Spinoza y el surgimiento de la democracia, por Atilano Dominguez (Parte I)
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3) FORMAS DE GOBIERNO Y DEMOCRACIA
Si la interpretación que acabamos de proponer es exacta, el móvil que incitó a los hombres a constituir el Estado ha sido la tendencia de cada individuo a conservarse, es decir, la tendencia al propio bien, que, en este caso, se entiende negativamente como miedo tanto a la soledad y la miseria como a la enemistad y la inseguridad, y positivamente como esperanza de paz, libertad y prosperidad. Ahora bien, la dificultad estriba, como ya hemos insinuado, en cómo conseguir que esa decisión momentánea (llámese pacto, como decía el Tratado teológico-político, o convenio, como parece preferir el Tratado político), tenga valor y poder permanente. También en este sentido el papel de la razón, como órgano de las verdades necesarias y atemporales o eternas (sub quadam specie aeternitatis), parece indispensable, ya que la imaginación está ligada al tiempo y dominada por el presente. Eso no quiere decir, sin embargo, que ella sola baste, sino al contrario, puesto que, como acabamos de ver, la razón no logra nunca el dominio total de las pasiones, sino que simplemente las modera haciendo ver a la imaginación el valor superior de los afectos positivos, llámense éstos pasiones alegres, llámense virtudes racionales.
Puesto que no existe ruptura ni mejora súbita del individuo, al pasar del estado natural al estado político, habrá que añadir, pues, a las pasiones y a la razón algo que las ayude a que el pacto o convenio sea efectivamente estable, es decir, a que la voluntad o deseo de cambio se convierta en una realidad. Spinoza alude en este contexto a tres elementos que entrarían en juego: la utilidad individual, la fuerza coactiva estatal y la buena organización o constitución del Estado. Ahora bien, como la utilidad es más bien el objetivo final que un medio para alcanzarlo, sólo quedan la coacción y la organización estatales. Pero, si se examinan bien estos dos conceptos, se comprende fácilmente que una buena organización debe abarcar también los mecanismos coactivos, tales como el ejército y el poder judicial. He ahí por qué Spinoza concede a las distintas formas de organizar el Estado o formas de gobierno tanta importancia como para dedicarles la mayor parte de su última obra, el Tratado político (VI-XI).
De acuerdo con lo que acabamos de decir sobre los móviles del pacto social, el criterio que preside su estudio consiste en conciliar la utilidad o esperanza con la coacción o miedo, es decir, en una buena organización. Su necesidad es clara: «hay que organizar de tal forma el Estado que todos, tanto los que gobiernan como los que son gobernados, quieran o no quieran, hagan lo que exige el bienestar común». Su eficacia también es fácil de discernir: «cuál sea la mejor constitución de un Estado cualquiera se deduce fácilmente del fin del estado político, que no es otro que la paz y la seguridad de la vida. Aquel Estado es, por tanto, el mejor, en el que los hombres viven en concordia y los derechos comunes se mantienen ilesos».
Spinoza aplica, pues, estos criterios a las distintas formas de gobierno. Aunque, en principio, sólo menciona las tres clásicas, en su análisis y organización práctica distingue dos modalidades en las dos primeras. De ahí que trate sucesivamente de la monarquía absoluta y la constitucional, de la aristocracia centralizada y la descentralizada y, por fin, de la democracia. El resultado será que la monarquía es el régimen menos complejo y, al mismo tiempo, el menos fuerte y libre, mientras que la democracia será el más complejo, el más poderoso y el más libre.
