Última clase del profesor Vidal Peña García en el salón de actos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo, sobre «Relaciones entre la filosofía cartesiana y la filosofía kantiana».
INTRODUCCIÓN
El pastor Kohler (latinizado, Colerus) provocó en 17O5 la primera encarnación de la vida de Baruch de Espinosa[1]; desde entonces la sombra de esa vida ha transmigrado dudosamente de la hagiografía a la denostación. Sabíamos antes de leer a Feyerabend, que no hay hechos puros; los hechos de la vida de Espinosa dicen cosas distintas en distintos lenguajes, como les ha ocurrido siempre a los hechos. Y así el hombre « ebrio de Dios», que profiere sin cesar su sagrado Nombre; el que deposita una mosca en la tela de araña y contempla sonriente el necesario desenlace, el que rechaza ofertas de dinero y de honrosos cargos académicos, el minucioso pulidor de lentes, el que envía a prisión a un deudor, el que se informa con toda cortesía de las enseñanzas que su huésped ha obtenido en un sermón dominical, el que no puede evitar una sonrisa cuando rezan en su presencia, el que declara que la guerra y la matanza no le incitan a risa ni a llanto, el apacible fumador de pipa, el arrebatado personaje que, panfleto en mano, intenta salir a la calle para acusar de bárbaros a los asesinos de sus amigos y protectores políticos, el que dice que en la naturaleza no hay bien ni mal, el defensor de la democracia, el que menosprecia el vulgo, el tísico, el que acaso fue rechazado por la hija de su maestro de matemáticas —ella prefirió a otro, según cuentan—, el que habla serenamente de las pasiones «como de líneas, superficies y cuerpos», el que acota quizá abruptamente, tratando de los celos, que esa pasión se incrementa al imaginar los genitales y las excreciones de quien posee al objeto amado…, ese hombre es, alparecer, el mismo, pero la reconstrucción de su identidad pasa por más de un esquema. Siempre podría decirse que perseguir esa identidad es tarea condenada sin remedio al fracaso, para la vida de Espinosa o para cualquier otra: su obra, y no la fantasmagoría de sus datos biográficos, sería el lugar de su objetividad. Por desgracia, la objetividad de esa obra es también multiforme: ateísmo sistemático, panteísmo impregnado de fervor, racionalismo absoluto, misticismo, materialismo, idealismo, han compuesto y componen las figuras de su proteica inmortalidad. Ateo abominable, que horrorizó a Europa con su Tratado teológico-político; santo laico, en quien toda una tradición liberal puso sus complacencias; precursor de la sana doctrina para la ortodoxia del materialismo dialéctico, Espinosa parece haber servido para todo. Aquí, sin embargo, no vamos a hacer caso a tantos motivos de duda. Vamos a decir algo de la figura biográfica de Espinosa y algo de la obra que hemos traducido, del único modo en que se pueden decir esas cosas, a saber: pensando que nuestra versión es la mejor. Pero es un hecho que sólo desde una actitud propia significa algo el hecho de una actitud ajena: contribuir a la diafonía de opiniones es contribuir a la polémica de que está tejida la realidad. E irritarse contra la realidad —Espinosa lo habría dicho— carece de sentido.
La anécdota de la vida de Espinosa es tan conocida que no merece la pena tratar en detalle de ella. Sí nos referimos a algunos aspectos que, sobre todo en nuestro país, no suelen ser subrayados, y que nos parecen de la mayor significación. Al hacerlo divulgaremos aspectos de Espinosa que otros han estudiado ya, pero que acaso no forman parte todavía de la «imagen corriente» que se tiene de él.
Baruch de Espinosa nace en 1632 en el seno de la comunidad judía de Amsterdam, ghetto que no lo es en el sentido siniestro que la historia ha justificado tan a menudo para el término. Se trata de una comunidad próspera, cuya religión y usos son respetados; hasta tiene su propia política interna. Las Provincias Unidas —y Holanda a la cabeza— son en ese momento la vanguardia de Europa, y representan el máximo de tolerancia posible en la época. La historia de la filosofía, escrita en perspectiva ilustrada (la perspectiva del «martirologio de la razón») recordará, con todo, a un Voetius ladrando contra Descartes, o al propio párroco de Voorburg excitando, probablemente, a sus fieles contra Espinosa. Sin embargo, a pesar de los clérigos calvinistas (ligados al partido de los Orange) el contrapeso «liberal» está sólidamente asentado en esta república de mercaderes, y los judíos acuden a ella como a su asilo seguro. La familia de Espinosa ocupa en la comunidad un lugar notable: el padre —Miguel, comerciante de especias— llega a formar parte de los Parnassim (el consejo rector). En ese relativo aislamiento la cultura judía es mantenida con vigor. Conviene señalar, de todas maneras, que esa cultura judía incluye manifestaciones muy variadas: hoy sabemos que la judería de Amsterdam conoció, a lo largo del siglo xvii, importantes crisis ideológicas; el legado que de ella habría recibido Espinosa no tendría que haber sido, necesariamente, el de la más estricta ortodoxia. Nombres como los de David Farar, Joseph Salomón del Medigo, y, sobre todos ellos, el de Uriel da Costa, puntean la historia de esos escándalos heterodoxos[2]. Parece probado que Espinosa tuvo buen conocimiento de tales desviaciones de la pureza doctrinal, bien que su formación infantil y adolescente fuese la propia de un fiel, y asistiera a las lecciones de Saúl Leví Morteira, maestro, al parecer, pasablemente aggiornato, pero ortodoxo al fin. Conviene también añadir que el judaismo, en torno a Espinosa, está repleto de componentes ibéricos. Emigradas de Portugal o de Castilla, estas familias de exmarranos siguen adscritas al área, cultural de sus países de procedencia. Las lenguas familiares de Espinosa son el portugués y el castellano; más tarde aprenderá el latín —en el que escribirá toda su obra[3]— y el holandés: no deja de ser importante subrayar que nunca llegó a dominar el holandés tan bien como sus lenguas maternas. Entre sus lecturas, junto a las obras de la filosofía judía medieval (española también: Maimónides), figuran las de Cervantes, Góngora, Quevedo… Es cierto que algunos estudiosos portugueses del espinosismo se nos han adelantado en la posible reivindicación de Espinosa para el «acervo cultural» del país, pero también es cierto que la reivindicación portuguesa no cuenta con más razones —parece— que la castellana. Cuando el profesor Carvalho dice, por ejemplo, que el giro espinosiano nec per somnium cogitant (Eth. I, App) no es puramente latino, sino que reproduce (digamos, por cierto, que algo libremente) el portugués «nem por sonho lhe passa pela cabeça», siempre podría decirse que «ni en sueños lo piensan» es también castellano. En cuanto a la afirmación —procedente de otra parte — de que Espinosa sea un pensador característicamente portugués, hasta el punto de poder equipararse al doctor Oliveira Salazar (afirmación que, contra lo que pudiera parecer, no surge de un desbordamiento de nuestra fantasía)[4] acaso sea hoy menos oportuna que en su tiempo. Añadamos que cuando Espinosa es expulsado de la comunidad judía escribe su defensa en castellano. Pero en seguida daremos más detalles que, si no necesariamente a una tesis que convierta a Espinosa, así, sin más, en un filósofo español, sí conducen al menos a una valorización de los posibles componentes españoles del pensamiento de Espinosa (en la línea a que han dado pie, por ejemplo, los estudiosos de Caro Baroja)[5]. Creemos que eso no dejará de ser reconfortante en un país cuyos clásicos filosóficos son tan escasos.
