en el alma es la esencia de Dios. «Pues aunque cada una (cosa) sea determinada por otra singular a existir de cierta manera, sin embargo, la fuerza con que cada una persevera en existir, se sigue de la necesidad eterna de la naturaleza de Dios» (Escol. Prop XLV, parte II). El alma, entonces, se halla referida en su sentido más elevado a lo infinito imperecedero, que es Dios. De ahí que en el alma no haya voluntad libre absoluta. Spinoza lo afirma expresamente: «En el alma no hay ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es determinada a querer esto o aquello por una causa que también es determinada por otra, y esta a su vez por otra, y así hasta el infinito» (Prop. XLVIII, parte II).
Puesto que el ser procede de la causa que lo constituye en su efecto, y esta a su vez de otra hasta el infinito, ese sobrevenirle de la existencia ya prefigura su naturaleza en virtud de la conexión de las ideas, esto es, del orden mismo de las cosas: de lo contrario, no habría orquestación de unidad de ser. Solo Dios es libre en sentido absoluto (Defin. VII, parte I). Como por sus solas fuerzas el alma es limitada —y esto es evidente por razón de la naturaleza de la misma—, «en el alma no se da ninguna facultad absoluta, sino solo voliciones singulares» (Demos. XLIX, parte II), pero en todo caso auspiciadas por el mismo Dios.
Vemos claramente que, para el hombre, seguir la determinación de la naturaleza es lo útil, en virtud de la perseverancia de su ser, buscando para ello lo que más le convenga, esto es, la realización de su esencia. «En cuanto los hombres viven según la guía de la razón, solo entonces concuerdan siempre necesariamente en naturaleza […], solo en cuanto los hombres viven según la guía de la razón, solo entonces obran necesariamente lo que es necesariamente bueno para la naturaleza humana y, por consiguiente, para cada hombre, esto es, que concuerda con la naturaleza de cada hombre y, por lo tanto, los hombres también concuerdan siempre necesariamente entre sí, en cuanto viven según la guía de la razón. C. Q. D.» (Corol. y Prop. XXXV, parte IV): y vivir máximamente en la razón es esforzarse por alcanzar el conocimiento de Dios. Estamos ante una tesis completamente abelardiana, pero redescubierta de forma independiente por Spinoza (fenómeno que, por lo demás, los hermana en una línea discontinua de pensamiento sostenida desde Heráclito de Éfeso).
El hombre sigue absolutamente las leyes de su naturaleza cuando vive según la guía de la razón, y solo entonces concuerda siempre necesariamente con la naturaleza de otro hombre; luego, entre las cosas singulares, nada es más útil al hombre que el hombre (Corol. Prop. XXXV, parte IV): el hombre en cuanto hombre —claro está—, pues cuando es vicioso en extremo y un peligro para los demás, se vuelve el peor enemigo del hombre (esto último está obviado en el discurso de Spinoza).
Siendo así que el sumo bien del alma es la razón, se tratará de la razón puesta al servicio de la libertad, del conocimiento de Dios. La mejor aplicación de la libertad es, entonces, el conocimiento de Dios. Spinoza lo confirma —aunque se desprende de lo ya dicho—, al escribir: «El sumo bien del alma es el conocimiento de Dios, y la suma virtud del alma, conocer a Dios» (Prop. XXVIII, parte IV). Vale la pena traer a la luz la demostración de esta tesis: «Lo sumo que el alma puede entender es Dios, esto es, el ente absolutamente infinito y sin el cual nada puede ser ni concebirse; por tanto, la suma utilidad del alma, o sea, el sumo bien, es el conocimiento de Dios. Además, el alma, en cuanto entiende, solo entonces obra y solo entonces puede decirse absolutamente que obra por virtud. La virtud absoluta del alma es, pues, entender; pero lo sumo que el alma puede entender es Dios; luego la suma virtud del alma es entender o conocer a Dios. C. Q. D.» (Demostr. de la Prop. XXVIII, parte IV). Esta tesis, por lo demás, se corresponde con la respectiva aristotélica.
