INDICE DE POST de “FOUCHÉ, El genio tenebroso”, por Stefan Zweig
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FOUCHÉ
EL GENIO TENEBROSO
STEFAN ZWEIG
-PARTE IX-
CAPÍTULO VIII
LA LUCHA FINAL CONTRA NAPOLEÓN
(1815, los Cien Días*)
l 19 de marzo de 1815 entran a medianoche -la plaza gigantesca está a oscuras y solitaria- doce coches en el patio del Palacio de las Tullerías. Se abre una puertecita disimulada, de la que sale, antorcha en mano, un lacayo, y detrás de él, arrastrándose penosamente, apoyado por dos nobles adictos, un hombre obeso, jadeante de asma: Luis XVIII. Al contemplar al Rey achacoso que, apenas repatriado, después de un destierro de quince años, tiene que volver a huir, al amparo de la noche, de su país, un profundo sentimiento de compasión se apodera de todos los presentes. La mayoría dobla la rodilla mientras es subido a la carroza ese hombre a quien los achaques quitan dignidad y a quien su destino trágico envuelve en una aureola de piedad. Los caballos se ponen en marcha, los demás coches le siguen; durante algunos minutos suena sobre las duras piedras la cabalgata de la escolta. Luego vuelve a quedar la plaza gigantesca en silencio hasta el amanecer, hasta la mañana del 20 de marzo: el primero de los Cien Días del Emperador fugitivo de la isla de Elba.
La curiosidad se desliza la primera, se acerca voluntariamente, olfatea ante el palacio para averiguar si huyó ya, espantada, la real pieza ante el Emperador; pululan los comerciantes, los holgazanes, los ociosos. Temerosos o contentos, según el carácter y la manera de pensar, se comunican las noticias en voz baja. A las diez acude ya el pueblo en masa. Y como siempre, el hombre cobra valor del contacto con la muchedumbre; se aventuran los primeros gritos: Vive l’Empereur! A bas le Roi! Pronto se acerca la caballería con los oficiales que estaban a media paga bajo el régimen realista. Vuelven a oler guerra, ocupación, paga entera, legiones de honor y ascensos con el retorno del Emperador guerrero; y con júbilo tumultuoso ocupan, al mando de Exelmans, las Tullerías. (Como tiene lugar el traspaso de mano a mano con tanta tranquilidad, tan sin sangre, sube la renta en la Bolsa algunos puntos.) Al mediodía se iza de nuevo la bandera tricolor en el viejo Palacio Real sin que hubiese sonado un tiro.
Y ya se presentan cien cortesanos, los «fieles» de la Corte Imperial, damas de Palacio, criados, trinchantes, mariscales de cocina, viejos consejeros de Estado, maestros de ceremonia, todos los que no pudieron ganar y servir bajo la flor de lis, toda la nobleza nueva que llevó Napoleón a la vida cortesana de las ruinas de la Revolución. Todos de gala: los generales, los oficiales, las damas… se ven otra vez brillar con el lujo de diamantes, espadones y condecoraciones. Se abren las habitaciones y se prepara el recibimiento del nuevo señor. Rápidamente se hacen desaparecer los emblemas reales y pronto fulge nuevamente en la seda de los sillones, en vez de la lis real, la abeja napoleónica. Todos se afanan por estar a tiempo en su sitio, porque se les vea y se les cuente desde un principio entre los «fieles». Mientras tanto, se va haciendo de noche. Como en los bailes y grandes recepciones, encienden los lacayos engalonados todos los candelabros y velas; hasta el mismo Arco de Triunfo; lucen las ventanas de Palacio, nuevamente Imperial, y atraen inmensas muchedumbres de curiosos a los jardines de las Tullerías.
Por fin, a las nueve de la noche entra a galope un coche flanqueado y protegido a derecha e izquierda, precedido y seguido de jinetes de todos los grados y rangos, que agitan entusiasmados sus sables (¡pronto podrán utilizarlos contra los ejércitos de Europa!). Como una explosión estalla la aclamación de júbilo: Vive l’Empereur!, en la masa compacta, resonando en el cuadro vasto de las ventanas sacudidas. Como una ola única y frenética se abalanza el mar encrespado de la muchedumbre sobre el coche, y los sables de los soldados tienen que defender al Emperador de este alud de entusiasmo peligroso. Luego le levantan ellos mismos y le suben como una presa sagrada, como un dios de la guerra, respetuosamente, por las escaleras del viejo Palacio, entre el huracán de los vítores. Sobre los hombros de sus soldados, los ojos cerrados en un exceso de delicia, con una sonrisa extraña, espectral casi, en los labios… Así vuelve a escalar el trono imperial de Francia el hombre que veinte días antes abandonó fugitivo la isla de Elba. Es el último triunfo de Napoleón Bonaparte. Por última vez siente el placer de una ascensión inverosímil: el salto fantástico desde las tinieblas hasta las más altas cumbres del Poder. Por última vez llega a sus oídos como un zumbido de tempestad el clamor de los vítores. Durante unos minutos aspira, con los ojos cerrados y el corazón anhelante, el elixir embriagador del Poder. Después manda cerrar las puertas de Palacio, ordena a los oficiales que se retiren y hace llamar a los ministros; comienza el trabajo. El hombre de carne ha de defender lo que el Destino puso en sus manos.
Los salones están atestados de gente que espera al recién llegado. Pero la primera impresión ya le ofrece desengaños: los que le han quedado fieles no son los mejores, los más inteligentes, los más importantes. Ve muchos cortesanos y muchos hombres corteses, muchos curiosos y ávidos de empleo…; muchos uniformes y pocas cabezas. Casi todos los grandes mariscales faltan, sin excusa; los verdaderos camaradas de su ascensión han permanecido en sus castillos o se han pasado al partido realista; en el mejor caso, permanecen neutrales; la mayoría son ya sus enemigos. De los ministros está ausente el más inteligente, el más experto: Talleyrand; están ausentes los propios hermanos -reyes nuevos-, las propias hermanas y, sobre todo, la propia mujer y el propio hijo. Ve en la multitud muchos ambiciosos y pocos hombres dignos. Aún vibran en sus oídos los vítores de miles de bocas y siente en la sangre su clamor cuando ya empieza el genio clarividente a sentir el primer escalofrío del peligro en el triunfo. De repente se oye un runrún en las antesalas de sorpresa y alegría en crescendo… Y entre los uniformes y levitas bordadas se abre respetuosamente un paso. Aunque ha tardado algo, un coche se ha parado ante el Palacio -no esta esperando; llega, se ofrece, pero no con insistencia de pequeño cortesano- y de él sale la figura pálida, delgada y de todos bien conocida del Duque de Otranto. Lento, indiferente, los ojos enigmáticos, impenetrables, avanza sin dar las gracias por el paso que se le abre; y precisamente esa tranquilidad suya, tan conocida y natural, despierta entusiasmo. «¡Paso a Fouché! ¡Es el hombre que necesita el Emperador!» Ya se le considera elegido, designado, exigido por la opinión pública antes de la decisión del Emperador. No viene como solicitante, llega poderoso, grave, majestuoso; y, efectivamente, Napoleón no le hace esperar; llama inmediatamente al más antiguo de sus ministros, al más fiel de sus enemigos. De su entrevista se sabe tan poco como de aquella primera en que Fouché presto su ayuda al general desertado de Egipto, coadyuvando a su elevación al Consulado y aliándose a él en infiel fidelidad. Cuando, al cabo de una hora, sale Fouché del gabinete, es nuevamente ministro de Policía por tercera vez.
Aún están húmedas las prensas del Moníteur, que publica el nombramiento del Duque de Otranto como ministro de Napoleón, y ya se arrepienten secretamente tanto el Emperador como su ministro de haberse vuelto a aliar. Fouché está desengañado; había esperado más. Hace tiempo que no se contenta ya su amor propio exaltado con el cargo inferior de ministro de Policía. Lo que en 1796 suponía salvación y honor para el muerto de hambre, para el proscrito y despreciado exjacobino José Fouché, le parece al multimillonario, al bien amado Duque de Otranto, en 1815 , una prebenda miserable. Con el éxito ha ido creciendo su propia estimación: sólo le atraen los grandes papeles de la escena mundial, el emocionante azar de la diplomacia europea, el continente como mesa de juego y el destino de países enteros como puesta.
Durante diez años se atravesó en su camino Talleyrand, el único que se le puede equiparar; ahora, cuando este competidor peligroso abandona a Napoleón, reuniendo en Viena las bayonetas de toda Europa contra el Emperador, se cree Fouché el único capacitado para desempeñar el Ministerio del Exterior. Pero Napoleón, desconfiado, y con razón, se niega a poner cartera tan importante en sus manos hábiles, demasiado hábiles y desleales, únicamente el Ministerio de Policía le endosa de mala gana; sabe que a su ambición peligrosa hay que echarle por lo menos una miga de Poder para que no muerda; pero aún en este reducto estrecho le coloca un espía, nombrando al más enconado adversario de Fouché, el Duque de Rovigo, jefe de la gendarmería. Así se renueva desde el primer día de su renovada alianza el viejo juego. Napoleón dispone una policía propia para vigilar a su ministro de Policía. Y Fouché, por su parte, hace política al margen y a espaldas de la política imperial. Los dos se engañan, los dos se miran las caras… De nuevo habrá de decidirse quien mantendrá, a la postre, la primacía: si el más fuerte o el más hábil, el hombre de sangre cálida o el hombre de sangre fría.
