LA VIDA DE DISRAELI, por André Maurois (Parte 11)

INDICE DE ENTRADAS DE «LA VIDA DE DISRAELI»

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EL ESTADO Y LOS TRABAJADORES

(extracto de la Introducción)

Por José Antolin Nieto 

 

El Crystal Palace es el mejor símbolo de la larga era victoriana. Inaugurado en 1851, con motivo de la “Gran Exposición de los Trabajos de la Industria de todas las Naciones”, era el fiel reflejo de la paz, el apogeo imperial y la creciente prosperidad británica. Con sus 3.300 pilares de hierro, 2.224 viguetas y 300.000 cristales sostenidos por 205.000 marcos de madera, sus 72.000 metros cuadrados dieron cobijo a las 14.000 firmas que exhibieron allí sus productos. Era el edificio de mayores dimensiones del mundo (superando en cuatro veces la superficie de San Pedro de Roma) y fue considerado una maravilla de la técnica del momento y obra maestra de la era mecánica.

Dicho lo cual, tal vez no haga falta insistir en que, con este ejemplo de hasta dónde podía llegar la prefabricación inglesa, el sistema de producción en serie llegaba a su mayoría de edad. Su esbeltez de líneas y el magnífico acabado parecían reflejar la luz de una metrópoli que retaba altivamente al resto del mundo.

Su vertiginosa instalación en seis meses, en medio de Hyden Park, llamó la atención de multitud de personas. Entre ellas, la de un pimpollo de Liverpool, William Stanley Jevons, que estudiaba en el University College de Londres y contaba entonces 16 años. Deslumbrado por el brillante Palacio de Cristal, el joven Jevons comenzó a creer a ciegas en el progreso y el avance científico que anunciaba la Exposición Universal, también llamada el “lugar de los lugares”. Como muchos ingleses de su época, el majestuoso edificio le hacía sentir orgulloso de formar parte de la grandeza británica.

El Crystal Palace también representaba la capacidad de producción a que había llegado Gran Bretaña en su última fase industrial. En el ecuador del siglo el Reino Unido había dado el “gran salto adelante” y podía ufanarse de estar muy por encima de cualquier otro país en cifras de producción industrial y comercio exterior. Acaparaba la mitad de la producción de lingotes de hierro del mundo y en los treinta años siguientes esas cifras llegaron a triplicarse. Fue esa expansión productiva la responsable de que la bandera inglesa dominase todos los mares del planeta. Gracias a esos barcos y a la potente industria de la construcción naval, el comercio británico superaba en 1870 al de Francia, Alemania e Italia juntos y era cuatro veces mayor que el de los Estados Unidos.

Nadie podía competir en costes con los productos británicos.El mediodía del siglo XIX fue la época del humo y el vapor. Durante siglos la producción carbonífera había sido medida en millones de toneladas; ahora la  contabilidad mundial se hacía en cientos de millones y en cada país en decenas de millones. Pero lo realmente llamativo es que cerca de la mitad de esa producción procedía de Gran Bretaña, que en 1850 explotaba 2,5 millones de toneladas, cantidad inimaginable en cualquier otro lugar del planeta.

La época del humo, el vapor y la arquitectura ferro-vítrea fue también la era del ferrocarril. Inauguradas las primeras líneas ferroviarias entre Stockton-Darlington (1825) y Liverpool-Manchester (1830), el año cumbre fue 1847, con la contratación de 250.000 hombres en el tendido ferroviario, el 4 por ciento de los ocupados. A lo largo de las décadas de 1830 y 1840, hasta una quinta parte de la producción de la industria mecánica se estima que se dedicó a los ferrocarriles británicos; sólo en el año estrella la inversión ferroviaria absorbió el 7 por ciento de la renta nacional.

Si al hierro, al carbón y al vidrio unimos los espectaculares progresos en los tejidos y, sobre todo, el algodón, que entre 1850 y 1860 dobló su producción, podemos concluir que la Gran Bretaña de 1850 era, sin duda, el “taller del mundo”. Los industriales británicos confiaban en sí mismos para resolver cualquier problema técnico. Las consecuencias del crecimiento no se hicieron esperar. El sistema incrementó las rentas reales: un flujo cada vez mayor de bienes y servicios alcanzaba al menos favorecido de los británicos (excluyendo, por supuesto, a los irlandeses).

Ahora bien, los logros indiscutidos de la industria británica de mediados del siglo XIX no pueden ocultar sus límites. La industria de la que podían sentirse orgullosos muchos ingleses no era todavía la de las fábricas y las máquinas modernas. 