a) La monarquía
Spinoza inicia su exposición con una crítica tan breve como radical y contundente a la monarquía absoluta. En ella completa la ya realizada en el Tratado teológico-político, donde había rechazado de plano el «derecho divino de los reyes», reclamado en su época tanto por los absolutistas como por sus opositores, los monarcómacos [1]. A fin de lograr la plena autonomía del poder estatal sobre el eclesiástico, ya proclamada por Marsilio de Padua, Maquiavelo y Hobbes, Spinoza había analizado allí la teocracia judía fundada por Moisés. La conclusión a la que llegaba, y que hacía extensiva a emperadores como Alejandro Magno y Augusto, al Pontífice romano y, de algún modo, al mismo Cromwell, es que los monarcas, para ocultar al pueblo su debilidad o incapacidad de gobernar solos, tienden a recurrir al origen divino de su poder a fin de hacerse respetar por ellos. Ahora bien, ese recurso, decía Spinoza, termina introduciendo la religión en la política y con ella la ruina en el Estado, como sucedió tanto al pueblo hebreo como al romano. No podía menos de ser así, puesto que ese pretendido derecho es pura superstición, cuyo verdadero y único objetivo es que «los hombres … luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación».
Si el Tratado teológico-político señalaba que el recurso de los monarcas a la religión delata su impotencia y degenera en perjuicio de los súbditos, el Tratado político hace la misma crítica, pero sin aludir ya a la religión. Su discurso puede sintetizarse así: Puesto que los monarcas son hombres como los demás, su reinado será tan inestable como perjudicial, ya que, al descubrir la imposibilidad de gobernar ellos solos, se rodearán de consejeros. Ahora bien, si confían en ellos, su reino será una aristocracia camuflada y, por tanto, pésima; y, si desconfían de ellos, les tendrán todo tipo de trampas con lo que su reino degenerará en tiranía.
Se impone, pues, organizar la monarquía sobre dos bases sólidas: el rechazo de principio de la monarquía absoluta, según el cual «la voluntad del rey es la ley misma» y la aceptación del principio de todo Estado de derecho, a saber, que «los principios fundamentales del Estado deben ser como decretos eternos… que ni el rey puede abolir». De este principio deduce Spinoza dos consecuencias prácticas, cuyo talante democrático salta a la vista: que hay que restringir el poder del rey y favorecer el poder del pueblo hasta conseguir, como sucedía, según Spinoza, en la monarquía aragonesa, que «el poder del rey se determine por el solo poder de la misma multitud y se mantenga con su solo apoyo».
A fin de acercarse lo más posible a ese ideal, el autor del Tratado político diseña un complejo organigrama de la monarquía constitucional, en cuyos detalles no podemos entrar aquí. Baste indicar que lleva a cabo los dos principios que acabamos de enunciar. Para controlar al monarca, establece tres Consejos, que se reparten las funciones del Estado y reciben los nombres de Consejo Real, Consejo de Justicia y Comisión permanente, y prohíbe que los allegados del rey asuman cargos públicos. Para aumentar el poder del pueblo, constituye el ejército popular y la propiedad común del suelo. Un rey que, por un lado, no puede actuar sin contar con la opinión de varones expertos, que toman sus decisiones por mayoría absoluta y cuyo número asciende al uno por ciento de la población, y que, por otro lado, tiene en frente a un pueblo armado y con tierras y viviendas arrendadas, es obvio que no tendrá gran libertad de maniobra. Por el contrario, afirma Spinoza desvelando su propósito, «siempre ratificará aquella opinión que haya obtenido mayor número de votos». Lo cual es tanto como decir que, en la práctica, la monarquía constitucional funcionará como una democracia representativa.
b) Aristocracia
Aunque la aristocracia es un régimen político radicalmente distinto del monárquico, porque los acuerdos de sus Consejos son decisorios y no meramente consultivos, Spinoza la organiza siguiendo el modelo de la monarquía constitucional. Refuerza, sin embargo, su dimensión democrática mediante dos elementos: duplicando el número de miembros del órgano legislativo, que alcanza ahora al dos por ciento de la población, lo cual supone cinco mil consejeros para un país de dos cientos mil habitantes; y creando el Consejo de síndicos que vigile y controle a los otros tres órganos entre los que, también aquí, está repartido el poder estatal: el Consejo general o legislativo, el Senado o ejecutivo y el Tribunal supremo o judicial.
