INDICE DE ENTRADAS DE «LA VIDA DE DISRAELI»
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Guerra Ruso-Turca (Italia Irredenta)
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La guerra ruso-turca de 1877-1878, también conocida como la Guerra de Oriente, tuvo sus orígenes en el objetivo del Imperio Ruso de conseguir acceso al mar Mediterráneo y liberar del dominio otomano a los pueblos eslavos de los Balcanes. Las naciones balcánicas liberadas indirectamente por la acción rusa tras casi cuatrocientos años de dominación turca aún consideran esta guerra como el segundo comienzo de su nacionalidad. De ahí los títulos alternativos agregados a ella en las historiografías nacionalistas del siglo XX, tales como la guerra rumana de independencia, la guerra búlgara de independencia, etc.
Antecedentes
En Bosnia y Herzegovina se inició una sublevación antiotomana durante el verano de 1875, debido principalmente a la fuerte carga tributaria impuesta por la financieramente incapaz administración turca del sultán Abdul Hamid II, cuyos administradores provinciales tenían gran fama de corrompidos e ineficientes. Pese a una ligera reducción en los tributos, el alzamiento bosnio continuó hasta finales de1875 y finalmente desembocó en el alzamiento búlgaro de abril de 1876. La tensión en Bosnia y el apoyo ruso a los reclamos balcánicos alentaron a los principados de Serbia y Montenegro a declarar la guerra al Imperio otomano, al cual pertenecían nominalmente. La guerra despertó los intereses imperialistas de dos grandes potencias: Rusia(liderada por el príncipe Gorchakov) y el Imperio austrohúngaro (conde Andrássy), que firmaron el acuerdo secreto de Reichstadt el 8 de julio de 1876, por el cual se repartían los Balcanes dependiendo del resultado de la probable guerra contra los turcos.
En agosto de 1876 las tropas serbias fueron derrotadas por el Ejército otomano, que gozaba de superioridad numérica, lo cual era el peor de los resultados para rusos y austríacos, que de esta manera no podían reclamar ningún territorio a los otomanos. No obstante, las atrocidades cometidas por tropas turcas contra la población civil durante la guerra y el alzamiento de abril en Bulgaria tuvieron una amplio eco por toda Europa. Como resultado, la Conferencia de Constantinopla se celebró en diciembre de 1876 en la actual Estambul. En esta conferencia, en la cual no hubo representación otomana, las Grandes Potencias debatieron las fronteras de una o más futuras provincias autónomas búlgaras dentro del Imperio otomano.
La Conferencia fue interrumpida cuando el canciller otomano informó a los delegados extranjeros que el Imperio otomano había aprobado una nueva Constitución que garantizaba los derechos y libertades de toda minoría étnica y que los búlgaros disfrutarían de iguales derechos que los turcos. Pese a ello, Rusia siguió siendo hostil hacia el Imperio otomano, postulando que la constitución era solo una solución parcial a las verdaderas reclamaciones de los búlgaros. A través de negociaciones diplomáticas, los rusos aseguraron la inacción de Austria-Hungría en futuras operaciones militares. Las restantes potencias estaban paralizadas por el fuerte apoyo de la opinión pública europea a la idea de la independencia búlgara, por su incredulidad en las intenciones expansionistas de Rusia y por otros problemas internos. Si bien el Reino Unido y Francia no miraban con buenos ojos el expansionismo ruso en los Balcanes, rehusaron intervenir en favor de los otomanos: las crisis políticas internas disuadían a París de intervenir en un territorio lejano a sus intereses, mientras que Londres, aunque alarmada por el expansionismo ruso, declinaba repetir la sangrienta experiencia de la Guerra de Crimea.
Tabla de contenidos
Frente Balcánico
Al estallar la guerra, Rusia destruyó todas las embarcaciones otomanas del Danubio, asegurando su paso en cualquier punto, pero esto no generó una reacción enérgica del mando otomano. En junio, una unidad rusa pequeña pasó el Danubio cercano al delta, en Galatz, en suelo rumano y marchó hacia la localidad búlgara de Ruse. Esto dio mayor confianza a los generales turcos de que la principal fuerza rusa cruzaría a la mitad del reducto turco y no en el extremo occidental.
En julio, los rusos construyeron un puente a través del Danubio, en Svishtov (a 250 kilómetros del mar Negro), y lo cruzaron. No había tropas turcas significativas en el área. El comando en Estambul ordenó a Osman Pasha marchar en esa dirección y proteger la fortaleza de Nikopol. De camino a Nikopol, Osman Pasha se enteró de que los rusos ya la habían tomado, así que se dirigió a Pleven.
Menos de veinticuatro horas después de que Osman Pasha fortificara Pleven, numerosas fuerzas rusas al mando del carismático «General Blanco» Mijaíl Skóbelev atacaron la ciudad.
Osman Pasha organizó una defensa brillante y repelió dos ataques rusos pero con pérdidas enormes del lado turco. Para entonces, ambos bandos tenían la misma cantidad de elementos y el Ejército ruso se sentía desanimado. La mayoría de los analistas coinciden en que un contraataque habría permitido a los turcos hacerse con el control y destruir el puente. Sin embargo, Osman Pasha tenía la orden de mantenerse en el fuerte de Pleven, así que allí se quedó.