Hacia 1850 el sistema fabril sólo predominaba en la industria de paños de lana y algodón. Pero incluso en la pañería los obreros que trabajaban en fábricas eran superados de lejos por los que trabajaban de forma manual. Y cuando pasamos a otros sectores, es todavía más claro que el aumento del empleo industrial no fue debido a las fábricas y sí a la persistencia de la producción artesanal en pequeña escala, es decir, a esos pequeños patronos que se valían de un puñado de oficiales y aprendices especializados.

Sea como fuere, los ingleses de pro estaban satisfechos de su industria y los progresos materiales que comportaba. Las clases medias y altas de la sociedad victoriana alababan esta prosperidad sin límite y el largo período de paz que la acompañaba. En la política, lord Palmerston era su portavoz más afamado; en la poesía destacaba lord Tennyson, y en la historia lord Macaulay. Una embriagadora autocomplacencia distinguía el “espléndido aislamiento” británico, de modo que parecía que las clases acomodadas podían vivir sin preocuparse del resto de los problemas humanos. El desarrollo material acabó de la mano de una profundización en el sentimiento religioso que inundó la vida social inglesa de la época. Ese despertar de la conciencia religiosa afectó a las diversas confesiones cristianas del Reino Unido, desde los más oficialistas anglicanos a los disidentes unitarios. En suma, la misma sociedad autosatisfecha que se regocijaba al contemplar el Crystal Palace, era también la que en 1850 ponía el grito en el cielo cuando John Everett Millais decidía utilizar modelos de carne y hueso para representar a la Sagrada Familia en ese icono del prerrafaelismo que es el Cristo en la casa del carpintero.

La consecuencia política de este esplendor económico fue trascendental, porque la mejora del nivel de vida general posibilitó que los gobiernos respiraran tranquilos al ver cómo se evaporaban las esperanzas revolucionarias. Fueron los años de la desaparición del cartismo, ese impresionante movimiento en favor de los derechos civiles -reivindicaba el sufragio universal y secreto, la inmunidad parlamentaria, las elecciones anuales y la igualdad en los distritos electorales- que en tiempos no muy pasados había conseguido aglutinar a buena parte de la clase obrera. Los restos del naufragio cartista serían recogidos por la izquierda radical del liberalismo; pero lo cierto es que durante un tiempo los políticos británicos dejaron de preocuparse por la reforma parlamentaria.

Junto, o mejor dicho, frente a esta sociedad opulenta, estaban los trabajadores y trabajadoras que día a día ponían en marcha los telares, los martinetes o los fuelles que impulsaban la industrialización mecánica. La Gran Bretaña que en 1830 contaba con más de 16 millones de habitantes -más del doble que en 1750- ocupaba en la industria a muchos de sus hombres y mujeres (el 40 por ciento). Esta clase obrera había experimentado un gran aumento cuantitativo y concentrado en un importante número de ciudades donde antes no existía ninguna actividad manufacturera. De hecho, las ciudades estaban experimentando variaciones espectaculares: las 51 que en 1750 superaban los 5.000 habitantes eran 287 un siglo después. Entre todas estas ciudades e industrias sobresalían los tejidos de Manchester y Leeds, y la metalurgia de Sheffield y Birmingham (los elementos estructurales del Crystal Palace habían concitado el concurso de muchos artesanos de Birmingham). Pero la industrialización se caracterizó por ser tan urbana como regional, de modo que a mediados del siglo XIX los productos y regiones que dieron el toque distintivo a Gran Bretaña fueron el algodón de Lancashire, los estambres y paños del West Riding de Yorkshire, la minería de hierro y carbón de Staffordshire, y las polifacéticas regiones industriales que rodeaban a Glasgow y Londres.

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LA VIDA DE DISRAELI

Por André Maurois*

PARTE 11

*Traducción del francés por Remee de Hernández 

 

 

IX

EL CRUEL DEBER DEL SEÑOR GLADSTONE

Como ocurre con frecuencia en el juego de rugby, en que un buen medio entusiasta a pesar de las decepciones, sirve veinte veces el balón a unos trescuartos indolentes, que ni siquiera intentan cargar, así dirigía Disraeli el Poder hacia las negligentes manos de Stanley. Su gran tarea consistía en la educación del partido que había de sacar de la protección, elevar del sentimiento de castas al sentimiento nacional, enseñándole a apreciar el confort popular y la solidez del Imperio. En lugar de la protección proponía un programa valiente, una reforma imperial del Parlamento: la admisión de las colonias en la administración del imperio, compensar con sus votos los democráticos de las poblaciones, introducir de este modo elementos frescos y poner fin a tan absurdas rivalidades como las de la Población y Campo, Industria y Agricultura. <Una imaginación romántica>, comentó el noble lord, tornando a sus placeres. Pero una vez más le fue servido el balón, y la reina lo llamó a Windsor. Hacia unos meses que la muerte de su suegro lo convirtió en lord Derby. De nuevo se dirigió a Gorsvenor´s Gate y fue introducido en la habitación azul. Esta vez la reina le dijo a Disraeli:

-Será usted canciller del Exchequer.

