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Despropósitos
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Entre el ‘marketing’ y la secta: partidos en descomposición
Por Jose Antonio Pérez Tapias
Articulo publicado el 6 de febrero 2019 en:
¿Dónde quedan cosas tales como proyecto político, articulación de programa, deliberación democrática? Diríase que esas cosas son antiguallas para tácticas de un impostergable día a día que no permite ni siquiera estrategias políticas consistentes
Día tras día comprobamos cómo los líderes políticos –valga la expresión, pues en verdad más bien se trata de sólo jefes de sus respectivas organizaciones– se dirigen a la gente como actores en obra sin guión que, subidos al escenario, miran, deslumbrados por los focos, hacia ese fondo de oscuridad del gran teatro de una democracia donde la representación derivó a espectáculo grotesco. En verdad no saben ni qué representan, ni para quién lo hacen, y, menos aún, a quién representan (políticamente); por eso, hablan con profusión de la gente, utilizando ese vocablo de contornos semánticos indefinidos, sin atreverse apenas a referirse a ciudadanas y ciudadanos, habida cuenta de que eso sería dirigirse a sujetos dispuestos a ejercer sus derechos políticos, incluido el de exigirles cuentas que habrían de dar sin subterfugios.
Cabe insistir en que quienes se dedican a la cosa pública podrían mencionar, justamente, a su público como electores, pero eso supondría recordar o anticipar el compromiso fuerte que se contrae cuando se pide el voto, y sabido es que tal compromiso queda diluido cuando las campañas electorales se vuelcan sobre una potencial clientela a la que se trata como coyuntural compradora de ofertas programáticas. Todavía, no obstante, hay quien apela a sus votantes como a sus seguidores, en acto fideísta de voluntarismo político que es remedo de los de cualquier gurú de comunidad religiosa, si no de club deportivo con fans incondicionales. En definitiva, a todos los líderes políticos un escalofrío les recorre la espalda temiendo que se enciendan las luces del patio de butacas y apenas haya espectadores siguiendo la función. Es por eso que, ante tan temido momento, traten de soportar la espera atiborrándose de sondeos demoscópicos cocinados al gusto de cada cual, pues el banquete electoral puede trocarse en cruel reparto de segundos o terceros platos con escasa guarnición a base de votos residuales.
Pero además de encender las luces del teatro político de esta sociedad del espectáculo, podemos intentar hacer algunas radiografías, confiando en hallar más información sobre esos actores colectivos que en democracia son los partidos políticos. Ciertamente su salud es preocupante, pues a la vista de todos están las tensiones internas que les afectan, generándoles situaciones de alocado estrés que imposibilita con frecuencia aplicar las más elementales normas de salud para no verse aquejados por graves patologías organizacionales, con frecuencia incentivadas desde sus respectivas cabezas, incapaces de situarse adecuadamente ante realidades propias y ajenas. Las huidas hacia delante para no verse atrapados por las contradicciones internas no hacen sino generar más autocontradicciones y éstas obligan a forzadas reconstrucciones de identidad política, aunque sea a base de autoengaños, cuando no de cinismo. El caso es que las maneras de responder a lo que es pavorosa pérdida de papeles dan lugar a que los partidos políticos busquen curación a sus dolencias por dos vías, las cuales por otra parte no son excluyentes. Pero si antes de rastrearlas radiografiamos su interior, la imagen es la de organizaciones con osamenta muy deformada, en algunos casos de manera sorprendente dada su juventud. La burocratización de funciones, el peso del “aparato”, la jerarquización excesiva, las corrosiones por corrupción, la pérdida de militancia, la desafección ciudadana… hacen que aparezca un interior muy dañado que no mejora a base de convocatorias de elecciones primarias que no dejan de ser turbias o sobre liderazgos que no valen para enderezar lo torcido.
Volvamos, sin embargo, a los síntomas que nos ofrecen los comportamientos partidarios. Éstos nos revelan por dónde se estructuran esos caminos para armar sus correspondientes guiones y que siga el espectáculo, que a la postre vemos que conducen a no más que a procesos de descomposición que muestran su cara más hosca en luchas fratricidas en las cúpulas del poder interno. Por un lado, en una sociedad donde los poderes económicos imponen su lógica, las pautas del mercado se llevan no sólo a las organizaciones e instituciones de todo tipo, sino también a las conductas de los mismos individuos que nos movemos en y con ellas. No son menos los partidos políticos, implacablemente sometidos, con la desesperada anuencia de sus órganos de dirección, a las técnicas de ‘marketing’ –queda más fino dicho a base del anglicismo de marras, pues parece muy erudito hablar de mercadotecnia o demasiado grosero, aunque sea más realista, hablar de mercadeo–. Todo se organiza para vender imagen, para seducir con ofertas, para atender a segmentos clientelares con publicidad, para colmo, que puede ser tildada de engañosa. Y además no sólo atendiendo a lo que pasa en las redes sociales, sino actuando en ellas, más allá de los rígidos cauces de la prensa tradicional, tras el intento del tuit más impactante, jugando con el factor sorpresa aun para la decisión política más compleja, quizá porque algún entendido en big data haya decretado que por ahí se incide en el mercado de votos.