Rusia no tenía más tropas que atacaran Pleven, así que la sitiaron, pidiendo a los rumanos que apoyaran con tropas. Poco después, las fuerzas rumanas cruzaron el Danubio y se unieron al sitio. El 16 de agosto, en Gorni-Studen, los ejércitos alrededor de Pleven (renombrados como los Ejércitos del Oeste) quedaron a las órdenes del príncipe rumano Carol, asesorado por el general ruso Pável Dmítrievich Zotov y el general rumano Alexandru Cernat. Los rumanos lucharon valientemente para conquistar los reductos de Grivitza alrededor de Pleven, y lo mantuvieron en su poder hasta el final del asedio. El sitio de Pleven duró de julio a diciembre de 1877, después de que los Ejércitos del Oeste cortaran todas las rutas de suministro hacia la fortaleza. A fines de noviembre, las fuerzas otomanas intentaron romper con el sitio en dirección de Opanets, en el sector defendido por las tropas rumanas. El intento falló y el 28 de noviembre, el herido comandante Osmán Pasha fue capturado. Entregó su espada al coronel rumano Mihail Christodulo Cerchez.
Los rusos, bajo el mariscal de campo Gurko, se apoderaron de los pasos de la montaña Stara Planina, que eran cruciales para maniobrar. Después, ambos bandos libraron las batallas del Paso de Shipka.Gurko realizó varios ataques a esta zona y finalmente consiguió asegurarla. Las tropas turcas intentaron recuperar esta ruta, para reforzar a Osman Pasha en Pleven, pero fallaron. A la postre, Gurko lideró una ofensiva final que aplastó a los turcos alrededor del paso de Shipka. La ofensiva turca en el paso de Shipka es considerada uno de los peores errores de la guerra, dado que los demás pasos estaban prácticamente sin protección. Para entonces, un gran número de soldados turcos se mantuvieron fortificados a lo largo de la costa del Mar Negro e intervinieron en muy pocas operaciones.
Un fuerte contingente de Finlandia, una unidad rumana de más de cuarenta mil soldados y brigadas voluntarias de la población búlgara local lucharon en la guerra del lado de los rusos. Para expresar su gratitud al batallón finlandés, cuyo impacto fue desproporcionadamente mayor que su tamaño, el Zar dio el nombre al regimiento de «Batallón de los Viejos Guardias». Mantienen esa designación hasta el día de hoy.
Durante 1877,Rumanía mantuvo presiones en Italia para que entrase en la guerra, para así tener más representación ante las grandes potencias y no dejar tanta carga de atrocidades y hastío bélico a los aliados balcánicos. Luego tras varias deliberaciones, el Rey de Italia, un imperialista a ultranza, viendo el fervor de los italianos por alcanzar a las demás potencias europeas y formar un Imperio, interviene en el conflicto directamente.
Frente de Albania.
El 25 de febrero de 1877 Italia le declararía la guerra al Imperio Otomano, y un día y medio después, las fuerzas cruzarían Otranto y desembarcarían en Spille, poco tiempo después tomarían la ciudad de Divjakë sin reportar todavía victimas mortales, luego, la fuerza de 110.000 soldados enviada se dividiría en dos cuerpos, uno de 60.000 que iría al norte con objetivo de tomar la ciudad de Dürres, y otro que iría al sur con el objetivo de tomar la ciudad de Vlöre.
La Batalla de Vlöre se produciría entre fuerzas parejas de Italianos y Otomanos, con la diferencia de que los Otomanos estaban cansados de la guerra, mal suministrados, tenían la moral por los suelos e iban mal armados, sumados a su pésimo alto mando y entrenamiento. La batalla se desarrollaría entre el 1 marzo y el día 2 del mismo mes, cuando las fuerzas otomanas serían aplastadas y el resto sería aprisionado o huiría, luego se tomaría Vlöre.
Mientras tanto, en el norte, la Batalla de Dürres enfrentaría a las fuerzas italianas contra 70.000 otomanos con moral minada, el terreno desfavorecía a los Italianos, por lo cual se decidió provocar a los Otomanos, para que pudieran alejarse de la meseta albana lo suficiente como para ser impresionados por fuerzas italianas, los otomanos no durarían mucho en batalla, ya que la sorpresa del ataque los obligaría a replegarse, y durante el repliegue, muchos acabarían en desbandada, aun así habría gran cantidad de bajas italianas.
Los italianos en Dürres tenían dificultado un avance hacia Tirana, así que 30.000 italianos partieron desde Vlöre hacia Dürres, y tras su llegada, se mantendrían en la ciudad, un ligero tiempo después es que avanzarían contra Tirana, pero durante el Asedio de Tirana los países involucrados negociaron la paz.
Intervención de Reino Unido
En febrero de 1878 el Ejército ruso casi había llegado a Estambul pero, temiendo que la ciudad cayera, los británicos enviaron una flota de acorazados para intimidar a Rusia y prevenir que entraran a la ciudad. Bajo la presión de la flota para negociar, y habiendo sufrido pérdidas enormes (algunos estiman doscientos mil hombres), Rusia aceptó llegar a un arreglo, firmándose el Tratado de San Stefano (Ayastefanos Antlaşması en turco) el 3 de marzo, por el cual el Imperio otomano reconocía la independencia de Rumanía, Serbia y Montenegro, así como la autonomía de Bulgaria.
