LA VIDA DE DISRAELI, por André Maurois (Parte 12)

INDICE DE ENTRADAS DE "LA VIDA DE DISRAELI"

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La era victoriana

BIOGRAFIAS Y VIDAS

 

El Reino Unido conoció una época de máximo esplendor durante la segunda mitad del siglo XIX, período que coincide con el dilatado reinado de Victoria I (1837-1901), la llamada "era victoriana". Gran Bretaña se convirtió en la primera potencia mundial por la prosperidad de su economía y la extensión e importancia de su imperio colonial, que culminó con la proclamación de la reina Victoria como emperatriz de la India (1877).

En Inglaterra, el pacto constitucional traído por la revolución había relegado a un papel puramente subsidiario el carácter o la valía de los reyes como factor histórico. Gran Bretaña acababa de vencer a Francia en la gigantesca confrontación que enmarcó las guerras de la República francesa y de Napoleón. Era dueña de los mares y, por consiguiente, del comercio, y estaba inmejorablemente preparada para el despegue industrial y técnico, que había emprendido con mucha antelación al continente. Los soberanos ingleses reinaban pero no gobernaban, algo todavía insólito en la época. Pero no por ello puede, y menos en el caso de Victoria, negarse todo peso e influencia histórica a su figura.

Las reformas políticas

El constitucionalismo en aquella Inglaterra de principios del siglo XIX estaba muy lejos de las acepciones que luego iría revistiendo el término. En realidad, era la correa de transmisión de una oligarquía de notables, repartida entre las fracciones más emprendedoras de la nobleza derrotada por la revolución y las capas superiores de la burguesía, los grandes comerciantes e industriales. El reparto del poder se efectuaba mediante un régimen electoral censitario (sólo votaban los poseedores de las rentas más elevadas), asegurado con mil procedimientos irregulares.

 


La reina Victoria (retrato de Alexander Melville, 1845)

 

En 1832, cinco años antes de la coronación de Victoria, se había procedido a una reforma política trascendental, bastante imperfecta todavía, pero que amplió sensiblemente el cuerpo de electores y suprimió los abusos más evidentes. El ininterrumpido aumento de la población urbana y los cambios operados en el tejido social a consecuencia de la Revolución Industrial hicieron ver a algunos políticos lúcidos la necesidad de incorporar a la vida política activa los sectores surgidos de tales transformaciones, particularmente el proletariado urbano y las clases medias. A pesar de las reservas de sectores poderosos, las clases medias y bajas tomaron conciencia de sus derechos ciudadanos con la guerra de Secesión americana: el triunfo norteño alentó a las clases trabajadoras británicas en la conquista de sus reivindicaciones en materia de sufragio.

Los dos grandes partidos, el Liberal y el Conservador, representantes en líneas generales de los antiguos whigs y tories, respectivamente, fueron tomando forma al iniciarse el reinado de Victoria I, y el sistema parlamentario bipartidista se consolidó definitivamente en torno a 1850. Los liberales, con Palmerston a la cabeza, y los conservadores, con Peel como líder, presidieron la política del primer periodo victoriano. Las dos figuras de la segunda mitad del siglo fueron el liberal Gladstone y el conservador Disraeli. El partido liberal tomó como bandera la necesidad de ir reformando las estructuras del Estado y de ir avanzado hacia el ideal de la plena democracia. Su lucha política, basada en el liberalismo político, estuvo contestada por la siempre rigurosa oposición de los conservadores, convertidos en los defensores de los valores del pasado, en amparadores de los intereses del medio rural y en valedores del proteccionismo económico. Disraeli cambió la imagen del partido orientándolo hacia el reformismo y la defensa del librecambio. Con la amplia política de reformas llevadas a cabo por ambos partidos, iniciada en torno a los años treinta, se promovieron nuevas actuaciones de carácter secularizador y democrático muy adelantadas para su época. Con todo, el periodo no estuvo exento de dificultades internas y de agitación social.

La senda que había de llevar a una nueva reforma electoral estaba sembrada de obstáculos. Planeada en un principio por los círculos más progresistas del partido liberal, la oposición de las esferas más reaccionarias de éste determinó, paradójicamente, que fueran los tories los que finalmente la materializaran. No sin desgarros ni escisiones internas en sus alas más ultras, Benjamin Disraeli consiguió que por fin su primer ministro lord Derby diera luz verde durante su tercer ministerio a la ley de reforma electoral (15 de agosto de 1867). Con la nueva ley, bastaba la condición de propietario o de inquilino urbano para acceder al derecho al sufragio; con ello se dobló el número de ingleses con derecho al voto. Pero aunque en los distritos rurales se rebajó el censo requerido para ejercer el derecho al voto, éste permaneció inalcanzable para los pequeños campesinos.

 

Benjamin Disraeli

 

El salto en el vacío que habían pronosticado los críticos de la reforma electoral nunca llegaría a producirse; la reforma no deparó más que beneficios de cara a la mayor integración social del país y para el desarrollo de un régimen de libertades y de democracia efectivas. La redistribución de escaños en favor de las grandes circunscripciones urbanas y el consiguiente aumento del voto obrero en las ciudades no condujeron a la dictadura obrera parlamentaria vaticinada por las esferas nobiliarias y altoburguesas de la nación.

Según una paradoja corriente en la vida política británica, el partido conservador fue desplazado del poder en las elecciones del año siguiente, que registraron una abrumadora victoria de los liberales, presididos por una personalidad de excepción: William Gladstone. Su larga y brillante carrera como parlamentario y gobernante (en especial, como hacendista del gabinete Palmerston) le otorgó, sin discusión, la jefatura del partido whig a la muerte de Palmerston. La primera etapa del gabinete de Gladstone se caracterizó por traducir a realidades cotidianas el espíritu triunfante de la reforma electoral de 1867.

No obstante sus firmes convicciones religiosas, y pese a las recomendaciones de la reina Victoria, el líder liberal efectuó la separación de la Iglesia y el Estado en la Irlanda protestante y obtuvo igualmente del parlamento una ley agraria para todo el territorio de esta isla, con el propósito de proteger a los colonos contra los desahucios abusivos. La pacificación de Irlanda avanzó con esas medidas, aunque el verdadero significado de la actuación del ministerio descansó en que, por fin, todos los sectores interesados en resolver la cuestión irlandesa comprendieron que en Gladstone existía la decidida voluntad de entregarse a la tarea pacificadora con toda energía.

