Las mentiras reiteradas del exjuez Garzón
«Es difícil aceptar que un juez que ve los cuerpos llagados de muchos de los detenidos sencillamente no pueda pensar que pasa algo de este tipo», dicen los autores en referencia a las torturas que aseguran que padecieron
Diecinueve de los detenidos de la denominada Operación Garzón han escrito este artículo, en que responden a las últimas declaraciones del exjuez Baltasar Garzón al diario La Vanguardia, y lo remitieron a dicho periódico que se negó a publicarlo
Ramon Piqué, Marcel Dalmau y 17 encausados más*
En un artículo publicado a La Vanguardia el día 31 de julio, dice el señor Baltasar Garzón que «la postverdad es la mentira emotiva, cuando lo que ha ocurrido en realidad tiene menos importancia que la percepción que se puede tener del hecho en sí». En el supuesto que nos atañe, lo que ha ocurrido y, según él, tiene menos importancia, son las torturas que varios militantes independentistas sufrimos a manos de la Guardia Civil en el verano del 1992, poco antes de los Juegos Olímpicos. Un delito de lesa humanidad.
Con un comienzo de artículo como el citado, el exjuez Garzón ha desaprovechado una ocasión de oro para hacer una autocrítica y desmarcarse de las cloacas del Estado, de las cuales en algún momento de su vida quiso sacar provecho para hacer carrera política. Hay que recordar que él trabajaba para la Audiencia Nacional, la instancia judicial heredera directa del Tribunal de Orden Público franquista, que continuó cumpliendo con las mismas funciones sin ninguna revisión, limpieza o ruptura.
El motivo por el cual el pasado mes de julio unos cuantos encausados dimos el paso de esperarlo en el Parlamento de Cataluña es que él había sido el responsable judicial de la operación en el marco de la cual fuimos torturados. Un responsable innegable, puesto que fue quien ordenó nuestras detenciones. Es difícil aceptar que un juez que ve los cuerpos llagados de muchos de los detenidos sencillamente no pueda pensar que pasa algo de este tipo. Le hicimos esta pregunta el día que vino a nuestro Parlamento y él no la quiso contestar. ¿Era ingenuo o era cómplice?
El día 16 de diciembre de 2012, en el programa Salvados de la Sexta, el señor Garzón afirmó taxativamente que, de las personas que habían comparecido ante él, ni una sola había denunciado torturas. Obviamente, cuando hizo esta afirmación, mentía. Está grabado y usted mismo se desmiente de manera implícita en este último artículo. En abril del 2013 el semanario La Directa hizo públicas las actas de nuestras declaraciones, en las que se demostraba que siete de las personas detenidas habían denunciado ante él esas torturas.
Tenemos que apuntar que, antes de declarar ante el juez, los agentes de la Guardia Civil nos habían amenazado con volver a ser torturados si no repetíamos las declaraciones que habíamos aprendido cuando estábamos en sus manos y, obviamente, nos avisaban de que fuéramos con cuidado si denunciábamos torturas. Nos habían demostrado con creces que no se trataba de ninguna postverdad, señor Garzón, y los juicios se fundamentaron sobre estas declaraciones, hechas bajo amenazas y torturas, que nunca fueron anuladas.
A pesar de todo, siete personas denunciamos torturas ante el juez y cuando empezamos a hablar de todo aquello a lo que habíamos sido sometidos, él, Baltasar Garzón, nos recordó que las preguntas las haría él, y que cualquier referencia al trato recibido se haría al final. De este modo, se descontextualizaba la declaración en relación a las torturas recibidas.
El exjuez dice que él no podía hacer nada más de lo que hizo, que la competencia era del juzgado ordinario y de la fiscalía correspondiente. Afirma que la sentencia de Estrasburgo dice que su actuación fue impecable, cosa que no aparece en ninguna parte del texto de la sentencia… El señor Garzón hace un relato a medida de sus intereses, sin ni una brizna de humildad.
Dice el señor Garzón que, de los quince detenidos que sostuvieron la denuncia al Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo (TEDH), seis fueron condenados por la Audiencia Nacional, y que eran personas que usaban el terror como medio para transmitir sus ideas. La relación de algunas de estas personas con Terra Lliure no justifica la práctica de la tortura. Este posicionamiento está en las antípodas de la defensa de los derechos humanos. Por otro lado, ¿tenemos que considerar que las otras nueve personas que habían denunciado torturas y que no fueron condenadas ni procesadas son daños colaterales de la razia policíaca? ¿Es así como quiere ser un defensor de los derechos humanos? Relea lo que ha escrito y dice en su artículo. ¿De qué postverdad está hablando?
Dice que no entiende la insistencia en intentar reivindicar visiones del pasado distorsionadas, que no vale la pena perder el tiempo… Las visiones distorsionadas del pasado las hemos soportado durante muchas décadas en este país, y los encargados de difundirlas han sido personas como usted, que se han dedicado a construir versiones oficiales tergiversadas con impunidad total. Dice que nadie es perfecto, y que ha hecho autocrítica en numerosas ocasiones y quiere continuar haciéndolo. Señor Garzón, no sabemos si ha hecho autocrítica, pero el texto de su artículo más bien va por otro camino, más bien es la actitud de alguien que, si tuviera dignidad, pediría perdón antes de proclamarse defensor acérrimo de los derechos humanos.
Pero, desgraciadamente, más allá del caso que nosotros vivimos, el exjuez en cuestión es conocido en algunas instancias de defensa de los derechos humanos justamente por su papel obstaculizador en materia de derechos humanos, y en su currículum hay más causas parecidas. Tenemos que recordar casos como el de Aritz Beristan, detenido el 2002 por orden del señor Garzón, ante el cual había denunciado torturas, y la sentencia posterior del TEDH, que condenaba de nuevo al Estado español por no haberlas investigado.
O el caso de las cinco personas detenidas en Vilanova i la Geltrú acusadas de pertenecer a Al Qaeda que denunciaron que habían sido torturadas ante los jueces de la Audiencia Nacional, Andreu y Grande-Marlaska y, posteriormente, ante el juez Garzón. Después de un tiempo, el mismo Tribunal Supremo anuló la sentencia de la Audiencia Nacional apuntando que no se habían investigado las torturas a pesar de los indicios racionales que había.
La Coordinadora por la Prevención y Denuncia de la Tortura, con motivo de la presentación del señor Garzón en 2011 como candidato a miembro del Comité por la Prevención de la Tortura del Consejo de Europa, hizo llegar a aquella instancia un documento con la compilación de numerosos casos en los que, siendo juez instructor el señor Garzón, se habían producido denuncias por torturas y no se habían parado los procesos, más bien al contrario. El juez tuvo que retirar su candidatura.
Señor Garzón, hablamos de torturas, no del proceso que vive Cataluña. Hablamos de un delito de lesa humanidad, no de independentismo.
*Firman este texto Ramon Piqué (twiter: @rpiqueh), Marcel Dalmau y 17 encausados más (todos ellos detenidos el año 1992 en el marco de la Operación Garzón semanas antes de la celebración de los JJOO de Barcelona).
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LA TORTURA
por JEAN AMERY
El turista que visita Bélgica se encuentra a veces, al azar de sus peregrinaciones, en un lugar que se sitúa a mitad de camino entre Bruselas y Anvers: el fuerte Breendonk. La construcción que descubre es una fortificación de la época de la Primera Guerra Mundial e ignoro qué destino le era asignado por aquel entonces. En el curso de la Segunda Guerra Mundial, durante el breve período de dieciocho días de resistencia de la armada belga en mayo del 1940, Breendonk fue el último cuartel general del rey Léopold. Luego, bajo la ocupación alemana, se transformó en una suerte de pequeño campo de concentración, un «campo de llegada», como era costumbre decir en el lunfardo del Tercer Reich. Hoy en día se ha convertido en un museo nacional belga.