Espinosa asiste a la sinagoga, y, muy joven aún, comienza a manifestar su rebeldía frente a la doctrina ortodoxa. ¿Rebeldía solitaria ? Seguramente, no. Hasta no hace mucho tiempo se atribuía influencia decisiva sobre esa actitud crítica al círculo de cristianos liberales holandeses —los «colegiantes» —, con los que Espinosa trabó relación en Amsterdam a partir del momento en que acudió a recibir lecciones de matemáticas (y, muy probablemente, también de escolástica cristiana) del ex-jesuita Van Enden, en cuya casa se reunían miembros de dicho grupo, algunos de los cuales serán desde entonces amigos permanentes de Espinosa: Lodewijk Meyer (que prologará sus Principios de filosofía cartesiana), Jarig Jelles y otros. ¿Es ese cristianismo liberal el responsable de que Espinosa se aparte de la ortodoxia judía? ¿Acaso a ello se deba el hecho de que Espinosa utilizase después, ocasionalmente, un vocabulario «cristiano», en el primer manuscrito que de él nos ha quedado —el Breve Tratado—, y, posteriormente, en su Tratado teológico-político? Que Espinosa ha tomado en consideración a los «colegiantes» está fuera de duda. Pero es el alcance de esa consideración lo importante. Y en este punto (basándonos en los trabajos de Gebhardt, pero sobre todo en los de Revah, cuya obra utilizaremos a partir de ahora para exponer lo que nos interesa aquí)[6] nos parece que la actitud crítica de Espinosa ante la ortodoxia judía es, desde el principio, de una radicalidad tal que no puede haber sido inspirada por una mera concepción cristiana, aunque fuera «liberal». Porque no se trata ya de crítica de una teocracia (rabínica o calvinista), ni de mera libertad de conciencia. Eso se da por supuesto, pero de lo que se trata, en profundidad, es de una crítica de la idea misma de Dios, tan tajante que ha de ser bebida en otras fuentes (sin que ello quiera decir que estas fuentes sean las únicas considerables). Y aquí es donde pueden representar un papel de excepción las propias heterodoxias judías hispánicas del círculo de exiliados de Amsterdam: papel que Revah ha puesto persuasivamente de manifiesto a propósito de la figura del doctor Juan de Prado.
Juan de Prado es un marrano andaluz, estudiante en Alcalá y graduado en Toledo como doctor en medicina, en 1638. Criptojudaizante, emigra a Holanda, donde se convierte oficialmente al judaismo y toma el nombre de Daniel. Pero su evolución ideológica va más allá. Unos años más tarde podrá ser descrito como «un Philosopho Medico que dudava o no creya la verdad de la Divina Escritura, y pretendió encubrir su malicia con la afectada confession de Dios y la Ley de Naturaleza» (subrayamos la última expresión por las concomitancias que guarda con Espinosa). El autor de semejante descripción es el energúmeno Isaac Orobio de Castro, médico judío también, y notable cazador de herejes; la descripción misma forma parte del título de una Epístola invectiva contra Juan de Prado, ya descubierta por Carl Gebhardt en 1923. Apologista del judaismo del creyente humilde (de «la fe del carbonero»), Orobio de Castro achaca a los estudios superiores las tribulaciones ideológicas que sacuden a las sinagogas de Amsterdam. En dicha Epístola, y tratando de Prado, dice que «contagió a otros», que «han dado crédito a sus necios sophismas». Ya Gebhardt sospechó que Espinosa estuviera entre esos «otros». En un opúsculo de 1683 («Tabla de las Hermandades sagradas de la Santa Comunidad de Amsterdam»), su autor, el poeta Miguel de Barrios, defendiendo el mérito de Saúl Leví Morteira en su lucha contra el ateísmo, dice: «Espinos son los que en Prados de impiedad dessean luzir con el fuego que los consume; y llama es el zelo de Morteira que arde en la çarça de la Religión por no apagarse»; la alusión, no muy memorable por su ingenio, es en todo caso bien patente. Téngase en cuenta que Prado, notablemente superior en edad a Espinosa, coincide con éste en Amsterdam en su época de estudiante; parece que Prado mismo concurre a la escuela de Morteira. Sobre la relación —tan probable — entre Prado y Espinosa en este momento no hay datos concretos. Pero sí los hay de una etapa posterior: tras ser expulsado de la comunidad, Espinosa sigue frecuentando la compañía de Prado, y en un contexto que nos muestra lo estrecho de sus relaciones.