 


William Gladstone

 

Su voluntad de reforma se evidenció, igualmente, en el tratamiento del tema universitario, sobre el que Gladstone había meditado largamente. En los inicios de los años setenta, las pruebas religiosas fueron abolidas en Cambridge y Oxford, y los centros de enseñanza superior abrirían sus puertas en adelante a todos los alumnos, independientemente de creencias espirituales. Una trascendental ley de Educación estableció, en 1870, la obligatoriedad de la asistencia a la escuela de todos los niños menores de 13 años, creando además los medios necesarios para hacerla efectiva.

En el ámbito de la justicia, se adoptaron igualmente disposiciones para simplificar y modernizar los procesos. El establecimiento de un único Tribunal Supremo, así como la promulgación de una ley Judicial, fueron los instrumentos más importantes de esta profunda reforma. No menos trascendental fue la operada en el ejército. Las disfunciones y máculas en su sistema de reclutamiento, en la dirección, la intendencia y la sanidad habían quedado flagrantemente al descubierto en la guerra de Crimea. También en este trienio del primer gabinete de Gladstone, considerado por sus jefes como una insuperable máquina gobernante, se creó el famoso Civil Service, que daría a Gran Bretaña la administración que demandaba su posición en el Mundo y el gigantesco desarrollo de su vida colonial.

El movimiento obrero

Por supuesto, la presión de la clase obrera tuvo que ver con la implantación de las reformas políticas y sociales. El desengaño que produjo en la clase trabajadora el conservadurismo de la Ley de Reforma de 1832, sobre todo en lo que hacía referencia a sus reivindicaciones en demanda de una mayor participación política, tuvo como consecuencia la formación de nuevos movimientos obreros.

En 1836 dos dirigentes moderados, Lovett y Hetherington, fundaron la Asociación Londinense de Trabajadores. Constituida por artesanos cualificados, obtuvieron un gran éxito de afiliación. En 1838 dirigieron al parlamento, con la colaboración del también sindicalista Francis Place, la famosa Carta del Pueblo, en la que se reivindicaban, entre otros derechos, el sufragio universal masculino. Sobre su contenido coincidirían otros movimientos radicales y obreros, pero los cartistas, como se les denominó, fueron conquistando mayores parcelas de protagonismo gracias al respaldo de la masa obrera, y radicalizaron sus protestas en contra de los abusos empresariales y del paro originado por el maquinismo. Poco a poco la represión policial y los despidos y represalias de los empresarios hicieron mella en buena parte de la clase obrera. El movimiento cartista empezó a perder apoyos, sobre todo cuando empezaron las divisiones internas entre sus dirigentes.

Superados los momentos críticos de los años centrales del siglo, y ante la prosperidad económica de las siguientes décadas, representantes sindicales y líderes obreros comprendieron la inutilidad de mantener continuadas reivindicaciones políticas. Así, fueron orientando sus actividades a potenciar las Asociaciones de Ayuda Mutua o Trade Unions. Sus intereses serían asumidos y defendidos en el parlamento por el partido Liberal, pero las Trade Unions nunca olvidaron ejercer presión sobre la patronal. En 1875 consiguieron que se aprobara el derecho de huelga y la implantación de un sistema de sanidad pública. Estas asociaciones empezaron a cobrar nuevas dimensiones políticas y sociales con la Primera Reunión Internacional de Trabajadores que se celebró en Londres en 1864. Allí se elaboró por primera vez un programa conjunto de actuación basado en principios socialistas, los mismos que propugnaban pensadores como Marx y Engels.

La política exterior y el imperio colonial

La Gran Bretaña de mediados de siglo continuó el sendero trazado en política exterior por el vizconde de Palmerston, cerebro y ejecutor de toda ella desde los inicios de la década de los treinta. Cuando la Revolución de 1848 puso de manifiesto el poder y el ascendiente rusos, Gran Bretaña procuró debilitarlos para impedir, sobre todo, que el imperio de los zares se interpusiera en el camino de la India y llegara a convertirse en un serio rival en la zona. La guerra fue un expediente favorable para que Londres desplegara su estrategia sin descubrir en exceso sus cartas. Desde este conflicto, Palmerston dominó sin disputa tanto la política interna como la exterior de su país. En la última vertiente, continuó fiel a su ideario pronacionalista sin atisbar el peligro que para el equilibrio europeo implicaba la imparable ascensión alemana. Obsesionado por el recuerdo napoleónico, Palmerston prestó más atención a las pretensiones francesas que a las de la Alemania bismarckiana, que, a raíz justamente de la muerte del famoso político británico (1865), comenzó la marcha irrefrenable hacia su unidad.

El imperialismo británico adoptó nuevos métodos políticos. En 1830 surgió un grupo de reformadores que vieron en la administración racional de las colonias una salida para el rápido crecimiento de la población del Reino Unido. John Stuart Mill, Charles Buller, Edward Gibbon y Lord Durham consideraron que era una oportunidad para la creación de nuevas comunidades basadas en principios de autogobierno responsable. Con ellas se haría posible un nuevo ideal de cohesión del imperio británico basado no en el control ni en las medidas restrictivas, sino en la independencia y en la libertad. En 1865, el Acta de validez de las leyes coloniales declaró que las leyes aprobadas por las legislaturas coloniales sólo serían anuladas cuando chocaran abiertamente con las leyes del parlamento imperial. Esto constituyó una seguridad general de autogobierno interno para todas las legislaturas coloniales, consideradas soberanas aunque subordinadas al parlamento británico. Ello sería el principio de la futura Commonwealth.

La parte más extensa del imperio, la India, fue reorganizada por estos reformadores coloniales. Se introdujeron nuevos modelos de competencia y de rectitud que a su vez influyeron en el mismo sistema administrativo del Reino Unido. En 1860 entró en vigor el código penal redactado por Macaulay, el mismo que introdujo las reformas administrativas. En 1876 se proclamó en Delhi a la reina Victoria como emperatriz de la India, un hecho cuya intención última era la de afianzar de cara a la comunidad internacional el tráfico de mercancías con la metrópoli.