Al primer vistazo se percibe que el fuerte Breendonk es un edificio muy antiguo, incluso histórico. Tal como está allí, bajo el cielo gris y eternamente cargado de lluvia de Flandes, con sus cúpulas invadidas de hierbas y sus muros grises, recuerda un grabado melancólico de la guerra del setenta: instantáneamente se piensa en Gravelotte y en Sedan, y es como si el emperador Napoleón III vencido, fuera a aparecer con el kepi en la mano, en el encuadre de esos portales robustos y bajos. Hay que acercarse para que esta visión furtiva nacida de una época remota dé lugar a otra imagen que nos es más familiar: miradores se yerguen a lo largo de la fosa que corre alrededor del fuerte, un cerco lo rodea con sus alambrados. De golpe el grabado de 1870 le cede el lugar a las visiones de horror de las fotografías que revelan aquel mundo que David Rousset ha denominado «el universo concentracionario». La administración del museo ha dejado las cosas tal cual fueron desde 1940 hasta 1944. Amarillentas pancartas en los muros dicen: »Todo hombre que pase este límite será abatido». El monumento a la Resistencia erguido ante el fuerte – un hombre arrodillado forzosamente pero enderezando desafiante la cabeza curiosamente tallada a lo eslavo -, este monumento patético, no era sin duda necesario para que el visitante comprenda dónde se encuentra, y aquello que este lugar conmemora.
Se entra por el portal principal y se llega rápidamente a una pieza que había sido misteriosamente bautizada con el nombre de «Oficina». Una foto de Heinrich Himmler en la pared, una bandera con una cruz esvástica desplegada sobre una larga mesa, algunas miserables sillas. Oficina. Cada cual se aplicaba a su trabajo, el suyo era matar. Luego vienen los largos pasillos húmedos, cargados de un rancio olor a sótano y mal iluminados por focos avaros de su lumbre rojiza, exactamente como en aquella época. Celdas sólidamente cerradas por puertas espesas de una pulgada. Hay que atravesar toda una serie de pesadas rejas antes de llegar a un sótano abovedado y desprovisto de ventanas donde se encuentra toda suerte de insólitos instrumentos de hierro. De aquí ningún grito puede escapar al exterior. Es aquí que eso me sucedió: la tortura.
Cuando se habla de tortura hay que tener el cuidado de agregar ciertas aclaraciones. El trato al que se me sometió en la innombrable bóveda de Breendonk no era la tortura en su forma más atroz. No me pincharon con agujas hirviendo por debajo de las uñas y tampoco quemaron con cigarrillos mi torso desnudo. Lo que me sucedió es menos grave y sobre eso hablaré luego; en comparación con otros suplicios este no es tan malo y mi cuerpo no ha guardado ningún estigma espectacular. Sin embargo, veintidós años después de que se produzca, oso afirmar, fundándome en una experiencia que, no obstante, no ha sondeado toda la extensión de lo posible, que la tortura es el acontecimiento más aterrador que un hombre puede guardar en su interior.
Ahora bien, mucha gente esconde en su interior este género de secreto, pues lo peor no tiene derecho a la unicidad. En la mayor parte de los países occidentales la tortura como institución y método ha sido abolida desde el final del siglo XVII. Sin embargo, hoy en día, dos siglos más tarde, hay hombres y mujeres que hablan de sufrimientos padecidos, pero nadie conoce su número. Trabajando en este ensayo, cayó en mis manos un periódico en el cual una serie de fotos muestran soldados de la armada sud-vietnamita torturando a los rebeldes del viet-cong que lograron capturar. Al respecto el escritor inglés Graham Greene escribió en el Daily Telegrah de Londres una carta en la cual dice lo siguiente:
»Lo que hay de singular en estas fotografías publicadas por la prensa inglesa y americana, es que fueron visiblemente tomadas con el consentimiento de los torturadores y que ningún comentario las acompaña. ¡Exactamente como si se tratara de imágenes ilustrando un tratado de zoología sobre la vida de los insectos! ¿significa esto que las autoridades americanas consideran la tortura como una forma legal de audiencia de los prisioneros de guerra? Cierto, si se quiere, esas fotos dan testimonio de una cierta honestidad, y prueban también que las autoridades no cierran los ojos. Pero me pregunto si finalmente la hipocresía del pasado no es preferible a esta suerte de buena fe inconsciente…»
Cada uno se plantea seguramente la misma cuestión que Graham Greene. La confesión de la tortura, el riesgoso emprendimiento -¿pero todavía lo es verdaderamente?- que consiste en divulgar tales documentos fotográficos al público en general, no se explica más que con la hipótesis de que la rebelión de las conciencias ya no es más temible. Es de creer que las conciencias se habituaron a esas prácticas. En el curso de los últimos decenios la tortura no ha sido practicada solamente en Vietnam. Prefiero no saber lo que pasa en las prisiones sudafricanas, angoleñas o congoleñas. Pero sé, y el lector lo ha escuchado sin lugar a dudas, cómo eran las cosas en las prisiones de la Argelia francesa. Sobre el tema existe un libro terriblemente preciso y objetivo: La Question de Henri Alleg; esta obra, cuya difusión fue prohibida, es el relato de un hombre que fue testigo ocular al mismo tiempo que víctima, y levanta un lacónico proceso verbal del horror sin hacer todo un escándalo de aquello que le sucedió. Alrededor de 1960, un gran número de libros y de panfletos han aparecido sobre el mismo tema: el sabio tratado de criminología de Alee Mellar, reputado jurista, el texto de protesta del publicista Pierre-Henri Simon, la investigación ético-filosófica de un teólogo llamado Vialatoux. La mitad de la nación francesa se levantó contra la tortura en Argelia; he aquí una proeza que es todo un honor de este pueblo, jamas se lo dirá lo bastante seguido ni lo bastante explícitamente. Los intelectuales de izquierda han protestado. Los sindicalistas católicos y otros laicos cristianos se pusieron en guardia y han intervenido contra la tortura, poniendo en peligro su seguridad y hasta sus vidas. Los príncipes de la Iglesia elevaron su voz, aunque a pesar de todo no era lo suficientemente fuerte a nuestro gusto.
Era esta la gran Francia, ávida de una libertad que no había perdido todavía del todo en esos días oscuros. En cuanto a los gritos lanzados en las lejanías, llegaban en tan poca medida a las orejas del mundo como mis propios aullidos no atravesaban las bóvedas de Breendonk, esos aullidos extraños y siniestros para mis propios oídos. En Hungría se cuenta de un primer ministro en función a quien bajo el régimen de uno de sus predecesores algunos torturadores le habrían arrancado las uñas. ¿Dónde están y quienes son todos aquellos de los cuales nunca tuvimos noticias y que probablemente no sepamos nunca? Pueblos, gobiernos, policías, nombres que conocemos pero que nadie cita. La tortura hace aullar. Quizás alguien aúlla en algún lugar en este mismo momento, en este preciso segundo.
¿Porqué, en el fondo, yo no he hablado de la tortura más que en el contexto del Tercer Reich? Sin lugar a dudas porque yo mismo la he sufrido bajo la sombra de las alas plenamente desplegadas de esa gran ave de presa. Pero no es solamente por eso: también es porque por encima de toda experiencia personal, estoy convencido de que para el Tercer Reich la tortura no era un accidente: ella era su esencia misma. Aquí yo escucho elevarse vivas protestas, y, lo sé, aquello que he osado afirmar me conduce sobre un terreno resbaladizo. Trataré de justificar esta aserción un poco más tarde. Pero antes que nada, permítanme relatar aquello en lo que mi experiencia ha consistido precisamente y lo que pasó en la atmósfera húmeda de los sótanos del fuerte Breendonk.