Todo el mundo conoce las circunstancias de la expulsión de Espinosa de la sinagoga. Recordemos la rabiosa fórmula del Herem: «Excomulgamos, maldecimos y separamos a Baruch de Espinosa, con el consentimiento de Dios bendito y con el de toda esta comunidad; delante de estos libros de la Ley, que contienen trescientos trece preceptos; la excomunión que Josué lanzó sobre Jericó, la maldición que Elias profirió contra los niños y todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley; que sea maldito de día, y maldito de noche; maldito cuando se acueste y cuando se levante; maldito cuando salga y cuando entre; que Dios no lo perdone; que su cólera y su furor se inflamen contra este hombre y traigan sobre él todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley; que Dios borre su nombre del cielo y lo separe de todas las tribus de Israel, etc.» Los perseguidos se han tornado eficaces perseguidores. La pericia en el maldecir, en la furia verbal, que alcanzan tan refinadamente los perpetuamente humillados, ofendidos y apaleados (el Tersites del Troilus shakespeariano exclama, en un rapto de autoanálisis: «Ajax me golpea y yo le maldigo; ¡ojalá fuese al revés!»), se vuelve con saña contra «el enemigo que está dentro». Espinosa no lo olvidará; bajo la imperturbabilidad estoica que la tradición hagiográfica espinosista nos ha transmitido, conservará contra sus ex-correligionarios un intenso desprecio: el Tratado teológico-político es —entre otras cosas que es— su «venganza», y la instauración de la crítica bíblica, su respuesta a la bíblica maldición. Nada de ello impide que Espinosa siga siendo judío, sin embargo, pero es que ser un judío desarraigado es un rasgo judío bastante frecuente.
Prado ha sido expulsado también de la comunidad. Espinosa, en esta primera etapa de su vida desarraigada, no se vuelve sólo hacia los «colegiantes». Su vida, en Amsterdam, está, por esta primera época, llena de nombres españoles, y de españoles nada ortodoxos. Unido a Juan de Prado, asiste regularmente, junto con él, a una tertulia de españoles emigrados. La noticia se la debemos a la Inquisición, bien informada hasta extremos aún hoy difícilmente superables, pese a los brillantes logros que de entonces acá se han obtenido en la fiscalización de vidas y conciencias.
En 1659, fray Tomás Solano y Robles, agustino originario de Nueva Granada, se presenta ante la Inquisición madrileña. Viene, como fiel católico, a descargar su conciencia y demostrar su espíritu de colaboración con las fuerzas encargadas de velar por la salud del cuerpo social, salud que, como es sabido, requiere de cuando en cuando la amputación de los miembros enfermos. En suma, viene a delatar a alguien. Lo exige la salvación de su alma, y acaso también la de su cuerpo; el Tribunal podría llegar a enterarse de que no ha procedido con la debida diligencia. Cuenta que, viniendo a Europa desde Colombia, su barco ha sido apresado por los ingleses; liberado en Londres, ha pasado a Amsterdam. Allí espera barco para España desde agosto de 1658 hasta marzo de 1659. Relata al inquisidor un caso que ha conmovido a los españoles residentes en Amsterdam: un cómico sevillano —no judío—, llamado Lorenzo Escudero, se ha convertido al judaismo, pese a las presiones en contra de sus compatriotas más fieles; fray Tomás informa de ello, por si a Escudero se le ocurriera volver a España. El inquisidor aprovecha la ocasión para preguntarle por otros españoles que pudieran judaizar en Amsterdam. En su relato, Solano dice que conoció al doctor Prado, que había estudiado en Alcalá, «y a un fulano de Espinosa, que entiende hera natural de una de las ciudades de Olanda porque havia estudiado en Leidem y hera buen filósofo». Sabe que los han expulsado de la comunidad judía por ateos, por decir «que el alma moría con el cuerpo ni havia Dios sino filosofalmente». Subrayamos la última expresión porque se trata de un diagnóstico de una extrema perspicacia, que condensa muchísimas cosas en pocas palabras. Un diagnóstico de hombre del oficio, a fin de cuentas.
Al día siguiente de la declaración de Solano se presenta ante el inquisidor otro representante de la España eterna, esta vez bajo la concreta figura corporal del capitán Miguel Pérez de Maltranilla. También éste acude a tranquilizar su conciencia, que, tras la intervención de fray Tomás, debe de estar mucho más intranquila aún. Cuenta que tuvo que pasar a Holanda desde los Países Bajos del Sur (aún dominios de la Corona española), a consecuencia de un duelo. En Amsterdam vivía con Solano, como ya sabe el inquisidor. Denuncia asimismo a Escudero, y tiene bastante que decir de la tertulia donde Solano y él distraían su obligado ocio. Allí —dice— «conoció al doctor Reynoso, medico, natural de Sevilla, y a un fulano de Espinosa, que no sabe de donde era, y al doctor Prado, también medico, y a fulano Pacheco, que oyó decir era de Sevilla y que allí havia sido confitero y se ocupaba en chocolate y tabaco, acudían a casa de D. Joseph Guerra, un caballero de Canaria que asistía allí a curarse de mal de lepra, adonde este también acudía, por ser su amigo y correspondiente. Y en las ocasiones que este los bio allí … que serian muchas, porque acudían muy de hordinario a dicha casa y a curar al dicho D. Joseph Guerra y a entretenerse, respectivamente, les oyó decir al dicho Dr. Reynoso y al dicho fulano Pacheco como ellos eran Judíos …, y aunque alguna vez les querían dar tocino no le querían; y al dicho doctor Prado y fulano Spinoza les oyó decir muchas veces como ellos havian sido Judíos … y los havian excomulgado, y que andaban estudiando qual hera la mejor ley para profesarla, y a este le pareció que ellos no profesaban ninguna…» El capitán alude más por lo llano, desde su implantación castrense más mundana (en el sentido de Kant), a lo mismo que el agustino ha referido de modo más sabio o académico. Pero es obvio que para el inquisidor la traducción mundana de Maltranilla es del todo pertinente: decir que «no hay Dios sino filosofalmente» significa que no hay Dios. «Dios», como idea filosófica, nada tiene que ver con la concepción religiosa de Dios, sea católica, protestante o judía. De esta forma el inquisidor podría muy bien haber coincidido con Orobio de Castro (que era su colega, versión judía) en afirmar que Prado —o Espinosa— pretendían «encubrir su malicia» con «la afectada confession de Dios y la Ley de Naturaleza». Si eso es verdad de Prado, no menos lo será de Espinosa, su amigo: Espinosa se pasará la vida hablando de Dios, pero ese Dios —como ha dicho deliciosamente un historiador «analítico» de la filosofía— «no es el Dios del lenguaje ordinario». Sin duda, es un Dios muy especial.
