[DISCURSO SOBRE LA CONSTITUCIÓN DE LOS EEUU. Benjamin Franklin. Cuando en 1.787 se convocó en Filadelfia una asamblea general de todos los Estados libres de la América septentrional para dar más energía al gobierno de la Unión, revisando los artículos de la Confederación y corrigiendo algunos de ellos, el doctor Franklin, a pesar de tener entonces ochenta y dos años, fue nombrado diputado por el Estado de Pensilvania, y en calidad de tal firmó la nueva acta constitucional, aprobada por los Estados Unidos. El discurso que pronunció Franklin en esta ocasión es monumento admirable de prudencia y de moderación política; helo aquí:] SEÑOR PRESIDENTE: Confieso que no puedo aprobar enteramente, por ahora, la ley fundamental que se nos presenta; pero no quiero asegurar tampoco que deje de aprobarla más adelante. En la larga carrera de mi vida, muchas veces me he visto obligado a mudar de opinión aun sobre los asuntos más graves e importantes, ya por haber adquirido mejores informes y reflexionando con más detención, ya, en fin, porque lo que al principio se me había presentado con todo el aparato de justicia, estaba muy distante de ser justo en realidad. A fuerza de tan continuos desengaños, hijos de la experiencia, que sólo se adquiere en el curso de los negocios y en el trato de los hombres, mi razón se ha ido gradualmente corrigiendo del vicio general que nos domina de nuestro amor propio, para desconfiar más de mi opinión que de la ajena. Muchos hombres, así como muchas sectas religiosas, se consideran en posesión de toda la verdad, imaginando que toda opinión contraria a la suya no puede ser más que un puro error. El protestante Steel decía al Papa, en una dedicatoria, que la sola diferencia que existía entre nuestras dos Iglesias, sobre la opinión que tienen de la certeza de su doctrina, es que la Iglesia Romana es infalible, y que la Anglicana no se engaña jamás. Aunque, en general, las gentes tengan de su propia infalibilidad una opinión tan elevada como su Iglesia la tiene de la que le concierne, se hallan pocas que la manifiesten tan sencillamente como una señora francesa que en una disputa que tuvo con su hermana le dijo: “No sé, hermana, en qué consistirá, pero lo cierto es que solamente yo soy la que tiene siempre razón”. Estos sentimientos, señor presidente, son los que me guían hoy para adoptar esta Constitución con todos sus defectos, si los tiene, porque creo que nos es necesario un gobierno general, y que no existe ninguna forma de gobierno que no pueda ser un beneficio siempre que esté bien administrado. Creo, además, que el que aceptamos es susceptible durante muchos años de una buena administración, y que no degenerará en despotismo, como ha sucedido a otros muchos; a menos que el pueblo se corrompa en disposición tal que necesite un gobierno despótico y no pueda soportar ninguno de otra especie. Dudo también que cualquiera otra asamblea que pueda ser convocada sea capaz de redactar otra Constitución mejor; porque cuando se reúnen cierto número de hombres animados del deseo sincero de aprovechar el conjunto de su sabiduría, con ellos se reúnen también, inevitablemente, todas sus preocupaciones, sus pasiones, sus errores, sus intereses locales y sus miras personales. ¿Puede acaso esperarse de semejante concurrencia una obra perfecta? Lo que me admira es que el sistema propuesto se halle tan cercano a la perfección; y creo que sorprenderá a nuestros enemigos, que aguardan satisfechos a que en nuestros consejos reine la misma confusión que se suscitó entre los que fabricaban la Torre de Babel, y que nuestros Estados se hallen a punto de separarse para no volverse a reunir jamás o para degollarse mutuamente. Así, pues, consiento, señor presidente, en aceptar esta Constitución porque no espero otra más perfecta, y porque la gradúo en su esencia como la mejor posible. En cuanto a mi opinión particular sobre los defectos que he creído percibir en ella, todo lo sacrifico al bien público. Jamás he hablado de esta ley fuera de nuestra asamblea; en ella nació y en ella morirá. Si alguno de nosotros, cuando regrese al seno de sus comitentes, reprodujese sus objeciones y tratase de hacerse entre ellos partidarios, produciría con tal desacuerdo el mal trascendental de que la Constitución no fuese generalmente aceptada, y de este modo perderíamos los efectos saludables, las grandes ventajas que naturalmente deben resultar para nosotros, tanto en los países extranjeros como en el seno del nuestro, de esta unanimidad real o aparente. Una gran parte del poder y de la eficacia de