Una acción similar tomarían los británicos con el Reino de Italia, enviando una flotilla parecida de acorazados a custodiar las costas de Sicilia.
Congreso de Berlín de 1878
El Congreso de Berlín de 1878 es una asamblea diplomática que se produjo en Berlín, del 13 de junio al 13 de julio del 1878 por los representantes de las potencias europeas, tras los esfuerzos del británico Benjamin Disraeli para revisar el Tratado de San Stefano que había resultado de la Guerra Ruso-Turca de 1877–1878 y que ponía en peligro el Imperio Otomano, lo cual entraba en contradicción con los intereses del Reino Unido. Fue organizada bajo la presidencia de Otto von Bismarck, Canciller de Alemania, país anfitrión del congreso.
Estuvieron presentes el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, el Imperio austrohúngaro, Francia, Alemania, Reino de Italia, Rusia y el Imperio otomano. Delegados del Reino de Grecia, el Reino de Rumanía, del Reino de Serbia y del Principado de Montenegro asistieron en las sesiones que trataban sobre sus estados, pero no eran integrantes del congreso.
El tratado resultante firmado el 23 de julio, modifica al Tratado de San Stefano con el que el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda y el Imperio Austrohúngaro no estaban conformes.
Resultado
- Chipre pasaría a ser Británica.
- Bulgaria sería divida en una zona sur dada al Imperio Otomano y una norte que sería independiente (aunque no abiertamente reconocida).
- Rumanía pasaría a distanciarse de Rusia, pues tuvo que cederle el sur de Besarabia, aun así, fue recompensada con el reconocimiento de su independencia además de la anexión de la mayor parte de la Dobruja.
- Montenegro y Serbia serían independientes y cercanos aliados de Rusia.
- Reino Unido se convertiría en el protector de los Judíos en el Imperio Otomano.
- Rusia se convertiría en la protectora de los Cristianos Ortodoxos en el Imperio Otomano.
- El Imperio Otomano conservaría toda Armenia.
- Italia anexaría Vlöre, Durrës, Cape Linguetta y la Isla de Sazan..
- Se reconocería la independencia de Albania y su alianza directa con el Reino de Italia, entrando esta en su esfera de influencia.
- Se le concede el derecho a Francia e Italia de ocupar la Tripolitania Otomana en cualquier momento si así lo llegan a desear/disponer.
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LA VIDA DE DISRAELI
Por André Maurois*
PARTE 15
*Traducción del francés por Remee de Hernández
VI
ATROCIDADES
Me recuerdas a ciertos ingleses. A medida que se emancipa su pensamiento, van aferrándose más la moral (GIDÉ)
En julio de 1875, unos campesinos de Bosnia y Herzegovina se sublevaron contra los turcos, que trataban como a perros a sus súbditos infieles. El episodio, que parecía carecer de importancia, la fue adquiriendo, sin embargo. Extrañó la impotencia de la sublime Puerta. El reunir a dos mil hombres y enviarlos a Bosnia pareció exigir un genio militar que no llegó a encontrarse; además, faltaba dinero. Frente a la inacción de Turquía se organizó la actividad rusa. En todos los pueblos balcánicos, unas juntas secretas, organizadas por la cofradía rusa ortodoxa de Cirilo y Metodio, sostenían una agitación antiturca. Dos fuerzas movían a Rusia: una sentimental; eran hermanos de raza, y en gran parte de religión, de los búlgaros, servios y rumanos; y otra, política. Necesitaban el acceso al Mediterráneo, y deseaban llegar a él, ya fuese adueñándose de Constantinopla y los estrechos, ya fuese emancipando a los búlgaros y a los servios, quienes formarían entonces bajo la protección rusa unos principados vasallos.
A nada temía tanto Disraeli como a los rusos en el Mediterráneo. El primer axioma de la política inglesa era para él el mantenimiento de la libertad de comunicación con la India y Australia. Por tierra, tal comunicación solo era posible con una Turquía amiga, y por el mar, por el canal de Suez, muy vulnerable si las provincias turcas de Asia estuviesen en manos de una nación hostil. El papel de los rusos en aquel momento parecía muy sospechoso. Sus proyectos podían ser vastos y peligrosos. Era preciso velar desde el principio. Disraeli conservaba un recuerdo muy preciso de los comienzos de la guerra de Crimea. Entonces vio como un hombre pacífico, lord Aberdeen, se dejó llevar a la guerra por su propio temor de ella. El verdadero medio de conservar la paz parecía ser el indicar con precisión la línea que con ningún pretexto se rebasaría.
Cuando Bulgaria se sublevó tras la Bosnia, y cuando Rusia, Alemania y Austria redactaron un severo memorándum dirigido a Turquía y pidieron a Inglaterra que firmase con ellas, el primer ministro se negó. ¿Era acaso Inglaterra la llamada a colaborar en la destrucción de un Estado que le convenía conversar, y a colaborar con Gortchakov, enemigo declarado, y Bismarck, amigo poco seguro? Era preferible una actitud franca.