Los archivos de la Inquisición, exhumados en este caso por Revah de un modo tan oportuno, nos proporcionan esos preciosos datos. Preciosos no sólo por lo que tienen de excelente tranche de vie española de aquel feliz tiempo, sino porque nos permiten conjeturar con solidez que la amistad de Prado y Espinosa no fue meramente ocasional, que sus comunes intereses ideológicos eran más radicales que los de las confesiones cristianas de la época y que resultaban alimentados en el seno de un grupo de emigrados españoles. No es difícil imaginarse el ambiente de esa tertulia como el de una escuela de desarraigo: acaso la decisiva escuela de Espinosa. Españoles exiliados por judaizantes, judaizantes que se han vuelto ateos. No disponer de un testigo que nos haya transmitido los coloquios de ese inquietante cenáculo es, quizá, la más deplorable laguna en la biografía de Espinosa.
Como quiera que sea, es claro que el contacto con ex-católicos y ex-judíos no ha hecho sino alimentar en Espinosa el desprecio por ambas confesiones. Testimonio de su actitud ante el catolicismo será, más adelante, la durísima cana a Alberto Burgh[7], joven convenido a la Iglesia romana que le había escrito exhortándole a abandonar sus errores filosóficos. «Todavía podrían tolerarse esos absurdos —le dice Espinosa, refiriéndose a ciertas argumentaciones de su carta anterior— si adorases a un Dios infinito y eterno, y no al que Chastillon… dio impunemente de comer a sus caballos.» «Apártate de esa odiosa superstición…; deja de llamar misterios a errores absurdos, y no confundas torpemente lo que desconocemos, o lo que aún no hemos aclarado, con aquello cuyo absurdo ha sido demostrado, como ocurre con los horribles secretos de esa Iglesia…» Haciendo el paralelo con el judaismo, añade: «Eso que dices acerca del común consenso de multitud de hombres, y de la ininterrumpida sucesión de la Iglesia, es la misma cantinela de los fariseos.» Y frente al escepticismo de Burgh (el escepticismo que representa siempre la religión frente a la filosofía) tiene Espinosa un gesto de orgullo filosófico: «No presumo de haber encontrado la mejor de todas las filosofías, pero sí sé que conozco la verdadera, y si me preguntas que cómo lo sé, te responderé que del mismo modo que tú sabes que los ángulos de un triángulo valen dos rectos…» Todo el texto de la cana deja algo malparada la imagen de ese Espinosa «dulce y paciente» que muchos se han complacido en forjar. Al menos por esta vez (aunque no es, desde luego, la única en la que Espinosa emplea un lenguaje prácticamente volteriano: véase su correspondencia con Hugo Boxel)[8], muestra sus espinas la rosa que había adoptado en su sello, y la divisa de ese mismo sello (caute: «ve con cautela») resulta infringida.
Sólo parece quedar en él cierto respeto hacia ese grupo de cristianos liberales a que nos hemos referido: los que propugnan, precisamente (entre otras cosas), la separación de Iglesia y Estado. Pero a la hora de valorar ese respeto no debe olvidarse —creemos— el componente político del mismo. Los «colegiantes», a través de su influencia cerca de Jan de Witt, son una fuerza política real. Para Espinosa suponen el único auxilio, a falta de actitudes más radicales que no pueden encontrarse, o que, si se encuentran (y acaso el único sitio para ello es aquel círculo de españoles emigrados), carecen de peso efectivo; se trata, sí, de parientes intelectuales, pero políticamente no existen: son utópicos por su mismo desarraigo. El realismo político de Espinosa le hace entonces contar con lo que hay, aunque lo que hay no sea del todo satisfactorio desde el punto de vista de la «pureza racional». Pero la filosofía de Espinosa aprendió muy pronto a reconocer las «impurezas» como realidades: «las ideas inadecuadas y confusas se siguen unas de otras con la misma necesidad que las ideas adecuadas, es decir, claras y distintas» (Eth., II, Prop. 36). Su realismo político no supone en modo alguno una merma de su rigor filosófico: su amistad con los «colegiantes» no es mero «oportunismo» para garantizarse una «vida tranquila». No hay ahí el menor asomo de irracionalismo, y sí el reconocimiento de las exigencias de la razón en determinado campo de la realidad, campo que es necesario, y, por tanto, racional, con todas sus «impurezas».
Con ello rozamos otro aspecto de la vida de Espinosa, que es dejada un poco en la sombra a veces (aunque más antes que en la actualidad) por quienes han preferido imaginarlo como el especulativo que talla su Ética con la misma minucia y en la misma soledad que sus lentes. Hablamos de su colaboración con la política dejan de Witt frente al partido de los orangistas. Ese compromiso le lleva hasta aceptar misiones diplomáticas (su entrevista con Conde, al parecer cancelada). A este trasluz el Tratado teológico-político se convierte en una obra «de encargo», en arsenal ideológico al servicio de una política. Pero esa expresión —«de encargo» — no tiene por qué ser despectiva, ni resulta incoherente con la figura intelectual que Espinosa había decidido adoptar. En esa introducción a su filosofía que es el Tratado de la reforma del entendimiento (escrito —y no publicado— con anterioridad a la Ética) Espinosa se había planteado, de entrada, cuestiones morales de carácter general, nada desdeñables para tratar de entender sus designios más profundos. Y, entre otras cosas, había escrito allí que para alcanzar la «naturaleza superior» (el fin propio del sabio) es preciso primero conseguir el conocimiento que a ella conduzca, y segundo, «formar una sociedad tal y como es de desear, al objeto de que el mayor número posible de hombres alcancen dicho fin con la mayor seguridad posible»[9]. Pensar la política no es, pues, para este «especulativo» algo intelectualmente espúreo, ni desmiente ese mundo —al parecer— de remota y helada pureza, en el que habitan los axiomas y teoremas de la Ética. Reputar de poco genuino —de «panfletario»— el Tratado teológico-político, o el Tratado político, revelaría un completo desconocimiento de los propósitos más generales de la filosofía de Espinosa. Efectivamente: Espinosa, que ha criticado la interpretación estrictamente «racionalista» de la conciencia humana (el deseo -ha dicho— es la esencia misma del hombre: no ha dicho la razón), ha sobreañadido a esa crítica otra tan importante o más que ella: la crítica de la implantación puramente subjetiva de esa conciencia humana; deseos, pasiones, ideas educadas o no, no son prácticamente posibles en el hombre sin que medie la Ciudad (el capítulo 17 del Tratado teológico-político no deja en este punto lugar a duda). Los intereses políticos de Espinosa no son, pues, accidentales: están en las raíces mismas de su filosofía.