todo gobierno para procurar y asegurar la dicha del pueblo, depende del conjunto de la opinión, de la opinión general que pueda formarse a favor de la bondad del gobierno, como también de la sabiduría y de la integridad de los que gobiernan. Espero, pues, que por amor a nosotros mismos, como que formamos parte del pueblo, y también por amor a nuestra posteridad, nos dediquemos cordial y unánimemente a recomendar esta Constitución por todas las partes donde nuestra influencia pueda extenderse, y que, en lo sucesivo, encaminemos nuestros pensamientos y nuestros esfuerzos hacia las medidas que deben adoptarse para que sea bien administrada. En fin, aprovecho, señor presidente, esta ocasión para manifestar cuánto desearía que, a mi ejemplo, depusieran un poco de su propia infalibilidad los miembros de esta asamblea que creen notar algunos defectos en nuestra Constitución, y que para dar una prueba manifiesta de nuestra unanimidad, firmásemos todos la aceptación. [Franklin presentó entonces la moción de que se añadiese a la Constitución: “Hecha y adoptada por unánime consentimiento”. Esta moción fue aprobada.] BENJAMIN FRANKLIN, El libro del hombre de bien, Espasa-Calpe, Colección Austral, edición de 1964. Filosofía Digital, 2006
|
*******
Tabla de contenidos
¿No hay ningún revolucionario en Cataluña? por JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS
La revolución pasa por parar y reconducir en el momento aún posible el curso de unos acontecimientos desnortados y mal avenidos con las posibilidades reales que las circunstancias presentan para lo que se pretende
No se aminora, sino que se agrava la situación crítica del Estado español. Así es por los envites lanzados por las fuerzas independentistas de Cataluña. Si la gravedad de la crisis se incrementa por la manera acelerada en que éstas pretenden llevar adelante el proceso de secesión, concretado en un referéndum para la misma, resulta a la vez patente que no la alivia en nada el inmovilismo del Gobierno de España respecto a tal situación. Los primeros ponen su fe en la mecánica de un proceso de “desconexión” que con secretismo y abuso de reglamento quieren aprobar en el Parlamento de Cataluña, tratando de ocultar las fuertes desavenencias que en el mismo bloque independentista va originando un proceso sin estrategia clara y con escasos logros en cuanto a sus objetivos. Mientras tanto, el Gobierno, contando con apoyo del PP, Ciudadanos y parte del PSOE, pone su confianza, al más puro estilo Rajoy, en que el tiempo lo arregla todo, dejando que supuestamente los problemas se disipen con su mero transcurso, por fatiga de los protagonistas y, en todo caso, por el marcaje que se les hace desde los tribunales de justicia.
Desde la opinión pública se percibe, sin embargo, que ambas formas de creencia acerca de la deriva futura de los hechos no se sostienen sobre bases firmes. Lo más probable es que las colisiones se sigan produciendo, a pesar del desgaste de quienes están a la cabeza de ambas tendencias opuestas. Puede incluso que ese desgaste, por el lado del independentismo, extreme las posiciones a favor de un referéndum de autodeterminación cuanto antes, sin que tales prisas supongan por sí mismas garantía alguna de que se vaya a celebrar.
PUEDE INCLUSO QUE ESE DESGASTE, POR EL LADO DEL INDEPENDENTISMO, EXTREME LAS POSICIONES A FAVOR DE UN REFERÉNDUM DE AUTODETERMINACIÓN CUANTO ANTES
Es por ello que, ante un panorama tan bloqueado, la misma desconfianza hacia dinámicas contrarias que nada bueno hacen prever haga pertinente preguntarse qué se puede hacer para reconducir el conflicto planteado, desechando la pasividad de quienes todo lo confían a que el problema se estanque en vía muerta, así como el voluntarista optimismo de quienes imaginan el mundo a la medida de sus deseos. De la secesión exprés que se quiere conseguir mediante precipitada desconexión respecto del Estado español y referéndum unilateral cabe pensar que, aun con apariencia de proceso poco menos que revolucionario, de ninguna manera lo es, ni por épica, ni por ética, ni por estética. Si todo ello se puede describir como gran acto de insumisión al ordenamiento legal del Estado español, no parece que en número y en voluntad política suficiente esté la ciudadanía catalana dispuesto a arrostrarlo. De hecho, ni siquiera es compacta al respecto la coalición Junts pel Sí que promueve el proceso. Por ello, dado que por ahí no se percibe un componente revolucionario, toca buscarlo por otra parte, pero el caso es que no aparece –dicho sea con la venia de la CUP–.