3. El Conocimiento
Para Spinoza hay tres géneros de conocimiento, que describiré con sus propias palabras: «percibimos muchas cosas y formamos nociones universales partiendo: a) de las cosas singulares que, por los sentidos, nos son representadas mutiladas, confusas y sin orden para el entendimiento, […] conocimiento por experiencia vaga; b) de los signos […], pues al oír o leer ciertas palabras nos acordamos de las cosas y formamos de ellas ciertas ideas semejantes a aquellas por las cuales imaginamos dichas cosas. A uno y otro modo de considerar las cosas los llamaré […] conocimiento del primer género, opinión o imaginación: c) […] que tenemos nociones comunes e ideas adecuadas de las propiedades de las cosas, y a este modo lo llamaré razón y conocimiento del segundo género. Aparte de estos dos géneros de conocimiento se da, otro tercero, que llamaremos ciencia intuitiva. Y este género de conocimientos procede desde la idea adecuada de la esencia formal de ciertos atributos de Dios hasta el conocimiento adecuado de la esencia de las cosas» (Escol. II, Prop. XL, parte II).
Estamos ante una clasificación famosa, que encuadra en este sistema de pensamiento cuatro modalidades del conocimiento que, en la práctica, se implican entre sí. En realidad, como se ve, Spinoza reduce las cuatro a tres, y en esta matriz divisoria recoge tres géneros jerárquicos y a la vez escalonados: el género primero de la δόχα, que engloba el nivel perceptual o experiencial y el simbólico (que se aboca a los fantasmas); el género segundo o conceptual, horizonte de la racionalidad; y, finalmente, el género intuitivo, que va directo de la captación formal del atributo al modo.
Hemos, pues, de rechazar toda falsedad que quiera darse asiento a sí misma; sin embargo, solo podremos advertir su existencia y arrancarla de raíz cuando conozcamos su causa y sepamos si la causa es adecuada o no. Adecuada será toda «aquella cuyo efecto puede percibirse clara y distintamente por ella misma» (Defin. I, parte III), mientras que la inadecuada será «aquella (causa parcial) cuyo efecto no puede entenderse por ella sola» (Defin. I, parte III).
Sentados los niveles o géneros del conocimiento, el filósofo trata cada uno de ellos en particular. Por lo que toca al primero, afirma: «el conocimiento del primer género es la única causa de la falsedad, pero el del segundo y tercero es necesariamente verdadero, [puesto que solo] al conocimiento del primer género […] pertenecen todas aquellas ideas que son inadecuadas y confusas; y, por tanto, este conocimiento es la única causa de la falsedad» (Prop. y demostración XLI, parte II). De esta manera, descubrimos y advertimos la causa de la falsedad, para arrancarla, como diría Spinoza.
Esto nos lleva a preguntarnos por la condición para que una idea sea verdadera, y así caminar parejo. Aquí Spinoza argumenta que «la idea verdadera debe concordar con lo ideado por ella» (Axioma VI, parte I): la condición es una relación de concordancia, una adaequatio, pero ideal, por así decir. Apunta, entonces, al respecto, que quien «tiene una idea verdadera, sabe al mismo tiempo que tiene una idea verdadera, y no puede dudar de la verdad de ello» (Prop. XLIII, parte II); y pretende indicar que la evidencia de lo verdadero en el alma destierra todo carácter dubitable que pudiese aparecer respecto a esa idea.
En conformidad con su tesis de que todas las cosas son en Dios (Apéndice, parte I), la demostración de esta cuestión reza así: «la idea verdadera es en nosotros aquella que es adecuada en Dios en cuanto se explica por la naturaleza del alma humana […], y el que conoce verdaderamente una cosa debe tener al mismo tiempo una idea adecuada de su conocimiento, o sea, un conocimiento verdadero; esto es, debe al mismo tiempo estar cierto de ello. C.Q.D.» (Prop. y Demostr. XLIII, parte II). De ahí que hable tanto de la razón de segundo género como de la intuición.
Aquí desempeña una función básica la definición de la esencia de una cosa, pues sin ella no es posible un conocimiento último, de acuerdo con lo antes dicho; y es que «a la esencia de una cosa pertenece aquello dado lo cual quede puesta necesariamente la cosa, y quitado lo cual se quita necesariamente la cosa; o sea, aquello sin lo cual la cosa y, viceversa, aquello que sin la cosa no puede ni ser, ni concebirse» (Definición II, parte II). Como puede advertirse, Spinoza plantea la cuestión en términos de necesidad, a tenor de la estructura causal rigurosa que se desentraña de la realidad misma.