Y, de hecho, entre la Ética —mundo de la pureza racional— y la obra política —mundo de la impureza— no hay divorcio teórico alguno. Por poner un ejemplo (que aquí no podemos probar): las ideas de derecho natural y de comunidad estatal que Espinosa desarrolla en el Tratado teológico-político y en el Tratado político no son sino aplicaciones de conceptos elaborados en la Ética: por ejemplo, los de conatus e «individuo compuesto». Colaborar con el partido de los de Witt, proporcionarle armas teóricas al limitar las pretensiones teocráticas, al sentar las bases de una teoría estatal libre de prejuicios religiosos, no es una actividad marginal: es un importante capítulo de su filosofía. Espinosa no quiso ser profesor; si lo hubiera sido, inevitablemente habría sido acusado de «hacer política», y acaso no hubiera sido defensa suficiente la de alegar que para un filósofo hacer política es explicar la lección 15 del programa. Su negativa a ir a Heidelberg es, muy probablemente, fruto de la conciencia que tenía del problema.
Creemos, con todo, que es preciso puntualizar un poco más. No nos parece que Espinosa crea que la filosofía está al servicio de la política; incluso lo más probable es que crea lo contrario, a saber: que la política es necesaria, desde su punto de vista de filósofo, para la práctica de la verdadera filosofía. Al fin y al cabo (y el libro V de la Ética no se deja leer de otra manera), la salvación humana se alcanza por el conocimiento. Espinosa pertenecería, pues, a ese tipo de pensadores que -pongamos por caso- consideran que el triunfo de la democracia no es deseable porque compone una mayor felicidad para el pueblo o cosas semejantes, sino porque significa la instauración de un esquema ontológico más racional. La democracia, para Espinosa, sería el régimen más perfecto porque en él se da una mayor acumulación de potencia —la potencia de todos los individuos reunidos—, y, siendo la «potencia» igual a «esencia» en todos los órdenes de la realidad, la democracia posee más «esencia», más estable realidad (diríamos: «persevera mejor en el ser») que otros regímenes: se acomoda mejor a lo que resulta ser más perfecto desde los supuestos ontológicos generales. Acaso este tipo de argumentación no atraería muchos votos en una campaña electoral. Pero es que el democratismo espinosiano tiene muy poco de halago al «vulgo»; la beatitud espinosista no tiene que ver con la felicidad hedonista. «Todo lo excelso es tan difícil como raro»: así concluye la Ética.
Pero al menos la democracia pondría las condiciones para que eso fuese menos difícil y menos raro. Y, por lo demás, la defensa de una concreta política, en Holanda, es la defensa de aquello que permitiría que la filosofía pudiera cultivarse con independencia (unicuique et sentire, quae velit, et, quae sentiat, dicere concedatur)[10], y eso lo representan mejor los de Witt que los orangistas. Es el Estado sostenido por los burgueses, y no la Iglesia aliada a los viejos aristócratas, el lugar de la razón. Entiéndase: de la razón actual, del intellectus actu encarnado en la realidad «existente en acto», y, por tanto, la razón posible. Espinosa piensa, en último término, como filósofo, y no como político. Pero su último compromiso filosófico pasa por la política como por una vía ineludible. La anécdota que nos lo recuerda arrebatado por la ira tras el asesinato de los de Witt es, pues, plenamente creíble: el fracaso, aunque fuera temporal, de un proyecto político racional, «deseable», justifica el estallido pasional.
Con esto, hemos subrayado aquellos aspectos de la personalidad de Espinosa que nos interesaba poner de relieve, sin pretender reconstruir por entero una completa «biografía». Buena parte de esa biografía la llena, desde luego, la redacción de la Ética. Se trata de la obra que tenemos que presentar y, después de haber intentado sugerir que no es la única fuente genuina del pensamiento espinosiano, es justo decir que sí es, por lo menos, su más depurada creación técnica filosófica. Sin pretender agotar su riqueza, vamos a decir algo de ella.
Una manera muy impresionante de abordar la Ética consiste en considerarla como si se tratase de un lenguaje expresivo. Unamuno, empeñado en hablarnos del «hombre Espinosa», lo encontraba palpitante bajo las áridas fórmulas de su obra fundamental. «Si se lee la Ética como lo que es: un desesperado poema elegíaco…», decía en El sentimiento trágico de la vida. Tras la serenidad ordine geométrico, tras la olímpica posición de quien afecta contemplar las cosas sub quadam specie aeternitatis, hallaba Unamuno la agonía de un hombre («de carne y hueso») que se debate contra el terror de la finitud. Alguien que necesita demostrar que «un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte», y que pretende establecer el concepto («¡el concepto, y no el sentimiento!», se escandaliza Unamuno) de «felicidad». Pero —sobreentiende Unamuno — una demostración no es un consuelo definitivo: de ahí que la Ética sea una obra trágica. Su distanciada grandeza se resuelve, a la postre, en el gesto desesperado de quien pretende aliviar la incurable enfermedad de su finitud con el miserable remedio de una infinitud impersonal que a nadie puede satisfacer, empezando por el autor. La cadena de proposiciones que conducen a nuestra «salvación» tiene, en todo caso, la sublimidad de las cimas inhabitables: para ningún hombre de carne y hueso son accesibles.