De mala gana acepta Fouché el Ministerio, pero lo acepta. Este magnífico y apasionado jugador espiritual tiene un defecto trágico: no puede estar inactivo, no puede permanecer, ni siquiera una hora tan sólo, como espectador del gran juego histórico mundial. Ha de tener siempre los naipes en la mano, jugar, barajar, engañar, embaucar, ser fullero y jugar triunfos. Por fuerza tiene que estar sentad o siempre a una mesa…, es indiferente a cual, si a la mesa del Rey, o a la Imperial, o a la de la República; pero tiene que estar presente, avoír la maín dans la Pate, tiene que poner las manos en la masa caliente, no importa en cual; lo importante es ser ministro; de las derechas, de las izquierdas, del Emperador, del Rey, le es indiferente con tal de roer en el hueso del mando. Nunca tendrá la fuerza moral y ética, ni siquiera la finura de nervios o el orgullo de rehusar un mendrugo de Poder. Siempre estará dispuesto a ofrecer sus servicios. El hombre o la causa no significan nada: el juego es todo para él.
Con la misma repugnancia vuelve a tomar Napoleón a su servicio a Fouché. Hace diez años que conoce a este carácter de reptil y sabe que no sirve a nadie en el fondo y que sólo se deja arrastrar por su pasión del juego político. Sabe que este hombre le verá caer con la más glacial indiferencia y le abandonará en el momento más peligroso, exactamente igual que abandonó a los girondinos, a los terroristas , a Robespierre y a los termidoristas; exactamente igual que abandonó y traiciono a Barras -su salvador -, al Directorio, a la República y al Consulado. Pero le necesita, o cree necesitarle. Así como Napoleón fascina a Fouché con su genio, igualmente, reiteradamente, fascina Fouché a Napoleón con su actitud. Rechazarle sería peligroso; en un momento tan crítico no se atreve Napoleón a tener a Fouché como enemigo. Así se decide por el menor de los males, ocupándole, distrayéndole con puestos y empleos, dejándose servir infielmente. «Sólo los traidores me hicieron saber la verdad», dice mas tarde recordando a Fouché en Santa Elena. Hasta en sus momentos de ira más extremada se transparenta respeto hacia las dotes extraordinarias de este hombre mefistofélico, pues nada soporta el genio con mayor impaciencia que la mediocridad; engañado a sabiendas, al menos se siente Napoleón comprendido por Fouché. Así como un sediento que bebe el agua que sabe esta envenenada, prefiere tomar a su servicio a este hombre inteligente. y desleal, que a los fieles e incapaces.
Diez años de enemistad enconada unen a veces a los hombres con mayor intensidad que una amistad mediocre.
Durante más de diez años ha servido Fouché a Napoleón, en la actitud del ministro ante su señor, como espíritu al servicio del genio; y siempre durante esos diez años como subalterno, como inferior. En 1815, en la lucha final, es Napoleón, en verdad, desde un principio, el más débil. Una vez mas -la última- ha saboreado la embriaguez de la gloria; como en al as de águila le ha traído inesperadamente el Destino desde la isla lejana al trono imperial. Regimientos enviados contra él con superioridad numérica centuplicada, rinden las armas en cuanto ven su casaca… En veinte días logra el desterrado, que llegó con seiscientos hombres, entrar a la cabeza de un ejército en París. Y acariciando sus oídos el trueno del júbilo de millares de voces, duerme nuevamente en el lecho de los reyes de Francia. Pero ¡qué despertar el de los días siguientes! ¡Qué pronto palidece el sueño fantástico en la desnudez de la realidad! Es otra vez el Emperador, pero sólo de nombre; el mundo, que yacía esclavo a sus pies, ya no reconoce a su señor. Escribe cartas y proclamas, hace promesas apasionadas de paz que son recibidas con una sonrisa de indiferencia y a las que ni siquiera se concede el honor de una respuesta. Los mensajeros enviados por el Emperador a los reyes y príncipes son detenidos en las fronteras como contrabandistas y quitados de en medio sin miramientos. Una sola carta llega, dando rodeos, a Viena: Metternich la arroja sin abrir sobre la mesa de conferencias. A su alrededor empieza a notar el vacío; los antiguos amigos y compañeros están dispersos por todas partes: Berthier, Bourrienne, Murat, Eugene Beauharnais, Bernadotte, Augereau, Talleyrand, permanecen en sus posesiones o se unen a sus enemigos. En balde quiere engañarse a sí mismo y a los demás; manda decorar fastuosamente los aposentos de la Emperatriz y del Rey de Roma, como si regresaran a su lado mañana mismo; pero en realidad flirtea María Luisa con su Conde de Neipperg, y su hijo juega en Schoenbrunn con soldados austriacos de plomo, bajo la mirada vigilante del Emperador Francisco. Ni el propio país reconoce la bandera tricolor. Sublevaciones en el Sur y en el Oeste: los campesinos están hartos de los eternos reclutamientos y disparan sobre los gendarmes que quieren llevarse sus caballos para los cañones. En las calles se leen carteles satíricos o burlescos que decretan, por ejemplo, en nombre de Napoleón:
«Articulo 1.º Anualmente me han de ser entregadas trescientas mil víctimas.
Art. 2.º En ciertas circunstancias aumentará el número a tres millones.
Art. 3.º Todas estas víctimas serán enviadas por correo a la gran matanza».
No cabe duda, el mundo quiere paz y todos los espíritus razonables están dispuestos a mandar al diablo al indeseado si no garantiza la paz.
¡Trágico destino! Cuando por primera vez quiere tranquilidad el Emperador-soldado, tranquilidad para él y para el mundo, con tal que se le deje el Poder…, el mundo no le cree ya. Los buenos burgueses, llenos de miedo por sus rentas, no comparten el entusiasmo de los oficiales a media paga y de los profesionales de la guerra a quienes la paz viene a estropear el negocio. Y apenas les da Napoleón -obligado por las circunstancias- el derecho electoral, le juegan la mala partida de elegir precisamente a aquellos a quienes persiguió durante quince años, a los que obligó a permanecer en la oscuridad, a los revolucionarios de 1792: Lafayette y Lanjuinais. Ningún aliado, pocos verdaderos partidarios en la misma Francia: apenas una persona con quien pueda cambiar impresiones en la intimidad. Descorazonado y confuso vaga el Emperador por el Palacio vacío. Una extrema laxitud se apodera de sus nervios y de su energía; tan pronto vocifera, perdido el dominio de sí mismo, como cae insensible en un verdadero letargo. Muchas veces se acuesta en pleno día para dormir: un cansancio interior, no del cuerpo, sino del alma, le derriba horas enteras como golpeado por una maza de plomo. Una vez le encuentra Carnot en sus aposentos con lágrimas en los ojos, contemplando fijamente un retrato del Rey de Roma, su hijo; sus confidentes le oyen lamentarse de que su buena estrella le ha abandonado. El imán interior siente que se ha traspasado el cenit del éxito, por eso tiembla y oscila, inestable, la aguja de su voluntad de polo a polo. De mala gana, sin verdadera esperanza, dispuesto a toda concesión, parte al fin a la guerra el mimado de la victoria. Pero nunca cierne su vuelo Nike sobre una cerviz humillada.
Tal es Napoleón en 1815: señor y Emperador en apariencia, fantasma a merced del destino, revestido con una sombra de Poder. Pero el hombre que tiene a su lado, Fouché, se encuentra en aquellos años en la plenitud de su fuerza. El razonamiento acerado y pujante, oculto en la vaina de la astucia, no se gasta tanto como la pasión en rotación constante, jamás se ha sentido Fouché espiritualmente más hábil, mas intrigante, más flexible, más audaz que durante los cien días transcurridos entre la restauración y el derrumbamiento del Imperio. No hacia Napoleón, sino hacia él, se dirigen las miradas, esperando la salvación. Todos los partidos -fenómeno fantástico- tienen más confianza en el ministro del Emperador que en el Emperador mismo. Luis XVIII, los republicanos, los realistas, Londres, Viena, todos ven en Fouché el único hombre con quien se puede negociar; su prudencia fría y calculadora da más esperanzas a un mundo extenuado y necesitado de paz que el genio de Napoleón, oscilante, inquieto en el mar de la confusión. Y los que niegan el título de Emperador al «General Bonaparte», respetan el crédito personal de Fouché. Las mismas fronteras en las que son apresados sin miramientos los agentes de Estado de la Francia Imperial se abren, como tocadas por llave mágica, a los mensajeros secretos del Duque de Otranto. Wellington, Metternich, Talleyrand, Orleáns, el Zar y el Rey, todos reciben con gusto y con la mayor cortesía a sus emisarios; de pronto, el que había engañado siempre a todos, resulta el único jugador leal en este juego cosmopolita. Basta que mueva un dedo y se cumpla su voluntad. La Vendée se subleva, una lucha sangrienta amenaza al país; basta que Fouché mande un mensaje para que se evite, con una sola entrevista, la guerra civil.