¿Dónde quedan cosas tales como proyecto político, articulación de programa, deliberación democrática…? Diríase que esas cosas son antiguallas para tácticas de un impostergable día a día que no permite ni siquiera estrategias políticas consistentes. Puro ‘marketing’, pues, con mucho envoltorio y poco contenido, por más que por la izquierda se apele ya a la memoria de organizaciones centenarias, ya a la construcción de nuevas subjetividades en busca de inéditas hegemonías. No se repara en que el partido-empresa no vale para la representación política y menos para la participación democrática. Es verdad que la demagogia populista se acomoda bien a la mercantilización de la política, siendo por ello que la derecha, igualmente entregada al ‘marketing’, tiene menos problemas para vender sus productos –máxime contando con aliados económicos– conociendo las características de su clientela.
Con todo, lo sorprendente por otro lado es que la mercantilización de la política no redunda en una efectiva laicización de la misma, como supondría asumir una política en verdad profana –así la postuló Daniel Bensaïd con buenas razones–, correspondiente a democracias secularizadas y pluralistas y, además, consonante con las posiciones críticas que la izquierda asegura llevar en su ADN. Mas ocurre que no es así, como se constata en esa misma izquierda, pues no dejan de sostenerse posiciones dogmáticas, reluctantes a practicar en serio la crítica y aún más a acometer la tantas veces necesaria autocrítica. La consecuencia es que en los partidos sigue funcionando una perversa tendencia hacia el “modo rebaño”, con notable incapacidad para conjugar la pluralidad interna –lo cual incapacita para hacerlo con la externa–. Por el contrario, el pensamiento gregario, el que magistralmente analizó como “pensamiento cautivo” el polaco Czeslaw Milosz tras su experiencia con el comunismo de cuño soviético, se impone con lamentable frecuencia hasta el punto de anular recursos intelectuales fundamentales para ubicarse sin trampas en la realidad, lo cual es condición para pretender su transformación sin falsas ilusiones.
Necesitamos, en conclusión, otra forma de “organización-partido”, que no sea ni partido-empresa ni partido-secta, y que, en cambio, sea capaz de ser protagonista colectivo de acción política, sin merma de los derechos y capacidades de sus miembros, para actuar como interlocutor de colectividades y movimientos en medio de las dinámicas de una sociedad compleja y poder encauzar la representación de una ciudadanía que a la vez exige participación política. Por ser recusable una “democracia partidocrática” requerimos partidos efectivamente democráticos. A ello cabe añadir, ya que la derecha resolverá sus modos de organización conforme a sus intereses, que, en lo que se refiere a la izquierda, bien debiera tener en cuenta la lúcida advertencia de Rosa Luxemburgo hace más de un siglo, cuando el discurso de la izquierda se tejía en referencia al proletariado –lo cual no debe olvidarse, por más que no deba reducirse a tales parámetros–: “Si para la burguesía la democracia ha llegado a ser innecesaria o molesta, precisamente por eso mismo es necesaria e imprescindible para el proletariado. En primer lugar, porque crea las formas políticas (autoadministración, derecho de voto, etc.) que pueden servirle de puntos de apoyo en su tarea de transformar la sociedad burguesa. En segundo lugar, porque sólo a través de la lucha por la democracia y del ejercicio de los derechos democráticos puede el proletariado llegar a ser consciente de sus intereses de clase y de sus tareas históricas”. Hoy recogemos como legado estas palabras de Reforma o revolución, sabiendo que no hay sujeto revolucionario predeterminado, así como que la democracia no es algo adjetivo, sino sustantivo. No nos sirven partidos que no se la tomen en serio.