Fui arrestado por la Gestapo en julio de 1943. Por un asunto de propaganda. El grupo al cual pertenecía, una pequeña organización germano-parlante activa en el seno del movimiento de resistencia belga, estaba encargado de hacer propaganda antinazi entre los miembros de las fuerzas alemanas de ocupación. El material de propaganda que fabricábamos era bastante primitivo pero nosotros nos figurábamos que era suficiente para persuadir a los soldados alemanes acerca de la demencia y de la crueldad de Hitler y de su guerra Hoy en día yo sé, o al menos creo saber, que nuestro indigente mensaje caía en oídos sordos: en efecto, tengo sobradas razones para suponer que los militares verde oscuros que encontraban nuestros panfletos delante de sus barracas las pasaban al instante a sus superiores golpeando los talones, y que estos últimos a su turno informaban a los servicios de seguridad con la misma presteza dócil. Así pues los últimos descubrieron rápidamente nuestra pista y terminaron por acecharnos. Uno de los panfletos que llevaba conmigo en el momento de mi arresto declaraba en un tono de propaganda tan perentorio como torpe: »Muerte a los bandidos SS y a los verdugos de la Gestapo!»
Toda persona arrestada en posesión de escritos de este «tipo por esos hombres vestidos con abrigos de cuero que te apuntaban con sus pistolas no tenía que hacerse ninguna ilusión. Y yo no me hice ninguna, ni un segundo, pues me creía -erradamente, como lo comprendo hoy en día- viejo conocedor, oh cuán desconfiado del sistema, de sus hombres, de sus métodos. Lector de la Neue Weltbuhne y del Neue Tagebuch de aquel entonces, versado en la literatura de los campos de emigración alemana desde 1933, creía saber por adelantado lo que me esperaba. Desde los primeros días del Tercer Reich había escuchado hablar de los sótanos de las barracas de los SA en Berlín, en la General Pape-StraBe. Poco tiempo después había leído lo que, según mis conocimientos, era el primer documento alemán sobre los campos de concentración: el opúsculo intitulado Oranienburg de Gerhart Segers. Desde entonces tuve conocimiento de tal cantidad de relatos de antiguos prisioneros de la Gestapo que creía firmemente no tener nada más que aprender sobre ese tema. Lo que iba a suceder se integraría, para decirlo de alguna manera, perfectamente entre las obras relativas al tema Prisión, interrogatorio, golpiza, tortura y al final, según toda probabilidad, la muerte: estaba escrito y era así que todo se desarrollaría. Cuando en el momento del arresto un hombre de la Gestapo me ordenó alejarme de la ventana, porque conocía bien la trampa -se abre bruscamente la ventana con las manos atadas y de un salto se alcanza un borde cercano-, me sentí alabado de que me atribuyera tal presencia de espíritu y tal agilidad pero, obedeciendo a su orden, hice mansamente una negación con la cabeza asegurándole que no tenía ni la condición física requerida ni menos aún la intención de escaparme de manera tan intrépida a mi suerte. Sabía, agregué, lo que iba a pasar; podían contar con mi cooperación.
¿Pero es cierto que se sabe verdaderamente? No se sabe más que a medias. «Nada sucede ni como se lo espera, ni como se lo teme», afirma Proust en uno de sus libros. No es porque, como se dice, la realidad sobrepasa la ficción (no es una cuestión de cantidad), sino porque es la realidad y no ya el acontecimiento imaginado. Podemos pasarnos la vida entera tratando de confrontar lo imaginario y lo real: jamas llegaremos a término. Un cierto número de cosas suceden efectivamente más o menos de la manera prevista: los hombres de la Gestapo con abrigos de cuero, el cañón de las pistolas apuntando sobre la víctima, a este nivel todo corresponde. Luego, de repente, se cae en la cuenta casi sin poder creerlo de que esos tipos tienen no solamente abrigos de cuero y pistolas, sino también rostros: no «rostros de la Gestapo» con narices torcidas, partes de mentón hipertrofiadas, cicatrices dejadas por la viruela o las puñaladas, como se lee a veces en los libros, sino al contrario: rostros como cualquiera. Rostros insignificantes: Y el descubrimiento siniestro, que a un estadio ulterior reduce toda representación abstracta a la nada, nos hace comprender que los rostros insignificantes terminan igualmente por convertirse en rostros de la Gestapo y que el mal se superpone a la banalidad y en alguna medida la exalta. Pues no hay «banalidad del mal»; Hannah Arendt, que trataba de eso en su libro sobre Eichmann, no conocía el enemigo del hombre más que de oídas y no lo veía más que en su tubo de ensayo.
Cuando un acontecimiento nos desafía al extremo, se pierde el derecho de hablar de banalidad, porque en esta frontera no puede ser más cuestión de abstracción y todavía menos de una imaginación capaz de acercarse tan poco a la realidad. Que alguien sea maniatado y llevado por la fuerza a un automóvil solamente «es evidente» cuando se lee el relato en un periódico y luego uno se dice, en calidad de persona razonable, en el momento en que se está justamente embalando volantes: sí es cierto, ¿y luego? Eso me puede suceder, me sucederá seguramente algún día. Pero entonces: el automóvil es diferente, y uno jamás había sentido la presión de las ataduras sobre la carne, y no se reconocen las calles, y la reja del cuartel general de la Gestapo, que uno creía conocer por haber pasado por allí una infinidad de veces, revela otras perspectivas, otros ornamentos, otros adoquines cuando es en calidad de prisionero que uno franquea el umbral. Todo es evidente y sin embargo ya nada es evidente desde el momento en que se es brutalmente empujado hacia una realidad cuya luz enceguece hiriendo hasta la médula. Lo que llamamos «vida normal» puede sin lugar a dudas coincidir con la imaginación que la anticipa y el enunciado banal. Yo compro un periódico y soy »un hombre que compra el periódico»: el acto no difiere de la visión que lo anticipaba y yo mismo no me diferencio en absoluto de las millones de personas que lo han efectuado antes que yo. ¿Es que mi poder imaginativo no alcanza para investir plenamente la realidad de tal acontecimiento? No, sino porque eso que llamamos la «realidad cotidiana» no es en sí misma, en su vivencia inmediata, nada más que una abstracción cifrada. No miramos la realidad a los ojos salvo en muy raros momentos de nuestra vida.
Por supuesto que todo eso no es todavía la tortura. Estamos en el momento del arresto y, cuanto mucho, en el del primer golpe recibido. «Si hablas, me dijeron los hombres de rostros insignificantes, te enviaremos a la prisión de la policía de la Wehnnacht. Si te niegas a confesar, te encontrarás en Breendonk, y ya sabes lo que eso quiere decir.» Lo sabía y (al mismo tiempo) no lo sabía. En cualquier caso me comporté más o menos como el hombre que compra su periódico y hablé como estaba previsto. Con mucho gusto escaparía al fuerte Breendonk que conocía demasiado bien, diciendo aquello que esperaban conocer de mí. Pero desgraciadamente no sabía nada o casi nada. ¿Cómplices? no podía citar más que sus nombres falsos. ¿Los escondites? Solo nos llevaban durante la noche y jamás nos habían develado las direcciones exactas. Todo eso era un juego que ellos conocían demasiado bien y que no merecía tomarse la molestia de detenerse. Rieron con desprecio. Y súbitamente sentí… el primer golpe.