 

El imperio colonial británico

 

Durante el reinado de Victoria I, los británicos siguieron colonizando nuevas tierras: Nueva Zelanda en 1840, Hong Kong en 1842 y amplias zonas de Malasia. A finales del siglo XIX el gobierno de Robert Gascoyne-Cecil, marqués de Salisbury, anexionó territorios de Zambeze y Zanzíbar, junto a otras zonas de la región de los somalíes. También Benjamín Disraeli, durante el último tercio del siglo, se dedicó a estimular el imperialismo, afianzando la posición de Gran Bretaña en el Mediterráneo y en China. La filosofía general de este desarrollo, tanto en la metrópoli como en las colonias, quedaba compendiada en los sistemas de defensa imperial concebidos en 1870. En caso de guerra, la armada británica tenía como misión cardinal la de bloquear los puertos enemigos y mantener abiertas las rutas vitales que enlazaban las bases navales y comerciales del imperio.

La prosperidad económica

El reinado de Victoria I coincidió con una segunda fase de la revolución industrial que conduciría al establecimiento de los postulados del liberalismo económico y del gran capitalismo. En la base de todo este proceso se hallaba la exaltación de la libertad. El Reino Unido redujo en lo que pudo su papel intervensionista, limitándose a promover actividades económicas de carácter abierto y autónomo.

Desde mediados de siglo, época dorada de la prosperidad económica, se adoptaron los fundamentos de la filosofía del librecambio, aboliendo aranceles y suprimiendo las antiguas Actas de Navegación del siglo XVII. El mercado empezó a regularse por la libre competencia y por las leyes de la oferta y la demanda. Se promovieron desde el gobierno tratados comerciales estratégicos con otros países; el Reino Unido trataba de importar cereales a buen precio y mantener así los precios del pan, colocando a cambio en el extranjero sus excedentes textiles y metalúrgicos.

En todo este proceso se empezó a vislumbrar la acumulación de capital como un elemento imprescindible para el impulso de la industrialización. Ello empezó a favorecer el crecimiento espectacular de algunas empresas que abandonaron su dimensión local o nacional para convertirse en verdaderas potencias multinacionales. Las pequeñas sociedades de accionistas de finales del siglo XVIII se sustituyeron desde 1840 por compañías capitalistas cuyos socios tenían una responsabilidad limitada: no estaban obligados a cubrir con su fortuna personal una ocasional quiebra; solamente perdían sus acciones o veían bajar su valor. La banca inglesa multiplicó exponencialmente sus actividades y activos, sobre todo gracias a sus operaciones de empréstito a la industria, que necesitaba importantísimas sumas a consecuencia de los elevados costos de producción, distribución e innovación tecnológica. La solidez de la libra esterlina marcó máximos en las cotizaciones, y fue durante el siglo XIX la divisa internacional. El Banco de Inglaterra se convirtió en el primer banco del mundo.

Hubo también quiebras importantes y algunas crisis cíclicas de ámbito internacional. La crisis de 1873 a 1879 se inició en Viena a consecuencia de la escasa rentabilidad de los ferrocarriles, que repercutió en las industrias del hierro y de la extracción de carbón. Se extendió por Alemania y Francia, y llegó al Reino Unido dañando esencialmente al sector textil, cuya producción cayó en picado, generando salarios bajos y pérdida de empleos. Estos descalabros económicos y sociales, probablemente inherentes al sistema capitalista, se repitieron periódicamente.

Las crisis provocaron la desaparición de muchas empresas; otras, avaladas por prósperos negocios internacionales, consiguieron salir airosas y atraer a un mayor número de accionistas. La acumulación de capital les permitió encargarse de servicios públicos esenciales: ferrocarriles, puertos o suministros de agua y gas. Se crearon grandes monopolios administrados a menudo por poderosas familias capaces de decidir acontecimientos en varios continentes a la vez. Había nacido una forma de imperio capitalista, todavía inadvertida por el hombre de a pie y preocupante para políticos y juristas. El enorme poder económico de determinados empresarios británicos determinó en gran medida las líneas políticas de algunos gobiernos.

La sociedad victoriana

La prosperidad económica experimentada durante la época victoriana favoreció en líneas generales las condiciones de vida de la sociedad británica. El afianzamiento de la hegemonía en el ámbito internacional, junto a la recuperación del prestigio de la monarquía como símbolo de cohesión nacional, conformaron un modelo social en el que las clases medias fueron imponiendo conductas basadas en la sobriedad y discreción de las costumbres. El conformismo de esta clase social (middle class) hicieron del culto al dinero, de la exaltación al trabajo y del reconocimiento al esfuerzo individual los elementos fundamentales para alcanzar la prosperidad económica. El orden y la estabilidad se concretaron en el ideal doméstico y en la independencia del hogar, centro de la vida familiar y templo de una estricta observancia religiosa favorecedora de la templanza y contraria a las inclinaciones desordenadas.

Pero en realidad, la sociedad victoriana siguió siendo una sociedad con profundos contrastes y desigualdades. En los más alto de la sociedad seguía manteniendo un papel protagonista la nobleza, propietaria de las grandes fincas y heredera de los viejos valores sociales. Los nobles se emparentaron, ahora mucho más, con la alta burguesía capitalista dueña de negocios e industrias que prefirió unirse a las aspiraciones y modos de la llamada upper class para acceder a sus títulos a través del capital y del matrimonio. La clase media restante fue creciendo durante el último tercio de siglo: comerciantes mayoristas, altos funcionarios, profesionales liberales... Fueron éstos los que en verdad adoptaron los principios puritanos que caracterizaron a la sociedad victoriana: vida discreta y ordenada, austeridad económica, metodismo religioso y conservadurismo político.