Imposible, una vez más, describir las minuciosas piezas y resortes ideados por el célebre pulidor de lentes para montar tan compleja como dúctil obra de relojería. Digamos tan sólo que Spinoza fija la edad, periodicidad e incompatibilidad de los cargos, la frecuencia y publicidad de las sesiones, los porcentajes y secreto de las votaciones, las relaciones entre los distintos Consejos y el ejército, y otros mil detalles, que nos traen a la mente la complejidad administrativa y burocrática de los Estados actuales. Con todas esas medidas el autor del Tratado político se propone evitar algo que él considera pernicioso: que la aristocracia degenere en oligarquía minoritaria y familiar. Para ello añade a las medidas anteriores otras directamente destinadas, como en la monarquía, a controlar el poder de los patricios y a aumentar el poder de la plebe. Y así, prohíbe que los consejeros o patricios puedan elegir a familiares o amigos como miembros de los Consejos y declara reo de crimen de lesa majestad a quien proponga disminuir el número total de patricios en el Consejo general. Y, a la inversa, reserva a los no patricios ciertos cargos de control, como secretarios de los Consejos y tribunos del tesoro, les concede tierras en propiedad y les asigna un sueldo cuando se enrolen en el ejército. Por si todo ello fuera poco, establece que los patricios no perciban nómina alguna del Estado, a menos que se dediquen diariamente a esa tarea (funcionarios a tiempo completo, diríamos hoy), sino que paguen a éste impuestos proporcionales a sus rentas.
Por si quedara alguna duda acerca de sus intenciones democratizadoras, Spinoza muestra sus preferencias por la aristocracia descentralizada, como la de Holanda, porque aproximaría más el gobierno a la realidad y el poder al pueblo, y adapta a ella el organigrama anterior, lo cual supone, como estamos viendo en nuestro propio país, una descentralización del poder y, al mismo tiempo, la multiplicación de los Consejos centrales en las ciudades o regiones autónomas (cap.IX).
c) Democracia
La muerte sorprendió a Spinoza cuando sólo había redactado tres páginas sobre lo que él denomina «el tercer Estado (imperium), el cual es totalmente absoluto y que llamamos democrático». Ignoramos, pues, cuál sería su complejísima y agilísima estructura. Los cuatro párrafos de que consta el texto que dejó escrito nos ofrecen, al menos, sus bases. La primera es teórica y establece que la democracia no se distingue de la aristocracia porque sus consejeros sean más numerosos, sino más bien porque éstos son designados por ley y no por simple elección. Teóricamente, pues, podría darse el caso de que dicho número fuera incluso menor, por ejemplo, si dicha ley estableciera que sólo tuvieran derecho de voto los primogénitos o los ancianos o los ricos. La segunda es práctica y define la democracia que Spinoza se proponía organizar como aquel régimen en el que «absolutamente todos los que únicamente están sometidos a las leyes patrias y son, además, autónomos y viven honradamente, tienen derecho a votar en el Consejo supremo y a desempeñar cargos en el Estado». Quedarían, pues, excluidos, además de los extranjeros, los niños y los pupilos, los esclavos y los criados, e incluso aquellos que hubieran sido declarados infames por algún crimen, y, finalmente (en esto también Spinoza pagó tributo a su época), las mujeres por ser naturalmente inferiores al hombre [2].
De esta forma, los últimos párrafos del Tratado político sobre la democracia como forma de gobierno nos remiten a un célebre pasaje del Tratado teológico-político, en el que Spinoza ya anunciaba el paso de la democracia como fundamento del Estado a la democracia como forma de gobierno. El paralelismo entre ambos tratados también aquí es claro, ya que, dando por supuesto que el voto sólo lo ejerce una parte (mayoría) del pueblo, en el primero se califica al régimen democrático de absoluto, es decir, de más poderoso y, por tanto, más representativo, y en el segundo se afirma que es el más natural, es decir, el más próximo al estado natural, en el cual todos son iguales.
Cerramos, pues, esta breve síntesis de las ideas democráticas de Spinoza citando ese texto. «Con esto pienso haber mostrado con suficiente claridad los fundamentos del Estado democrático. He tratado de él con preferencia a todos los demás, porque me parecía el más natural y el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo. Pues en este Estado nadie transfiere a otro su derecho natural, hasta el punto de que no se le consulte en lo sucesivo, sino que lo entrega a la mayor parte de toda la sociedad de la que él es parte. En este sentido, siguen siendo todos iguales, como antes en el estado natural».