«¿Para qué -dice, calculando sinceramente- derramar aún sangre francesa? En un par de meses el Emperador o habrá vencido o estará perdido irremisiblemente. «¿Para qué, pues, luchar por algo que probablemente tendréis más tarde sin lucha? ¡Guardad las armas y esperad!»
Y en el acto cierran los generales realistas -convencidos por estas explicaciones frías y lógicas – el pacto aconsejado. Todo el extranjero, todo el país se dirige en primer lugar a Fouché; no se toma ninguna resolución en el Parlamento sin él. Impotente tiene que ver Napoleón cómo le paraliza el brazo su criado cuando él quisiera atacar; cómo dirige las elecciones en el país contra él y pone trabas en el camino de su voluntad despótica con un Parlamento de ideas republicanas. En vano quisiera librarse ahora de él: la época autocrática pasó, pasaron los tiempos en que se mandaba al Duque de Otranto, como a un criado molesto, con un par de millones al retiro; hoy puede arrojar con más facilidad del trono el ministro al Emperador, que el Emperador de su cargo ministerial al Duque de Otranto.
Estas semanas de política obstinada, pero razonable; multiforme, pero clara, pueden situarse entre lo más perfecto de la historia mundial de la diplomacia. Ni un adversario personal, como el idealista Lamartine, puede negar su tributo de admiración al genio maquiavélico de Fouché:
«Hay que reconocer -escribe- que demostró una audacia extraordinaria y un valor enérgico en el desempeño de su misión. Se jugaba diariamente la cabeza, que podía caer a la primera reacción de vergüenza o de ira que estallara en el pecho de Napoleón. De todos los supervivientes de la época de la Convención era el único que no se mostraba desgastado ni menguado en su audacia. La audacia de sus maniobras le había colocado en una situación angustiosamente comprometida, cogido, por una parte, entre la tiranía, que resurgía, y la libertad, que intentaba revivir; entre Napoleón, que sacrificaba la patria a sus intereses, y Francia, que no quería dejarse desangrar por un sólo hombre. Y Fouché contenía al Emperador, adulaba a los republicanos, tranquilizaba a Francia, insinuaba corteses ademanes a Europa, sonreía a Luis XVIII, negociaba con las Cortes extranjeras, se entendía por medio de gestos tácticos con el señor de Talleyrand y lograba mantener el equilibrio en todo con su actitud…Era el suyo un papel céntuple, difícil, tan vil como sublime, pero enorme siempre, y al que la Historia no ha prestado hasta hoy la debida atención. Un papel sin nobleza de alma, pero no sin amor patrio y sin valentía, y que ponía al súbdito a la altura de su Soberano, al ministro sobre su Emperador, haciéndole arbitro entre el Imperio, la Restauración y la Libertad, aunque arbitro por su doble personalidad. La Historia, mientras condena a Fouché, no podrá negarle audacia en su actitud durante el período de los Cien Días, altura política en su táctica con los partidos y grandeza en la intriga. Todo esto lo colocaría al lado de los grandes estadistas del siglo si existieran verdaderos hombres de Estado sin virtud y sin dignidad de carácter.»
Con tal clarividencia juzga al hombre de Estado el poeta Lamartine, que fué contemporáneo suyo y sintió las vibraciones de aquel ambiente. La leyenda napoleónica, que comienza cincuenta años más tarde, cuando ya se han podrido los diez millones de muertos, cuando están ya enterrados todos los inválidos y aliviada Europa de las devastaciones, juzga, naturalmente, con mas severidad e injusticia a Fouché. Toda leyenda heroica es siempre una especie de retaguardia espiritual de la Historia y, como toda retaguardia, exige con mucha facilidad las virtudes que no tiene que poner en práctica: sacrificios ilimitados de vidas humanas, consagración absoluta a la locura heroica, a la muerte heroica por causa extraña, a la que ha de tributar una fidelidad absurda. La leyenda napoleónica, con su sistema de contraste violento, solo conoce «Leales» y «Traidores» a su héroe; no distingue entre el primer Napoleón, el Cónsul que devolvió a su país la paz y el orden, por la inteligencia y la energía, y el Napoleón de la locura cesárea, el monomaníaco de la guerra, que empujaba al mundo constantemente, sin miramientos, a aventuras asesinas sólo por su voluntad, por el deleite del Poder, y que dijo a Metternich aquellas palabras dignas de Tamerlán: «A un hombre como yo le tiene sin cuidado la vida de un millón de seres». A todo francés prudente que quiso oponerse con ideas moderadas a esta ambición frenética del genio demoníaco que corría tras su propia perdición, a todo el que no quiso encadenarse a vida o muerte como un perro o un esclavo a su carro de triunfo, a Talleyrand, a Bourrienne, a Murat, a todos los arroja la leyenda a su infierno con furor dantesco. Y sobre todo, Fouché es para ellos el traidor de los traidores, el architraidor, el advocatus diaboli. Según su punto de vista, entró Fouché en 1815 en el ministerio únicamente para estar cerca del Emperador y poder asestarle en el momento oportuno la puñalada, vendido de antemano a Luis XVIII y a Europa. Se pretende que ya el 20 de marzo mandó decir a los monárquicos: «Salven ustedes al Rey, yo me comprometo a salvar la Monarquía». Igualmente se pretende que el día que recibió la cartera dijo confidencialmente a su Sancho Panza: «¡Mi primera obligación es obstruir todos los proyectos del Emperador; dentro de tres meses seré más fuerte que él, y si hasta ahora no me ha mandado fusilar, tendrá que arrodillarse ante mí». Es demasiado exacta en los datos esta profecía para no haber sido inventada a posteriori.
Pero pretender que Fouché entrara en el ministerio de Napoleón pagado de antemano como espía de Luis XVIII es despreciarle miserablemente, y, sobre todo, supone un absoluto desconocimiento de su magnífica complicación psicológica, de lo misterioso y demoníaco de su carácter. No es que Fouché, amoral y maquiavélico perfecto, hubiera sido incapaz, en un momento dado, de esta traición (como de cualquier otra); pero semejante bajeza era demasiado simple, demasiado poco atractiva para su genio de jugador audaz. Engañar burdamente a un hombre, aunque sea un Napoleón, no va bien con su estilo.
Su único placer es engañar a todo el mundo, no dar seguridad a nadie y atraerlos a todos, jugar con todos y contra todos a la vez, no obrar nunca de acuerdo con premeditados proyectos, sino siguiendo el impulso de sus nervios, ser un Proteo, dios de la metamorfosis, no un Franz Moor, un Ricardo III, un intrigante consecuente; sólo el papel brillante, lleno de sorpresas, entusiasma a su naturaleza apasionada de diplomático. Ama las dificultades precisamente por las dificultades mismas, y las aumenta artificialmente a un grado doble, cuádruple; no es el simple traidor: es múltiple, universal, es un traidor nato. Y así pudo decir de él, quien más a fondo le conocía, Napoleón, en Sana Elena, con palabra profunda: «¡Sólo un traidor verdadero, perfecto, he conocido: Fouché!» Traidor acabado, no ocasional; un verdadero genio en la traición, eso era él, pues la traición esta menos en su intención, en su táctica, que en su naturaleza íntima. Se comprenderá quizá mejor su carácter por analogía con los dobles espías, tan conocidos en la guerra, que llevan secretos a potencias extranjeras para poder atisbar, de paso, otros secretos más valiosos, y que con tanto traer y llevar, al cabo no saben ya, en realidad, a que potencia sirven. Pagados por unos y por otros, sin ser fieles a nadie, están entregados en verdad sólo a un juego, al doble juego de traer y llevar, de introducirse en los secretos: un placer, por otra parte, inmaterial casi; una voluptuosidad mortal y diabólica. Sólo cuando la balanza se inclina definitivamente de un lado, se desecha la pasión del juego y se impone la razón para cobrar la ganancia. Cuando la victoria se ha decidido, entonces se decide Fouché… Así lo hizo en la Convención, bajo el Directorio, bajo el Consulado y bajo el Imperio. Mientras dura la lucha, no está con nadie, para estar siempre al final con el vencedor. Si en Waterloo, Grouchy hubiera llegado a tiempo, hubiese sido Fouché (al menos por una temporada) ministro convencido de Napoleón. Como éste pierde la batalla, le abandona. Sin pretender defenderse, ha dicho él mismo, con su cinismo acostumbrado, las palabras definidoras de su actitud durante los Cien Días: «No he sido yo quien ha traicionado a Napoleón, ha sido Waterloo».
Pero es, no obstante, muy comprensible que enfurezca a Napoleón este doble juego de su ministro. Pues ahora le va a la cabeza en el juego. Todas las mañanas entra en su aposento, como hace un decenio, este hombre enjuto, delgado, pálido y sin sangre en la cara, con su levita bordada, y le da cuenta de la situación con palabras pulcras, claras e irreprochables. Nadie abarca mejor los acontecimientos, nadie sabe presentar más claramente la situación de los países; todo lo penetra y todo lo ve.