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Parte de nosotros
La mayoría de la gente rechaza las matizaciones, pero es preciso no perder de vista que “los catalanes” no son los que vociferan, increpan y calumnian
ES FEO RECONOCERLO, pero la mayoría de la gente no hace distingos y rechaza las matizaciones. Aún más feo y triste es admitir la excesiva influencia de los gobernantes en la percepción que tenemos de sus países y pueblos. No sirve de mucho que cuando Trump fue elegido Presidente hace un par de años, perdiera el voto popular por una diferencia de dos millones, si mal no recuerdo, y que sólo el injusto sistema electoral americano le permitiera ser investido. Desde entonces, nuestra idea de los Estados Unidos ha cambiado para mal, y esa pésima idea afecta a la totalidad de sus ciudadanos. Aunque sepamos que una gran parte de la nación detesta a Trump y lo padece en mayor medida que ningún extranjero, la mancha se extiende también sobre sus víctimas. Hace poco decliné una invitación de Harvard porque —le expliqué a quien me escribía— “no pisaré su país mientras Trump siga en el cargo”. El profesor en cuestión era tan contrario a su Presidente como yo o más, pero mi decisión —personal, insignificante— es irreversible, como lo fue la de no ir por allí durante los mandatos de Bush Jr, y la cumplí a rajatabla. Así que si yo, que procuro atender a los matices, reacciono de esta manera drástica, cómo no reaccionarán tantos que ni siquiera lo procuran. Por su parte, Gran Bretaña ha sido siempre uno de mis países favoritos, y mi declarada anglofilia me ha traído no pocos desprecios en España. Desde la votación del Brexit, sin embargo, mis simpatías han ido menguando. Sé que los partidarios de abandonar la Unión Europea fueron pocos más que los deseosos de quedarse, y que además muchos de éstos, confiados en que no se impondrían el despropósito y las mentiras flagrantes, se abstuvieron despreocupadamente. Tengo bastantes amigos ingleses y escoceses y están todos horrorizados o desesperados. No he tomado la misma decisión —personal, insignificante— que respecto a los Estados Unidos (me cuesta más, y el Brexit aún no se ha producido), pero tengo escasas ganas de visitar un lugar que siempre me alegró y me atrajo. Los gobernantes, en efecto, tienen más peso del deseable, y cuando son oprobiosos tiñen a todos con su oprobio.
Por eso es tan irresponsable y dañino lo que los dirigentes independentistas catalanes llevan haciendo seis años. Otras consideraciones aparte, han logrado que en el resto de España nazca y crezca una animadversión indiscriminada hacia “los catalanes”, cuando, de los seis o siete millones que son, sólo dos (según los cálculos más interesados) apoyan ese procés de tintes racistas, ultrarreaccionarios y antidemocráticos, por mucho que sus promotores lleven cínicamente en los labios la palabra “democracia” y que el idiótico PEN los jalee a cambio de dádivas. Durante estos seis años han acumulado insultos, desdenes, calumnias y agravios sin fin hacia “los españoles”, con especial inquina hacia madrileños, andaluces y extremeños. Por fortuna, la reacción ha sido exigua, lenta y nada exaltada. Pero es obvio que la paciencia se erosiona y que el hartazgo va en aumento. A los Mas, Puigdemont, Junqueras, Torra, Rovira, Artadi, Rufián y compañía eso les trae sin cuidado; de hecho ansían más hartazgo. Lo cierto es que, incluso si un día su anhelada República fuera un hecho y Cataluña independiente, la geografía, tozuda, no variaría, y seguiríamos siendo vecinos. ¿Es aconsejable irritar deliberada y sistemáticamente al vecino, cuando además es nuestro mayor cliente? ¿Cuando es al que solicitaríamos ayuda en caso de catástrofe natural o de atentado terrorista masivo? ¿Cuando llevamos siglos de convivencia y solidaridad ininterrumpidas, pese a las fricciones innegables? ¿Cuánto tiempo va a costar restablecer la confianza perdida y la estima deteriorada?
Dado que nos consideramos compatriotas y que estamos muy mezclados, en este caso es más necesario no perder de vista los matices y hacer un continuo esfuerzo por recordar que los usurpadores mencionados no son en absoluto “los catalanes”, sino más bien —gracias a otro sistema electoral injusto— individuos que, merced a una mayoría artificial parlamentaria, han tomado como rehenes a todos sus conciudadanos. Hay cuatro o cinco millones que no hacen sino padecerlos, y a éstos no podemos darles la espalda ni abandonarlos a su suerte, son la mayoría. Conozco a muchos, catalanoparlantes. Paso parte del año en su tierra y, madrileño como soy, y habiéndome pronunciado públicamente en contra no del independentismo (defienda cada cual lo que quiera), sino de este independentismo totalitario y por las bravas, nunca me he sentido rechazado ni me he visto desairado, ni en privado ni por la calle. Más bien al contrario. Ahora que empieza el juicio a los políticos acusados de delitos, el ruido subirá aún más de tono. La difamación de la democracia española no conocerá límites ni escrúpulos. Las ofensas se multiplicarán. Se nos dirá que no pasó lo que hemos visto. Quienes fomentan el odio se aplicarán con ahínco. Justamente ahora es preciso no perder de vista que “los catalanes” no son los que vociferan, increpan y calumnian, en modo alguno. Siguen siendo parte de nosotros, como lo han sido siempre, aunque para los usurpadores y sus acólitos nosotros ya no seamos parte de ellos. Eso no debe importarnos. Son muchos, pero los menos.
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