4) APORTACION DE SPINOZA A LA DEMOCRACIA LIBERAL
Spinoza vivió en un período de profundas transformaciones sociales y políticas, en el que tuvo lugar el paso decisivo de la antigua concepción del Estado a la actual. Este cambio está marcado por las ideas de cuatro grandes pensadores: Maquiavelo y Hobbes, Locke y Rousseau. Los dos primeros elaboraron la idea del Estado nacional desde la perspectiva de las luchas entre las Iglesias y los Estados y de las guerras de religión, que concluyeron oficialmente con el tratado de Westfalia (1648). Los dos últimos construyeron el modelo de Estado democrático y liberal desde el contexto de las revoluciones inglesa (1688), americana (1776) y francesa (1789), que dieron origen a las declaraciones de derechos humanos, en las que se inspiraron las subsiguientes constituciones democráticas. Pues bien, Spinoza constituye el puente teórico e histórico entre unos y otros, en cuanto que sus críticas a Maquiavelo y a Hobbes introducen en la idea de Estado nacional y absoluto la idea de Estado democrático y liberal, que será propugnada por Locke y Rousseau. Veamos brevemente esos dos aspectos.
a) Crítica de Spinoza a Maquiavelo y a Hobbes
Maquiavelo forja la idea actual de Estado, como institución autónoma y eficaz, es decir, dirigida por un príncipe inteligente y hábil con independencia de la religión y la moral, y respaldada por un ejército profesional, de suerte que su valor se mida exclusivamente por su estabilidad (status). Hobbes es el teórico del Estado absoluto, que concentra en sus manos el poder de todos los súbditos y cuyo supremo objetivo es salvaguardar la vida y la seguridad de éstos. Spinoza está de acuerdo con Maquiavelo y con Hobbes en el profundo realismo con que describen el estado natural de los individuos como reino de las pasiones y miden el poder y el valor de un Estado por su propia estabilidad. Pero no en el resto.
En efecto, el autor del Tratado político dirige al maquiavelismo clásico, expuesto en El príncipe, dos críticas de gran alcance. La primera consiste en que rechaza con decisión que un príncipe o monarca, al que tan sólo guía la ambición de mando, pueda servirse de todo tipo de medios, como el fraude y la violencia, para mantenerse en el poder, puesto que tal actitud tergiversaría el fin mismo del Estado, que no es la guerra ni la sumisión, sino la paz y la libertad. La segunda confirma la anterior, ya que denuncia cómo el recurso a la dictadura, como medio para conservar o restaurar el Estado republicano o aristocrático, es contrario a su propia esencia y abre el camino hacia la tiranía.
Hagamos, sin embargo, una aclaración. Hablamos de maquiavelismo, más bien que de Maquiavelo, no porque Spinoza no mencione explícitamente al autor de El príncipe, sino porque (especialmente en el primer caso aludido) sugiere la hipótesis de que la intención de éste quizá no haya sido defender la tiranía como forma de gobierno, sino más bien advertir al pueblo de sus peligros. Y se apoya para ello (pensando probablemente en los Discorsi) en que Maquiavelo también defiende la libertad y en que era un hombre sabio y prudente. Pero tampoco esta segunda lectura del Tratado político (que nosotros mismos hemos dado por buena en otros lugares, pero que no pasa de ser hipotética) restaría valor a la crítica spinoziana del maquiavelismo, sino que la haría más contundente todavía, ya que esa lectura supone que a Spinoza le resultaría impensable que un hombre sensato defendiera jamás un régimen que va en contra del bien del pueblo y que, además, tiende a perpetuarse [3].
