Mis queridos hermanos, hubo un tiempo en el que todos nosotros estábamos viviendo en la oscuridad y ninguno conocía la brillante luz de las estructuras. Entonces todavía vagábamos como niños perdidos que no pueden encontrar el camino de regreso a sus chozas, porque nuestros corazones no conocían el Gran Amor, y nuestras orejas permanecían aún sordas a las palabras de Dios.
Los Papalagi nos han traído luz. Ellos vinieron a nosotros para liberarnos de la oscuridad. Nos condujeron a Dios y nos enseñaron a amarle. Es por lo que les respetamos como portadores de la luz, como los hombres que nos hablaron del Gran Espíritu, al que los Papalagi llaman Dios. Reconocimos a los Papalagi como a nuestros hermanos y no los hemos echado de nuestro país, sino que hemos compartido toda nuestra fruta y pan con ellos, como los hijos de un solo padre.
Los hombres blancos no han escatimado medios para traernos sus escrituras, incluso cuando nos hemos comportado como niños malos y no hemos resistido a sus enseñanzas. Siempre quedaremos agradecidos por sus problemas y sufrimientos en nuestro interés y siempre les respetaremos como nuestros portadores-de-luz.
La primera cosa que el misionero nos explicó fueron las formas de Dios y nos apartó de los viejos dioses, a los que él llamaba «falsos» porque en ellos no estaba presente el verdadero Dios. Por eso nosotros dejamos de adorar las estrellas de la noche, la fuerza del fuego y el viento, y buscamos a su Dios, el Gran Padre del cielo.
Después, a través de los Papalagi, Dios nos hizo abandonar nuestros palos de fuego y otras armas, para así vivir juntos como buenos cristianos. Pues todos vosotros conocéis la voluntad de Dios: «No matarás, sino que os amaréis los unos a los otros», que es el más elevado de sus pensamientos.
Obedientemente nosotros hemos abandonado nuestras armas y a partir de ese momento los destacamentos de ataque que destruían nuestras islas han cesado, y cada uno ama al otro como a un hermano. Nosotros aprendimos que los mandamientos de Dios eran buenos, porque ahora vivían pacíficamente un pueblo junto a otro, mientras antes estaban divididos y el caos y la agitación no tenían fin.
Incluso si el Gran Dios no está viviendo dentro de todo el mundo, podemos todavía proclamar la gratitud de que nuestras vidas han sido mejoradas desde que adoramos a Dios como el padre y todopoderoso soberano del mundo. Agradecidos y con devoción escuchamos sus palabras sabias y profundas que aumentan aún más nuestro amor y nos llenan también cada vez más con su Gran Espíritu.
Tal como he dicho, los Papalagi nos han traído la luz que se ha asentado en nuestros corazones ardientes y ha llenado nuestros sentidos de felicidad y gratitud. Ellos recibieron la luz más pronto que nosotros. Los Papalagi conocían la luz incluso antes de que el más viejo entre nosotros hubiese nacido. Pero el Papalagi únicamente sostiene la luz en sus manos extendidas para dejarla brillar sobre otros; pero él mismo, su cuerpo, está toda vía en la oscuridad, y su corazón está lejos de Dios. Aun cuando él nombra a Dios con su boca, cuando la luz que lleva esté en sus manos. Nada es más difícil y llena mi cabeza de mayor pesar que tener que deciros esto. Pero no podemos ni queremos ser cegados por los Papalagi; de otro modo nos arrastrarán a su oscuridad. Ellos nos trajeron la palabra de Dios, pero fallaron al entender sus mensajes y enseñanzas. Con sus manos y bocas lo hicieron, pero no con sus cuerpos. La luz no les ha penetrado a pesar de brillar por fuera e iluminar todo a su alrededor. Una luz que algunas veces es llamada «amor».
No se dan cuenta de la falsedad de sus propias palabras y de su amor. Así podéis daros cuenta de que un Papalagi no puede decir «Dios» con todo su corazón. Cuando lo hace pone una cara como si estuviera cansado o aburrido. Pero cada hombre blanco se llama a sí mismo el hijo de Dios y tiene su fe confirmada en escritura sobre esteras. Dios es todavía un extraño para ellos, aunque todos recibieron sus enseñanzas y lo conocen. Incluso aquéllos que se supone hablan sobre Dios dentro de sus monumentales cabañas, construidas en su honor, no llevan a Dios dentro de ellos y sus palabras se las lleva el viento al gran vacío. Los predicadores no llenan sus sermones con Dios y sus discursos son como el romper del oleaje sobre los acantilados: sigue y sigue, y nadie lo oye.
Puedo decir esto sin provocar la cólera de Dios; nosotros los niños de las islas no éramos peores que los Papalagi son ahora, cuando rezábamos a las estrellas y al fuego. Éramos malos y estábamos en la oscuridad porque no conocíamos la luz. Pero los Papalagi conocen la luz y son todavía malos, vagando en la oscuridad. Y lo peor es que se llaman a sí mismos los niños de Dios y cristianos, y quieren hacernos creer que son el fuego, cuando solamente son los portadores de la luz.