 

La reina Victoria en 1894

 

En las clases bajas (lower classes), los artesanos especializados, con salarios suficientes y una buena reputación profesional, formaban un grupo aventajado que supo mantener su preeminencia gracias al peso de sus asociaciones laborales, autorizadas incluso antes que los sindicatos. El último peldaño lo ocupaba el proletariado, muy numeroso como consecuencia de la industrialización. Se trataba de un colectivo que vivía con grandes carencias, paliadas en parte a partir de 1850. El paro y las muchas bocas que alimentar provocó que muchas hijas de estos asalariados entraran a formar parte del servicio doméstico de la nobleza, de la alta burguesía y clases medias; así, la servidumbre se duplicó en el último tercio del siglo XIX. Las mujeres de la clase media tampoco tuvieron muchas oportunidades laborales; la mayoría de las que querían tener una carrera profesional se colocaron como institutrices o profesoras. Las condiciones de vida del proletariado fueron infames. En las afueras de las ciudades, cerca de las fábricas, se construyeron barrios obreros (slums) que, a consecuencia del continuo crecimiento de la población, rápidamente se quedaban pequeños. Las familias se hacinaban en húmedas y pequeñas viviendas en donde la falta de higiene originó graves enfermedades y epidemias.

En otros asuntos sociales como la educación también se incrementaron las intervenciones públicas. El resultado fue un perceptible avance de la alfabetización y una reducción del absentismo escolar ocasionado por la necesidad de trabajar. A otro nivel, como consecuencia de las nueva realidad económica y social, se fundaron nuevas universidades como la de Manchester en 1851 y se reformaron con nuevos estatutos las viejas universidades de Oxford y Cambridge. La sociedad victoriana, o al menos las clases altas, se transformó gradualmente en una sociedad culta, aunque sin grandes desvelos intelectuales, que gustaba de la lectura y de asistir al teatro y los conciertos. La proliferación de colegios para los hijos de familias aristocráticas permitió la implantación de un modelo educativo muy selectivo basado en un ideario de corte conservador.

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LA VIDA DE DISRAELI

Por André Maurois*

PARTE 12

*Traducción del francés por Remee de Hernández 

 

 

XI

EN LA CIMA DE LA RESBALADIZA CUCAÑA

 

¿Cómo podemos considerar nuestros tiempos como una época utilitaria? Es una época de infinito romanticismo. Se derrumban los tronos y se ofrecen coronas como en los cuentos de hadas, y los seres más poderosos del mundo, hombres y mujeres, eran, hacen apenas unos años, aventureros y desterrados (Disraeli) 

 

En 1859 publico Punch un dibujo que representaba un león dormido, que Bright, Disraeli y Russell se esforzaban en vano por despertar, hiriéndolo con barras de hierro puestas al rojo. En cada una de estas barras se leía: <Reforma> El símbolo era exacto. Desde que se votó la incompleta reforma de 1832, que solo emancipo a una clase reducida de electores todos los partidos se dedicaban a interesar al león británico por una nueva medida. Pero el león, bien alimentado, continuaba su sueño, y el limbo parlamentario estaba poblado de sombras de reformas nonatas. Ya un Gobierno tory proponía la concesión del voto a todos los electores campesinos que pagasen más de diez libras de alquiler, a lo cual respondía la oposición whig,  exclamando que era una vergüenza que ocho libras formaran el limite justo de los derechos del hombre. Ya un Parlamento whig proponía siete libras, y Derby, por boca de Disraeli, su profeta, afirmaba que aquello equivalía a entregar a Inglaterra a todos los peligros de la demagogia. La verdadera cuestión consistía en saber cuál de los dos grandes partidos seria favorecido por lo nuevos electores. Pero Gladstone hablaba con indignación de los que de tal modo consultaban  las estadísticas electorales, midiendo las fuerzas populares como las de un ejército invasor. <Las personas a las cuales se refieren tales observaciones son nuestros hermanos, cristianos como nosotros, nuestra carne y nuestra propia sangre.> Tras lo cual le preguntaba un tory :<¿Por qué razón nuestra carne y nuestra sangre se detienen ya al llegar a los alquileres inferiores a siete libras?> algunos whigs también juzgaron de mal gusto aquel galimatías sentimental. Abandonaron el partido, y Bright los bautizó adullamitas, porque <habiéndole retirado el rey David a las cavernas de Adullam, todos los que tenían deudas y todos los descontentos se agruparon a su alrededor.> Entonces Disraeli, ayudado por lo adullamitas, derribo al desconsolado lord John y al ferviente Gladstone. Tras besar la mano de la reina, lord Derby se encargó, con Disraeli, de formar Ministerio. Una vez más alcanzaban el Poder apoyados en una minoría y por la voluntad de una coalición improvisada, por lo que parecía lógico que aquel Ministerio durase poco.

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Mas desde el principio de la actuación de Derby, el león británico, sin que se supiesese por qué, despertó de pronto de mal humor y rompió los barrotes de su jaula, representados por las verjas de Hyde Park. Durante tres días se aglomeró una multitud reclamando las reformas, y hubo de llamarse a las tropas. El Home Secretary rompió a llorar. A Mary-Ann, mirando a los manifestantes desde sus ventanas, le pareció observar que se divertían, y sintió simpatía por ellos. La reina mandó llamar a Derby, a Balmoral, para decirle que aquella cuestión que había agitado al país durante treinta años había de terminar por resolverse un día, y era preferible que lo hiciese un Ministerio conservador. Disraeli vio la magnífica jugada que podía hacerse.

En su fuero interno, siempre fue partidario de extender el sufragio a la parte más seria de las clases obreras. La unión de la aristocracia y el pueblo, que él preconizó en Sybil, hallaría de ese modo su expresión, y acaso la decisión más atrevida fuese también la más acertada. ‹¿Por qué -le dijo a Derby- no conceder el voto domestico; es decir, un voto por casa, sea cual sea la cuantía del alquiler, con las restricciones convenientes de tiempo y de permanencia?›

Era, por lo menos, una teoría admisible y conservadora. Se podía decir que los dueños de casas han de estar siempre interesados por la prosperidad del país, mientras que aquellas cifras arbitrarias, seis libras, siete libras, eran imposibles de sostener. Además, el partido que emancipase a esos nuevos electores tenía probabilidades de verlos sumarse a él. Los liberales, sobre todo, perderían el artículo más popular de su programa. En verdad que valía la pena intentarlo... Pero... ¿aceptaría el partido?