Reproches similares dirige Spinoza a Hobbes, a quien acusa de no confiar en que «la razón aconseja plenamente la paz» y de exigir que el estado político rompa con el estado natural. Con el primero apunta a que, si bien el autor del Leviatán atribuye a la razón ciertas leyes naturales, la primera de las cuales es «que todo hombre debiera esforzarse por la paz», su empirismo teórico le conduce al pesimismo práctico acerca de la propia razón. Pues, lejos de dominar las pasiones y evitar la guerra, ella misma es, según Hobbes, una de sus causas, en cuanto que su hábito calculador incitaría a los individuos a anticiparse a todo eventual peligro, situándolos así en continua actitud de guerra. Con el segundo denuncia el carácter absolutista del Estado hobbesiano, cuya raíz arranca de que, al anteponer la vida a la libertad y la seguridad a la verdadera paz, los súbditos se ven forzados a transferir todo su poder al soberano. La ruptura con el estado natural, en el que todos eran iguales, no puede ser más radical: el soberano se convierte en un poder omnímodo y anónimo, que se comporta como si él lo hiciera todo y no fuera responsable de nada (actor y no autor, en sus propias palabras), mientras que los súbditos se vacían de todo derecho, hasta el punto de hacer suyo cuanto hace o les impone el soberano, sin reservarse siquiera la facultad de deponerlo ni de oponerse a sus órdenes.
b) Recepción de Spinoza en Locke y Rousseau
Las críticas a Maquiavelo y a Hobbes están hechas desde la convicción fundamental que anima la filosofía de Spinoza: que el poder del Estado sólo surge en virtud del libre acuerdo de los ciudadanos y que sólo permanece mientras éstos constaten que están alcanzando los objetivos del pacto. Es justamente esta convicción la que atrajo hacia su obra la atención de pensadores liberales, como Locke y Rousseau. Pues, aunque ambos siguen la consigna de silencio, antes denunciada, respecto al judío de Amsterdam, las reminiscencias e incluso calcos del francés ya han sido varias veces señalados, y pensamos que un análisis riguroso llevaría a descubrir notables influencias también en el inglés. En este momento, nos limitaremos a ciertas consideraciones generales [4]. Las afinidades de Locke con Spinoza cabe descubrirlas no sólo en sus escritos religiosos y políticos publicados entre 1689 y 1695 y redactados en buena parte durante su permanencia en Holanda (1683-9), sino incluso antes. En efecto, la actitud permanente de Locke es que la tolerancia religiosa halla su base más sólida en la distinción entre religión y Estado, ya que la primera se refiere a la relación del hombre con Dios y es esencialmente interna, mientras que el segundo atiende a las relaciones entre ciudadanos y al bien común. En consecuencia, el Estado no debe intervenir en absoluto en las creencias religiosas, como tampoco en las cuestiones especulativas o teóricas, por ser puramente internas y personales; y debe limitarse a lo imprescindible en las cuestiones prácticas e indiferentes para el bienestar social, entre las que Locke incluye el culto externo de las distintas confesiones religiosas. Pues, así como la pretensión de la Iglesia católica romana, de constituirse en un segundo centro de poder, dividiría al Estado, y es, por tanto, totalmente inadmisible, también la intervención del Estado en cuestiones estrictamente religiosas supondría una clara violencia sobre las conciencias y provocaría la rebelión, lejos de evitarla.
Tras esta actitud de tolerancia están las ideas de Locke acerca de la racionalidad del cristianismo y del liberalismo estatal. En cuanto al cristianismo, sostiene que su contenido se reduce a la sola creencia de que Cristo es el mesías y que, así como ésta basta para que los creyentes se salven, también deben bastar las buenas obras a quienes, antes o después de Cristo, no han podido creer en él. En cuanto al Estado, defiende que su poder reside en el pueblo, entendido como comunidad de ciudadanos (civitas) libres, y que su objetivo es· garantizar los derechos naturales del individuo, a saber, la vida, la libertad y la propiedad. En el momento en que el Estado no los garantiza, sino que los socava o los ataca, como sucedería en el caso de un monarca absoluto, se convierte en usurpador y en tirano, y los súbditos tienen derecho a la resistencia activa, es decir, a deponer a sus gobernantes. En consecuencia, Locke rechaza, como Spinoza, el derecho de guerra y propugna la subordinación de los demás poderes al poder legislativo, el cual está siempre en manos del pueblo por constituir la esencia misma del Estado.