Los golpes asestados durante los interrogatorios no tienen gran importancia en criminología. Son represalias normales, tácitamente autorizadas y practicadas contra los detenidos recalcitrantes que se niegan a confesar. Si creemos al jurista antes citado, Alee Mellar, y su libro sobre la tortura, casi todos los policías distribuyen golpes a pequeñas o fuertes dosis, incluso en las democracias occidentales, exceptuando Inglaterra y Bélgica. En América se habla de third degree, el tercer grado de un interrogatorio en el curso del cual frecuentemente la policía llegaría incluso a tomar medidas más graves que los simples puñetazos. En Francia se llegó a inventar una palabra lunfarda para minimizar amablemente las cosas: se habla de «passage atabac» de los prisioneros. Luego de la Segunda Guerra mundial, un alto funcionario de la policía judicial ha expuesto con múltiples detalles, en una obra destinada a sus subalternos, las razones por las cuales era imposible renunciar a la violencia física «en el marco de la legalidad», en las audiencias de los culpables.
La mayoría de las veces el público no da prueba de hipersensibilidad cuando tales prácticas en vigor en las comisarias de policía son divulgadas por la prensa. Cuanto mucho se escucha hablar una que otra vez de la interpelación de un diputado de izquierda en el Parlamento. Luego de lo cual todas las otras historias terminan en cola de espera; todavía nunca escuché hablar de un policía que practicara estas golpizas y que no hubiera sido enérgicamente cubierto por sus superiores. Así pues, si algunos simples puñetazos – que por otro lado no guardan ninguna medida en común con la verdadera tortura – no suscitan más que débiles ecos en el público, aquel que los sufre vive una experiencia profundamente traumatizante, por no derrochar ya aquí las palabras graves más explícitas y hablar de monstruosidad. El primer golpe le hace comprender al detenido que está sin defensa, y que ese gesto encierra ya todo lo que sigue en estado embrionario. La tortura y la muerte en la celda, de las cuales se podía ya. haber tenido conocimiento sin que este conocimiento posea el color de la vida, son presentidas desde el primer golpe como posibilidades reales, más aún como certidumbres. Tienen el derecho de darme un puñetazo en la cara, se dice la víctima en una estupefacta perplejidad, y también con una certeza igualmente estupefacta se dice: van entonces a hacer de mí todo lo que quieran. Al exterior, nadie sabrá nada, y nadie intervendrá en mi favor. Cualquiera que quiera acudir a socorrerme, una esposa, una madre, un hermano o un amigo, nunca llegará hasta aquí.
Pocas cosas se han dicho cuando un hombre que nunca ha sido golpeado emite la constatación ético-patética de que con el primer golpe recibido el prisionero pierde su dignidad humana. Debo confesar que no sé exactamente qué es la dignidad humana. Hay quien cree perderla cuando se encuentra en condiciones tales que le es imposible bañarse todos los días. Otro piensa que se le priva cuando está constreñido a hablar una lengua distinta a la suya ante las autoridades. Por un lado la dignidad humana es asociada a un cierto confort físico, por el otro a la libertad de expresión, en un tercer caso quizás también al derecho de acceder a un compañero erótico del mismo sexo. No sé pues si aquel que es molido a golpes por la policía pierde su «dignidad humana». Pero aquello de lo que estoy seguro es que con el primer golpe que se abate sobre él, es desposeído de eso que llamaremos provisoriamente la confianza en el mundo. Confianza en el mundo. Muchas cosas la constituyen: por ejemplo la fe en una causalidad a toda prueba, fe irracional, imposible de justificar lógicamente, o la convicción igualmente ciega de la validez de la conclusión inductiva. Otro elemento más importante en esta confianza – y el único pertinente aquí – es la certeza de que el otro me tratará en función de contratos sociales escritos o no, más exactamente que va a respetar mi existencia física y de allí en más metafísica. Las fronteras de mi cuerpo son las fronteras de mi Yo. La superficie de mi piel me aísla del mundo extraño: al nivel de esta superficie yo tengo el derecho, si quieren que guarde la confianza, de no tener que sentir más que aquello que yo deseo sentir.
Así pues, el primer golpe recibido quiebra esta confianza en el mundo. El otro, contra quien yo estoy físicamente en el mundo y con quien yo puedo estar solamente mientras no transgreda la frontera que es la superficie de mi piel, me impone, golpeándome, su propia corporalidad. Levanta la mano contra mí y haciendo esto me aniquila. Es como una violación, un acto sexual cometido sin el consentimiento de uno de ambos miembros. Cierto, mientras que existe la perspectiva incluso mínima de poder defenderse, un mecanismo se activa en el curso del cual yo puedo progresivamente rectificar la transgresión operada por el otro. Defendiendo mi cuerpo yo opero una expansión, objetivo mi propia corporalidad, restablezco la confianza en mi supervivencia. El contrato social lleva entonces otro texto y otras cláusulas: ojo por ojo, diente por diente. y uno puede así conformar su existencia. Esto no es así allí donde el otro te rompe un diente o hace desaparecer tu ojo bajo una hinchazón, y cuando se padece sin defensas la agresión del adversario que devino el prójimo. Finalmente la violación física llevada acabo por el otro se muda en acto de aniquilamiento existencial desde el momento en el que ya no hay ayuda que esperar.
La esperanza, la certeza de recibir ayuda forman en efecto parte de las experiencias fundamentales del hombre y ciertamente también del animal. Es lo que han demostrado brillantemente el viejo Kropotkine, que hablaba de la «ayuda mutua en la naturaleza», y el sabio moderno Lorenz, investigador en el dominio del comportamiento animal. La espera de una ayuda exterior es mi elemento constitutivo del psiquismo en la misma medida que la lucha por la vida. Vengo enseguida, le dice la madre al niño que gime de dolor, tendrás tu biberón caliente, tendrás una taza de té, no te dejaremos sufrir así! Te prescribo un medicamento, tranquiliza el médico, esto te ayudará a sobrellevar el mal. Incluso sobre el campo de batalla hay ambulancias de la Cruz Roja que van en busca de los heridos. En casi todas las situaciones de la vida la herida física va de la mano de la espera de una ayuda externa: la primera es compensada por la segunda. Pero con el primer puñetazo del policía contra el cual no hay medio de defenderse y que no vendrá a detener ninguna mano fraterna, una parte de nuestra vida se apaga para no encenderse nunca más.
Hay que agregar que si la realidad de la golpiza por la policía es tolerable en un primer momento, es porque el temor existencial suscitado por el primer golpe se disipa muy rápido y que un espacio psíquico permanece abierto a un cierto número de consideraciones prácticas. Es incluso una sorpresa más bien agradable que se instala al principio, porque el dolor físico no es para nada insoportable. Los golpes que llueven sobre uno tienen subjetivamente una calidad esencialmente espacial y acústica: espacial en la medida en que el detenido golpeado en la cara o en la cabeza tiene la impresión de que la pieza se desplaza a sacudones con todos los objetos que ve; acústica, porque cree escuchar un ruido confuso de trueno que se atenúa progresivamente para llegar a ser un gruñido sordo y general. El golpe provoca su propia anestesia. No hay una sensación de dolor comparable por ejemplo a un violento dolor de muelas o a la quemadura lacerante de un corte purulento, tanto es así que el hombre golpeado se pone a pensar más o menos lo siguiente: pues bien, todavía es soportable, podéis continuar golpeándome, no os llevará a ningún lado.
Y no los llevó a ningún lado, y se hartaron de dar puñetazos. Yo solamente repetía que no sabía nada, no tardé en encontrarme, ya no en la prisión de Bruxelles administrada por la Wehrmacht, sino, tal como me lo habían prometido, en el «campo de llegada de Breendonk» en el cual los SS gobernaban como reyes. Sería tentador aquí hacer una pausa y hablar del trayecto en automóvil de Bruxelles a Breendonk, veinticinco kilómetros de campaña flamenca sobre una ruta bordeada de álamos que se plegaban bajo el viento y que era placentero mirar, incluso teniendo las muñecas doloridas por las ataduras muy cerradas. Pero esto nos desviaría del tema, y es tiempo de ir a los hechos. Que se evoque simplemente el ceremonial de acceso al campo en el que se penetraba por el portón principal y pasando el puente elevadizo: aquí, incluso los hombres de la Gestapo debieron presentar sus piezas de identidad a los soldados SS que estaban de guardia, y si hasta aquí el prisionero había conservado, a pesar de todo, alguna duda sobre la seriedad de la situación, en este lugar, al pie de los miradores y a la vista de las metralletas, en medio de ese ritual de ingreso marcado de una siniestra solemnidad, se veía forzado a reconocer que había llegado de una vez por todas al [m del mundo.