Sin embargo, eso no implica ir en busca de las causas finales ni de lo heteróclito en ningún grado. Contra Aristóteles y contra toda la tradición lastrada por él, Spinoza considera un prejuicio el concebir las causas finales en el orden del ser. «Los hombres suponen comúnmente que todas las causas naturales obran, como ellos mismos, por un fin» (Apéndice, parte I), pero esto no es sino una burda generalización del vulgo, basado en sus propias intenciones. No sabe que, en realidad, «la naturaleza no se ha prefijado ningún fin» (Apéndice, parte I). Con todo, semejante afirmación no desemboca en el caos, pues «todas las cosas de la naturaleza acontecen con cierta eterna necesidad y suma perfección» (Apéndice, parte I), como muestra la evidencia de lo racional.
El largo razonamiento concluye: «la perfección de las cosas solo ha de estimarse por su sola naturaleza y potencia; y, por tanto, las cosas no son ni más ni menos perfectas porque deleiten u ofendan los sentidos de los hombres, o porque ‘convengan’ a la naturaleza humana o la repugnen; y reforzamos que la naturaleza no es caótica porque las leyes de la naturaleza son tan amplias que bastan para producir todo lo que puede ser concebido por un entendimiento infinito» (Apéndice, parte I). «La naturaleza es siempre la misma, y en todas partes una y la misma su virtud y potencia de obrar; esto es, las leyes y las reglas de la naturaleza, según las cuales suceden las cosas y mudan de unas formas en otras, son siempre y en todas partes las mismas».[4]
Toda la Ética de Spinoza manifiesta la relevancia de obrar según la razón. Como sabemos, para los humanos, obrar según la razón es buscar lo que les es útil, esto es, obrar según su naturaleza para perseverar en su ser, además de ayudarse mutuamente para la correcta constitución y desempeño del Estado (Prop. LIX, parte IV). O, con palabras del propio Spinoza: «obramos cuando en nosotros o fuera de nosotros sucede algo de que somos causa adecuada, esto es, cuando de nuestra naturaleza se sigue en nosotros o fuera de nosotros algo que puede entenderse clara y distintamente por ella sola» (Defin. II, parte III) y, en tal sentido, se siguen los criterios de validez en las ideas.[5]
¿Qué es, entonces, una idea? «Un concepto del alma, que el alma forma por ser una cosa pensante […]: el concepto parece expresar una acción del alma. E idea adecuada es aquella que, en cuanto se considera en sí, sin relación al objeto, tiene todas las propiedades o denominaciones intrínsecas de una idea verdadera» (Defins. III, IV; parte II y la explicación de la tercera).
De aquí que Spinoza no encuentre ninguna diferencia entre la realidad y la perfección, sino que las identifique (Defin. VI, parte II): pues «la perfección de las cosas solo ha de estimarse por su sola naturaleza y potencia; y, por tanto, las cosas no son ni más ni menos perfectas porque deleiten u ofendan los sentidos de los hombres o porque convengan a la naturaleza humana o la repugnen» (Apéndice, parte I, penúltimo párrafo). Además, si todas las cosas son en Dios y Dios es su causa, no pueden ser sino su infinita manifestación misma en la multiplicidad infinita de los modos. Todo es Dios, Dios-todo-uno, Totalidad. Έν Καὶ Παν.
4. La Física
Como he hecho a lo largo de la presentación panegírica de la Ética —una de las obras capitales de uno de mis más grandes maestros—, concluyo el estudio de esta obra laudatoria del monismo racionalista, manifestando de nuevo mi conformidad con su autor, ahora en el ámbito de la física.
Tengo razones para hacerlo. Apunto algunas. Según Spinoza, el esfuerzo de cada cosa por perseverar en su ser, en virtud de ser la presencia misma de la substancia en cuanto modo de un atributo de la misma, «no implica ningún tiempo finito, sino indefinido […], puesto que, si la cosa no es destruida por ninguna causa externa, continuará existiendo siempre en virtud de la misma potencia por la que ya existe […], [y esto porque] ninguna cosa puede ser destruida, sino por una causa externa, [pues la esencia de la cosa se afirma en su existencia, mas no se niega], y mientras atendamos solo a la cosa misma pero no a las causas externas, nada podremos encontrar en ella que pueda destruirla» (Props. VIII, VII, IV con demostrs., en ese orden, parte II). Por tales motivos, los cambios radicales de corrupción acaecen por causa extrínseca a la cosa en cuestión, y no viceversa, pues el orden interno es perfecto.