De un modo muy distinto, puede abordarse la Ética — y ello ocurre con frecuencia— como si consistiese, más bien, en un lenguaje apelativo. La Ética sería algo muy distinto de lo que nos ofrece esa visión trágico-estética, según la cual puede en todo caso conmover, pero nunca convencer. La Ética contendría, muy al contrario, un pensamiento sobre todo terapéutico, una verdadera consolatio philosophiae. Propondría, más que nada, una actitud moral, de difícil acceso quizá, pero transitable. Citemos, por citar algo, un texto de G. Friedmann, escrito en el contexto de la comparación «Espinosa-Leibniz». «A pesar de la soberana indiferencia de la Ética hacia nuestras pequeñas necesidades humanas, hacia nuestras finalidades subjetivas …el espinosismo nunca ha dejado de ejercer atracción y de otorgar fortaleza, y sigue siendo un hogar al que los hombres han venido, vienen y vendrán en busca del rudo aliento de un pensamiento honrado (¡honrado si los ha habido!), perfectamente sereno y apaciguador. Pero ¿quién se dirigiría para ello al Discurso de Metafísica o a la Teodicea ? Leibniz, que podía jugar en todos los tableros …ha perdido; Spinoza rehusando jugar, ha ganado»[11].
Estas dos versiones —expresiva y apelativa — del lenguaje de la Ética no carecen de interés, pero podría pensarse que no recogen lo que hay en ella de específicamente filosófico. Es cierto que la sospecha «psico-analítica» de Unamuno, acerca del carácter trágico de la Ética, siempre puede rondarnos (por remota que sea la posibilidad de su comprobación); es cierto también que declaraciones como la citada de Friedmann reflejan lo que a mucha gente le ha pasado con la Ética. Pero, por una parte, cabe decir que la «significación trágica» de una filosofía (aun cuando no se trate ya de psicoanálisis, sino de socioanálisis, como el que justificó para Goldmann hablar de la «tragicidad» de Pascal o de Kant) no es concepto que pueda agotar la significación de esa filosofía. Y, por otra parte, tampoco puede agotarla su significación « consoladora».
Al decir que una filosofía es «trágica» (viéndola como lenguaje expresivo), esa filosofía es vista desde fuera; sus contenidos teóricos son puestos en relación con otra cosa: sean las aspiraciones subjetivas del filósofo, sean las de la clase social que representa. Aquellos contenidos teóricos —vistos así, desde fuera— intentarían vanamente representar un orden conceptual, cuando lo que harían sería expresar la distancia entre unas aspiraciones y unos resultados de hecho. La verdad de la teoría —verdad de la que serta inconsciente la teoría misma — residiría en el desajuste entre ella y la realidad (entendiendo por «realidad», ya la psicológica, ya la social). Ahora bien: Espinosa puede haber sido un vasto abismo de desesperación, o la burguesía alemana el lugar del «quiero y no puedo»: no por ello la filosofía de Espinosa o la de Kant han de ser diagnosticadas como «trágicas» (dejamos de lado a Pascal y la cuestión de la noblesse de robe francesa, porque lo primero discutible es que el pensamiento de Pascal sea filosofía). ¿Por qué no serían «trágicas»? Hay una razón fundamental: porque, desde dentro de esas filosofías, están previstas ya las categorías que permiten luego pensarlas desde «fuera»: ese «fuera» reductor queda él mismo reducido por conceptos filosóficos que están dentro. Así, el psicoanálisis unamuniano de Espinosa no sería un astuto desvelamiento de algo absolutamente inconsciente para Espinosa mismo; Espinosa habría reconocido que el conocimiento es, en el hombre, una manifestación del conatus que constituye la esencia de todo ser. Para decirlo de un modo llamativo: Espinosa habría reconocido que el conocimiento se da en función de la vida, y no la vida en función del conocimiento (cfr. Eth., III, Def. 1 de los afectos). Cierto que el conocimiento está en lo más alto, pero, si lo está, es porque produce la salvación: siempre una función práctica. Que Espinosa elabore su filosofía porque «quiere perseverar en el ser» no sería, pues, un descubrimiento de Unamuno; Espinosa habría estado totalmente de acuerdo con semejante explicación, e incluso podría haber dicho: «¿y por qué, si no, iba yo a elaborar una filosofía?». (Digamos que lo mismo ocurre con la «tragicidad», ahora social, de Kant: reconocer que la filosofía —y en su momento más alto: el sistemático— está ligada a una realidad mundana de problemas que la rodean y que la preceden, es algo que hace Kant ya desde la arquitectónica de la razón pura; el propio concepto de «filosofía mundana» de Kant es uno de los fundamentos que hacen posible, precisamente, la interpretación que Goldmann hará de él… en términos «mundanos».) Tanto en Espinosa como en Kant, la reducción «expresiva» se encuentra con que en esas filosofías hay materiales que permitirán construir la posibilidad misma de tal reducción: ahí está la ironía del asunto. En cieno sentido, cuando se «descubren» esas cosas se descubren Mediterráneos, aunque —desde luego— siempre pueda ser interesante precisar, en la medida de lo posible, los componentes de eso que los filósofos han reconocido más bien en general (pero que han reconocido).
Ahora bien, la versión de la Ética como consolatio tampoco puede agotar su significación. Si la filosofía de Espinosa ejerce esa función, es cierto que no se trata de una función específicamente filosófica. Diríamos, en este contexto, que la lectura del libro V de la Ética puede ser sustituida, a efectos de la obtención de un satisfactorio equilibrio espiritual, por la ingestión de meprobamato: y acaso ventajosamente, si lo que se desea son efectos inmediatos. Pero ingerir meprobamato no es una actividad filosófica, al menos directamente.
En vista de todo ello, parece sólo quedar la posibilidad de considerar el lenguaje de la Ética como un lenguaje representativo: conceptos que establecen tesis que tienen que ver con una verdad.
La forma misma de la Ética parece propiciar, inmediatamente, esta manera de considerarla. Axiomas, definiciones, teoremas: la marcha de una verdad que procede demostrativamente, según el orden geométrico. Si Espinosa ha escrito así la Ética, ¿por qué no tomárnosla literalmente y leerla, simplemente, comprobando si lo que allí pretende estar demostrando está bien demostrado? ¿Comprobando, en suma, directamente y sin más rodeos, su verdad o falsedad?