-No entiendo nada de finanzas- le respondió Disraeli.

-Entiende usted de ello tanto como entendía Canning…Las oficinas le facilitarán las cifras.

Al día siguiente estaba formado el Ministerio. La pobreza del partido en cuanto a hombres se refiere era tal, que solamente tres ministros del Gabinete habían sido ya ministros. La reina juzgaba que el Ministerio estaba compuesto sólo por lord Derby. Este, cuando alguien le preguntaba por su salud, respondía:<Me encuentro muy bien, y mis niños también.> El duque de Wellington se hizo enumerar los nuevos ministros.

Como ya era muy viejo y muy sordo, y todos los nombres eran nuevos para él, interrumpió varias veces al informador con unos:<¿Quién?… ¿Quién?… > repetidos. Los periódicos se apoderaron del chiste, y el Ministerio fue conocido por el de los  ‹¿Quién?… ¿Quién?…> la elección de Disraeli como canciller del Exchequer fue juzgada la más ridícula de todas.

¿Pero qué le importaba? Estaba como una muchacha el día de su primer baile. El gallardo anciano Lyndhurst le recordaba alguna de las conversaciones de su juventud, en que él expresó sus deseos, entonces pueriles, convertidos ya en realidad. Sara, en el retiro de su campesina soledad, se veía asaltada por gentes del país, que acudían a solicitar favores. El cartero deseaba ser destinado a la población, y le hablaba al señor de Disraeli con voz tímida y temblona. Dizzi fue a recoger su toga de canciller, de seda negra cubierta de galones dorados; venia en línea directa del gran Pitt.

-La encontrará usted muy pesada- le dijo el juez que lo recibió.

-La encuentro increíblemente ligera- respondió él.

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Los comienzos no marcharon mal. A la misma reina le divertían los informes que el leader de la Cámara de los Comunes había de dirigirle cada noche, después de la sesión:<El señor Disraeli (alias Dizzi) me escribe unos informes muy curiosos, por el estilo de sus libros.> Derby estaba bastante satisfecho de su equipo de novatos.

La Cámara aguardaba las elecciones; pero después de éstas, que fueron desfavorables, el desgraciado canciller comprendía que no le dejarían gozar durante mucho tiempo de aquel cargo, al cual estaba tomando tanto cariño. Con más empeño que nadie lo acechaba Gladstone.

Sin que lo desease ninguno de los dos, la vida política iba tomando apariencia de duelo entre los dos hombres. Superficialmente, eran buenos amigos. Sus mujeres se frecuentaban; algunas veces, después de alguna sesión algo mas movida, Gladstone entraba a darle las buenas noches a Mary-Ann. Teóricamente, los dos eran conservadores. Gladstone, amante de los matices indefinidos, decía que deseaba estar <sobre la vertiente liberal del partido conservador antes que sobre la vertiente conservadora del partido liberal.> Pero sus naturalezas chocaban entre si y sus carreras se cruzaban. Sin Disraeli, Gladstone hubiera sido el sucesor natural de Peel. Esa era la opinión de este último.

-Gladstone será primer ministro conservador- decía algún tiempo antes de morir.

Y cuando le preguntaban:

-¿Y Disraeli’

-Lo haremos gobernador general de las Indias.

Cada uno de ellos juzgaba severamente al otro. Para Gladstone, Disraeli era un hombre sin religión, sin fe política. Para Disraeli, Gladstone era un falso devoto que encubría con fingidos escrúpulos sus hábiles maniobras. Gladstone había vivido siempre como el niño en el colegio dominical. En Eton rezaba mañana y noche. En Oxford, los muchachos bebían menos en 1840, por allí estuvo Gladstone en 1830. En el Parlamento fue enseguida el alumno estudioso, el discípulo más querido de Peel. Disraeli había vivido como un vagabundo escolar y político. Conoció las viviendas de los usureros antes que las de los ministros y los obispos. Sus enemigos decían que no era un hombre honrado en el peor sentido de la palabra. Los enemigos de Disraeli  decían que no era un cristiano. Los enemigos de Gladstone decían que acaso fuese un excelente cristiano, pero seguramente un detestable pagano. Disraeli aprendió a leer en libros de Moliere y de Voltaire. Gladstone juzgaba que Tartufo era una comedia de tercer orden. Disraeli murmuraba con cinismo en el oído del viejo y austero señor Bright, al ayudarlo a ponerse el abrigo:

-Después de todo, señor Bright, los dos sabemos de sobra lo que nos ha traído aquí: la ambición.