Junto a estas coincidencias, sin embargo, existen también profundas divergencias entre ambos filósofos. Y así, Locke no dirige a la Biblia y, en concreto, a las profecías y los milagros, las duras críticas de Spinoza, sino que incluso parece conceder cierto valor teórico a la fe cristiana. De acuerdo con ello, pone como respaldo de los pactos su sentido religioso (juramento) y, en consecuencia, no extiende la tolerancia a los ateos, puesto que éstos rechazarían la base misma del pacto y del Estado. Por el contrario, concede especial relevancia a la razón, a la propiedad y a la familia en el estado natural; y, por eso mismo, considera que existe cierto derecho efectivo o garantizado en el estado natural y que el primer régimen histórico fue la sociedad patriarcal, y muestra sus preferencias por la monarquía constitucional como forma de gobierno. Finalmente, su temor a la guerra civil y al menoscabo de la soberanía le impide distinguir con precisión el poder judicial del ejecutivo y ambos del poder legislativo.
Si las relaciones e influencias efectivas entre Spinoza y Locke serán siempre difíciles de detectar, entre otras razones, porque el Ensayo sobre la tolerancia ( 1667) apareció antes del Tratado teológico-político (1670), las huellas e incluso calcos de Spinoza en Rousseau creemos haberlos señalado ya con suficiente precisión en un trabajo anterior. Los más importantes y claros nos parecen ser los siguientes: la dualidad humana entre instinto y razón, que conduce a la experiencia de que vemos lo mejor y hacemos lo peor; la terminología política de base, que contrapone civitaslrespublica, civisl subditus, imperii corpus/ anima, etc.; la libertad humana como obediencia a las leyes y la democracia como obediencia de los ciudadanos a sí mismos; la sugerencia de que el objetivo de Maquiavelo fuera democrático o republicano y no tiránico y dictatorial; la defensa de una religión natural, universal e interna (religión del hombre), al lado de la religión nacional y externa (religión del ciudadano), así como las críticas a la religión católica romana. En estos casos y en otros análogos pensamos que Rousseau no sólo ha leído, sino que ha seguido a Spinoza.
Si proyectamos ahora estas alusiones concretas sobre el conjunto de su teoría política, constataremos cómo el pensador utópico, que habla del hombre como naturalmente bueno y del Estado como voluntad general recta, se aproxima al realismo spinoziano más de lo que esas dos expresiones permitirían esperar. Y así, en el estado natural el amor propio ingenuo, que se traduce en compasión al descubrir a otros semejantes más desdichados, tan pronto surge el lenguaje y la razón y, con ellos, el sentido de lo mío y lo tuyo, de la sociedad y de la propiedad, no puede evitar que la ambición y la guerra prevalezcan sobre el sentido de la justicia y que la misma organización política, creada para superarlas, tienda a degenerar en la tiranía más inhumana.Esta dinámica, expuesta por Rousseau en su Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad (1758), exige de forma tan perentoria como en Spinoza el paso al estado político, consistente en el Contrato social (1762) de todos con todos y en la constitución de una voluntad general a la que todos deben obedecer.
Pero es justamente a la hora de definir los caracteres y funciones de esa voluntad cuando Rousseau nos parece ser menos preciso y democrático que Spinoza. En efecto, esa voluntad, proclamada recta e infalible, es también ciega y necesita por tanto un órgano cognoscitivo, llamado legislador, dotado de cualidades tan superiores que su existencia es, según el mismo Rousseau, un auténtico milagro. La voluntad general, declarada indivisible e inviolable, es inactiva y requiere por tanto un brazo ejecutivo, que es el gobierno, cuyo número será necesariamente reducido. A consecuencia de la disparidad y distancia entre la voluntad general, único poder popular y supremo, y sus órganos (legislador y gobierno), Rousseau deja, pues, sin definir con suficiente precisión sus relaciones mutuas, siendo así que, como dijera Spinoza, de ellas dependen la mecánica y la eficacia del Estado.