Esta manera de interpretar la significación «representativa» de la Ética es la que, últimamente, habría puesto en circulación una obra como la de Martial Gueroult, tan alabada —en lo que tiene de pura aprehensión inmanentista de una forma indisociable de cualquier «contenido» — por Gilles Deleuze[12]. Ahora bien: ¿la significación «representativa» de la Ética sería, como pretenden estos autores, absolutamente inseparable de su forma geométrica ? De esto vamos a ocuparnos ahora, y, a partir de ello, diremos lo que, para nosotros, es el fundamental contenido representativo de la obra que presentamos.
Para Deleuze, el mérito fundamental de la obra de Gueroult sobre Espinosa ha consistido en ceñirse al ordre des raisons, en no interpretar, sino leer. «Comprender la Ética» significaría comprender cómo es coherente, «asociarse al proceso demostrativo» de Espinosa, como Gueroult dice. No se trata de interpretar —la interpretación falsea—, sino de comprender literalmente que Espinosa ha dicho lo que quería decir y en el orden en que quería decirlo. La única introducción posible a la Ética sería, de algún modo, una invitación a su lectura atenta.
Aquí no podemos discutir algo que ni siquiera hemos podido exponer con algún detalle. Si mencionamos a Gueroult y Deleuze, es tan sólo como pie para entrar en la cuestión funda- mental de la forma de la Ética. El lector ordinario pensará que es una extraña forma: ¿por qué no exponer sus tesis en un lenguaje más «informal» ? En realidad, es una forma nada «extraña»: la de la Geometría de Euclides. Espinosa, al proceder así —ordine geométrico— parece comprometerse sin ambages con la verdad de lo que dice, representándola de la manera más rigurosa. Frente a una demostración geométrica, parece que sólo cabría tomarla o dejarla: o aquello está «bien» o no. De ahí que la posición de Gueroult parezca tan plausible: dado el compromiso racionalista absoluto que Espinosa tiene el valor de afrontar, la única actitud posible ante su Ética sería la de leerla cuidadosamente, Proposición tras Proposición, prestando nuestro asentimiento necesario a lo que dice. ¿Necesario? Puede ocurrir que no: puede que tengamos que reconocer que la deducción no es perfecta.
0 bien sí lo es. Si es perfecta, seremos espinosistas y no «comentaremos» la Ética (la citaremos, simplemente). Si no lo es, ¿diremos que Espinosa estaba «equivocado» y que, por tanto, no nos interesa? Conclusión incómoda: y, sin embargo, coherente con el método de la «literalidad». Por una parte, decir que la Ética es, así a secas, «la verdad» no parece muy sensato; sobre la lógica de las deducciones espinosianas ha habido debates, se le reconoce una mayor o menor coherencia, pero nadie está dispuesto a admitir que sea perfecta. Hay varias razones.
Por de pronto, Espinosa se sirve, en ocasiones, de afirmaciones contenidas en los Escolios para demostrar Proposiciones ulteriores. Ahora bien, los Escolios mismos no están «demostrados», o, al menos, no lo están en el sentido riguroso en que pretenden estarlo las «Demostraciones». Los Escolios son glosas que, sin duda, pretenden ser racionales, pero que no siguen la estricta línea deductiva; ello no quiere decir que Espinosa no les dé importancia —al contrario: se ha dicho que en los Escolios están las declaraciones más características del espinosismo—, pero sí quiere decir que su posición en el «orden geométrico» es muy particular. Por otra parte, Espinosa no tiene de los procedimientos deductivos las ideas que consideramos hoy indispensables para que esos procedimientos sean tales. Por ejemplo: el Axioma 2 de la Parte V es declarado evidente en virtud de una Proposición anterior, y el Postulado 1 de la Parte III es llamado «Axioma» y apoyado, asimismo, en Lemas anteriores: ello parece introducir cierta confusión en la idea de la independencia de los Axiomas (y el requisito de la independencia de los axiomas nos parece hoy normal). Además, Espinosa se ha servido del «orden geométrico» para exponer opiniones ajenas —opiniones que, conviene señalarlo, no compañía por completo—: sus Principios de la filosofía cartesiana están escritos siguiendo el mismo método que la Ética (este argumento posee fuerza relativa, pues podría reargüirse que la Ética expresa el pensamiento definitivo de Espinosa; pero manifiesta, en todo caso, un aspecto simplemente expositivo del orden geométrico, desde cuyo aspecto ese orden no es un necesario ni exclusivo generador de verdad, por sí mismo). Añadamos que, en dicho orden, se cuelan de rondón curiosas «incoherencias» (o que parecen tales, tomando literalmente el orden deductivo). Así, en la Parte I, Espinosa da por sentado que Pensamiento y Extensión son realidades (véase Corolario 2 de la Proposición 14, y Escolio de la Proposición 15, por ejemplo), antes de haber demostrado que lo son. En efecto, en el Corolario 2 de la Proposición 14, Espinosa dice que «deduce» de esa Proposición («no puede darse ni concebirse substancia alguna excepto Dios») el que la «cosa pensante y la cosa extensa», o bien son atributos de Dios, o bien afecciones de esos atributos. Ahora bien, eso no es «demostrar» la realidad del Pensamiento y Extensión. El razonamiento tiene la siguiente forma: «no hay substancia alguna fuera de Dios; hay Pensamiento y Extensión; luego éstos, no pudiendo ser substancias, serán o atributos o modos». Pero el hecho de que haya. Pensamiento y Extensión no está «demostrado»: está demostrado sólo que, si los hay, no son substancias, sino atributos (o modos). Espinosa debió pensar que, efectivamente, la realidad de Pensamiento y Extensión no estaba demostrada: prueba de ello es que las Proposiciones 1 y 2 de la Parte II están destinadas precisamente a demostrar eso. Y, sin embargo (basta leer el ya mencionado Escolio de la Proposición 15 de la Parte I), Espinosa ha contado con esas realidades como tales antes de haber demostrado que lo eran. Ha contado con ellas por vía extradeductiva, en suma. (Conste que, para nosotros, eso no es un simple «descuido» o «incoherencia»: pero aquí no podemos probar el sentido profundo de esa aparente quiebra del orden deductivo.) Así también, la realidad del pensamiento humano es establecida, en la Parte II, como un axioma (el 2: homo cogitat), siendo así que la realidad del Pensamiento como atributo divino es un teorema (la Proposición 1 de esa Parte). ¿No habría sido deductivamente más coherente inferir la existencia del pensamiento humano (al fin y al cabo, parte de la naturaleza), de la existencia de Pensamiento en la Naturaleza, en general? Pues no es eso lo que hace Espinosa, como vemos. Que no lo haga querría decir -según pensamos – algo muy importante (que aquí tampoco podemos extendernos en probar), a saber: que Espinosa distingue diferentes clases de «pensamiento», en diversos planos ontológicos. Pero eso no queda patente en el orden deductivo: hay que «interpretarlo» al margen de ese orden.