Gladstone, inconsciente, afirmaba:

-Well, no creo poderme acusar de haber obrado nunca por ambición.

Se decía de Gladstone que podía fácilmente persuadir a los demás de muchas cosas, y a él mismo de lo que fuese… Disraeli sabía persuadir a los demás; pero carecía de poder consigo mismo. Gladstone se complacía en elegir un principio abstracto y en deducir sus preferencias. Tenía tendencia a imaginar que sus deseos eran los del Todopoderoso. No se le reprochaba tanto el tener siempre el as de triunfos oculto en su manga, como el pretender que Dios se lo hubiera puesto allí. Disraeli sentía horror por los principios abstractos. Le agradaban ciertas ideas, porque encontraban eco en su imaginación. Abandonaba a la acción el cuidado de ponerlas a prueba. Cuando Disraeli variaba de modo de pensar, como en el caso de la protección, lo confesaba y pasaba por variable. Gladstone enganchaba su constancia  en unas pajillas, suponiéndolas tablas de salvación. Disraeli estaba seguro de que Gladstone no era un santo; pero este último no estaba seguro de que el otro no fuese el diablo.

Y cada uno se engañaba al juzgar al otro. Gladstone aceptaba como verdaderas todas las cínicas protestas de fe que, por desafío, hacia Disraeli, y éste calificaba de hipócritas las frases por las cuales Gladstone se engañaba de buena fe. Disraeli, que era doctrinario, se jactaba de ser oportunista. Gladstone, que era oportunista, se jactaba de ser doctrinario. Disraeli, que afectaba un gran desprecio por la razón, razonaba bien. Gladstone, que creía razonar, no obraba más que por pasión. Este, en posesión de una gran fortuna, llevaba diariamente sus cuentas. Disraeli, con grandes deudas, gastaba su dinero sin reparos. Los dos amaban a Dante, pero Disraeli leía sobre todo<El Infierno>, Gladstone, <El paraíso>. Disraeli, que pasaba por frívolo, estaba casi siempre silencioso en sociedad. Gladstone, que se suponía muy grave, distraía tanto con su charla, que había que evitar sus encuentros para poder seguir odiándolo. No le interesaban más que dos cosas: la religión y las finanzas. Disraeli se interesaba por mil cosas, además de la religión y las finanzas.

Ninguno de los dos creía en la religión del otro, y en eso también se engañaban los dos, y, por fin, Disraeli se hubiera sorprendido grandemente si hubiera sabido que cuando Gladstone y su mujer tenían motivos para estar singularmente alegres, se abrazaban en pie  ante el fuego y balanceándose cantaban:

A ragamufin husban and ratipoling wife

We´ll fiddle it and scrape it through the ups and downs of life.

Cuando en la discusión del presupuesto se levantaron, uno tras otro, los dos rivales, en el año 1852, parecieron oponerse dos poderes sobrenaturales. Gladstone, con su perfil bien recortado, sus ojos de ónice, su cabellera negra echada hacia atrás por un poderoso movimiento, parecía el espíritu del Océano. Disraeli, con sus bucles brillantes, su silueta un poco encorvada y sus manos afiladas, parecía más bien el espíritu del fuego. En cuanto hablaron se evidenció la superioridad del talento de Disraeli; pero había tomado Gladstone un tono de superioridad moral que agradó a la Cámara.

Jamás un presupuesto fue tan duramente atacado en el Parlamento como el que presentó Disraeli. Se vengaban así de sus ataques contra Peel. Durante una semana, noche tras noche, se le despreció, haciendo burla, escarneciéndolo. Todos los economistas más brillantes demostraron, unos tras otro, su ignorancia y su locura, subrayando con igual ironía  su abandono de la protección. El permaneció inmóvil, con los brazos y las piernas cruzados, los ojos entornados y el rostro velado de apatía. Acaso pensase en las frases irónicas que en otros tiempos dirigió a Peel: <No oímos ya hablar con frecuencia de los gentileshombres campesinos>, y ahora se le decía a él: <No oímos ya hablar de la famosa protección>. No parecía escuchar ni sentir. Cuando por fin habló, la sorda violencia de sus sarcasmos demostró que había sido herido. Se había impuesto un tono tranquilo y sostenido; pero algunas veces se le escapaba alguna frase de una ironía tan amarga, que parecía casi dolorosa. Comenzó de este modo:

-Yo no soy canciller nato del Exchequer; pertenezco a la canalla del Parlamento.