Así lo comprende Napoleón con la superioridad del genio y, sin embargo, nota, al mismo tiempo, que Fouché no le dice todo lo que sabe. Tiene conocimiento de que el Duque de Otranto recibe mensajeros de las potencias extranjeras; sabe que por la mañana, por la tarde, por la noche, recibe su propio ministro de Gabinete agentes realistas sospechosos; que a puerta cerrada tiene conferencias con ellos; que sostiene relaciones sobre las que no le da una sola referencia a él, a su Emperador. Pero ¿sucede esto verdaderamente, como Fouché le quiere hacer creer, sólo para obtener informaciones, o se urden allí intrigas secretas? ¡Horrible incertidumbre para un acosado, cercado por cien enemigos! Es en vano que le pregunte con amabilidad, que le amoneste, que le agobie de sospechas graves: los labios delgados permanecen cerrados, inalterables; los ojos, insensibles como el cristal. No se puede penetrar a Fouché, no se le puede arrancar su secreto. Napoleón medita cómo cogerle.
¿Cómo saber, por fin, si el hombre a quien deja mirar todas sus cartas le traiciona o traiciona a sus enemigos? ¿Cómo asir al insensible, como penetrar al impenetrable?
La casualidad parece brindar, por fin, una solución, por lo menos una huella, un vestigio, casi una prueba. En abril descubre la policía secreta -esa policía que sostiene el Emperador expresamente para vigilar a su ministro de Policía- la llegada a París de un supuesto empleado de una casa de banca de Viena, que inmediatamente se dirigió en busca del Duque de Otranto.
Siguen al mensajero, le detienen y -naturalmente, sin que lo sepa el ministro de Policía, Fouché- le trasladan a un pabellón del Eliseo, a presencia de Napoleón. Allí se le amenaza con fusilarlo inmediatamente, y tanto se le amedrenta que, por fin, confiesa haber entregado a Fouché una carta de Metternich, escrita con tinta simpática; carta que anuncia y prepara una conferencia de enviados confidenciales en Basilea. Napoleón centellea de ira: cartas así, con maquinaciones semejantes del ministro enemigo a su propio ministro, son un delito de alta traición. Y es natural que su primer pensamiento sea el de detener inmediatamente al servidor infiel y mandar confiscar sus papeles. Pero sus confidentes le aconsejan no hacerlo; le dicen que aún no se tenía una prueba decisiva y que, sin duda, no se encontraría -dada la cautela característica del Duque de Otranto- en sus papeles ni señal de sus maquinaciones. Así decide, de pronto, el Emperador poner a prueba la lealtad de Fouché. Le manda llamar y le habla con un disimulo no acostumbrado en él -en realidad aprendido de su propio ministro-, sondeando la situación.
«¿No sería posible –insinúa- entrar en relaciones con Austria?» Fouché, sin sospechar que había contado el mensajero toda la historia, no menciona ni con una palabra la carta de Metternich. Indiferente, aparentemente indiferente, le despide el Emperador, plenamente convencido ya de la canallada de su ministro. Mas para tener una prueba completa de convicción pone en escena -en momentos en que su estado de ánimo rebosa amargura- una farsa refinada con todo el quid pro quo de una comedia de Moliere… Por el agente se sabe la contraseña para la entrevista con el confidente de Metternich. Y el Emperador envía un emisario que debe presentarse como confidente de Fouché: el agente austriaco le hará, sin duda, todas las revelaciones, y al fin sabrá el Emperador, además de esto, no solamente si le traiciono Fouché, sino hasta qué punto. En la misma noche parte el mensajero de Napoleón: dos días después estará desenmascarado Fouché, que habrá caído en su propia trampa.
Pero a un águila o a una serpiente, a un animal de sangre fría, no se le puede coger con la mano… por mucho que se apriete.
La comedia que pone en escena el Emperador tiene también, como toda comedia perfecta, una acción refleja, casi un doble fondo. Si Napoleón tiene a espaldas de Fouché a su policía secreta, también tiene Fouché a espaldas de Napoleón sus escribientes sobornados, sus confidentes secretos, y sus espías no trabajan con menos rapidez que los del Emperador. El mismo día en que parte el agente de Napoleón para la mascarada del hotel de los «Tres Reyes», de Basilea, descubre Fouché el pastel: uno de los «confidentes» de Napoleón le ha contado el «argumento» de la comedia. Y el que debía ser sorprendido, sorprende a su vez a su propio señor, a la mañana siguiente, en el reportaje diario. En medio de la conversación se pasa repentinamente la mano por la frente, con el aire distraído de quien acaba de acordarse de alguna bagatela sin la menor importancia: «¡Ah, sire! Había olvidado decir que he recibido una carta de Metternich; como uno está ocupado con asuntos más importantes… Además, su mensajero no me entrego los polvos para hacer inteligible la escritura y sospeché un engaño. Así no he podido referirme a ello hasta hoy».
El Emperador no puede dominarse. «Es usted un traidor, Fouché -grita-; debía mandarle al patíbulo.»
«No soy de esa opinión, Majestad», contesta impávido el ministro con la mayor sangre fría.
Napoleón tiembla de ira. Otra vez se le ha escurrido el Fra Diavolo con esta confesión indeseada, hecha antes de tiempo. Y el agente, que dos días después le trae el relato de la entrevista de Basilea, tiene poco decisivo que comunicar y mucho desagradable. Poco decisivo, puesto que de la actitud del agente austriaco se deduce que Fouché fue demasiado astuto para ponerse en evidencia, limitándose a poner en práctica, a espaldas de su señor, su maniobra favorita de tener todas las posibilidades en una mano. Pero también trae mucho desagradable el mensajero: las potencias están conformes con todas las formas de Gobierno en Francia, con todas, excepto con el imperio, con Napoleón Bonaparte. Furioso, se muerde los labios el Emperador. Su potencialidad se ha paralizado. Quiso sorprender por la espalda al hombre tenebroso y en este duelo recibió una herida mortal desde la sombra.
La parada de Fouché ha hecho fallar el momento preciso del ataque. Pero Napoleón se da cuenta exacta: «Es evidente que me traiciona -dice a sus confidentes-. Y siento no haberle echado antes de que me comunicara sus relaciones con Metternich. Ahora ha pasado el momento y falta un pretexto. Divulgaría por todas partes que soy un tirano que todo lo sacrifica a su perspicacia». Con absoluta clarividencia reconoce el Emperador la superioridad de Fouché; pero sigue luchando hasta el último momento, intentando la posibilidad de atraerse a este espíritu todo doblez o sorprenderle, por lo menos, y eliminarle.
Utiliza todos los medios, hace la prueba con confianza, con amabilidad, con benevolencia, con prudencia… Pero su fuerte voluntad rebota impotente en esta piedra labrada en todas sus facetas, en todas igualmente fría y reluciente; a los diamantes se los puede machacar o tirar, pero no penetrarlos. Por fin pierde los nervios, atormentado por la desconfianza. Carnot cuenta la escena en que se descubre dramáticamente la impotencia del Emperador: «Me traiciona usted, Duque de Otranto; tengo pruebas de ello», grita Napoleón una vez en pleno Consejo de Ministros al hombre impávido; y añade, cogiendo un cuchillo de marfil que está sobre la mesa: «Tome aquí este cuchillo y clávemelo en el pecho; eso sería mas leal que lo que usted hace. Estaría en mis manos mandarle fusilar y todo el mundo aprobaría ese acto. Pero si usted me pregunta por qué no lo hago, yo le diré que porque le desprecio, porque no pesa usted una onza en mi balanza». Puede advertirse que su desconfianza se ha convertido en ira; su sufrimiento, en odio. Nunca le olvidará a este hombre el haberlo provocado de tal manera; y eso lo sabe muy bien Fouché. Pero calcula con claridad mental las escasas posibilidades que le restan al Emperador. «Dentro de cuatro semanas todo habrá terminado con este furibundo», dice profético y despreciativo a un amigo. Por eso no piensa en pactar, ni mucho menos. Uno de los dos ha de abandonar el campo después de la batalla decisiva: Napoleón o él. Sabe que Napoleón ha anunciado que el primer mensajero del campo de batalla victorioso llevara a París la orden de su destitución, quizá la orden de detención…
El reloj del tiempo retrocede veinte años de un golpe: 1793. El hombre más poderoso de su época, Robespierre, anuncia con igual decisión que quince días después había de caer una cabeza: la de Fouché o la suya. Pero el Duque de Otranto tiene ahora la conciencia de su propio valor. Y con aire de superioridad recuerda a uno de sus amigos, que le aconseja que se guarde de la ira de Napoleón, aquella amenaza de antaño del puritano revolucionario. Y añade sonriente: «Pero cayó la suya».