Por idénticas razones se muestra indeciso respecto a la forma de gobierno que mejor encamaría en la práctica a esa voluntad. Pues, en la medida en que ésta es general y abstracta, encajaría mejor en la monarquía absoluta; pero Rousseau la rechaza como la negación misma del Estado. Y en cuanto que es colectiva, lo haría más bien en la democracia; pero Roussseau la califica de un ideal irrealizable, propio de «un pueblo de dioses». Como en el caso del legislador, opta, pues, por el gobierno de los mejores, es decir, por la aristocracia electiva, pese a que los conceptos de elección y de los mejores contradicen más bien al de voluntad general.
CONCLUSIÓN
Pese a su carácter general, las consideraciones que preceden nos parecen demostrar que Spinoza se aleja de Maquiavelo y de Hobbes en la misma medida en que se aproximan a él Locke y Rousseau: en la defensa de la libertad individual como supremo valor humano y de la democracia como forma de gobierno que mejor la realiza. Ahora bien, así como los dos primeros subordinan en exceso la libertad individual al poder estatal, los dos últimos no la garantizan de forma suficiente, porque no distinguen ni articulan con precisión los poderes del Estado. En cuanto a la división y la articulación de poderes, sus teorías no están, pues, tan próximas como la de Spinoza a las democracias actuales.
Concluimos, pues, aplicando a la filosofía política de Spinoza en su conjunto lo que hemos escrito en otro lugar acerca del significado histórico del Tratado teológico-político. «Han pasado los tiempos de las monarquías revestidas de carácter divino y de la sociedad teocrática, y comienza la época de las democracias, apoyadas exclusivamente en el voto popular, y de la sociedad laica. Spinoza, con este tratado cierra ‘ante litteram‘ la época del absolutismo monárquico y de las reformas religiosas y abre los tiempos de la democracia y de las reformas sociales. Locke y Rousseau, los grandes teóricos del nuevo régimen, tienen con él grandes deudas, no confesadas, pero indiscutibles».
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[1] Nos referimos a: JUNIUS BRUTUS, Vindictae contra tyrannos (1579), verdadero manifiesto de Ios monarcómacos, publicado bajo el pseudónimo del primer cónsul romano, que dio orden de ejecutar a sus propios hijos (T. LIVIO, Ab urbe condita, II, inicio); Robert FILMER, Patriarcha or the natural power of kings (1680), obra póstuma; JACOBO 1, Trew law offree monarchies (1598), obra del rey inglés, también anónima; William BARCLAY, De regno et regali potestate (1600), etc.
[2] TP,XI,4. Adviertase que el derecho de las mujeres al voto fue admitido por primera vez en 1893 (Nueva Zelanda); en España, en 1931.
[3] Alusiones a Maquiavelo: TP, V, 7; y X, l. Si bien Spinoza se decide en favor de una lectura benévola de Maquiavelo («ad hoc … credendum magis adducor»), sus expresiones de duda son reiteradas: «non satis constare videtur»; «si quem (finem) … bonum habuit. .. , ut de viro sapiente credendum est, fuisse videtur»; «forsan voluit» … (TP, 5,7). Sobre Spinoza y Maquiavelover: Carla GALLICET, Spinoza lettoredel Machiavelli, Milán, 1972; Spinoza lettore del ‘Príncipe’, en «Studi in onore di A. Chiari», Brescia, 1 (1973) 549-566; A. MATHERON, Spinoza et la décomposition de la politique thomiste: machiavélisme et utopie, en «E. GIANCOTTI, Lo spinozismo ieri e oggi», Arch. Filos.(1978).
[4] Acerca de las relaciones entre Spinoza y Locke sólo tenemos noticia de dos estudios antiguos y parciales: Th.BECKER, De philosophialocki et Humi, spinozismifructu, criticismi semine, Lipsiae, 1875; J. DEN TEX, Locke en Spinoza over de Tolerantie, Amsterdam, ScheltemaenHolkema, 1926; ver M. TRIOMPHE (cit.nota 53). Para las relaciones con Rousseau, aunque existen trabajos parciales de Passarella (1924)
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