Sus frases tenían una extraña resonancia al estilo de Rousseau, muy inesperadas en un leader del partido conservador. Una tormenta muy violenta se desencadenó durante su discurso. El brillo de los relámpagos y el rugido del trueno aureolaron su diabólica figura, que creía contemplar a sus adversarios. Cuando se levantó Gladstone, se sintió como un consuelo. Unas frases solemnes y morales mecían dulcemente las consecuencias. La untuosa moderación del tono fue como un reposo.

La sutil poesía de un presupuesto inglés es acaso el arte más impenetrable para un desagraciado como Disraeli, que no ha sido educado desde la niñez por las musas de Westminster. Allí, unas leyes misteriosas, pero inexorables, hacen que un penique sobre el azúcar cree de pronto una horrible disonancia (y todos los antiguos habituados rechinan los dientes, mirando con piedad al nuevo director de orquesta), cuando un penique sobre la cerveza acaso hubiera creado para sus oídos las más dulces armonía. La tasa sobre la malta y las economías sobre la Marina se persiguen en un contrapunto difícil, pero rígido, que un secreto instinto revela sin duda a los cancilleres natos del Exchequer. Gladstone, maestro natural de aquel arte austero y sublime, descubrió sin esfuerzo las faltas del principiante.

Disraeli escuchaba sin descruzar sus brazos ni levantar la vista. De cuando en cuando miraba hacia el reloj. Derby, que aguardaba en una tribuna el voto que había de decidir la suerte de su Ministerio, escuchó con atención a Gladstone durante unos minutos y dejó caer su cabeza sobre sus brazos, diciendo sencillamente: <!Plat!> A las cuatro de la mañana cayó el Ministerio, por 305 votos contra 286. El paso por el Poder había sido muy breve. Nada podrá dar a idea de gracia con que se despidió Disraeli. No dejó traslucir ninguna tristeza, pero pidió perdón a la Cámara por el insólito calor de su discurso. Lord John lo felicitó por el valor con que había luchado, y cayó la cortina. Por la noche apuntó Gladstone en su diario que Dios sabia cuanto lamentaba haber sido el instrumento elegido para arrastrar la caída de Disraeli, que era, desde luego, hombre de mucho talento :<Quiero rezar mucho para que lo utilice para el bien.>

Gladstone, rompiendo por fin con su pasado, entró, con algunos de sus amigos peelistas, a formar parte del nuevo Ministerio. Fue tan brillante aquel Gabinete, que por oposición al de los <¿Quién? ¿Quién?>, se le llamó <Todos los talentos>.

 

 

X

SOMBRAS

CINCUENTA años…, cincuenta y uno…, cincuenta y cinco…, el tiempo deja sus huellas sobre aquel rostro. Dos surcos parten las aletas de la nariz para alcanzar las comisuras de los labios. Los parpados inferiores se oscurecen y el labio cae pesadamente. Envejece peor que los ingleses de tez clara este beduino trasplantado. Las mujeres jóvenes, que no lo conocieron en los tiempos de los chalecos bordados y de los bucles brillantes, lo encuentran feo. Pero Mary-Ann no piensa de ese modo.

-El señor Disraeli -le contó alguien- ha hablado con mucha elocuencia en la Cámara de esta noche ¡Qué bien está entonces!

-¡Ah! Lo encuentra usted bien, ¿no es cierto? La gente lo encuentra feo, pero no lo es; es hermoso. Quisiera que lo viesen cuando duerme.

Disraeli está cada día más silencioso. Solo existen en Londres dos personas que recuerdan haberlo visto sonreír. Conserva todo su entusiasmo por la lucha…, pero ¿llegará a triunfar alguna vez? Comienza a dudar. Cien veces ha pronunciado discursos que fueron reputados como los más hermosos escuchados en el Parlamento. Por diez veces ha saltado los bancos opuestos, y unas veces el jefe se desanima ante el primer obstáculo, otras el Ministerio formado cae al cabo de algunos meses. Luego, la guerra de Crimea impuso durante cierto tiempo como una unión sagrada. La brecha creada por la marcha de los peelistas no fue nunca reparada. El partido sigue impotente.

Lord Derby se ha convertido en un amigo y cuando se le pregunta, como en otros tiempos:<¿Por qué Disraeli no le inspira confianza a nadie?›, contesta: <Yo tengo confianza en él.> Pero lord Derby tiene ataques de gota, y en esos momentos no le agrada que le hablen de asuntos de Estado. Cuando Disraeli fue a verlo para explicarle una reforma electoral, le leyó una traducción de un poema francés: La caída de las hojas, de Millevoye:

Dear Woods, farewell, your mournful hue

Foretells the doom that waits on me…

A lord Derby no le satisfacen esos versos. ¿Qué opina el querido Dizzi, que fue también poeta antaño? El querido Dizzi suspira y quiere mostrarse valeroso. Su patética y transparente resignación divierte al anciano gentilhombre. ¿Qué le importa a él el Ministerio? Nada puede impedirle ser el decimocuarto conde de Derby, y el primero está en las obras de Shakespeare y el decimo fundó el Derby.