El 18 de junio empiezan a tronar repentinamente los cañones ante el templo de los Inválidos. Los habitantes de París se estremecen entusiasmados. Hace quince años que conocen esta voz de bronce. Se ha logrado una victoria: se ha logrado una batalla… El Moniteur anuncia la derrota completa de Bluecher y de Wellington. Las masas afluyen entusiasmadas a los bulevares con animación dominguera. La tendencia general de opinión, que vacilaba aún pocos días antes, se trueca, de pronto, en simpatía y entusiasmo por el Emperador, únicamente el más fino barómetro, la Renta, baja cuatro puntos, pues cada victoria de Napoleón significa la prolongación de la guerra. Y un sólo hombre quizá tiembla en su interior al oír las detonaciones del bronce: Fouché. Puede costarle la cabeza la victoria del déspota.
Pero trágica ironía: a la misma hora en que disparan sus salvas los cañones franceses en París, destruyen los cañones ingleses en Waterloo las columnas de infantería y de la guardia; y mientras se ilumina la capital, mal informada, huyen los últimos restos del ejército disperso ante las nubes de polvo que levanta el galope de la caballería prusiana. Aún le queda un segundo día de confianza a París despreocupado. El día 20 empiezan a conocerse las noticias funestas.
Pálida, con los labios temblorosos, susurra la gente los rumores inquietantes. En las casas, en las calles, en la Bolsa, en los cuarteles, en todas partes se cuchichea y habla de una catástrofe, a pesar de que los periódicos callan como paralizados. Todos hablan, titubean, gruñen, se quejan y esperan en la capital, súbitamente amedrentada.
Uno solo actúa: Fouché. Apenas recibe (naturalmente, antes que nadie) la noticia de Waterloo, considera ya a Napoleón como a un cadáver gravoso que hay que hacer desaparecer rápidamente. Y en el acto pone su mano en la pala para cavar la fosa. Enseguida escribe al Duque de Wellington para estar de antemano en contacto con el vencedor; al mismo tiempo advierte a los diputados, con una clarividencia psicológica sin igual, que Napoleón intentará, ante todo, mandarlos a casa. «Volverá mas furioso que nunca y pedirá en el acto la dictadura.» ¡Hay que anticiparse, atravesarse en su camino! La misma noche está ya preparado el Parlamento, ganado el Consejo de Ministros contra el Emperador; se le ha quitado a Napoleón la última posibilidad de tomar nuevamente las riendas del mando. Y todo antes de que haya puesto su pie en París. El señor, el hombre del momento no es ya Napoleón Bonaparte, sino, al fin -¡al fin … !-, José Fouché.
Poco antes del amanecer, envuelto en la capa negra de la noche como en un paño mortuorio, atraviesa una carroza vieja (la suya, con el tesoro del Trono; la espada y los papeles, se los llevo Bluecher como botín) las puertas de París, camino del Eliseo. Quien escribió seis días antes en su orden del día patéticamente: «Para cada francés que tenga valor, ha llegado el momento de vencer o morir», ni ha vencido ni ha muerto; pero en Waterloo y en Ligny han muerto sesenta mil hombres por él.
Ahora vuelve rápidamente, como de Egipto, como de Rusia, para salvar el Poder. Deliberadamente ha mandado retardar la marcha del coche para llegar secretamente, cubierto por la oscuridad. Y en vez de ir directamente a las Tullerías, para entrar con los representantes del pueblo francés en su Palacio imperial, esconde sus nervios abatidos en el Eliseo, mas pequeño y apartado.
Un hombre cansado, maltrecho, se apea del coche, balbuceando palabras incoherentes, perturbadas, buscando, demasiado tarde, explicaciones y excusas para lo inevitable. Un baño caliente le repone; después reúne su Consejo. Inquietos, vacilantes entre la ira y la compasión, respetuosos, sin el sentimiento íntimo del respeto, escuchan las frases perturbadas y febriles del vencido, que fantasea de nuevo sobre cien mil hombres que quiere levantar, acerca de la requisa de los caballos de lujo; y les explica (a ellos, que saben perfectamente que no se pueden sacar cien mil hombres más del país agotado) cómo en quince días puede volver a atacar otra vez a los aliados con doscientos mil hombres. Los ministros, entre ellos Fouché, permanecen con las frentes humilladas. Saben que esas alucinaciones de fiebre sólo son las últimas convulsiones de la gigantesca voluntad de Poder que no quiere morir en este titán. Exige precisamente lo que Fouché previó: la dictadura, la unión de todo poder militar y político en una sola mano, en la suya. Tal vez pide esto sólo para que se lo nieguen los ministros, para endosarles más tarde, ante la Historia, la culpa de haberle arrebatado la última posibilidad de victoria (la época presente ofrece analogías de semejantes transferencias).
Pero los ministros se manifiestan con mucha cautela, con el pudor de herir con una palabra a este hombre atormentado y delirante. Sólo Fouché no necesita hablar. Calla, pues es el único que se ha anticipado a actuar, tomando todas las medidas para impedir este último ataque de Napoleón al Poder. Con la curiosidad objetiva del médico que observa fríamente las últimas convulsiones agitadas de un moribundo y calcula de antemano cuándo se detendrá el pulso, cuando se quebrara la resistencia, escucha sin compasión las frases vanas, frenéticas; ni una palabra sale de sus labios delgados, sin sangre. Moribundus: un extraviado, un desposeído… ¡A qué, todavía, sus palabras desesperadas! Sabe que mientras el Emperador se alucina para embriagar a los demás con fantasías forzadas, deciden los diputados a mil pasos de allí, en las Tullerías, con despiadada lógica, de acuerdo con el mando y voluntad, libres por fin, de José Fouché.
Él, personalmente -igual que el 9 de Termidor -, no se presenta el 21 de junio en la Asamblea de diputados. Ha colocado -eso le basta- sus baterías en la sombra, ha planeado la batalla, ha escogido el momento y ha elegido el hombre propicio para el ataque: la contrafigura trágica, casi grotesca, de Napoleón: Lafayette. Repatriado hace un cuarto de siglo como héroe de la guerra de la Independencia americana, siendo un aristócrata casi adolescente, y coronado, sin embargo, con la gloria de dos mundos, portaestandarte de la Revolución, paladín de la nueva idea, ídolo de su pueblo, ha conocido Lafayette temprano, demasiado temprano, todos los éxitos del Poder. Y de pronto surge de la nada, del dormitorio de Barras, un pequeño corso, un teniente de casaca raída y tacones torcidos, y se apropia, en dos años, de todo lo que él construyó y empezó, robándole el sitio y la gloria. ¡Eso no se olvida! Despechado permanece en su finca el noble ofendido, mientras el otro, envuelto en la capa imperial bordada, recibe a los príncipes de Europa, que vienen a sus pies, y sustituye con el nuevo y duro despotismo del genio el antiguo despotismo de la nobleza. Ni un rayo de sol de benevolencia llega de este sol naciente a la finca lejana; y cuando el Marqués de Lafayette va una vez a París con su traje sencillo, no le hace caso el parvenu; las levitas bordadas de oro de los generales, los uniformes de los mariscales que surgieron de los campos de sangre, ensombrecen su gloria ya ajada. Lafayette esta olvidado; nadie pronuncia su nombre en veinte años. Le blanquea el cabello; la figura audaz enflaquece y se seca, y nadie le llama ni al Ejército ni al Senado. Ignorado, le dejan plantar rosas y patatas en La Grange. No, eso no lo olvida un hombre de ambición. Y cuando el pueblo, en 1815 , acordándose de la Revolución, elige como representante a su antiguo ídolo, y Napoleón se ve obligado a dirigirle la palabra, contesta Lafayette con frialdad hostil… Es demasiado orgulloso, demasiado honrado, demasiado sincero para ocultar su enemistad.
Pero ahora se adelanta a primer término, empujado por Fouché; y el odio acumulado en él produce casi un efecto de prudencia y de fuerza. Por primera vez se vuelve a oír la voz del antiguo paladín en la tribuna: «Al volver a levantar, al cabo de tantos años, por primera vez, mi voz, que reconocerán los antiguos amigos de la libertad, me siento impulsado a hablaros de los peligros que amenazan la Patria, cuya salvación sólo depende ahora de vuestra fuerza». Por primera vez ha vuelto a ser pronunciada la palabra Libertad, y eso quiere decir en este momento… liberación de Napoleón. La proposición de Lafayette obstruye de antemano cualquier intento de disolver la Cámara, de repetir un golpe de Estado. Con entusiasmo se decide que se declare en sesión permanente la representación del pueblo y que se califique como traidor a la Patria a todo el que se haga culpable del intento de disolverla.