Fui conducido enseguida a la «Oficina» de la que ya he hablado. Los asuntos que se trataban estaban visiblemente florecientes. Bajo la mirada fría de Himmler que el cuadro representaba con el ojo calzado de un monóculo, los hombres entraban y salían, golpeando las botas, golpeando las puertas. Sobre los hábitos negros de sus uniformes estaban cosidas las letras SD. No se dignaron a dirigir la palabra a los recién llegados, hombres de la Gestapo o detenidos, se contentaron con anotar con celeridad los datos de mi carta de identidad falsa y me despojaron alegremente de mis posesiones desde ya insignificantes. Una billetera, los botones de las mangas y mi corbata me fueron confiscados. Un brazalete fino de oro despertó la atención maliciosa de la asamblea y un SS flamenco, que quería darse aires de importancia, explicó a sus camaradas alemanes que ese era .el signo distintivo de los partisanos. Cada objeto fue registrado en acta con la precisión que se impone para toda actividad ejecutada en una oficina digna de tal nombre. El padre Hirnrnler echaba una mirada satisfecha sobre el paño de la bandera que recubría la mesa de madera virgen, y sobre sus hombres. Se podía contar con ellos.
Llegó el momento de honrar una promesa hecha con anterioridad: justificar mi firme convicción de que la tortura era la esencia del nacionalsocialismo, más exactamente: que en ella el Tercer Reich se realizaba en toda su plenitud. Que se ha torturado y que se continúa torturando en otros lados, es un hecho evidente, y ya lo hemos recordado. Un hecho innegable. En Vietnam desde 1964. En Argelia de 1957. En Rusia probablemente entre 1919 y 1953. En 1919 la tortura fue practicada en Hungría, tanto por los Blancos como por los Rojos, la tortura fue practicada en las prisiones españolas, por los franquistas tanto como por los republicanos. Entre las dos guerras los torturadores echaban manos a la obra en los Estados semi-fascistas de la Europa del Este, en Polonia, en Rumania, en Yugoslavia. La tortura no es una invención del nacionalsocialismo. No obstante ella fue su apoteosis. El partidario de Hitler no alcanzaba el pleno desarrollo de su identidad cuando se contentaba con ser rápido como una liebre, áspero como el cuero, duro como el acero Krupp. No era la insignia de oro del partido lo que hacía al representante acabado de su Führer y de su ideología, no más que una orden de sangre o una cruz de Caballero. Era necesario que torture, que aniquile, para «ser grande soportando el sufrimiento de los otros». Era necesario que pudiera manipular los instrumentos de tortura para que Hirnrnler le librase el certificado histórico de madurez, y las generaciones futuras le consagrasen su admiración por haber logrado despreciar su propia misericordia.
Yo escucho una vez más elevarse las protestas ultrajadas, clamando que no es con Hitler que hay que asimilar la tortura sino con algo más general como el «totalitarismo». Escucho que me recuerdan a gritos el caso del comunismo. ¿Pero no he reconocido yo mismo que la tortura ha sido practicada durante treinta y cuatro años en la Unión Soviética? ¿Y Arthur Koestler no habría ya…? Sí! Ya sé, ya sé. Pero nos resulta imposible suscribir aquí a las grandes mistificaciones históricas de la posguerra, que presentaban el comunismo y el nacionalsocialismo como dos manifestaciones emparentadas de un solo y mismo fenómeno. Cuantas veces se ha citado en coro, y más de lo debido, los nombres de Hitler y de Stalin, de Auschwitz y de Siberia, el muro del ghetto de Varsovia y el muro Ulbricht de Berlín, de la misma manera que se cita siempre juntos a Goethe y Schiller, Klopstock y Wieland. Recordemos rápidamente, a título propio e incluso corriendo el riesgo de cometer una delación, lo que Thomas Mann dijo un día en una entrevista que fue objeto de numerosos ataques: a saber que el comunismo, por más aterradora que sea la imagen que provisoriamente dé de si, simboliza igualmente una idea del hombre, mientras que el fascismo de Hitler no es una idea, es una infamia. Pues a fin de cuentas no se puede negar que el comunismo en cuestión ha sabido desestalinizarse y que hoy en día en la zona de influencia soviética, y si podemos dar fe de una multitud de relatos que concuerdan, no se tortura más. En Hungría vive un primer ministro que habría sido antaño él mismo víctima de la tortura de Stalin, es posible y concebible. Pero, ¿quién podría imaginar un nacionalsocialismo «deshitlerizado», y, como hombre político de primer plano en una Europa reorganizada según una política nazi, a un antiguo partidario de Rhom que habría hecho sus armas en la escuela de la tortura? Nadie puede imaginar semejante cosa. Es imposible que eso sea. Pues el nacionalsocialismo, que no estaba munido de ninguna idea pero que disponía de todo un arsenal de ideas confusas y malvadas, ha sido hasta ahora el único sistema político del siglo en haber no solamente practicado la dominación del anti-hombre, como cualquier otro régimen del terror rojo o blanco, sino también en haberlo expresamente erigido en principio. La palabra humanidad le era tan odiosa como el pecado loes a los devotos, y es la razón por la cual hablaban de humanitarismo soporífico. Los nazis exterminaban y subyugaban, de lo cual atestiguan no solamente los cuerpos del delito sino también una cantidad más que suficiente de teorías en apoyo. Los nazis torturaban como los otros, porque la tortura era un medio de poseer informaciones importantes para el Estado. Pero paralelamente torturaban con la clara consciencia del mal. Martirizaban a sus prisioneros con fines determinados, exactamente específicos en cada caso. Pero torturaban antes que nada porque eran torturadores. Se servían de la tortura como medio. Pero la servían todavía con más fervor.
Cuando me recuerdo los’ acontecimientos de aquel entonces, puedo rever al hombre que entró súbitamente en la «Oficina» y del cual todo parecía depender en Breendonk. Su uniforme verde oscuro enarbolaba los ornamentos negros de los SS, pero lo llamaban Herr Leutnant. Era pequeño, robusto y tenía un rostro sanguíneo y cachetudo en el cual la fisonomía reconocería sin dudas el tipo «gruñón-afable». Tenía una voz ronca y agria y su acento recordaba aquel de un dialecto berlinés. De su muñeca colgaba, atado a un nudo de cuero, un nervio de vaca que podía llegar a tener el largo de un metro. ¿Pero porqué yo debería callar su nombre, ese nombre que luego me sería tan familiar? Quizás hoy este hombre pasa días felices, quizás se siente a gusto, rojo y sano, cuando vuelve en automóvil del paseo dominical. No tengo ninguna razón para no nombrarlo. Ese famoso Herr Leutnant que cargaba aquí con el rol de experto en materia de tortura se llamaba Praust: P-R-A-U-S-T. «Andando» me dijo complaciente con su voz chillona. Me condujo inmediatamente por los largos pasillos bañados de una luz rojiza en donde se sucedían rejas que se abrían y recaían pesadamente detrás nuestro, hasta que llegamos bajo las bóvedas del búnker que ya tuve la ocasión de describir. Estábamos acompañados por los hombres de la Gestapo que me habían detenido.