Es de la nebulosa así descrita de donde surge la pregunta que, sin querer ser mera boutade, encabeza estas líneas: “¿No hay ningún revolucionario en Cataluña?”. Diré que es interrogante recogido al hilo de reflexiones como las de Walter Benjamin, cuestionando precisamente las ingenuas confianzas en el progreso, sean en clave presuntamente revolucionaria, sean en las conocidas pautas conformistas de la socialdemocracia. Frente a la concepción decimonónica, por el mismo Marx suscrita, de que las revoluciones son las locomotoras de la historia, Benjamin formula claramente lo que son más que reservas: “Quizá sean las cosas de otra manera. Quizá consistan las revoluciones en el gesto, ejecutado por la humanidad que viaje en ese tren, de tirar del freno de emergencia”. Es decir, en determinadas situaciones la revolución no pasa por acelerar los tiempos, sino por parar y reconducir en el momento aún posible el curso de unos acontecimientos hasta ahora desnortados y mal avenidos con las posibilidades reales que las circunstancias presentan para lo que se pretende. ¿No hay nadie en Cataluña, por el lado independentista, que tire de la alarma?
SI POR EL LADO DE LOS PARTIDARIOS DE LA SECESIÓN NO EMERGE NADIE QUE DIGA QUE EL PROCESO DEBE SER REPLANTEADO, TAMPOCO SE ENCUENTRA LA DESEABLE CLARIDAD ENTRE LOS PARTIDOS POLÍTICOS QUE RECLAMAN UN REFERÉNDUM PACTADO CON EL ESTADO
Si por el lado de los partidarios de la más inmediata secesión no emerge nadie que a las claras diga que el proceso debe ser replanteado, tampoco se encuentra la deseable claridad entre los partidos políticos que honestamente reclaman un referéndum pactado con el Estado, que no tendría que ser necesariamente de autodeterminación en cuanto tal. En el espectro de esa izquierda política que se hace cargo de la amplia mayoría de la ciudadanía catalana que quiere que de alguna manera se le consulte respecto a las posibles formas de relación –incluida la independencia– de Cataluña con el Estado español, quizá puedan surgir las voces necesarias para replantear las cosas con seriedad y serenidad. Podían recordar, entre el ir y venir de Els Comuns y Podem, al mismísimo Trotsky, que ya en los años treinta, en sus escritos sobre ‘Las tareas de los comunistas en España’, sugería atender las demandas democráticas de Cataluña respecto a su estatus en relación al Estado español, pero bien que subrayaba en su lúcido análisis que tal cosa habría de ser planteada en correlación con las necesidades objetivas del pueblo, con su centro de gravedad en el proletariado de la época. El líder revolucionario no se privaba de señalar que para la izquierda era obligado tener en cuenta la voluntad democrática de la ciudadanía catalana, pero, obviamente, toda vez que de manera explícita se hubiera manifestado en referéndum. No hay revolución que valga, ni proceso que salga, sin contar con las condiciones que de hecho se dan, tanto objetivas como subjetivas. ¿Tan difícil es tenerlo en cuenta casi un siglo después?
¿Qué cabe pensar de lo que se podría hacer por el lado del Gobierno y sus adláteres? Lo primero, que el PSOE se desmarcara claramente de la condición de adlátere. Para ello no tiene que hacer más, pero tampoco menos, que definir de una vez qué se está proponiendo desde el campo socialista –PSOE y PSC– cuando se habla de federalismo, habida cuenta de que se hace planteando una reforma federal del Estado de las autonomías –sin eludir que la reforma ha de ser de tal calado para lograr un nuevo pacto constitucional que no habría que tener miedo de traer al debate la necesidad de un proceso constituyente–. Y como el federalismo, para que sea viable en España, ha de ser plurinacional, habrá que poner sobre la mesa el reconocimiento explícito de las naciones que existen en la realidad política hispana, las cuales no pueden ser tratadas como solo naciones culturales, sino como naciones con una identidad política que reclama ser atendida jurídicamente. Y va de suyo que ello no implica que a cada nación haya de corresponder un Estado, pues sobraría en tal caso hablar de Estado federal plurinacional.