No hay duda de a quién se dirige el duro mensaje; apenas le es transmitido, siente Napoleón el puñetazo en medio de la cara. «Debí echar a esa gente antes de mi partida; ahora ya es tarde», dice iracundo. En realidad, no es demasiado tarde. Aún podría salvar con una abdicación oportuna la corona imperial para su hijo; salvar para sí mismo la libertad; y aún podría, por otra parte, dar personalmente los mil pasos que separan el Eliseo de la Asamblea e imponerse con su sola presencia y su voluntad a aquel rebaño de ovejas titubeantes; pero siempre, reiteradamente, nos muestra la Historia el mismo fenómeno increíble que observamos precisamente en las figuras mas enérgicas y en el momento mas crítico: una extraña indecisión como una parálisis del alma. Wallenstein, antes de la defección; Robespierre, la noche del 9 de Termidor…, sin olvidar a los caudillos de la última guerra, todos muestran una fatal indecisión en el momento en que la misma precipitación hubiera sido un mal menor, una equivocación venial. Napoleón parlamenta, discute ante los ministros, que le escuchan indiferentes; precisamente en la hora que debe decidir su porvenir, habla infructuosamente sobre las faltas del pasado, acusa, fantasea, hace alarde de un énfasis verdadero o teatral, pero carece de valor. Habla, pero no actúa. Y como si fuera posible que la Historia se repitiese dentro del círculo de una misma vida, como si no fuera la analogía la falta ideológica más peligrosa en política, envía, lo mismo que el 18 de Brumario, a su hermano Luciano como tribuno en su lugar para ganar a los diputados. Pero entonces apoyaba a Luciano como abogado elocuente la victoria de su hermano, y tenía por cómplices granaderos de manos duras y general es decididos. Y además, Napoleón olvido fatalmente esto: entre esos quince años yacen diez millones de muertos. Y cuando Luciano sube a la tribuna y acusa al pueblo francés de abandono e ingratitud hacia la causa de su hermano, se desborda súbita en Lafayette la ira acumulada de la nación desengañada contra su verdugo en palabras inolvidables que, como chispas en la pólvora, deshacen de un golpe la última esperanza de Napoleón. «¿Cómo -truena contra Luciano- se atreve a reprocharnos de no haber hecho bastante por su hermano? ¿Ha olvidado que los huesos de nuestros hijos, de nuestros hermanos, dan testimonio en todas partes de nuestra fidelidad? ¡En los desiertos de África, en las riberas del Guadalquivir y del Tajo, en las orillas del Vístula, en los campos de hielo de Moscú, han perecido en diez años más de tres millones de franceses por un sólo hombre! Por un hombre que aún hoy quisiera luchar contra Europa con nuestra sangre. ¡Es suficiente, más que suficiente, por un hombre! Ahora nuestro deber es salvar a la Patria». El aplauso torrencial de todos podría hacer comprender a Napoleón que era ya tiempo de abdicar voluntariamente. Pero nada parece más difícil en la tierra que renunciar al Poder.
Napoleón vacila. Y esta vacilación le cuesta el Imperio a su hijo y a él mismo la libertad.
Pero a Fouché se le acaba la paciencia. Si el que ya le es incómodo no quiere marchar voluntariamente, habrá que echarle…
En todo caso hay que apoyar la palanca bien y pronto, pues logrado esto se derrumba la aureola más colosal. Por la noche trabaja a los diputados a él adictos para que a la mañana siguiente la Cámara exija, puntual e imperiosamente, la abdicación. Pero ni esto siquiera parece lo bastante claro para quien siente la ola del Poder fluir en su sangre. Aún sigue Napoleón parlamentando de un lado para otro. Al fin, inducido por un gesto de Fouché, pronuncia Lafayette las palabras decisivas: «Si vacila en abdicar, propondré el destronamiento».
Una hora le dan al dueño del mundo para una abdicación honrosa; una hora, al hombre nacido para el Poder, para renunciar definitivamente a él; pero sólo la utiliza, lo mismo que en 1814 , ante sus generales en Fontainebleau, con un fin teatral, en vez de utilizarla con un fin político. «¡Cómo! -exclama indignado -. ¿Por la fuerza? Si es así no abdicaré. La Cámara no es más que un pelotón de jacobinos y ambiciosos que debí denunciar a la nación y dispersar. Pero el tiempo que perdí puede recuperarse.»
En realidad, lo que quiere es que le rueguen con más insistencia para hacer el sacrificio mayor; y, efectivamente: lo mismo que en 1814 sus generales, le animan ahora respetuosamente sus ministros. Sólo Fouché calla. Llegan noticias tras noticias; la manecilla del reloj sigue corriendo inclemente sobre la esfera. Por fin pone el Emperador su mirada en Fouché: una mirada, según cuentan los testigos presenciales, llena de ironía y al mismo tiempo de odio profundo. «Escriba a los señores –le ordena despectivo- que se mantengan tranquilos, que yo les contestaré.» En el acto escribe Fouché con lápiz un par de líneas en un papel dirigido a sus amigos de la Cámara, diciendo que ya no era necesaria la coz… Napoleón se dirige a un gabinete apartado para dictar a su hermano Luciano la abdicación.
Al cabo de algunos minutos vuelve al gabinete principal. ¿A quién entregar la hoja decisiva? Terrible ironía: precisamente a quien le obligó a escribirla, que espera, inmóvil, como Hermes, el mensajero inexorable. Sin una palabra se la entrega el Emperador. Sin una palabra recibe Fouché el documento tan a duras penas conseguido. Se inclina. Fué su última reverencia ante Napoleón.
En la sesión de la Cámara ha faltado Fouché, el Duque de Otranto; pero ahora, decidida la victoria, entra lentamente y sube los escalones, en la mano el papel histórico. Le temblaría de orgullo la mano dura y fina de intrigante en estos momentos; por segunda vez vencía al hombre mas fuerte de Francia. Este 22 de junio repite en su recuerdo el 9 de Termidor. Ante un silencio conmovido, frío y sin emoción, un par de palabras de despedida para su antiguo señor: flores de papel sobre una tumba recién cavada. ¡Pero se acabaron los sentimentalismos! No se le ha arrancado el Poder a este titán para dejarlo rodar por el suelo, para presa de la primera mano hábil que se arroje sobre él; no hay que soltar el botín: hay que aprovechar el momento tantos años anhelado. Por eso propone la elección inmediata de un Gobierno provisional, de un Directorio de cinco hombres, seguro de ser elegido. Por una vez más amenaza escapársele de la mano el Poder tanto tiempo deseado; ciertamente, consigue eliminar a su peligroso competidor Lafayette y echar la zancadilla de manera traicionera al hombre que le sirvió de instrumento y le prestó, con su rectitud y su convicción republicana, tan preciosos servicios; pero en la primera elección tiene Carnot 324 votos y Fouché sólo 293. No hay duda, pues, que la Presidencia del nuevo Gobierno provisional corresponde a Carnot.
Pero en este instante decisivo, a una pulgada de la meta, hace Fouché la más hábil jugada de tahúr, la más deliciosa e infame de sus piruetas. Según el número de votos, pertenece la Presidencia, naturalmente, a Carnot; con ello Fouché sería en este Gobierno, como en otros anteriores, la segunda figura, precisamente cuando espera, por fin, ser la prim era: el amo omnipotente. Se vale entonces de un ardid perverso: apenas se reúne el Consejo de los Cinco, y cuando Carnot se dispone a tomar asiento en el sillón presidencial, según le corresponde, dice Fouché, como la cosa más natural del mundo, a sus colegas, que «ha llegado el momento de constituirse». «¿Qué entiende usted por constituirse?», pregunta Carnot, asombrado. «Pues elegir nuestro secretario y nuestro presidente», contesta Fouché con la mayor ingenuidad. Y añade con falsa modestia: «Yo le doy, desde luego, mi voto para la Presidencia». Carnot muerde el anzuelo y replica muy fino: «Y yo a usted el mío». Y como dos de los miembros están previamente ganados, en secreto, por Fouché, logra, tres votos contra dos, sentándose, antes de que Carnot pueda darse cuenta de cómo le han birlado el puesto, en el sillón presidencial. Después de burlar a Napoleón y Lafayette, burla también con toda facilidad a Carnot, el más popular en aquel momento, y él, más astuto, le sustituye para regir los destinos de Francia. En el espacio de cinco días, del 13 al 18 de junio, cae el Poder de las manos del Emperador; en el espacio de cinco días, del 17 al 22 de junio, se apodera de él, ¡por fin!, José Fouché. Ya no será criado, sino señor; será por primera vez dueño absoluto de Francia; será libre, divinamente libre, para el juego amado y turbador de la política y de la Historia.
Su primera medida tiende a alejar la persona del Emperador. Aunque solo sea la sombra de Napoleón, agobia a Fouché. Así como no se sentía tranquilo Napoleón como soberano mientras permaneciera en París el hombre inasible, tampoco respira Fouché con holgura mientras no le separen dos mil leguas del paleto gris del Emperador. Evita hablar personalmente con él, pues a nada conducen sentimentalismos. Sólo le envía mensajes tenuemente envueltos todavía en el papel rosa de la benevolencia. Pero hasta esa pálida y cortés envoltura la desgarra pronto para mostrar sin compasión al vencido su impotencia.
Una proclama patética de despedida que dirige Napoleón al ejército la arroja al cesto de los papeles con la mayor naturalidad.