Ahora bien, enfocando el asunto desde la estructura que enraíza en Dios, «las cosas singulares, en efecto, son modos por los cuales se expresan de cierto y determinado modo los atributos de Dios; esto es, cosas que expresan de cierto y determinado modo la potencia de Dios, por lo cual Dios es y obra; y ninguna cosa tiene en sí nada por lo cual pueda ser destruida, o sea, que quite su existencia, sino que, por el contrario, se opone a todo lo que puede quitar su existencia; por tanto, se esfuerza, cuanto puede y está en ella, por perseverar en su ser C.Q.D.» (Prop. VI y demostración, parte III). Este es, pues, el camino de la naturaleza divina en cada uno de sus seres o modos, y así lo concibe Spinoza.
La Ethica, ordine geometrico Demonstrata hunde sus raíces en Dios a título de fundamento, ya que «todo cuanto es, es en Dios; y nada puede ser ni concebirse sin Dios» (Prop. XV, parte I). Y si uno de los atributos es el pensamiento, y el pensamiento infinito de Dios abarca en absoluto la infinidad de lo existente, de eso se sigue que todo es inteligible y obedece a las leyes eternas de la naturaleza, y no puede ser otra cosa que la suma manifestación de la substancia.
Aparte de Dios no puede darse entonces, ni concebirse, ninguna substancia, esto es, ninguna cosa que sea en sí y se conciba por sí. Y dado que los modos no pueden ser ni concebirse sin la substancia, estos solo pueden ser existiendo en la naturaleza divina, y solo pueden concebirse por ella, como hemos dicho. Mas aparte de las substancias y de los modos, nada se da. Luego nada puede ser ni concebirse sin Dios. C.Q.D. (Demos. de la Prop. XV, parte I); por consiguiente «no pueden darse dos o más substancias» (Prop. V, parte I); la unicidad absoluta es, entonces, absolutamente necesaria. Debe haber una substancia-un Universo, y en ello se da un paralelismo geométrico exacto, perfecto.
Si consideramos, por una forma peculiar de acercamiento, la razón como pensamiento —la razón como extensión—, en el sentido de concordancia de lo verdadero en su elemento propiamente, la relación es la misma, y referida a la misma cosa; y esto ya bajo un atributo, ya bajo otro, porque si los modos son la manifestación de las leyes, las leyes encuentran su concreción en las cosas. Pues dice Spinoza que «la idea de toda cosa causada depende del conocimiento de la causa de la que es efecto […], [por ello] de aquí se sigue que la potencia de pensar de Dios es igual a la potencia actual de obrar. Esto es, todo lo que se sigue formalmente de la naturaleza infinita de Dios, todo ello se sigue objetivamente en Dios, en el mismo orden y con la misma conexión, de la idea de Dios» (Demos. y Corol. de la Prop. XVII, parte II). Véase aquí la exactitud teórica de la consideración doctrinal, que es perfectamente geométrica en su diseño y en sus alcances; y así «hallaremos un solo y mismo orden […], esto es, que se siguen las mismas cosas unas de otras» (Escol. y Prop. VII, parte II).
Y de esta manera, si consideramos a Dios en su exteriorización de movimiento corporal al efecto de sí mismo por sí mismo, esto es, por su actividad, nos percatamos de la naturaleza de los cuerpos; estos, efectivamente, concuerdan «en que implican el concepto de un solo y mismo atributo; además, pueden moverse ya más lentamente, ya más rápidamente y, en absoluto, ya moverse, ya estar en reposo [en suma, los tipos de movimiento y reposo; la unicidad finalmente no se rompe, pues sabemos desde su elemento que] todos los cuerpos concuerdan en ciertas cosas» (Demos. y lema II, parte II).