Quedaría la tarea de lograr que desde la derecha se dieran pasos hacia las reformas necesarias. Si no lo hacen, se hará más evidente aún que su españolismo tiene más de ideología conservadora, con su correspondiente función de encubrir intereses, que de patriotismo respetuoso. Alguna vez habrá que sacar conclusiones tras dejar de considerar la soberanía nacional como intangible mitificación; la realidad ya se encarga de socavarla. Y entre los distintos interlocutores habrá que dibujar, una vez que los alocados trenes se paren un poco, una estación de intermediación para poner en diálogo lógicas de signo contrario a las que, por responsabilidad política y respeto a los respectivos pueblos de las naciones tantas veces invocadas, habrá que hallar una salida en medio de las contradicciones que presentan. Si eso ocurre, será verdadero ejercicio de poder político democrático. Si no sucede, será señal de la impotencia de poderes que, dada su debilidad para negociar estratégicamente, y aún mayor para convencer, se verán recluidos, como apunta certeramente el filósofo coreano Byung-Chul Han en su libro Sobre el poder, en una menguada soberanía que les sumirá en el descrédito ante sus ciudadanos. Lo revolucionario –con permiso para una palabra tan grandilocuente- será entonces generar un espacio de intersección donde empezar a hablar quizá no de dependencias e independencias, sino –lo decía Rubert de Ventós hace muchos años- de interdependencias.
AUTOR
-
José Antonio Pérez Tapias
Es miembro del Comité Federal del PSOE y profesor decano de Filosofía en la Universidad de Granada. Es autor de Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional. (Madrid, Trotta, 2013)
Algo se mueve. De momento toca votar a los militantes. Si votan a Pedro S., será nuestra responsabilidad que esos 180.000 militantes pasen a ser una gota de agua en un océano libre y abierto; el nuestro El que construimos entre todos, no el que otros construyen para ellos diciendo que es para nosotros. Si gana Pedro, que llama a la participación de la militancia en la formación de la voluntad del partido, hay que afiliarse y participar. Sin tomar decisiones nos pasará como a la rana que se cuece sin saberlo. Ciertamente, yo no puedo olvidar que Pedro votó a favor de la reforma express del 135 de la Constitución. Pero lo puedo comprender (no compartir): Disciplinado por el partido. Y no puede hacer otra cosa. Por ahora. Le perdonamos mucho. Pero porque le exigiremos mucho. Montesquieu (siguiendo a Spinoza) lo definió bien: La virtud del Gobernante no es la virtud del gobernado. No me interesa la virtud de Pedro; me interesa nuestro futuro; la virtud de nuestro futuro. He sido siempre revolucionario; pero la Revolución de los Falangistas de Podemos no es Revolución, es Contrarrevolución. Es el enemigo, no el salvador. Ni elecciones transparentes, ni censo creíble de votantes, liderazgo personalista, apoyo de lo más corrupto (medios de manipulación, ejército de trolls, ninis sin programa, los niñatos de Zapatero junto a Verstringe -al que también apoyó Anguita en su Frente Cívico -fue la razón principal de que se fuera a la mierda; Anguita, católico y falangista laureado por sus hagiografías de José Antonio Primo de Rivera- alucinante pero cierto-, con Verstringe, el nazi de las cinchas y el uniforme paramilitroncho, …en fin, que al lado de "eso" Pedro brilla de limpio, con prueba de algodón o del 9. Porque estoy convencido de que la Falange no desapareció con Franco; sólo se ocultó; se metió en el PSOE para fagocitar el socialismo -y así ha sido otros 40 años-,y luego se extendió como infección por la I.U. de los López Garrido, Gerardo Iglesias, Cristina Almeida, … hasta Rosa Aguilar, la niña de Anguita; reconvertida por Garzón y su séquito de Monereos y Vicentes. Los mismos cínicos que ahora “triunfan” en Podemos. La next generation de falangistas travestidos de nosotros. Podemitas y trolls, entre Star Trek y el Hobbit. Seremos capaces de buscar el interés general de las decisiones políticas votando y participando en una estructura partidaria que se dice socialista, y hacer que lo sea, no solo que lo parezca …? Ese es el reto que genera la ilusión … otra vez, si. Mejor que nunca más.