<Suceda lo que suceda -le escribió a ladi Bradford-, esta vez no nos dejaremos derivar hacia la guerra; si llegamos a ella, será por nuestro gusto y porque tengamos algún objetivo; pero confío en que Rusia, que está en el fondo de toda esta historia, será razonable y tendremos la paz.>
La firmeza política del Gobierno era aprobada por la inmensa mayoría, y la misma oposición liberal guardó silencio cuando el Daiyly News, periódico muy bien informado y devoto de Gladstone, publicó un artículo lleno de detalles horribles sobre las atrocidades cometidas por los turcos en Bulgaria. Matanzas de niños, mujeres violentadas, muchachas vendidas como esclavas, diez mil cristianos presos: tales eras las hazañas de los amigos y aliados del primer ministro. Disraeli leyó con irónica desconfianza aquel horrible relato. No había recibido ningún informe de su embajador, y comprendía el interés que tenían Gladstone y sus amigos por aumentar los hechos; además, por principio, le era difícil creer en tales atrocidades. Ya cuando los grandes motines indios, con mucho valor contra el sentimiento popular, hizo un llamamiento al sentido crítico y se negó a indignarse sin estar debidamente informado. Hombre bondadoso, carente de pasiones fuertes, si se exceptúa la ambición, no concebía la crueldad voluntaria y el sadismo. Durante su viaje a Turquía comió unos bajaes y fumó con ellos unos narguiles, y no podía concebir a aquellos hombres tan amables matando niños. Que unas tropas irregulares hayan podido cometer unos excesos, era posible; pero los insurrectos, por su parte, no debieron tampoco de mostrarse muy tiernos. Sentía horror por los <movimientos de opinión>. Bastaba que se hablase de pueblos oprimidos para que olfatease alguna hipocresía y se sintiese oprimido él también.
Cuando el asunto fue llevado a la Cámara de los Comunes, respondió que esperaba, para honra de la naturaleza humana, que unos informes mas precisos demostrara la exageración de aquellas noticias. <No dudo de que se hayan cometido en Bulgaria ciertas atrocidades; pero que las muchachas hayan sido vendidas como esclavas, y que mas de diez mil personas estén encarceladas, son noticias que me inspiran dudas. No creo, en efecto, que sean tan espaciosas las prisiones turcas, ni que la tortura se pueda aplicar en tan gran escala, tratándose de un pueblo oriental, que termina generalmente de un modo más expeditivo sus relaciones con los culpables.> Desgraciadamente, por una vez fue ineficaz la experiencia de Dizzi, y el relato resultó ser cierto. El embajador, despierto de pronto por el ruido que se produjo en Inglaterra, se informó, hubo de confirmar los hechos, y la opinión pública se inflamó. ¿Era admisible que el primer ministro apartase a la victimas con una frase ligera? Disraeli maldijo al Foreign Office, que tan mal los informara, y esperó a que pasase la tempestad. Era muy sensible que unos pueblos de Bulgaria fuesen quemados, saqueados y violentadas las muchachas; pero ¿era motivo para renunciar a una política antigua y razonable?
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Por entonces estaba Galdstone en Hawarden. Desde que le escribió a su querido Granvill que a los setenta años de edad, y tras cincuenta de vida pública, se podía tener derecho al retiro, <había vuelto con frecuencia de la isla de Elba>. En cada recodo del camino tropezaba con él Disraeli, encontrándolo erguido como un dragón arrojando fuego. No era que su deseo de reposo no fuese sincero; pero la presencia del Mal en el Poder lo llamaba, a pesar de su anhelo. Trataba en vano de alejar su pensamiento de aquel insoportable escándalo con estudios teológicos y homéricos; sus meditaciones lo conducían a la conclusión de que la pérdida del sentido del pecado era el gran mal de aquel tiempo. <¡Ah! -decía lentamente-, el sentido del pecado! He ahí la gran laguna de los tiempos modernos.> entre los escritores que releía entonces existía acaso alguno que expresara con bastante vehemencia el odio al pecado y la vicio. ¡Walter Scott pudo ser el amigo de un Byron! Si algún joven visitante hacia tímidamente notar que un novelista profesional debe comprenderlo todo, y le recordaba la frase de la señora de Stael: <Comprenderlo todo es perdonarlo todo>, el señor Gladstone movía la cabeza y decía: <No embote su sentido del pecado.>
El suyo no estaba debilitado. Cuando tuvo entre sus manos el relato de las atrocidades turcas, sintió una oleada de cólera contra Turquía, contra los jenízaros y contra el nuevo conde de Beaconsfield. En ello encontró un admirable tema de virtuosas indignación. Ningún hecho podía inspirarlo mejor. Hombres encadenados, cristianos víctimas de los infieles, y en el fondo de aquella tenebrosa intriga, el gran infiel, el trágico comediante, el hombre que había desmoralizado a la opinión pública, incitando cínicamente el egoísmo nacional para poder satisfacer el suyo. El Parlamento estaba de vacaciones, y un lumbago retenía a Gladstone en su cama; su hacha, inútil, reposaba en el patio. Se puso, pues, a componer un libelo. Su violencia era notable:
<Bárbara y satánica orgia… Los turcos, ejemplares antihumanos de la humanidad…Ni un criminal de nuestras cárceles, ni un caníbal de los mares del Sur, escucharía sin indignación este relato… ¿El remedio? Obligar a los turcos a desembarazarse de tales fechorías por el único medio posible: desesbarazandonos de ellos mismos. Sus Zaptiehs, sus Mudirs, sus Bimbashis, sus Yuzbashis, sus Kaimakams y sus bajaes van, en ello confío, a abandonar todos, con armas y bagajes, las provincias que han desolado y profanado.>