Este dio muestras de una singular inteligencia. No tenían ningún motivo los tories para defender aquel electorado de 1832, creado por sus adversarios, y que los tenia apartados del Poder desde hacia treinta años. La idea de estropearles el juego a los whigs los encantó. A pesar de la oposición de algunos, la mayoría aceptó el plan de campaña. En seguida se adivinó el amanecer de n día de victoria. Muchos liberales, sorprendidos, pensaron que si los conservadores practicaban la política liberal, no podrían  negarles su voto. Gladstone se vio derrotado. La única actitud digna para él hubiese sido la de dominarse; pero se sofocaba al ver al espíritu del mal llevar el angelical estandarte. Se arrojó con inconcebible violencia sobre el maquiavelismo adverso, el cual cuidó, por su indolencia de acentuar la imagen de loca cólera que Gladstone acababa de presentar. <El muy honorable gentleman- dijo. Me habla con un tono que, he de reconocerlo, se emplea raramente en este lugar. No es que yo conceda ninguna importancia al calor que demuestra; pero verdaderamente, algunas veces sus modales son tan exaltados y sus gestos tan inquietantes, que es casi un consuelo el pensar que en esta Cámara los partidarios adversos, colocados a uno y otro lado de esta mesa, se encuentran separados por un mueble tan amplio y tan sólido.>

Cuando se procedió al escrutinio, el Ministerio obtuvo veintiún votos de mayoría. En un Parlamento hostil, hizo votar Disraeli una ley que en vano, durante treinta años, pretendieron hacer pasar los Gobiernos whigs. Fue un gran triunfo parlamentario. Gladstone lo notó y apuntó en su diario: <Un aplastamiento casi sin precedente.> Estaba profundamente mortificado. <He encontrado a Gladstone en el breakfast- escribía un observador-. Parece completamente aterrorizado por la diabólica habilidad de Dizzi.> Derby estaba encantado. Comprendía  que la decisión fue un salto hacia lo desconocido; pero se frotaba las manos, diciendo: ¿No ve usted el barullo que les hemos armado a los whigs? ¡En buen fregado les hemos metido!>

Después del voto, los plausos que los conservadores dedicaron a Disraeli fueron ruidosos y prolongados. Todos querían estrechar su mano, al salir de Westminster, muchos de entre ellos se reunieron en el Carlton e improvisaron una cena. Al dirigirse a su casa, Disraeli pasó por el club, donde fue acogido con aclamaciones sin fin. Sus amigos le suplicaron que cenase con ellos; pero él sabía que Mary-Ann lo aguardaba; ella también había preparado una cena, y no quiso que lo esperase inútilmente. Al día siguiente le decía, llena de orgullo, a un amigo: <Dizzi volvió directamente a casa. Yo le tenía preparados un pastel y una botella de champaña, y él me dijo: < ¡Querida mía, eres para mi más bien una amante que una mujer!>

Ella contaba entonces setenta y siete años. Aquel éxito hizo variar profundamente la posición de Disraeli en el Parlamento.

La derrota de Gladstone no tenía el patetismo de la de Peel. Llegó a divertir un poco y a causar extrañeza también. Dos jefes de partido, y de los más poderosos que conoció la Cámara de los Comunes, pretendieron, con veinte años de intervalo, luchar contra Dizzi, y los dos fueron vencidos. Aquel hombre, que había hablado con tanta frecuencia de los misterios asiáticos, ¿no era a su vez él mismo un misterioso personaje? ¿Qué deseaba? ¿Cuáles eran sus proyectos ¿Qué pensaba cuando escuchaba con su máscara de impavidez las invectivas de Gladstone? Un nuevo personaje se formaba en la imaginación del público, la Esfinge.

Punch publicó un dibujo: Disraeli en triunfo. Representaba una inmensa esfinge de piedra, cuyo rostro era el de Dizzi, arrastrada hacia el templo de la reforma por una multitud de esclavos desnudos, entre los cuales se encontraba Gladstone, y que a latigazos dirigía Derby.

Ninguno de los que con él se cruzaban entonces podía sustraerse de poder y hechicería, su cara, en efecto, había adquirido la inmovilidad de la piedra, y la diferencia entre él y los demás mortales era profunda:<Me parecía estar sentado a la mesa con Hamlet, el rey Lear o el Judío errante- escribía un contemporáneo, y añadía- : Muchos dicen :<Que actor es ese hombre!...> Y, sin embargo, la impresión final es de absoluta sinceridad. Otros lo tachan de extranjero: < ¿Qué representa Inglaterra para él, o él para Inglaterra?> en eso precisamente es en lo que se equivocan. Whig, o radical, o tory, acaso le dé lo mismo; pero esa poderosa Venecia, esa imperial República, en la cual jamás se pone el sol, es la visión que lo fascina, o mucho me equivoco. Inglaterra es el Israel de su imaginación y será el primer ministro imperial, antes de su muerte, si la suerte lo ayuda un poco.>

***

 

Contra lo que se pensaba, aquel acontecimiento estaba próximo. Los ataques de gota de Derby eran ya tan frecuentes, y podía tan raramente cumplir los deberes de su cargo, que llegó a discurrir que su deber consistía en ir pensando en el retiro. Disraeli lo instó para que se quedase, comprometiéndose a hacer todo el trabajo, mientras Derby ostentaría el titulo; pero éste le manifestó que tenía decidido escribir a la reina para restarle su dimisión, y que confiaba en que su majestad entregaría el Poder a Disraeli, a quien él, desde su retiro, ayudaría con toda la autoridad de su nombre. <No puedo participarle esta noticia sin expresarle al mismo tiempo mi gratitud por su cordial y leal colaboración durante este largo periodo.>

Tenía Disraeli tanto más merito al rogar a su jefe que permaneciera en el Poder, cuanto no ignoraba que al retirarse Derby la reina habría de mandarlo llamar. Ella misma se lo manifestó. El día en que el jefe presentó definitivamente su dimisión, la reina envió a Disraeli un mensajero, rogándole que fuese a verla a Osborne. El mago, que creía también un poco en su magia, no dejó de conservar que el mensajero era el general Grey, aquel coronel Grey que en Wycombe fue su rival tartamudo y feliz, cuando su primera campaña electoral. La primera carta de felicitación fue de lord Derby: <Ha alcanzado usted honrada y lealmente el tramo más alto de la escala política. Deseo que pueda usted conservar durante mucho tiempo esa posición.>

Al día siguiente, la reina recibió a Disraeli en Osborne. Parecía encantada. Le tendió la mano y dijo:

-You must kiss hands (1).