Si quiero al fin llegar al análisis de la tortura, no puedo desgraciadamente ahorrarle al lector los detalles concretos de lo que sucedió acto seguido, pero trataré de ser breve. Del techo del búnker colgaba una cadena en parte enroscada alrededor de una polea; en su extremidad inferior se encontraba un grueso gancho de hierro. Se me condujo bajo el aparato. El gancho fue pasado por las ligaduras que atenazaban mis manos atadas atrás de la espalda. Luego me izaron con la cadena hasta que mi cuerpo colgase aproximadamente a un metro del suelo. Así suspendido, con las manos ligadas por la espalda, uno puede mantenerse gracias a la fuerza de los músculos solamente un muy breve momento en una posición cercana a la vertical. Durante esos pocos minutos, mientras ya se han gastado las últimas fuerzas, que el sudor te corre por la frente y los labios y que la respiración se acorta, ya no se está más en estado de responder a ninguna pregunta. ¿Cómplices? ¿Direcciones? ¿Lugares de encuentro? A penas si se escucha todavía. La vida entonces concentrada por entero en un solo lugar muy circunscripto del cuerpo, en este caso las articulaciones de los hombros, no reacciona más, porque ella se consume totalmente para juntar sus fuerzas. Pero tal llamado de energía no puede durar demasiado, incluso en el caso de seres de fuerte constitución física. En lo que a mí concierne debí abandonar muy rápido. Fue en ese momento que se produjo en lo alto de mi espalda un ruido y un desgarro que mi cuerpo hasta el día de hoy no ha olvidado. Sentí que mis hombros se dislocaban. El peso mismo del cuerpo había provocado la luxación, caí en el vacío y todo mi cuerpo colgaba ahora de mis brazos dislocados, estirados hacia arriba por detrás y retorcidos hasta encontrarse por sobre de mi cabeza. Tortura, del latín torquere, torcer: ¡qué lección de cosas por la etimología! A la vez los golpes asestados con el nervio de vaca llovían tupidos sobre mi cuerpo y varios de ellos traspasaron pura y simplemente el paño ligero del pantalón de verano que yo llevaba ese día, el 23 de Julio de 1943.
Sería completamente absurdo querer describir aquí los dolores que sentí entonces. ¿Era aquello «como un hierro hirviendo incrustado en la concavidad de mis hombros», o bien «como si me hubieran clavado una estaca en la nuca»? Una metáfora sucedería a la otra y finalmente giraríamos desesperadamente en círculo, llevados de la nariz en un interminable carrusel de parábolas. El dolor era lo que era. No hay nada más que decir. La manera en que se sienten las cosas es tan incomparable como indescriptible. Marca los límites del poder de la palabra en la comunicación. Aquel que quiera hacer comprender a otro lo que fue su sufrimiento físico se vería constreñido a infligírselo y a mudarse él mismo en torturador.
Pero si el cómo del dolor se escapa a la comunicación lingüística, puedo quizás intentar explicar aproximadamente aquello en que consistió ese dolor. Contenía todo lo que ya hemos identificado antes a propósito de los golpes asestados por los policías, a saber: la violación por el otro de las fronteras del Yo, violación que ya no puede más ser neutralizada por la espera de una ayuda externa, ni contrarrestada por la autodefensa. La tortura es todo eso, y todavía mucho más que eso. Aquel que es sumergido por el dolor de la tortura siente su cuerpo como nunca antes. Su carne se realiza totalmente en su autonegación. La tortura se encuentra parcialmente y bajo una forma atenuada en esos momentos de la vida en que se actualiza en la conciencia del paciente que espera ayuda, y el dicho popular que dice que el hombre anda bien todo del tiempo que no sienta que su cuerpo enuncia una innegable verdad. Solamente en la tortura la coincidencia del hombre y de su carne se vuelve total: aullando de dolor, el hombre torturado y quebrado por la violencia, que no puede esperar socorro alguno, que ha perdido el derecho de legítima defensa, no es más que un cuerpo y absolutamente nada más. Si lo que Thomas Mann describió hace ya mucho tiempo en la Montaña Mágica es cierto: que el hombre es tanto más «carnal» cuando su cuerpo sucumbe desesperadamente al dolor, entonces la tortura es la más aterradora de todas las celebraciones del cuerpo. En el caso de los pacientes con tifus, éstas eran todavía festejadas en estado de euforia; para los mártires en cambio se mudan en rituales fúnebres.
Nos sentimos tentados de llevar la especulación más lejos. El dolor, decíamos, es el paroxismo de nuestra corporalidad así exacerbada. Pero quizás es todavía más que eso, y pensamos aquí en la muerte. Ninguna ruta tomada en préstamo a la lógica puede conducirnos a la muerte, pero está permitido pensar que el dolor pueda franquear hasta ella una vía intuitiva. Tendríamos entonces la siguiente ecuación: cuerpo =dolor = muerte, y en nuestro caso esta ecuación llevaría a su vez a la hipótesis de que la tortura, por la cual el otro hace de nosotros un cuerpo, anula la contradicción de la muerte y nos hace vivir nuestra propia muerte. ¿Pero acaso no estamos buscando refugio en un discurso que ya no es más científico? La única excusa que tenemos para justificar esta disgresión es la experiencia personal de la tortura, y nos falta todavía agregara titulo explicativo que la tortura tiene un carácter indeleble. Aquel que ha sido torturado permanece torturado. La tortura está marcada en su carne con hierro al rojo vivo, incluso cuando ninguna marca clínicamente objetiva es ya reconocible. El carácter inolvidable de la tortura autoriza entonces al torturado a lanzarse en tales vuelos especulativos, que no deben planear demasiado alto pero que tienen al menos el derecho de reclamar que se les reconozca su validez.
He hablado del mártir. Pero quizás sea hora de decir algunas palabras de los verdugos. Ningún puente liga el uno a los otros. La tortura policíaca moderna no conoce la complicidad teológica que ligaba sin lugar a dudas . los dos miembros en la Inquisición: la fe los reunía todavía en el placer de torturar, y en los tormentos del suplicio sufridos. El torturador creía ejercer el derecho divino, dado que purificaba el alma del culpable; derecho que el hereje torturado o la bruja no le negaban. Tal era la naturaleza de esa unión espantosa y pervertida de la cual ya no queda ningún rastro en nuestra época. Para el torturado, el torturador no es más que el otro, y es bajo esta óptica que lo consideramos aquí.
¿Quienes eran esos otros que me habían suspendido por los brazos dislocados y que azotaban con un nervio de vaca ese cuerpo inerte que colgaba? En un primer momento podemos adoptar el punto de vista a partir del cual no eran más que simples pequeños burgueses convertidos en bestias y torturadores subalternos. Es totalmente indispensable abandonar con la mayor rapidez ese primer punto de vista si queremos acercarnos al mal bajo una óptica que no sea banal. ¿Se trataba entonces de sádicos? Tengo la convicción perfectamente fundada de que no lo eran en el sentido estrecho de la patología sexual, tanto como estoy persuadido de no haber encontrado, en el curso de esos dos años de detención en la Gestapo y en los campos de concentración, ningún verdadero sádico de esta especie. Sin embargo lo eran probablemente si dejamos de lado la patología sexual y si intentamos juzgar a los torturadores según las categorías … y bien sí: de la filosofía del marqués de Sade. El sadismo concebido como concepción del mundo desordenada [dé-rangée] en el sentido estricto del término es otra cosa que el sadismo de los manuales corrientes de psicología, difiere también de la interpretación del sadismo en el análisis freudiano. Por lo tanto quisiéramos citar aquí al antropólogo francés Georges Bataille que ha meditado largamente sobre el extravagante marqués. Quizás veamos entonces que no solamente mis verdugos se habían instalado en el vecindario de la filosofía sádica, sino que el nacionalsocialismo por completo no estaba tan marcado por el sello de un «totalitarismo» difícil de definir como por el del sadismo.