Cuando vuelve, su hijo Stanley, tras haber rehusado el Poder, le dice, humorístico:

-Stanley, ¿Qué buen viento lo trae? ¿Se ha degollado Dizzi, o va usted a casarse?

Pero si alguien propone reemplazar a Dizzi en los Comunes por Stanley, Derby se pone muy serio. El capitán es tan leal como el teniente. Toda una pandilla hostil hace responsable al capitán y al teniente de la interminable angustia conservadora. Gran parte de los rebeldes los llaman <El judío y el jockey.> Disraeli se nota ya cansado. Sabe que ha obrado siempre lo mejor que pudo, que fue honrado, consagrando su vida a un partido. ¿Ambicioso? Claro que lo fue, y aun cree que el amor a la gloria es el único que inspira a los hombres las grandes acciones. ¿Cínico? Sin duda; mas ¡Cuánto romanticismo se oculta aun tras ese cinismo! Por otra parte, con frecuencia le ha ocurrido tener que sacrificar a la fidelidad la ambición y el cinismo. Al mismo Gladstone  le escribió una carta muy noble proponiéndole una reconciliación; gesto peligroso, puesto que hubiera podido traer de nuevo al partido el único rival de cuidado. Pero Gladstone respondió fríamente, exponiendo las razones morales que lo impulsaron a dejar de ser conservador. Pronto, sin duda, se le vería primer ministro liberal, y, sin embargo, Gladstone es considerado como un santo y Disraeli como un monstruo, juzgándose él mismo mucho más impopular de lo que era en realidad. Herido desde la niñez, su sensibilidad era extrema. <¡Ah, querida Dorothy -le escribía a ladi Dorothy Nevill-, no es mi política, lo que rechazan sino a mi mismo!>

Todos los antiguos amigos desaparecieron. Ladi  Blessington murió en Paris en 1851. Hubo de huir de Londres con D´Orsay después de gastar hasta el último  penique. Antes de morir, pudo enviar aun unas letras de felicitación a su antiguo protegido el nuevo leader, convertido en gran hombre. D´Orsay le sobrevivió poco tiempo. Juntos reposan en Chambourcy, cerca de Mantes, bajo la misma pirámide de granito. Smythe, el cínico y encantador Smythe, que tanto ayudó a Conigsby e inventó la Joven Inglaterra, murió casi en la miseria, dejándole unos versos a Dizzi:

What is life? A Little strife where victories are vain.

Where those who conquer do not win nor those receive who gain

(¿La vida? Una lucha muy corta, en la que el triunfo es vano, en la que el vencedor no gana nunca nada) 

Dizzi repitió a menudo el dístico What is life?

El duque ha muerto, por fin. Aquel hombre de hierro parecía ser eterno. Las tropas cubrieron la carrera hasta San Pablo. Dos mil veces cantaron el largo de Haendel; cuando los coristas volvieron las paginas, pareció formarse un vendaval. Disraeli pronunció un discurso y tuvo el mal acierto de copiarlo de Thiers; el público se dio cuenta y se mostro extrañado. Aun vivía el anciano Lyndhurst; tenía ochenta y ocho años y estaba ciego ya, pero con el espíritu tan despierto como siempre. No siéndole posible leer, aprendía de memoria los versos de sus poetas preferidos y sus rezos. Su nieta, que solo contaba  ocho años, le tomaba las lecciones. Bulwer había variado mucho; también se hizo conservador, pero era un compañero poco seguro. Vivía con el temor de la loca Rosina, quien lo perseguía con un odio insensato. Aquella furia hizo de Bulwer un vencido. Ya solo soñaba con un titulo, la Cámara de los Lores, la fortuna y el reposo.

Carolina Norton estaba aun muy hermosa; las trenzas de sus cabellos, que aureolaban su frente, conservaban aun su negro azulado; pero estaba agriada. Ladi Seymour, la ex reina de belleza, tenía ya un hijo de treinta años y necesitaba la ayuda de su vecino para levantarse de la mesa. Y pérdida muy grave: la fiel Sara murió en 1859.

El hogar familiar, el puerto de refugio, y el centro de ternura, dejó de existir, y Mary- Ann hubo de ser entonces esposa, madre y hermana, papeles que representó siempre a las mil maravillas. En todo momento comprendió a Dizzi, sin molestarlo jamás. Lo consideraba como el genio más brillante de todos los tiempos, y conservaba piadosamente todos los trocitos de papel en que él había hecho alguna anotación. Algunas veces, aun en público, le cogía de la mano y la besaba humildemente; pero continuaba hablando sin gran sentido. En Windsor, le dijo a una princesa real:

-Acaso ignore usted, querida, lo que es tener un marido afectuoso…

Jorge Smythe, audaz y frio, osó preguntarle un día a Disraeli si la conversación de su mujer no le molestaba un poco.