(1) Béseme la mano

Cayó él de rodillas, y con profunda fe besó aquella mano regordeta. Era completamente feliz. Fuera, el sol brillaba intensamente. Después de todo, la vida valía la pena de ser vivida. Uno de los primeros miembros del Parlamento con quienes se encontró fue James Clay, el cual, siendo muchacho, lo intranquilizó en Malta por su habilidad en el juego de billar-

-Well, Disraeli- le dijo Clay-, ¡quién podía decirnos, cuando hace cuarenta años viajamos juntos, que llegaría usted a ser primer ministro!

-¡Es cierto, Cay! Como decíamos en Oriente:< ¡Alá es grande!> Y ahora es más grande que nunca.

La acogida fue buena en general. <El triunfo del trabajo, del valor, de la paciencia>, decían hasta sus adversarios. Cuando por primera vez entró como primer ministro en la Cámara de los Comunes, los pasillos estaban llenos de personas que acudieron para aclamarlo. John Stuart Mill, que pronunciaba en aquel momento un discurso, hubo de interrumpirse durante varios minutos.

Un mes después, Mary-Ann, mujer del primer ministro, daba una recepción en el Foreing Office, del cual lord Stanley accedió a prestarle el salón por una noche.

Hacia un tiempo horrible. Un huracán de lluvia y de viento barría Londres. Sin embargo, todo el mundo acudió: todo el partido conservador, algunos liberales, entre los cuales estaban los de Gladstone, y muchos amigos. Dizzi, en la plenitud de su gloria, paseaba a la princesa de Gales por los salones, mientras el príncipe daba el brazo a la señora de Disraeli, que parecía muy vieja y muy enferma, hacia un mes que padecía un cáncer, y lo sabia; pero no quería decirle nada a su marido. Aquella mezcla de gloria y de decrepitud añadía un tono de melancolía a la triunfal velada. Después de tantas luchas, la pareja de ancianos se hizo simpática. Se los llegó a adoptar. No existía en Londres un solo salón en el cual, para hablar de la mujer del primer ministro, no se dijese Mary-Ann, así sencillamente. El mismo Disraeli comprendía el efecto de extraordinaria acrobacia que había producido su elevación:

-Si- Les respondía a los que lo felicitaban-: he trepado hasta la cima de esta resbaladiza cucaña.

Su amigo sir Felipe Rose le dijo:

-Si hubiera vivido su hermana y hubiera podido ver su triunfo, ¡que feliz habría sido!

-¡Pobre Sa!-replicó-. ¡Pobre Sa!...¡Sí!¡Hemos perdido nuestro público!...

 

 

 

TERCERA PARTE

 

Listen! The wind is rising

And the air is wild leaves!

We have had our summer evenings;

Now for October eyes!

 

The great beech tres lean forward,

And strip like a diver. We

Had better turn to the fire

And suht our minds to the sea,

 

Where the ships of youth are running

Close-hauled on the edge of the wind

With all adventure before them,

And only the old behind.

(HUMBERT WOLFE.)

 

 

 I

LA REINA

 

Fue elegido el nuevo canciller del Exchequer. El primer ministro informó de ello a la reina:<El señor Disraeli debe hacer observar a vuestra majestad que el aspecto exterior del señor Ward Hunt es extraordinario, pero no repulsivo. Tiene más de seis pies de altura, pero parece menos alto porque su anchura es proporcionada. Como ocurre con San Pedro, de Roma, nadie a primera vista puede apreciar sus verdaderas dimensiones; tiene, además, la sagacidad del elefante, así como su forma.> Un tono de extraordinaria ligereza para escribirle a una reina; pero ésta estaba encantada.

Disraeli, que durante su vida había exasperado a muchos hombres, encontró siempre indulgencia en las mujeres. El horror que sentía por el razonamiento abstracto, su cortesía a la antigua usanza, el imperceptible sabor de cinismo de sus frases, conscientemente floridas; todas sus cosas era a propósito para agradarles. Ellas le inspiraban un sentimiento que no era amor sensual, sino una ternura superior y humilde a la vez, como una dulce y absurda fraternidad.

Le gustaban sus preocupaciones, su ignorancia, su puerilidad. Fue una mujer, la señora de Austed, quien encontró un editor para Vivian Gray; fueron mujeres, las de Sheridan y ladi Cork, lady Londonderry, quienes lo impusieron en sociedad. Era una mujer, Mary-Ann, la que le había facilitado un puesto en el Parlamento. A cada recodo de sus recuerdos encontraba uno de esos rostros consoladores, inclinado sobre su asco y su inquietud.

Contempló con mirada de entendido a la augusta viuda, tocada con un gorro de tul blanco, que lo aguardaba en lo alto de la escalera de honor, y se sintió deliciosamente tranquilo.

Desde la muerte de su esposo bien amado, la reina vivía en la mayor soledad. Se juró respetar todas las voluntades y todas las costumbres de Alberto. Envuelta en crespones, erraba de castillo en castillo: de Windsor a Osborne, de Osborne a Balmoral.