El libelo tuvo un éxito inmenso. En unos días se vendieron cuarenta mil ejemplares. En toda Inglaterra se pedía la expulsión de los turcos, y se abrieron suscripciones a favor de la cruzada. En Liverpool, donde se representaba Otelo, al escucharse la frase: <Los turcos se han ahogado>, todo el mundo se levantó aplaudiendo. Un ciclón de virtud barrió a toda Inglaterra. Gladstone se multiplicaba escribiendo, hablando. Sospechaba que el Gobierno quería anexionarse a Egipto:<Dizzi sostiene a esa vieja Turquía porque espera que sucumba, y su flota está en Besika dispuesta, estoy casi seguro, a apoderarse de Egipto a la primera ocasión. Aun lo veremos duque de Menfis.>
Ya no pensaba más que en los búlgaros. Numerosos visitantes antiturcos hacían la peregrinación de Hawarden, donde lo encontraban en mangas de camisa y le ofrecían los presentes que le habían llevado: un bastón rustico, un mango de hacha finamente esculpido, y Gladstone les hablaba de los búlgaros. Ellos se marchaban entusiasmados. No, Inglaterra no combatiría junto a los descreídos: <Por mucho que el primer ministro acaricie el puño de su espada, la nación velará para que ésta no abandone su vaina.>
Beaconsfield había leído el libelo. Lo juzgó apasionado, vengativo, mal escrito. <Esto último era natural> y el peor de todos los horrores búlgaros. En sus cartas a ladi Bradford llamaba con frecuencia a Gladstone el Tartufo :<La víctima propiciatoria de todo embuste, que puede llevarlo al poder.> A lord Derby le decía:
<La prosperidad hará justicia a ese maniático sin principios, a esa extraordinaria mezcla de envidia, rencor, hipocresía y supersticiones, el señor Gladstone, quien, ya sea como primer ministro o como jefe de la oposición, ya predique, ya ruegue, ya discurra o ya emborrone, ha tenido siempre una característica: la de no ser un gentleman.>
En todo caso, lord Beaconsfield estaba decidido a no ceder ante la opinión pública. Cuando el país se vuelve loco, hay que esperar. La crisis pasa, y luego se puede razonar. ¿Adónde quería, por otra parte, ir a parar aquel pacifista belicioso? ¿A vengar las atrocidades búlgaras con una matanza general? No era el odio del crimen monopolio de un partido. Escuchando los gritos de desagrado podía suponerse que lord Beaconsfield era el sultán y lord Derby el gran visir. El hecho cierto es que él no se creía responsable. Tenía horror a las matanzas. No sostenía a los turcos; de buena gana los hubiera visto a todos en el fondo del mar Negro; pero deseaba garantizar la unidad del Imperio y el porvenir de Inglaterra.
En su vida había mostrado Dizzi tanto horror a la hipocresía. Sabía que con algunas frases sentimentales hubiera podido hacer más sencilla su tarea, y , sin embargo, escribía así a Derby: <Lo que deseo hacerle saber es que no es preciso proceder como si estuviera usted bajo la tutela de la opinión popular. De otro modo, usted habría realizado lo que ellos deseaban; pero ellos no le tendrán mayor respeto por haberlo realizado.> Y en otra ocasión:<No puede usted ser demasiado duro. Lo que exigen esas reuniones públicas es una locura, y no una política; es algo vago, teórico, y no una cosa practica. Aunque la política inglesa se inspire en la paz, no hay ninguna tan preparada para la guerra como la nuestra. Si en defensa de una causa justa entrara en algún conflicto, y la lucha, fuera de esas en las que su libertad, o bien su independencia o su Imperio, estuviesen en juego, sus recursos serán, lo sé, inagotables. No es país de los que se pregunten al entrar en guerra si le será posible soportar una segunda o una tercera campaña. Empieza la lucha y no la termina mientras no se haya hecho justicia.>
VII
¿GUERRA?
La revista Punch representó a la Gran Bretaña conducida por una guía con cara disraelina hacia un precipicio en cuyo fondo se leía: <Un poco más cerca del borde aun…>, dice el guía. <Ni una pulgada mas allá –dice Britania-. Ya estoy demasiado cerca.> Era cierto que Britania tenía mucho miedo a caer. La política de lord Beaconsfield consistía en asustar a Rusia con la amenaza de una guerra que él no quería hacer; pero es lógico suponer que al pasearse por el borde de los precipicios con demasiada frecuencia se esté a merced de un guijarro que nos haga resbalar.
Tal era la opinión del joven lord Derby, quien a la sazón reinaba en el Foreign Office. Muy distinto de su padre, era un hombre demasiado desmañado y razonable, cuya saludable apatía era útil en peligro, pero que no era muy a propósito para aquellas <danzas de nuevos diplomáticos>. Le repugnaba lo romántico y lo teatral, y no veía ningún motivo para amenazar a Rusia. No porque fuera, Gladstone, antiturco -era éste un asunto que no le agradaba tampoco-; pero no admitía que el Imperio británico peligrase porque los rusos estuviesen en Constantinopla. En realidad, el no comprendía que el Imperio británico pudiese estar en peligro. El jefe hubiera dicho: <Falta de imaginación.> Bueno; el carecía de imaginación. Ni quería tenerla. El no se resolvería nunca a desencadenar un mal presente y cierto para evitar un daño futuro e incierto. Todas las medidas propuestas por Beaconsfield tropezaron con su descontento y su hostilidad, y como tenía su apellido celebre y una reputación de buen sentido muy importante, arrastraba consigo a buen número de sus colegas.