Para Georges Bataille el sadismo no debe ser comprendido en el sentido de la patología sexual sino más bien en el de la psicología existencial, y bajo este ángulo se perfila como negación radical del otro, como el rechazo de reconocer a la vez el principio social y el principio de realidad. Un mundo donde triunfan el martirio, la destrucción y la muerte no puede subsistir, es evidente. Pero el sádico no se inquieta en absoluto de la perpetuación del mundo. Al contrario: quiere abolir el mundo, y mediante la negación de su prójimo, que para él es también «el infierno» en un sentido muy particular, quiere realizar su propia soberanía total. El prójimo es reducido al estado de cuerpo, de carne, proceso por el cual se encuentra al borde del abismo de la muerte; y en el peor de los casos termina por caer por abajo de la frontera letal en la nada. De esta suerte el torturador realiza su propia corporalidad asesina pero sin que le haga falta perderse totalmente como el mártir: puede poner término al suplicio cuando se le ocurra. El grito de dolor y el grito de muerte lanzados por el otro le pertenecen, reina en dueño absoluto» sobre la carne y el espíritu, la vida y la muerte. De esta suerte la tortura opera una inversión total del mundo social en donde solamente podemos vivir si le acordamos la vida al prójimo, refrenamos el deseo de expansión de nuestro Yo, y alivianamos sus sufrimientos. Al contrario del universo de la tortura en donde el hombre existe por el hecho mismo de que quiebra al otro y puede contemplar su ruina. Una simple presión de la mano prolongada por su instrumento es suficiente para transformar al otro -incluyendo su cabeza que puede abrigar o no a Kant y Hegel y todas las nueve sinfonías y el mundo como voluntad y como representación -en puerco que grita hasta la afonía camino al matadero. El verdugo, cuando ha terminado, cuando ha realizado su expansión en el cuerpo del otro y ha apagado aquello que era el espíritu del otro, puede incluso ponerse a fumar un cigarrillo o tomar su desayuno o, si tiene ganas, retornar al mundo como voluntad y representación.
Los de Breendonk se contentaban con el cigarrillo. y dejaban seguramente al viejo Schopenhauer en paz cuando se hartaban de torturar. Sin embargo, el mal que me reservaban no era banal. Eran, si se quiere, los obtusos burócratas de la tortura. Pero a la vez eran mucho más que eso, como podía yo leerlo en sus rostros serios, tensos, no hinchados de un deseo sexual sádico, sino más bien absortos y concentrados sobre una autorealización asesina. Con toda el alma conducían su asunto; éste se llamaba poder, dominación sobre el espíritu y la carne, auto-expansión excesiva que nada podía detener. Tampoco he olvidado que hubo momentos en que yo consagraba una especie de ignominiosa veneración a la torturante soberanía que ejercían sobre mí. Pues aquel que tiene el derecho de reducir el hombre a la carne y ofrecer a la muerte una presa gimiente, ¿no es acaso un dios o al menos un semi dios?
Más allá de los esfuerzos de concentración requeridos para aplicar la tortura, esos hombres evidentemente no olvidaban su oficio. Eran esbirros, para ellos todo esto era pura rutina. Continuaron pues con el interrogatorio, siempre las mismas preguntas: cómplices, direcciones, puntos de encuentro. Confesémoslo enseguida: tuve mucha suerte por el solo hecho de que nuestro grupo, en previsión justamente de eventuales extorsiones, lo había organizado todo perfectamente bien. Lo que querían aprender de mi boca en Breendonk, lo ignoraba sencillamente yo mismo. Si en lugar de los nombres falsos yo hubiera podido citar los nombres reales, quizás, incluso muy probablemente, una desgracia se hubiera producido, y yo tendría hoy en día la figura de un hombre pusilánime, lo cual soy sin ninguna duda, y de traidor, que ya era en potencia. Lo que no quiere decir que les haya opuesto un silencio heroicamente contenido, comportamiento que estamos en derecho de esperar de un hombre puesto en tal situación, y que conocemos por haber leído múltiples descripciones (casi todas debidas a gente que no eran ellos mismos protagonistas, dicho sea de paso). Yo hablé. Me acusé de crímenes políticos fantasmagóricos inventados en todas sus piezas, y de los cuales no comprendo todavía hoy en día cómo pudieron venir al espíritu del maniquí colgante que yo era. En mí incubaba sin lugar a dudas la esperanza de que luego de confesiones tan tremendas me asestaran un golpe bien dirigido en el cráneo, que pondría término a mi desgracia y me expediría lo más rápido posible al más allá, o al menos a la inconsciencia. Inconsciente terminé realmente. Aquello había terminado de una vez por todas, pues los esbirros renunciaron a reanimar el hombre demolido, y todos los absurdos que yo les había debitado ocupaban sin dudas sus débiles cerebros.
De una vez por todas, se había acabado. Aunque no ha terminado aún, Yo cuelgo, me balanceo todavía, veintidós años más tarde, suspendido bajo mis brazos dislocados, a un metro del piso, la respiración cortada, y yo me acuso. Aquí no hay rechazo (refoulement). ¿Se puede rechazar una mancha de nacimiento? Se puede hacerla desaparecer por la cirugía plástica, pero la piel que nace del injerto no es una piel en la cual un hombre se pueda sentir bien.
La tortura te abandona tan poco como la cuestión de la posibilidades y los límites de la capacidad de resistencia. Yo hablé con muchos camaradas y traté de revivir en pensamientos una cantidad de experiencias. ¿Acaso el hombre valiente resistiría? No estoy seguro. Por ejemplo está el caso de ese joven aristócrata belga convertido al comunismo. Había sido algo así como un héroe, sobre todo durante la guerra civil española donde combatió al lado de los republicanos. Sin embargo, cuando fue sometido a la tortura en Breendonk, «escupió el bocado», como se acostumbra a decir en la jerga dejos criminales, y como sabía muchas cosas, libró una red entera al enemigo. Este hombre valeroso llevó incluso la cooperación muy lejos y condujo a los hombres de la Gestapo hasta las viviendas de sus camaradas, a quienes él exhortó con un febril emprendimiento a confesar todo, a confesar verdaderamente todo, pues era la única manera de salvar su vida. Se trataba de pagar cualquier precio para escapar a la tortura. He conocido a otro, un revolucionario de oficio, un búlgaro que había sufrido brutalidades al lado de las cuales aquellas que me fueron infligidas no eran más que un deporte extenuante, y que sin embargo se había callado, simple y obstinadamente. En este contexto sería imperdonable no citar al inolvidable Jean Moulin quien fue inhumado en el Panteón. Fue detenido cuando era primer presidente del Consejo nacional del movimiento de la Resistencia. Si hubiera hablado, la Resistencia entera hubiera caído. Pero se dejó martirizar hasta la muerte y no traicionó la menor palabra.