Sin embargo, unos cuerpos se distinguen de otros «en razón del movimiento y del reposo, de la rapidez y la lentitud, y no en razón de la substancia» (Prop. V, parte I), como el propio Spinoza sostiene, remitiendo a este lugar. Por último, diremos que se entiende la distinción en razón del cambio en sus distintos tipos, y ello lo entendemos debido al atributo de extensión; de esta manera, lo que produce, en última instancia, el movimiento o el reposo de un cuerpo se debe a que «todos los cuerpos concuerdan en ciertas cosas [como ya habíamos indicado] por implicar un solo y mismo atributo […]. Un cuerpo en movimiento o en reposo ha debido ser determinado al movimiento o al reposo por otro cuerpo, que también fue determinado al movimiento o al reposo por otro cuerpo […], y así hasta el infinito» (Lemas II y III, parte II); porque «los cuerpos son causas singulares que se distinguen unos de otros en razón del movimiento y del reposo» (Demos. del lema III, parte II), ocasionados por otros singulares, y así hasta el infinito, según esta explicación. Pero el infinito es la intemporalidad misma de Dios, que se manifiesta en el tiempo que acaece sempiterno en el flujo continuo del devenir.
He aquí, en síntesis apretada, la doctrina del Dios geométrico de Baruch Spinoza contenida en la Ética, dotada de unidad férrea en todas y en cada una de sus partes, según vimos monográficamente en estas páginas. A nuestro juicio, compone la expresión más conseguida del monismo racionalista de la modernidad, época que filosóficamente pugnaba por la diosa Razón. Spinoza nunca declinó ni dejó de luchar estoicamente por ella, con la pujanza intelectual que lo caracterizó durante toda su vida. Quede su filosofía como monumento de consagración espiritual de la lucha por la inteligibilidad del ser, y del esmero de la filosofía por acceder a lo real.
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Bibliografía:
Hubbeling. H. G.: Spinoza. Barcelona: Herder, 1981. Trad. de Raúl Gabás.
Spinoza, B.: Epistolario. Argentina: Raíces, 1998. Trad. De Oscar Cohan.
Spinoza, B.: Ética Demostrada según el Orden Geométrico. México: Fondo de Cultura Económica, 1996. Traducción de la edición latina titulada: Ethica, Ordine Geometrico Demonstrata de 1677 por Oscar Cohan.
Spinoza, B.: Ética demostrada según el Orden Geométrico. Madrid: Trotta, 2000. Trad. Atilano Domínguez.
Spinoza, B.: Tratado de la reforma del entendimiento y otros ensayos. Madrid: Tecnos, 1989. Trad. Lelio Fernández y Jean Paul Margot. Traducción de la edición latina titulada: Tractatus de intellectus enmendatione de 1662.
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Notas del autor:
[1] Sabido es que la Ética Demostrada según el Método Geométrico de Spinoza se divide en cinco partes en correlación con el método por su autor anunciada: I) De Dios, II) De la Naturaleza del Alma, III) Del Origen y de la Naturaleza de los Afectos, IV) De la Servidumbre Humana o de las Fuerzas de los Afectos y V) De la Potencia del Entendimiento o de la Libertad Humana. Véase, Spinoza, Baruch: Ética Demostrada según el Orden Geométrico. México: Fondo de Cultura Económica, 1996. Traducción de la edición latina titulada: Ethica, Ordine Geometrico Demonstrata de 1677 por Oscar Cohan.
A partir de la siguiente nota en adelante se citará solo la parte de la Ética con su sección y parte correspondiente, número de proposición, escolio, etc. Todas las citas de este artículo corresponden a la misma obra.
[2] En cierto sentido, esto es herencia de Descartes. Como piensa Hubbeling, deriva del hecho de que nosotros mismos somos cuerpo y alma, aunque nuestra constitución haya de considerarse como modos referidos a los atributos correspondientes (Hubbeling, 1981).
[3] Por citar dos ejemplos, tenemos que “el amor es una alegría (placer) acompañada por la idea de una causa externa”, mientras que la nostalgia es el afecto por una cosa en determinadas circunstancias, que se presenta a la postre en razón del recuerdo y que ocasiona dolencia por la pena de verse ausente de la cosa añorada. Demostración de la proposición XLIV, parte IV y definición VI, parte IV, con los referentes a que nuestro filósofo remite.
[4] Véase el discurso que antecede a las definiciones de la parte III, a modo de Introducción.
[5] Confróntense en ese sentido los criterios tomados aquí para las ideas con la filosofía de Descartes, en confrontación con la cual Spinoza consabidamente hizo su filosofía.
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