Mientras el Gobierno frenaba el carro, la reina empujaba las ruedas. Esta no había amado nunca a Rusia. Alberto dijo siempre que el daño vendría, a no dudar, por culpa de este país. La soberana se creía responsable de la integridad del Imperio y de la seguridad del camino de las Indias. Censuraba a Gladstone y a lord Derby. No comprendía la debilidad de tantos hombres cuando ella, una mujer estaba dispuesta a marcha contra el enemigo. Bombardeaba a su primer ministro con notas belicosas. Los organizadores de mítines prorrusos debían verse perseguidos. ¿Qué se esperaba para armarse? <La reina se siente terriblemente ansiosa ante el temor de que todas estas dilaciones acaben por atrasarnos de tal modo, que perdamos nuestro prestigio para siempre. ¡Tal pensamiento turba sus días y sus noches!> < La reina recurre a los sentimientos patrióticos que, bien lo sabe ella, animan a su Gobierno, y está segura de que cada uno de sus miembros sentirá la necesidad de mostrar al enemigo un frente unido y firme, tanto dentro como fuera del país…No se trata de sostener a Turquía, sino de una cuestión de supremacía rusa o inglesa en el mundo.>
Hasta las princesas se mezclaban en el asunto. El primer ministro, hallándose un día al lado de la princesa. María, en Cambridge, oyó decir a ésta: <No puedo concebir qué es lo que esperan ustedes.> <¿Lo que esperamos, señora?…Pues ahora, las patatas>, dijo lord Beaconsfield.
Había podido hasta entonces evolucionar en el reducido pasillo que le quedaba entre la reina y lord Derby; pero, ¿podría seguir haciéndolo aun por mucho tiempo? Y evitar, además, de este modo el tercer obstáculo, los liberales, a quienes exasperaba la frase <los intereses de Inglaterra>, a la que ellos respondía: <Política egoísta.> <Tan egoísta como el patriotismo>, contestaba el viejo cínico, y midiendo con la mirada la profundidad del precipicio, observaba con alegría que no sentía vértigo.
Rusia declaró la guerra a Turquía. El zar envió al general Ignatiev en misión a Inglaterra, para tratar de conseguir la promesa de neutralidad. En todo Londres se celebraron banquetes en honor de Ignatiev. La generala era rubia, bonita y bebía sin miedo. Tuvo un gran éxito. La marquesa de Londonderry y ella rivalizaron exhibiendo diamantes. Triunfó la inglesa. Lord Beaconsfield advirtió a Rusia que no permanecería neutral más que a condición de que el zar respetase los tres puntos indispensables para la conservación del Imperio: el canal de Suez, los Dardanelos y Constantinopla. Gorchakov prometió. ¿Qué arriesgaba con ello? Sus informadores lo tranquilizaban. La opinión pública distaba mucho de estar unida tras Beaconsfield.
Muchos ingleses se reían de sus amenazas. Punch publicó Benjamín Matamoro, o el león británico diciéndole a la Esfinge: <Escúcheme bien. Yo no lo entiendo, pero es preciso que usted me entienda. No combatiré por esa gente.> Schouvalov, el admirable embajador que supo hacerse llamar Schou por todas las personas de más relieve de Londres, comprendiendo que en sociedad es donde se encuentra la llave del mundillo político, estaba lo suficientemente bien informado para poder telegrafiar a Petersburgo el nombre de los ministros ingleses que se oponían a los proyectos del presidente del Consejo británico. Tranquilizado Gortchakov, sostuvo dos juegos.> Afirmó a los ingleses: <Comprendemos que la cuestión de Constantinopla solo puede ser resuelta por un acuerdo de las potencias> Y al gran duque Nicolás, jefe del Ejercito, le ordenó:<Objetivo: Constantinopla.> La victoria lo arreglaría todo. ¿Quién se atrevería a desalojarlos de allí cuando se hubiesen apoderado de la población?
El gran duque penetró en Bulgaria. La agitación de la reina aumentaba por momentos. Siempre predijo Alberto lo que estaba sucediendo entonces. ¿Habría de asistir a la ruina de su Imperio?