¿En qué reside la fuerza, en qué la debilidad? No lo sé. No se sabe. Nadie pudo trazar todavía fronteras netas entre la resistencia llamada «moral» al dolor, y la resistencia «física», epíteto que ponemos igualmente entre comillas. Hay un gran número de especialistas que reducen el problema por entero a factores esencialmente fisiológicos. Citemos aunque más no sea a ese cirujano francés, profesor y miembro del College de France, René Leriche, que ha llegado hasta afirmar lo que sigue:
«No somos iguales ante el fenómeno del dolor. Uno ya sufre allí donde el otro, aparentemente, no siente todavía casi nada. Esta reacción depende de la calidad individual de nuestro sistema simpático, de la hormona producida por la glándula paratiroides, de substancias vasoconstrictoras de las glándulas suprarénales. Desde el punto de vista fisiológico el dolor no puede tampoco escapar al concepto de individualidad. La historia nos revela que el hombre actual es más sensible al dolor que sus ancestros, y esto sobre un plano puramente fisiológico. Yo no hablo aquí pues de una hipotética fuerza de resistencia moral y me limito al dominio de la fisiología. Más que factores morales, son los analgésicos y los narcóticos que han contribuido a aumentar nuestra sensibilidad. Por otro lado la reacción al dolor varía según los pueblos. Dos guerras nos han dado la ocasión de ver que la sensibilidad física no era la misma entre los Alemanes, los Franceses o los Ingleses. Pero donde el abismo se profundiza todavía más, es entre los Europeos de un lado, los Asiáticos y los Africanos del otro: los últimos soportan incomparablemente mejor el dolor físico que los primeros…»
Tal es el juicio emitido por una autoridad quirúrgica. Juicio que no sería en absoluto desmentido por la experiencia más simple del inexperto que . ha tenido la ocasión de ver a numerosas personas o a los miembros de diferentes grupos étnicos soportar privaciones y sufrimientos físicos. He podido constatar yo mismo durante mi estadía en el campo de concentración que los eslavos, y notablemente los rusos, soportaban los maltratos más fácilmente y más estoicamente que, digamos, los italianos, los franceses, los holandeses o los escandinavos. En efecto: en tanto que cuerpos no somos todos iguales ante el dolor y la tortura. Pero eso no resuelve sin embargo el problema del grado de resistencia, como tampoco eso ofrece respuesta concluyente a la cuestión de saber en qué proporción intervienen aquí factores físicos de un lado o morales del otro. Si estamos de acuerdo en llevar todo a la dimensión puramente fisiológica, corremos el peligro de terminar por perdonar toda forma de debilidad física y de lloriqueo. Si al contrario cargamos todo el peso sobre la resistencia llamada moral, deberíamos aplicar los mismos criterios tanto para juzgar la reacción de un joven colegial de dieciocho años todavía frágil que cedería bajo la tortura, como para juzgar aquella de un trabajador de treinta años, de constitución atlética, y ya endurecido por el trabajo manual y los rigores físicos. Preferimos permanecer aquí, como en aquella época yo prefería igualmente no llevar más lejos el análisis de mi grado de resistencia mientras yacía en mi celda y trataba de reflexionar, completamente demolido, con las manos siempre atadas en la espalda.
Pues aquel que acaba de escapar a la tortura y cuyo dolor se calma (antes de recomenzar con más fuerza) se siente ganado por una suerte de paz efímera, propicia para la reflexión. Por un lado el torturado está contento de no haber sido más que un cuerpo y de haber sido así liberado, piensa, de toda preocupación política. Ustedes están allí, se dice más o menos en estos términos, y yo aquí en mi celda, yeso me da una gran superioridad sobre ustedes. He vivido lo indecible, estoy todavía colmado, y ustedes están buscando cómo se saldrán de ésta, con ustedes mismos, con el mundo y con mi desaparición. Pero por otro lado la corporalidad que se ha revelado en el dolor y la tortura se volatiliza, yeso significa también el final del espantoso tumulto que ha estallado en el cuerpo, a la vez que el regreso a una estabilidad precaria que apacigua y tranquiliza. Incluso hay momentos de euforia en los cuales renace débilmente la fuerza de pensar, yeso despierta un sentimiento de felicidad excepcional, a pesar de que el fantoche desarticulado, que retoma poco a poco una apariencia humana, siente la necesidad de articular el acontecimiento en su espíritu, en caliente, en seguida, sin perder un instante, porque algunas horas más tarde podría ser demasiado tarde.
El pensamiento no es otra cosa que un gran asombro. Admiración de constatar que hemos pasado la prueba, que el espantoso tumulto no ha conducido a la explosión del cuerpo, que todavía hay aquí una frente sobre la cual podemos pasar las manos atadas, un ojo que se deja abrir y cerrar, una boca cuyos contornos reconocemos en un espejo. ¿Como es posible? Se dice uno: tú que por un simple dolor de muelas le hacías mala cara a toda la familia ¿has podido permanecer colgado de tus brazos desarticulados y sobrevivir? Tú que por una ligera quemadura de cigarrillo arrastrabas tu mal humor durante horas ¿te han infligido heridas con un nervio de vaca, heridas que ya casi no sientes ahora, qué ha pasado? Admiración también de constatar que te ha sucedido lo mismo que con justeza no debía concernir más que a aquellos que habían tratado el tema en los textos de acusación de los opúsculos: la tortura. Se comete un asesinato, pero pertenece al periódico que lo relata. Un accidente aéreo se produce, pero concierne a la gente que ha perdido un pariente en esa ocasión. La Gestapo tortura. Pero hasta ahora había permanecido como el asunto de los quidam que se ha martirizado y que han exhibido sus cicatrices en los congresos antifascistas. Que de golpe se encuentre uno mismo en la piel de un quidam, es lo que nos cuesta comprender. Eso también es una especie de alienación.
Si lo que queda de la experiencia de la tortura puede ser otra cosa además de una impresión de pesadilla, es entonces un inmenso asombro, y es también el sentimiento de haber devenido extranjero al mundo, estado profundo que ninguna forma de comunicación ulterior con los hombres podrá compensar. El mártir se sorprende de ver que en este mundo el otro puede tomar la forma del dominador absoluto y que esta dominación ha podido transformarse en poder de infligir el sufrimiento y de aniquilar. La dominación del verdugo sobre su víctima no tiene nada que ver con el poder ejercido sobre la base de los contratos sociales tal como los conocemos todos: no es la autoridad del policía de tránsito sobre el peatón, del perceptor de impuestos sobre el contribuyente, del lugarteniente sobre el sub-lugarteniente. Tampoco es la soberanía sagrada de los jefes o de los reyes absolutos, pues incluso si despertaban temor, eran a la vez objeto de confianza. El rey podía ser aterrador en su cólera pero también bondadoso en su clemencia; ejercer la autoridad equivalía a gobernar. Mientras que el poder del verdugo en las manos del cual el mártir gime, no es otra cosa que el triunfo ilimitado del sobreviviente sobre aquel que es arrojado fuera del mundo en el sufrimiento y en la muerte.
Asombro de constatar la existencia del otro que se afirma en la tortura sin tener en cuenta ningún límite, y asombro de ver aquello en lo que uno mismo puede devenir: carne y muerte. El hombre torturado no cesará nunca de asombrarse ante el pensamiento de que aquello que se llama alma o espíritu o consciencia o identidad, según el caso, pueda ser aniquilado de un golpe en el momento en que las articulaciones de los hombros se quiebran y saltan. Que la vida sea frágil, y que se pueda ponerle término «nada más que con una pequeña aguja», como escribe Shakespeare, es uno de esos lugares comunes que conoce desde siempre. Pero que se pueda hasta ese punto reducir el hombre al estado de carne y hacer una cuasi-presa de la muerte, es lo que solo la tortura ha podido aprenderle.
Aquel que ha sido sometido a la tortura es de allí en más incapaz de sentirse a gusto en el mundo. El ultraje del aniquilamiento es indeleble. La confianza en el mundo que conmueve ya el primer golpe recibido y que la tortura termina por apagar completamente es irrecuperable. Haber visto al prójimo levantarse contra uno engendra un sentimiento de horror para siempre incrustado en el hombre torturado: nadie sale de ese sentimiento para descubrir el horizonte de un mundo donde reine el Principio Esperanza. Aquel que ha sido martirizado está librado sin defensa a la angustia. Ella es quién de ahora en más llevará el bastón de mando. Ella -pero también lo que llamamos resentimientos. Pues ellos permanecen y no tienen ninguna chance de transformarse en una sed de venganza rabiosa y purificadora.
Traducción de Tomás losa
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