En vano busca, a la mañana siguiente, Napoleón, estupefacto, sus palabras imperiales en el Momíteur. Fouché ha prohibido su aparición. ¡Fouché prohibiendo al Emperador! Se resiste a creer en la inaudita osadía con que le trata su antiguo servidor. Pero obstinadamente, de hora en hora, siente la presión de esta dura mano con tal fuerza que, por fin, se traslada a It Malmaison.
Pero allí se planta y no cede. No quiere alejarse más, aunque ya se acercan los dragones del ejército de Bluecher, y Fouché le amonesta, cada vez con mayor insistencia, para que se avenga a razones y ponga tierra por medio. Pero cuanto más se siente caer, mas convulsivamente se agarra Napoleón al Poder. En el último instante, cuando ya espera en el jardín el coche de viaje, tiene todavía un gran gesto: ofrece ponerse, como simple general, a la cabeza de las tropas, para vencer una vez más o morir.
Pero el sobrio Fouché no toma en serio tales ofrecimientos románticos: «¿ Se burla ese hombre de nosotros? -exclama irritado-. Su presencia a la cabeza del ejército sería una nueva provocación a Europa; y el carácter de Napoleón no nos permite esperar que permanezca indiferente al Poder».
Ahora ya es libre Fouché: ha llegado a la meta. Después de haber eliminado a Napoleón, se encuentra, a los cincuenta y seis años, solo, sin que nadie ponga vallas a su voluntad, en la cumbre del Poder. Infinito rodeo por el laberinto de un cuarto de siglo: de pequeño y pálido hijo de mercader y triste y tonsurado profesor de seminario. Luego en pugna hacia arriba: tribuno del pueblo y procónsul, Duque de Otranto al servicio de un Emperador, y, al fin, arbitro y señor de Francia. La intriga ha triunfado sobre la idea, la habilidad sobre el genio. Una generación de inmortales se derrumbó en torno suyo: Mirabeau, muerto; Marat, asesinado; Robespierre, Desmoulins, Danton, guillotinados; su compañero del consulado, Collot, desterrado a los penales infectos de Guayana; Lafayette, eliminado; todos, todos sus camaradas de la Revolución desaparecieron. Mientras él decide ahora en Francia, elegido libremente por la confianza de la Cámara, huye Napoleón, el señor del mundo, en pobre disfraz, con pasaporte falso, como secretario de un pequeño general, hacia la costa; Murat y Ney sólo esperan el momento de ser fusilados, y los reyezuelos familiares por la gracia de Napoleón vagan sin reino, con los bolsillos vacíos, escondiéndose.
Toda la gloriosa generación de este momento único de la Historia se hunde implacablemente, mientras sólo él asciende con su paciencia tenaz, con su actividad de zapa en la sombra. Como cera se amoldan ahora el Ministerio, el Senado y la Asamblea a su mano maestra; los generales, otras veces tan altaneros, tiemblan por sus pensiones, y, humildes como corderos, se subordinan al nuevo Presidente; la burguesía y el pueblo de todo un país esperan sus decisiones. Le envía mensajeros Luis XVIII; Talleyrand, saludos; Weilington, el vencedor de Waterloo, comunicados confidenciales… Por primera vez pasan los hilos del destino histórico libre y deliciosamente por su mano.
Inmensa misión le espera: defender un país devastado y vencido, contra los enemigos que se acercan, evitar una resistencia patética e inútil, conseguir condiciones ventajosas, buscar la mejor forma de Estado y el jefe más adecuado y hacer surgir del caos una nueva forma y un orden estable. Esto requiere maestría, extrema flexibilidad de espíritu. Y, efectivamente, en el momento en que todos parecen perturbarse y pierden la cabeza, evidencian las disposiciones de Fouché la mayor energía, sus planes múltiples una seguridad asombrosa. Es amigo de todos, para engañarlos a todos y hacer tan sólo lo que le parece útil y conveniente. Simula apoyar ante el Parlamento al hijo de Napoleón; ante Carnot, defender la República; ante los aliados, al Duque de Orleáns, pero en realidad ofrece secretamente el timón al antiguo rey Luis XVIII. Imperceptiblemente, con virajes silenciosos y hábiles, sin que se enteren ni sus camaradas más próximos del verdadero rumbo, navega por un pantano de sobornos hacia los realistas y negocia con los Borbones el traspaso del Gobierno, a él confiado, mientras hace de bonapartista y republicano en el Consejo de Ministros y en la Cámara. Vista psicológicamente, es su solución la única acertada. Sólo una rápida capitulación hacia el Rey podía asegurar al país, desangrado y devastado, inundado de tropas extranjeras, la tranquilidad necesaria y un tránsito sin asperezas. Solo Fouché comprende, con su sentido de la realidad, esta necesidad evidente, y la cumple ante la resistencia del Consejo, del pueblo, del ejército, de la Cámara y del Senado: por propia voluntad y por propia fuerza.
Le sobran inteligencia y habilidad a Fouché en estos días para todo… menos para una cosa (¡ésta es su tragedia!), para la suprema, para la más alta, para la más pura: para olvidarse de sí mismo y de su propia ventaja y entregarse a la causa. Carece en última instancia de esa voluntad de renunciamiento necesaria, tras la hazaña magistral, que le hubiera llevado, a los cincuenta y seis años de edad, a la cumbre del éxito, multimillonario, estimado y respetado por sus contemporáneos y por la Historia. Pero quien se consumió veinte años para llegar al Poder, quien vivió veinte años de él sin poderse saciar, es ya incapaz de renunciar. Lo mismo que Napoleón, no acierta a renunciar Fouché ni un minuto antes de recibir el rudo empujón. Y como no tiene ya un amo a quien traicionar, no le queda otro recurso que traicionarse a sí mismo, a su propio pasad o. Devolver a su antiguo Soberano la Francia vencida hubiera sido, en ese momento, una verdadera hazaña política, acertada y audaz. Pero hacerse pagar esta acción con la propina de un puesto de ministro del Rey fue una vileza y fue algo peor que un crimen: fue una estupidez. Y esta estupidez la comete arrastrado por la vanidad rabiosa que impulsa a avoir la main dans le páte, «tener las manos en la masa» un par de horas históricas más. Ésta fue su primera estupidez, la mayor, la irreparable, la que le rebaja para siempre ante la Historia. Sube mil peldaños con habilidad, paciente y flexible, y un sólo traspié innecesario y torpe le hace caer estúpidamente al abismo.
Sabemos cómo se verifica la venta a Luis XVIII del Gobierno por el precio de un puesto de ministro porque poseemos, por fortuna, un documento característico, uno de los pocos que reproduce, palabra por palabra, una entrevista diplomática de Fouché, otras veces tan cauto. Durante los Cien Días reunió un partidario decidido del Rey, el Barón de Vitrolles, un ejército en Tolosa y atacó a Napoleón a su regreso. Hecho prisionero y llevado a París, quería el Emperador hacerle fusilar en el acto; pero Fouché intercedió aconsejando clemencia, como hacía siempre, particularmente con enemigos que podían ser útiles en ciertos casos. Se redujeron a encerrar en prisiones militares al Barón de Vitrolles hasta que el Consejo de Guerra pronunciara el fallo. Pero apenas se entera, el 23 de junio, la mujer del amenazado de que Fouché es dueño de Francia, se apresura a visitarle para pedir la libertad de Vitrolles, lo que Fouché concede enseguida, pues tiene el mayor interés en granjearse la simpatía de los Borbones. Y al día siguiente se presenta el Barón de Vitrolles, el jefe realista libertado, al Duque de Otranto para darle las gracias.
Entonces es cuando tiene lugar el siguiente dialogo político-amistoso entre el caudillo elegido por los republicanos y el archirrealista juramentado. Fouché le dice:
«-Bueno, y ahora ¿qué piensa usted hacer?
»-Tengo la intención de trasladarme a Gante; la silla de posta espera a la puerta.
»-Es lo más acertado que puede usted hacer, pues aquí no esta usted seguro.
»-¿No tiene usted nada para el Rey?
»-¡Ah, por Dios, nada! Absolutamente nada. Diga usted únicamente a Su Majestad que cuente con mi devoción y que, desgraciadamente, no depende de mí que pueda volver pronto a las Tullerías.
»-Pues yo creo que sí, que depende exclusivamente de usted que esto suceda pronto.
»-Menos de lo que usted supone. Las dificultades son grandes. Aunque la Cámara ha simplificado la situación, usted ya sabe -y aquí sonríe Fouché- que ha proclamado a Napoleón II.
»-¡Cómo! ¿Napoleón II?
»-Naturalmente, así había que empezar.
»-Pero supongo que esto no hay que tomarlo en serio.
»-Dice usted bien. Mientras más lo pienso más me convenzo de que este nombramiento es completamente absurdo. Pero no puede usted imaginarse cuantos partidarios tiene aún este hombre. Algunos de mis colegas, sobre todo Carnot, están convencidos de que todo se salvaría con Napoleón II.
»-Y ¿cuanto tiempo ha de durar esta broma?
»-Probablemente el tiempo que tardemos en librarnos de Napoleón I.
»-Y luego, ¿qué sucederá luego?