<El hada escribe todos los días y telegrafía a todas horas.> Nunca creyó ella en las promesas de los rusos; por ello quería alguna prenda, que se hiciese alguna cosa. <Los partes que la reina vio ayer son muy alarmantes; seguramente lord Derby no permanecerá indiferentes a tales peligros. Se recibe aviso sobre aviso, y parece anotarlo todo, sin pronunciar nunca una palabra. Es verdad que la reina no ha visto nunca a semejante ministro de Estado.> <Pronto estarán los rusos ante Constantinopla; entonces, el Gobierno y la reían se verá tan humillada, que cree que abdicará en seguida. Sed osado.> <Si no termina usted por obrar, la misma oposición se revolverá contra usted. Un retraso de unas semanas, hasta de unos días, puede ser fatal.>
<La reina está consternada al ver que no se toma ninguna ocasión. Lord Beaconsfield le dijo el martes que se podían enviar cinco mil hombres para reforzar las guarniciones; pero no se oye hablar de ningún movimiento de tropas y la soberana está cada vez mas alarmada.> <La reina se siente animada cuando ve a lord Beaconsfield; pero por una causa o por otra, nunca se hace nada...> <¿Y en lenguaje, el lenguaje tan insultante que los rusos emplean contra nosotros? Esto quema la sangre de la reina. ¿Qué ha sido de los sentimientos de muchos hombres de este país?>
No cesaba de amenazar con despojarse de aquella corona de espinas. Derby, por su parte, presentaba su dimisión con cualquier pretexto, y el anciano presidente, decrépito y gotoso, entristecido por no ver los ojos de color de naranja de ladi Bradford, le escribía:
<Estoy muy enfermo. Si tuviera suficiente valor para afrontar la escena que estallaría en el cuartel general si yo presentase mi dimisión, lo haría en seguida. Pero nunca he podido soportar las escenas violentas…>
Por un tiempo infundió esperanzas la resistencia de los turcos. El ejército estaba disciplinado; y el sultán había dicho a sus soldados:<Vuestros sables de creyentes van a abriros el paraíso> se supo que el Ejército ruso, detenido ante Plevna, tenia cincuenta mil muertos y treinta mil heridos, quienes, mal cuidados en unos hospitales improvisados, morirían todos probablemente, en el mes de agosto se consideraba vencidos a los rusos. El mariscal Moltke lo creyó. Inglaterra ama a los pueblos fuertes, y la simpatía popular derivó hacia Turquía. Por las calles de Londres se cantaba:<No tenemos deseos de batirnos; pero si lo llegamos a hacer…> Se puso de moda el ir los domingos a increpar a Gladstone ante su casa, tirando piedras a sus cristales. Los abuelos de los manifestantes sometieron en otros tiempos al mismo régimen las ventanas del duque de Wellington.
Las Cámaras entraron en vacaciones. Beaconsfield fue a reposar a Hughenden. Respiraba muy difícilmente, y le era imposible andar. Para ir a la iglesia había de utilizar el cochecillo de Mary-Ann. Los pavos reales lo irritaban.<Me dan intenciones de cometer una atrocidad matando a esos animales.> Al volver a Londres consultó al doctor Kidd, homeópata, que le había sido muy recomendado. Kidd reconoció aquel cuerpo caduco como se reconoce el de un recluta. Diagnosticó asma, una bronquitis y el mal de Bright. <Útil para hacer una muralla en el camino de las Indias.>
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El juego del bluff no exige más que una impenetrable sangre fría, y es ésta la mayor cualidad del primer ministro. Pero ¿Cómo sostener el juego con dos adversarios, uno de los cuales denuncia el bluff a cada golpe y el otro se entusiasma tanto con el juego que llega a exigir que se enseñen las cartas? Sobre todo, la reina era terrible. Quería demasiado a su primer ministro y no contaba más que con él. Era el único que sentía como ella, aun cuando, por razones diferentes, revelaba ese estrecho patriotismo que destruye todos los demás sentimientos. Como a una tabla de salvación se aferraba a él la soberana. Hubiera deseado colmarlo de honores. Le ofreció el collar de la Jarretera, que él rehusó por parecerle mal elegido el momento. Fue a visitarlo a su casa en Hughenden, favor que desde lord Melbourne no había dispensado a nadie. Lo autorizó a que para escribirle renunciase a las formulas oficiales, y pudo comenzar sus cartas por estas palabras: <Señora y amable soberana.> Y ella le contestaba: <Mi querido lord Beaconsfield>, y firmaba: Believe me With the sincerest regards– Your affectionately.- VICTORIA.R.I.
Y, sin embargo, bien lo molestaba con su tenacidad. Existía entre ellos esta diferencia: Beaconsfield estaba decidido a evitar la guerra y casi seguro de conseguirlo, y la soberana, mucho más apasionada, llegaba hasta a desearla. Cuando los rusos, después de haberse apoderado por fin de Plevna, llegaron a las alturas que dominan a Constantinopla, recordó ingenuamente las promesas recibidas. ¿Había dicho o no había dicho lord Beaconsfield que en ese caso declararía la guerra? ¿Qué aguardaba?
Ya los rusos, sin consultar a Europa, preparaban un Convenio secreto con los turcos, pronto sería un hecho consumado. ¡Ah! Lord Beaconsfield no valía más que los demás. Todos los hombres eran unos cobardes. Ella sola, pobre mujer, había de animarlo todo. Lord Beaconsfield doblaba exageradamente el espinazo. Trataba de hacerse perdonar su desobediencia multiplicando sus muestras de adhesión:<Lord Beaconsfield confía en que vuestra majestad recuerde su gentil promesa de no escribir de noche o por lo menos con más moderación. Vive tan solo para ella, no trabaja más que para ella. Sin ella todo se perdería>. Sin embargo, vigilaba el juego.