Un Papalagi rara vez piensa en Dios. Únicamente cuando una tormenta le amenaza o cuando teme que su lámpara de la vida cese de arder; entonces recuerda que existen poderes más fuertes que él y que le gobiernan. A la luz del día, Dios estorba sus particulares hábitos y vicios. Sabe que Dios nunca perdonaría estos vicios y que debería postrarse en la arena si realmente Dios estuviese dentro de él, pues él está lleno de lujuria, odio y animosidad. Su corazón se ha transformado en un afilado anzuelo, solamente bueno para el robo, en lugar de ser una luz que conquiste la oscuridad y le conduzca lejos del frío.
El blanco se llama a sí mismo cristiano. Una palabra como una bella melodía. Un cristiano. ¡Oh, si pudiéramos llamarnos eso siempre! Ser cristiano significa amar a Dios y a tu hermano, y solamente entonces amarte a ti mismo. Amar, hacer lo que es correcto, debe ser parte de nosotros como nuestra sangre, nuestra cabeza o nuestras manos. Los Papalagi llevan las palabras «Dios», «amor» y «cristiandad» solamente en sus labios. Las ponen sobre sus lenguas y las dejan retumbar. Pero sus corazones y su amor no se inclinan ante Dios, sino ante objetos y ante las máquinas. No están llenos de luz, sino de un deseo glotón por el tiempo y por la insensatez de sus profesiones. Están diez veces más ansiosos por visitar los locales de pseudovida que por emprender la búsqueda de Dios, que está lejos, muy lejos.
Queridos hermanos, justamente ahora el Papalagi tiene aún más ídolos que nosotros teníamos, si entendemos por ídolo algo que adoras además de a Dios y que llevas en tu corazón como tu más preciada posesión. Dios no es el bien más precioso que el Papalagi lleva en su corazón. Por esto no obedece sus deseos, pero sí aquellos de un aitu. Os digo esto como resultado de mis pensamientos: los Papalagi nos han traído las escrituras como una especie de objeto de trueque, para cambiarlas por fruta y por las mejores y más bellas partes de la isla. Creo que son muy capaces de eso, pues he descubierto muchos sucios pecados en los corazones de los Papalagi y sé que Dios nos ama más de lo que les ama a ellos, que nos llaman salvajes, palabra que trata de evocar imágenes de animales con colmillos, carentes de toda alma.
Pero Dios tomó sus ojos y los abrió desgarrándolos para hacerles ver. Dios dijo a los Papalagi: no podéis vivir de cualquier modo que queráis. A vosotros ya no os haré más mandamientos. Entonces el hombre blanco vino y se mostró en su verdadera forma. ¡Oh, desgracia! ¡Oh, terror! Con voces rugientes y palabras orgullosas nos quitaron nuestras armas y, como Dios, dijeron «amaos los unos a los otros» ¿Y ahora? ¿Habéis oído las terribles noticias? ¿Esas noticias blasfemas, amargas y sin amor? ¡Europa está ocupada asesinándose! Los Papalagi se han puesto frenéticos. Uno está matando a otro. Todo se está destruyendo en sangre, miedo y terror. Al fin los Papalagi han admitido que Dios no está con ellos. La luz que llevaba en sus manos se ha ido, la oscuridad está en su camino, nada se oye salvo el aterrador batir de las alas del murciélago y el ulular de los búhos. Hermanos, mi amor por Dios y por todos vosotros me posee; por esa razón Dios me dio mi pequeña voz, para contaros todas estas cosas que os he dicho. De modo que permaneceremos firmes en nuestro interior y no seremos seducidos por la lengua fluida y rápida de los Papalagi. Cuando vuelvan, mantengamos nuestros brazos frente a nuestros ojos y gritémosles que silencien sus voces estrepitosas, porque a nosotros sus voces nos suenan como el rugir del oleaje y el silbar de las palmeras, pero a nada más. Y mientras no tengan rostros fuertes y felices, y desde sus brillantes ojos la imagen de Dios no irradie como el sol, dejémosles permanecer lejos.
Dejémonos de promesas y gritémosles: «Permaneced lejos de nosotros con vuestros hábitos y vuestros vicios, con vuestra loca precipitación por la riqueza que traba las manos y la cabeza, vuestra pasión por llegar a ser mejores que vuestros hermanos, vuestras muchas empresas sin sentido, vuestros curiosos pensamientos y el conocimiento que no conduce a nada, y otras tonterías que dificultan vuestro sueño en la estera. Nosotros no tenemos necesidad de todo eso: somos felices con los placeres agradables y nobles que Dios nos ha dado para no ser cegados por su luz y que pueda ayudarnos para que no nos perdamos, y brille siempre en nuestro camino de tal modo que podamos seguir su senda y absorber su maravillosa luz, que significa amarse los unos a los otros y llevar mucha fafola en nuestros corazones».