»-¿Cómo saberlo? En momentos como éste es difícil prever los acontecimientos con un día de anticipación.
»-Pero si el señor Carnot, su colega, profesa tanta lealtad a Napoleón, quizá le será difícil a usted evitar esa combinación.
»-¡Bah, usted no conoce a Carnot! Para quitarle esa idea de la cabeza basta proclamar el Gobierno del «pueblo francés».
«¡Pueblo francés!»; cuando él oye esto, figúrese usted…
»Y los dos se ríen: el Duque de Otranto, elegido por los republicanos, que se burla de su colega, y el agente realista empiezan a entenderse.
»-Así esta bien, así se arreglará -dice el Barón de Vítrolles reanudando el di álogo-; pero espero que después de Napoleón II y del «pueblo francés» pensará usted, por fin, en los Borbones.
»-Naturalmente -contesta Fouché-, entonces le habrá llegado el momento al Duque de Orleáns.
»-¡Cómo! ¿Al Duque de Orleáns? -exclama el Barón de Vitrolles, sorprendido-. ¿Al Duque de Orleans? ¿Pero cree usted que el Rey aceptará jamás una corona tan traída y llevada?
»Fouché calla y sonríe.»
Pero el Barón de Vitrolles ha comprendido. Con este diálogo astuto, irónico, displicente en apariencia, le ha descubierto Fouché sus intenciones. Le ha dejado ver claramente que si él quiere existen dificultades… Que se podría proclamar, en vez del rey Luis XVIII, a Napoleón II, o el Gobierno del pueblo francés, o el Duque de Orleáns… Pero que él, Fouché, no tiene personalmente especial interés en ninguna de estas soluciones y que está dispuesto a excluir las tres a favor de Luis XVIII, si…
Este «si» condicional no lo ha pronunciado Fouché; pero el Barón de Vitrolles lo ha adivinado quizás en una sonrisa, en una mirada, en un gesto tal vez, y, repentinamente, decide suspender su viaje y quedarse en París cerca de Fouché. Claro que con la condición de poder corresponder libremente con el Rey. Pone sus condiciones: por de pronto, veinticinco pasaportes para que sus agentes puedan ir al Cuartel general del Rey a Gante. «Cincuenta, cien, todos los que usted quiera», contesta de buen humor el ministro de Policía republicano al representante de los enemigos de la República. «Es además mi deseo poder conferenciar con usted una vez al día.» El Duque contesta alegremente: «¡Una vez es poco! Dos veces: una vez por la mañana y otra vez por la noche». Ya puede quedarse tranquilamente el Barón de Vitrolles en París, mantener negociaciones con el Rey, protegido por el Duque de Otranto, y hacerle saber que las puertas de París están abiertas para él si… si Luis XVIII está dispuesto a nombrar ministro del nuevo Gobierno al Duque de Otranto.
Cuando le proponen a Luis XVIII dejarse abrir cómodamente las puertas de París por Fouché, a cambio de la propina de un puesto de ministro, se enfurece el Borbón, tan flemático de ordinario. «¡Jamás!», grita a los primeros que le proponen incluir en la lista este nombre odiado. Y ¿no es, efectivamente, una pretensión absurda introducir en la propia casa a un regicida, a uno de los que firmaron la sentencia de muerte de su hermano, a un sacerdote tránsfuga, un feroz ateo, un servidor de Napoleón?
«¡Jamás!» grita indignado. Pero ya sabemos por la Historia que ese «jamás» de los reyes, de los políticos y de los generales suele casi siempre ser el preludio de una capitulación. ¿No vale París una misa? ¿No han hecho, desde Enrique IV, los reyes, sus antepasados, parecidos sacrifici dell’ intelletto, semejantes sacrificios del espíritu y la conciencia por la Soberanía? Asediado por todas partes, por los cortesanos, por los generales, por Wellington y por el mismo Talleyrand, empieza Luis XVIII a ceder poco a poco. Todos le aseguran que sólo un hombre le puede abrir las puertas de París sin resistencia: Fouché.
Sólo él, que es el hombre de todos los partidos y de todas las ideas, servidor insuperable y eterno, el hombre que tiene el estribo a todos los pretendientes de la corona, evitaría el derramamiento de sangre. Y además, el viejo jacobino hacía tiempo que se había convertido en un buen conservador, estaba arrepentido y había traicionado perfectamente a Napoleón. El Rey, por fin, se confiesa para descargar su conciencia. «¡Pobre hermano, si pudieras verme!», dicen que exclamó. Y declaró estar dispuesto a recibir secretamente a Fouché en Neuilly. Secretamente, pues en París no debe sospechar nadie que un caudillo elegido por el pueblo vende por un puesto de ministro a su país, y que un pretendiente a la corona vende su honor por un aro de oro… En la oscuridad, secretamente, se lleva a cabo (el exobispo como único testigo) este negocio, el más desvergonzado de la Historia del siglo pasado, entre el antiguo jacobino y el futuro Rey.
Allí, en Neuilly, tiene lugar aquella escena lúgubre y fantástica, al mismo tiempo digna de Shakespeare y de Aretino: el rey Luis XVIII, el descendiente de San Luis, recibe al cómplice del asesinato de su hermano, al siete veces perjuro Fouché, al ministro de la Convención, del Emperador y de la República, para tomarle juramento, el octavo juramento de fidelidad… Y Talleyrand, que fué obispo, luego republicano, luego servidor del Emperador, introduce a su compañero cerca del Rey. El cojo pone su brazo sobre el hombro de Fouché, para poder andar mejor -«el vicio apoyado en la traición», según observa irónicamente Chateaubríand-, y así se acercan fraternalmente al heredero de San Luis los dos ateos y oportunistas. ¡Primero, una profunda inclinación! Luego cumple Talleyrand con el deber espinoso de proponer al Rey como ministro al asesino de su hermano. Más pálido que de costumbre esta el hombre enjuto cuando dobla la rodilla ante el «tirano», ante el «déspota», para prestar juramento, y cuando besa la mano, por la que corre la misma sangre que ayudo a verter, y cuando jura en nombre del mismo Dios cuyas iglesias saqueó y profanó con sus hordas en Lyon. Sin duda, un acto un poco fuerte hasta para un Fouché.
Por eso está aún muy pálido el Duque de Otranto cuando sale del gabinete del Rey. Ahora es más bien el cojo Talleyrand quien tiene que sostenerle a él. No habla ni una palabra. Ni siquiera las observaciones irónicas del depravado obispo cínico, que en sus tiempos decía misa como si jugara a las cartas, le pueden sacar de su mutismo y de su turbación. Por la noche regresa a París, con el decreto ministerial firmado en el bolsillo, para reunirse en las Tullerías con sus colegas, que no sospechan nada, a los que echará mañana y proscribirá pasado mañana. Hay que suponer que no se encontraría muy holgado entre ellos. Una vez había, por fin, logrado ser el más desleal de los servidores. Pero -¡maravillosa réplica del destino!- nunca pueden soportar la libertad las almas subalternas. Instintivamente huyen de ella siempre para refugiarse en una nueva esclavitud. Y así vuelve a humillarse Fouché, ayer aún fuerte y dominante, ante un nuevo señor, otra vez encadenadas sus manos libres en la galera del Poder. Pero pronto llegará también la señal de la galera, el estigma.
Al día siguiente entran las tropas de los aliados. Según el acuerdo secreto, ocupan las Tullerías y cierran sencillamente las puertas a los diputados. Esto da a Fouché, sorprendido en apariencia, un motivo propicio para proponer a sus colegas dimitir como protesta contra las bayonetas. Éstos, engañados, caen en la trampa del gesto patético. Así queda, como se había acordado, inusitadamente disponible el sillón del trono, pues durante un día no hay Gobierno en París. Y Luis XVIII sólo tendrá que acercarse a las puertas de la capital ante las manifestaciones de júbilo preparad as con dinero por su nuevo ministro de Policía y será recibido con entusiasmo, como salvador. ¡Francia es otra vez Reino!
Sólo entonces se dan cuenta los colegas de Fouché de la manera tan refinada como han sido burlados. Se enteran también por el Moniteur a que precio los ha vendido Fouché. Entonces se le sube la ira a la cabeza a Carnot, al hombre decente, leal, intachable, aunque tal vez un poco torpe. «¿Adónde he de ir ahora, traidor?», le grita a la cara, con desprecio, al nuevo ministro realista de Policía.
Pero con el mismo desprecio le contesta Fouché: «A donde quieras, majadero».
Y con este diálogo característico y lacónico de los dos antiguos jacobinos, los últimos del 9 del Termidor, termina el drama más asombroso de la época moderna: la Revolución y la fantasmagoría rutilante del paso de Napoleón por la Historia. Se ha extinguido la época de la heroica aventura, comienza la época de la burguesía.
*NOTA: El periodo conocido como los Cien Días (en francés Cent-Jours), o Campaña de Waterloo, comprende desde el 20 de marzo de 1815, fecha del regreso de Napoleón a París desde su exilio en Elba, hasta el 28 de junio de 1815, fecha de la segunda restauración de Luis XVIII como rey de Francia.
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