Había otro gran jugador, que hasta entonces no había hecho más que observar los golpes, aguardando el momento de entrar en el partido. Era el príncipe de Bismarck. El día 19 de febrero descubrió bruscamente sus cartas, pronunciando un gran discurso voluntariamente en el Reichstag, discurso voluntariamente oscuro, luego muy claro. Puesto en el dilema de elegir entre Austria y Rusia, lleno de rencor contra Gortchakov desde los incidentes de 1875, tomó partido contra Rusia, afirmando ser desinteresado. La cuestión oriental importaba poco a Alemania. Constantinopla no valía los huesos de un granadero de Pomerania. Lo que pretendía Alemania era evitar un conflicto. Su papel se limitaría, entre los intereses encontrados, al de <honrado mediador>. El Tratado que elaboraban turcos y rusos había de ser sometido a la aprobación de las demás potencias europeas en una Conferencia o Congreso, que podía celebrarse, si parecía bien, en Berlín. Todo ello demostraba una gran cortesía y elevación de ideas; pero en dos horas Bismarck había derrumbado el edificio que Gortchakov había tardado años en elevar. Amenazada ya por Inglaterra, Rusia no podía desafiar a Alemania; aceptó en seguida la proposición del Congreso, pero la aceptó con formulas en las que se trataba de comunicar y no de someter el Tratado a las potencias.
Por fin se publicó el Tratado. El pueblo ingles lo leyó con estupor. Aparentemente, Gortchakov respetaba las promesas hechas: Suez, los Dardanelos y Constantinopla que daban libres; pero con todas estas posiciones envueltas. Turquía perdía sus provincias europeas. Los rusos crearon una Bulgaria que sería su vasalla y les daría acceso al Mediterráneo. En Armenia ocuparon Kars y Batum, adelantando así hacia las Indias y envolviendo a Turquía asiática. Toda Inglaterra, en uno de esos bellos gestos de opinión que la unen ante el peligro, se colocó tras el primer ministro: no iría nunca al Congreso para discutir tal documento.
Lord Beaconsfield conservó su calma. Le participó a Schouvalov que solo iría al Congreso después de un acuerdo directo angloruso sobre los puntos más graves. Sus condiciones eran: a) Renunciar a la idea de una Bulgaria grande. B) Nada de Armenia rusa. El embajador se inmutó:<Es privar a Rusia de todos los frutos de la guerra…> Acaso. De todos modos, el primer ministro le daba a entender que si Inglaterra no recibía satisfacción, haría salir a Rusia de los territorios de litigio, aunque fuese por la fuerza. Schouvalov partió intranquilo, pero escéptico. Lord Beaconsfield no es Inglaterra. Consejo de ministros. El presidente desea preparar la guerra.<Si nos mostramos firmes y decididos, tendremos la paz e impondremos a Europa las condiciones.> Pero era preciso estar dispuestos. Propuso el llamamiento de las reservas, el voto de unos empréstitos, el envío de la flota a Constantinopla, y, puesto que se trataba de defender el camino de las Indias, era preferible que el mismo Imperio participase en su propia defensa y que las tropas del Ejercito de las Indias fuesen enviadas al Mediterráneo para ocupar posiciones que dominaran las comunicaciones rusas, es decir, Chipre y Alejandreta. El Gabinete aprobó las proposiciones del jefe, menos lord Derby, que presentó su dimisión. Pensaba que esas medidas provocarían la guerra, y rehuyó toda responsabilidad. Lord Beaconsfield sintió en el alma el separarse de un viejo amigo, de un Derby, pero aceptó aquella dimisión.
Esta vez Schouvalov siente miedo. La salida de Derby es un síntoma. No; Rusia no quiere a ningún precio una guerra con Inglaterra. Se encuentra muy debilitada por sus campañas, carece de flota; además, prefiere entenderse con Beaconsfield que con Bismarck.
El embajador vuelve con concesiones. Gortchakov cede sobre el asunto de la Gran Bulgaria, que será reducida a la mitad y no tendrá acceso al mar; pero mantiene la Armenia rusa. Beaconsfield se muestra inflexible. Es, pues, la guerra, a menos que se le conceda a Inglaterra una garantía en forma de un Gibraltar en el Mediterráneo oriental. En aquel momento corre la noticia de que las tropas traídas secretamente de las Indias comienzan a desembarcar. Fue como un mazazo. Rusia lo aceptó todo. Un convenio secreto, firmado con el sultán, cede a Inglaterra la isla de Chipre, en cambio de lo cual Inglaterra le asegura su alianza defensiva para el caso de que Rusia, en Armenia, sobrepasara Kars y Batum. Gortchakov consiente en ir al Congreso para aprobar el Tratado con esas modificaciones. Turquía continuaba siendo potencia europea. El avance eslavo estaba contenido y ganado la partida, enteramente ganada, y eso sin haber disparado un tiro ni haber perdido un solo hombre. El guía conduce hasta las orillas a sus viajeros intactos, feliz, aunque un poco cansado. <Buen guía –piensa Britania-, pero temerario.>
***
Lo que encanta más que nada a Beaconsfield es la adquisición de Chipre. Treinta años antes, en Tancredo, lo anunciaba ya claramente. Le era grato ver deslizarse de ese modo sus ensueños y sus novelas por las mallas de la Historia, y Chipre es la isla de Venus. Ricardo Corazón de León se la dio a Lusignan, rey de Jerusalén, que fue nombrado conde de Pafos. Ya la población de Afrodita y el romántico reino de los Cruzados completarán, con Jibraltar y Malta, el Mediterráneo inglés. ¡Hermoso día para un artista que se complace con los juegos seculares!
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