El público se lamentaba de aquella reclusión y ella sufría al reconocer que era poco popular. Nadie le comprendía y nadie llegó a comprender a Alberto, que tanto sufrió por ello también...; nadie, salvo Disraeli. Era sorprendente, porque recordaba la desconfianza que le inspiró a ella y a Alberto, cuando la caída del Ministerio del pobre sir Robert. Entonces dijo Alberto que aquel Disraeli no había revelado en su actitud la menos partícula de gentleman; sin embargo, al final de su vida, el principie se complacía algunas veces charlando con el leader de la oposición. Lo encontró culto y más enterado de la historia de Inglaterra que ningún hombre de Estado, y reconoció que su actitud con respecto al trono era perfecta. Pero fue después de la muerte de Alberto cuando Dsiraeli se reveló. Nadie le escribió a la reina una carta tan bella; ninguno de los miembros de la Cámara de los Comunes habló mejor del príncipe, y la reina pensó que era el único que supo apreciarlo. Fue recompensado por el envió de todos los discursos del príncipe, encuadernados en piel blanca: <La reina no puede resistir el deseo de expresar al señor Disraeli su profunda gratitud por el tributo rendido por él a su grande, adorado y bien amado esposo. Esa lectura le ha hecho derramar abundantes lagrimas; pero un juicio tan acertado sobre aquel carácter sin mancha ha sido un consuelo para su destrozado corazón.>

La sombra de Alberto le era, pues, favorable; pero existían otros lazos, además de un recuerdo, entre la reina y su ministros. Sus espíritus, tan distintos en la superficie, tenían entre sí sutiles semejanzas. Los dos pensaban con pueril orgullo en el inmenso Imperio oriental que, desde una isla hiperbórea, gobernaban una reina regordeta y voluntariosa y un viejo ministro encorvado. Sobre todo, carecían los dos de insignificancia. Podría tacharse de ridículas algunas de las manías de la reina, y de artificiales muchas de las de Disraeli; pero los dos tenían valor y grandeza. A través de su ministro gustaba mejor del placer de ser reina. La colocaba con tan ostensible felicidad en el esplendido cortejo de la vida...cuando le hablaba de sus reinos se sentía todopoderosa. Con aquel ministro que le escribía las sesiones del Gabinete como escenas de ficción, y para quien la política era una novela de aventuras personales, casi sentimentales, los negocios recuperaban el encanto de los tiempos de Alberto. Sabiendo que con ello le agradaba, Disraeli se complacía en dirigirle cartas irónicas y perfectas .¿Comprendería ella siempre? Mucho más de lo que imaginaban sus familiares. Gustaba de la diversión de un escamoteo logrado, y con un agudizo sentido de la evidencia traía con firmeza al mago hacia las acciones deseadas.

Si para apaciguar los ánimos un poco exaltados de Irlanda, el primer ministros deseaba que el príncipe de Gales hiciese un viaje, escribía:<El señor Disraeli se permite hacer observar que desde hace dos siglos el soberano no ha pasado más que veintiún días en Irlanda. Su alteza real podía ir de cacería. Eso compaginaría hasta cierto punto el cumplimiento de un deber político con un pasatiempo agradable; combinación que, como es sabido, resulta interesante para la vida de un príncipe.> La reino lo aprobaba:<Pero se entiende que los gastos de estas vistas regias seria sufragados por el Gobierno, que las impone a la reina. Para una temporada de reposo y espaciamiento nadie elegiría a Irlanda.>

Con frecuencia se defendía el ministro. Cuando más tarde le fue preguntado el secreto de su éxito con la soberana, respondió:<No niego jamás ni contradigo jamás, y olvido algunas veces.>

Sacrificio al placer del epigrama, porque contradecía a menudo. Cuando murió el arzobispo de Cantorbery y la reina insistió para señalar como sucesor a Tait, obispo de Londres, Disraeli encontró graves objeciones. En el obispo de Londres se observaba lo siguiente: aun cuando su inteligencia es en apariencia austera, hay en su idiosincrasia un extraño fondo de entusiasmo, cualidad que nunca debe poseer ni un arzobispo de Cantorbery, ni un primer ministro de Inglaterra. La reina insistió. Sabia ella muy bien que el obispo Tait estaba exento de todo entusiasmo. ¿Le hubiera sido posible afirmar otro tanto sobre el primer ministro de Inglaterra?

Un día, Mary-Ann recibió de Windsor una caja de flores frescas, con una carta de la princesa Cristina:

<Mamá me encarga que le envíe de su parte esas flores para el señor Disraeli. Le oyó decir un día que le agradaban tanto el mes de mayo y todas las encantadoras flores primaverales, que por eso se atreve a enviarle éstas, que tanto han de alegrar su habitación.>

Mary-Ann respondió con unas letras, que Dizzi, seguramente, había escrito por ella:

<He cumplido el grato deber de obedecer la orden de su majestad. El señor Disraeli ama las flores con pasión, y la magnificencia y perfume de éstas se han visto realzados por la mano condescendiente que ha extendido sobre él todos los tesoros de la primavera.>

El ministro envió a la reina todas sus novelas.la soberana dio al ministro el Diario de nuestra vida en Escocia: <nosotros, los autores, señora...>, dijo muchas veces en lo sucesivo el primer ministro, y la boquita autoritaria sonrió. Cada semana, las primaveras de Windsor y las violetas de Osborne llegaron a Grosvenor´s Gate en cajas adornadas de musgo. La correspondencia  oficial se hizo una curiosa mezcolanza de poesía pastoral y de política realista.

Existía en Inglaterra, por lo menos, un hombre para quien aquella elevación de Disraeli y aquella familiaridad del trono con un malabarista hebraico eran un escándalo insoportable: era Gladstone. El día 24 de marzo de 1868 publicó Punch un dibujo que representaba un palco de teatro. Ante el espejo, el señor Beni Dizzi, delgado comediante vestido de Hamlet, repetía con complacencia:<To be or not to be: that is the question...(1) ¡Ejem!>

(1) Ser o no ser: he aquí la cuestión.

 

 

En el fondo, el señor Gladstone, trágico, en traje de calle, miraba con envidia y desdén:<Un papel, que le correspondía por derecho propio, entregado a un comediante de segundo orden... ¡El director estaba loco!... ya llegará el día...>

El sentimiento era más complejo que unos celos de primera figura. Gladstone hubiera soportado, sin duda, con resignación y modestia el éxito de Stanley, por ejemplo; pero las pasiones, como los dioses, encarnar para obrar, y la ambición, para tentarlo, había tomado el aspecto de un odio virtuoso. Desde hacia veinte años, mientras se levaba entre un murmullo de admiración, rodeado por sus pared respetuosas, veía subir frente a él una figura extraña y hostil, no encontrando ya más que ella en la zona alta y casi desierta adonde lo condujo su talento. A su pesar la tomó como medida de su propio éxito y se juzgaría vencido por todos si lo era por Disraeli.