-No me molesta nunca.

-Well, Dizzi, usted debe de ser un hombre provisto de cualidades extraordinarias.

-Nada de eso; no poseo más que una cualidad de la que carece la mayor parte de los hombres: la gratitud.

Y a otros les decía:

-Creyó en mí cuando todos los hombres me despreciaban.

Todos los años, el día del aniversario de su boda, escribía para ella un pequeño poema.

En su vida surgió una extraña persona. Hacía tiempo que Disraeli recibía cartas de una admiradora desconocida, la señora Brydge Williams, de Torquay, quien se decía de raza hebrea, como él, y de religión católica.

-¿Conocen ustedes -les preguntó a sus amigos- a una vieja loca de Torquay?…Un día, la señora Brydge Williams le pidió que fuese su ejecutor testamentario y que aceptara un importante legado. Fue a verla, acompañado por Mary-Ann, y encontrose con una mujer de setenta y cinco años, enorme, ridícula y agradable. La pareja y la señora trabaron amistad. Desde Hughenden se enviaban violetas a Torquay, y de aquí, rosas a Hughenden. La carta diaria a la señora Brydge Williams reemplazó a la carta a Sara: <Mis grandes delicias de este año han sido sus rosas. Han vivido en mi habitación y sobre mi mesa más de una semana. Creo no haber visto nunca unas rosas tan lindas de formas, de colores tan brillantes y tan exquisito perfume. Supongo con fundamento que sus rosas han debido de venir de Cachemira. ¿Dónde ha cogido la langosta que llegó esta mañana para mi almuerzo? ¿En las grutas de Anfitrite? ¡Estaba tan fresca!…Traía el aroma de toda la dulzura y toda la sal del Océano.>

 

 

Otras amistades femeninas embellecían una vida bastante monótona: ladi Londonderry, ladi Dorothy Nevill. <Querida Dorothy: Sus fresas eran tan frescas y deliciosas como usted misma. Llegaron muy a punto, en un momento en que me encontraba abatido y febril.> Recordaba aun el baile en donde la vio por primera vez. <¡Por favor –hube de exclamar-, dígame quien es esa joven que parece haberse desprendido de un cuadro de la época de Jorge II!>

¡Cuánta gracia y sutileza tenían entonces las mujeres! En 1860, las muchachas no ambicionaban más que el ser confundidas con la Dama de las Camelias. Se paseaban con las faldas recogidas hasta las rodillas, mostrando unas piernas muy lindas; llamaban a los hombres Tom, John o Dock, y discutían con los muchachos los últimos escándalos inventados en White´s.

Los soberanos pasaban. El sabio Luis Felipe, que en las Tullerias enviaba a Disraeli las lonjas de jamón tan bien cortadas, lloró ante él, sentado en el borde de su cama, en una habitación de desterrado. En cambio, Dizzi fue recibido en esas mismas Tullerias por un emperador que lo paseó un día en canoa por el Támesis. Mary-Ann, colocada a la derecha de Napoleón III, le recordó aquel incidente, y cómo emprendía siempre cosas que no sabía hacer. Rió el emperador, y la emperatriz dijo: <Eso es muy suyo.>

El afán de Dizzi por el boato de Las mil y una noches se vio satisfecho por el Paris del segundo Imperio: <Rodeando su cuello de cisne, llevaba la emperatriz un collar de esmeraldas y diamantes como se hubieran podido encontrar en las cuevas de Aladino.> Su amor por Francia seguía incólume, y con frecuencia, valiéndose de emisarios secretos, daba al emperador muy sabios consejos, mas, ¡ay!, raramente seguidos.

La joven soberana, a cuya casa fue en tiempos Dizzi, en compañía de su vieja amigo Lyndhurst, era ya una reina austero y poderosa. Comenzaba a acostumbrarse poco a poco a Disraeli, tratándolo, así como a su mujer, con gran bondad. El príncipe Alberto murió el año antes.

Lo que conserva a Disraeli la impresión de no haber desperdiciado por completo su vida es la admiración de la juventud. Hay en la fantasía de su política algo que lo atraía. Un joven entusiasta secretario, llamado Montagu Corry, se encariñó con él y le demostraba una abnegación conmovedora.