Uno de los enigmas más doloroso para el rey David era la prosperidad de los malvados...que el escritor de historietas frívolas sobre Vivian Grey y Coningsby haya podido coger el cetro antes que el escritor de grandes y bellas cosas sobre el Eccehomo- el hombre epigramático, brillante, arrogante, antes que el hombre que en su vida compuso un epigrama, que siempre fue grave y que moriría antes que admitir que el poseyera un matiz mas subido de inteligencia que su lacayo-, ¿no era lo suficiente para obligar a un hombre honrado a desgarrar su capa, a afeitarse la cabeza y a sentarse inconsolablemente en medio de las cenizas? Pero Gladstone no era hombre capaz de sentarse en medio de las cenizas; y si, en efecto, cantaba: <¿Hasta cuándo, Señor, me abandonaras? ¿Hasta cuando mi enemigo se elevara por encima de mi?>. Añadía como el rey David: <Dad luz a mis ojos para que nunca me duerma en la muerte, por temor de que pueda decir mi enemigo: ¡Quedé vencedor!>

Ocultó tan mal su despecho, que ya en la primera semana de actuación del Gobierno de Disraeli trató de provocar una querella. Al realizar la reforma electoral, Disraeli le quitó al partido liberal una de sus armas; pero, felizmente, quedaban muchas cosas por reformar. Podían sufrir reformas la Cámara de los Lores, la Iglesia, la Corona, la Armada, la educación. Gladstone estaba dispuesto a reformar el sistema solar antes que dejar a Disraeli disfrutar en paz de tan injusta fortuna; pero, con un sentido muy preciso de la actualidad política eligió la Iglesia, y en particular la Iglesia irlandesa. Era ciertamente contrario a la libertad  religiosa el que los católicos de Irlanda hubiesen de sostener una Iglesia del Estado protestante. Irlanda estaba entonces profundamente turbada; los crímenes y los atentados se cometían por centenares, y no era posible castigar a los criminales, porque todos los habitantes de la isla eran sus cómplices.

Gladstone sostuvo que separando en Irlanda la Iglesia del Estado, es decir, emancipando la Iglesia protestante de Irlanda, quizá se suprimiese una de las causas, acaso la más grave, de aquel descontento, y Disraeli comprendió que su rival había decidido hacer las elecciones apoyándole en la cuestión religiosa.

No existía otra en que fuere más firme la doctrina disraelina. ¿Era creyente acaso? No le hubiera sido posible, como a Gladstone, interesante con pasión por unas controversias de teología. Pensaba que unos diluvios de pensamientos eclesiásticos sumergen periódicamente a los espíritus, y que esas tormentas carecen de importancia, porque las aguas, al retirarse, permiten siempre distinguir la misma arca en la cima del monte. Aquella arca era la revelación semita y cristiana, la Biblia, completada por los Evangelios, y también el sentido del misterio. Disraeli creía con toda su alma que el mundo es divino; no pensaba en la existencia y, sobre todo, en la suya, más que como en un milagro. Las ciencias biológicas, a las cuales Darwin y Huxley daban entonces tanto brillo, y que intentaban transformar el milagro en ecuación, lo irritaban. Las ignoraba, y su desprecio igualaba a su ignorancia. Unos años antes, en Oxford, en un célebre discurso, defendió a la Iglesia contra los innovadores:

-Milord, el hombre es un ser nacido para creer, y si ninguna Iglesia se presenta para guiarlo con sus títulos de verdad, apoyados en las tradiciones de la edades sagradas y la convicción de innumerables de innumerables generaciones, encontrará altares e ídolos en su propio corazón y en su imaginación misma...

Se nos dice que los descubrimientos de la ciencia han dejado de coincidir con las enseñanzas de la Iglesia... Lo interesante es saber lo siguiente: ¿El hombre es un mono o un ángel? Milord, me coloco al lado de los ángeles.

Una carcajada sacudió el anfiteatro. ¿El señor Disraeli se colocaba, en efecto, del lado de los ángeles? Toda Inglaterra rio. No desperdició Punch tan hermosa ocasión. Dibujó un Dizzi simiesco, vestido de blanco, con grandes alas. Sin embargo, nunca Disraeli habló tan en serio. Creía que el hombre es algo más que una maquina, y que, además de la materia sometida a las reacciones físicas y químicas, existe una esencia diferente, que se puede llamar alma, el divino genio, esencia angelical. En cuanto a la verdad integra de tal o cual religión, era cosa en la cual probablemente no pensaba nunca; pero tenía sobre ello, a pesar de todo, unas ideas con las cuales estaba encariñado.

 

 

La primera era la necesidad de los dogmas para la paz de las almas y de los estados. No le inspiraban ninguna confianza las seudorreligiones éticas o estéticas. <Todas las religiones de lo bello terminan en orgías.> un día hubo de decir irónicamente al decano Stanley, partidario de una Iglesia amplia, es decir, de la libre interpretación de los textos sagrados:<Sin dogmas no hay decano, señor decano.> Desde su adolescencia admiró la inmovilidad de la Iglesia romana. No pudiendo contar con ella, la Iglesia de Inglaterra le parecía la única garantía de seguridad espiritual del país. Su segunda idea se refería a la necesidad de una unión entre el Gobierno y la Iglesia. En esta parte, la situación de Inglaterra le parecía particularmente feliz. El soberano era jefe de la Iglesia, de la cual nombraba él mismo los dignatarios; de este modo, la Iglesia, en lugar de convertirse en un Estado dentro del Estado,  Imperium in Imperio, fortalecía la autoridad del Estado. Era un lazo  que no había que romper; la separación de la Iglesia de Irlanda podía ser una medida justa; pero Disraeli consideraba que era un primer paso peligroso y un derrumbamiento de la Constitución. Se dispuso, pues, a sostener la lucha electoral en el terreno elegido por Gladstone. En ella se presentaría como paradójico campeón de la Iglesia contra un paradójico asaltante.

 

 

 

 

 

 


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