El hijo de Derby, Stanley, era su alumno, un discípulo demasiado prudente, pero agradecido. <Vosotros, los Derby- le decía Disraeli-, careceis de imaginación.> Un día, los griegos, lanzados a la busca de un rey, le ofrecieron el trono a Stanley; éste, que no era Byron, rehusó. ¡Ah, si aquel trono hubiera sido ofrecido a Dizzi!

En 1853 fue a Oxford para ser recibido doctor honoris causa. No partió sin inquietud, sabiendo cuan burlones son los estudiantes, y recordando que muchos personajes fueron recibidos allí entre abucheos. Pero nunca, desde el duque de Wellington, se vio tal entusiasmo. Pálido e impasible, se dirigió hacia el canciller, mientras en el anfiteatro retumbaban los aplausos.

Placetne vobis, Domini?- preguntó el canciller.

Maxime placet! Inmense placet!- gritaron los estudiantes.

Entonces se animó un poco el rostro inmóvil, recorrió tras su monóculo la tribuna de las señoras, y al descubrir a Mary-Ann, le envió con la mano un beso casi invisible.

***

 

 

Sesenta años…, sesenta y uno…Lentos y breves iban pasando los años. El ritmo humano de las edades se enroscaba al ritmo divino de las estaciones. Disraeli envejecía. Ya, sin duda, no llegaría a ser primer ministro. Serviría a las ordenes de Derby una o dos veces acaso todavía, y llegaría la hora de Stanley; las grandes familias tienen sus privilegios. ¡Lástima! El hubiera deseado el Poder; pero no conviene dejar al espíritu pensar demasiado en lo que no alcanzó; lo que posee ya basta, si se tiene en cuenta la humildad de los principios. Forti nihil difficile. (A los valerosos nada les es difícil), decía por aquellos tiempos. Divisa pueril, ya que todo es difícil. Mas desde hace algunos años ha adoptado otra: Never explain, never complain. (No explicar, no quejarse). Es preciso evitar las palabras inútiles.

La señora Brydge Williams murió, dejando cerca de treinta mil libras a sus viejos amigos, lo que permitió saldar parte de las deudas. Lo que queda no es tan difícil de soportar, ya que un hombre modesto y generoso, Andrew Montagu, gran propietario del Yorkshire, por admiración hacia Disraeli, ha rescatado los créditos de los usureros (cerca de cincuenta y siete mil libras) y ha hecho bajar el interés, uniformemente, al tres por ciento. La anciana señora pidió que la enterraran en el cementerio de Hughenden. Y allí reposa, cerca de la capilla. Acaso pronto vaya Disraeli a unirse con ella; no fue nunca muy robusto, y la vida que lleva es muy dura. El parque se convierte ahora en un lugar encantador. Sobre la terraza, en jarrones blancos de Florencia, geranios róseos alternan con agapantas azules. La casa ha sido restaurada, quedando como en tiempo de los Estuardos. En los jardines, en terrazas, donde las estatuas de diosas guardan las entradas de las alamedas, imaginase uno a los cavaliers (1) paseando a sus queridas.

(1)Sobrenombre de los partidarios realistas durante la Revolución inglesa (reinado de Carlos I), por oposición a los parlamentarios, (cabezas redondas).

Fuera de algunas visitas de amigos, la vida es allí solitaria y monótona. El domingo, la iglesia rompe esta monotonía.

Sentado en el banco de los señores de Hughenden, Disraeli sueña. El reverendo Clubbe, durante el santo servicio, mira con inquietud al hombre poderoso que acaso algún día nombrará obispos. Salmo CII:<Señor, escuchad mi oración y que mis voces se eleven hasta Vos…, porque mis días se han elevado como el humo y mis huesos se han desecado…me hallo semejante al pelicano que habita en las soledades…, me he convertido en el búho que se retira a las casas, he velado y soy el gorrión que se hallase solo en el techo de ellas…; mis enemigos me hacen reproches, y los que me alababan conspiran contra mí… mis días se han evaporado como sombras, y heme aquí como un árbol seco; pero vos, Señor, subsistís eternamente y la memoria de vuestro nombre se extenderá por todas las naciones y todas las razas...>

Vuelve a pie ahora al lado del coche de Mary-Ann, que, mientras va conduciendo a su poney, señala con animación sus trabajos. Ella habla… ¿Cómo puede hablar? Acaba de echar al estanque a dos cisnes que Dizzi llama Hero y Leandro, no se explica ella por qué. Al transformar el jardín ha turbado la tranquilidad de los búhos que habitaban en los viejos ifs; pero Dizzi ha dicho que es ésta el ave de Minerva, y ella, por tal motivo, los cuida religiosamente. Por la noche, algunos vienen a veces a golpear con sus picos curvados en los cristales de las ventanas, y sus grandes ojos redondos brillan en el misterio de la noche.

 

 

 

 

 


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