Decimos todo esto para intentar sostener que esa «extraña forma» de la Ética no debería ser tomada de un modo absolutamente literal: si el interés del contenido de la Etica fuese completamente inseparable de su forma deductiva explícita, entonces las «ambigüedades» de esa forma deductiva desproveerían a la Ética de interés. Y nuestra tesis es que sigue teniendo interés, pese a las ambigüedades o imperfecciones de su forma. No por ello vamos a decir que la forma de la Ética es irrelevante: el hecho de que Espinosa se haya tomado el enorme trabajo de componerla precisamente así debe querer decir algo. Un esfuerzo técnico de esa magnitud (uno de los mayores de la historia de la filosofía) no puede ser interpretado como un mero capricho o, según algunos llegaron a pensar, como una especie de ironía, de disimulo: como si al hablar ordine geométrico pretendiera una fingida asepsia que ocultase hipócritamente la penetrante infección del contenido. El esfuerzo hubiera sido desproporcionado al propósito y, desde luego, a los resultados: esa forma «aséptica» no impidió que, ya desde el Diccionario de Bayle, fuese interpretado Espinosa como ateo. El engaño era demasiado ingenuo como para que alguien tan poco ingenuo como este cauteloso filósofo lo reputase eficaz.
Parece evidente que Espinosa escoge la forma geométrica, sencillamente, porque se trata del prototipo de una forma racional: la construcción de conceptos según un orden rigurosamente demostrativo. Parece así llevar a su colmo el proyecto gestado en el racionalismo cartesiano: la forma matemática más rigurosa es aplicada a lo más alto, a la metafísica. Pero —según creemos— al ejecutar ese proyecto, el resultado es tal que esa forma geométrica, prototipo de racionalidad, queda desbordada desde su propio interior. El contenido del pensamiento de Espinosa sería de tal naturaleza que esa forma geométrica, sin dejar de ser la forma racional por excelencia (para la época), muestra, al ser desarrollada, sus propias limitaciones internas. Para decirlo de una vez: sin mencionar nunca —por supuesto— la palabra «dialéctica», la contextura del pensamiento de Espinosa es dialéctica, y, al serlo, constituye una crítica racionalista del racionalismo. Si pensamos que la forma explícita de su obra es puramente lógico-deductiva (una forma donde la contradicción no cabe, por principio), la característica que acabamos de insinuar no es la menos interesante del pensamiento de Espinosa.
No podemos extendernos; pongamos, rápidamente, un ejemplo de la propia Ética: los textos iniciales del Libro I[13]. Su análisis nos llevaría a esta conclusión, compendiosa de cuanto
queremos decir: «… hay por lo menos una Definición de la Etica, indispensable en el orden deductivo —pues de ella se deducen teoremas— que, para poder ser deductivamente relevante, necesita ser falsa, en el sentido de «falsedad» previamente definido por Espinosa, pero esa falsedad no significa ruptura del orden deductivo, sino una condición de su funcionamiento». Esa Definición sería la 3 de la parte I.
Espinosa arranca de un conjunto de Definiciones: la 3 es la de substancia: «lo que es en sí y se concibe por sí». Esas Definiciones son intensionales: no contienen referencia alguna a la extensión del concepto definido (Espinosa, en el Escolio 2 de la Proposición 8, comentará que «ninguna definición expresa un número determinado de individuos», ya que, para hablar de número, es preciso la exhibición de las causas que producen tal o cual número concreto, y no otro). Por tanto, la Definición de substancia no dice cuántas substancias hay. No hay razones para suponer que hay una, pero tampoco, desde la nuda definición, para suponer que hay varias.
El caso es que, a partir de la Proposición 1, Espinosa empieza a proceder como si hubiera varias substancias (dice: «dos substancias…» —Proposición 2—, «toda substancia…» —Proposición 8). Suponiendo que hay varias, extrae las consecuencias: llega a concluir que «toda substancia es necesariamente infinita». Y de ahí pasará a probar que sólo hay una.
¿ Qué nos revela esa manera de proceder? Que Espinosa, para demostrar que hay una única substancia, tiene que partir de la hipótesis de que hay varias. ¿Por qué? Porque si la substancia definida en la Definición 3 se sobreentiende que es ya la substancia única e infinita, entonces de ella no podrá deducirse nada: sería inutilizable a efectos deductivos, y no ocurre esto, ya que mediante esa Definición Espinosa demuestra otras cosas. ¿ Y por qué no podría deducirse nada de ella si se la sobreentendiese así? Porque de una realidad absoluta, que contiene en sí todo, indistintamente, nada puede inferirse distintamente. Si la substancia de la Definición 3 es infinita y única, entonces todo lo demás «es en ella, y se concibe por ella»; pero decir que todo es en ella y se concibe por ella quiere decir que la deducción de algo a partir de ella puede empezar, indistintamente, por cualquier parte: quiere decir que de ella no puede obtenerse ninguna consecuencia determinada, por lo mismo que pueden obtenerse, indeterminadamente, todas las consecuencias. Entonces, y supuesto que de ella sí se deduce determinadamente algo (por ejemplo, la Proposición 2, demostrada sin más requisito que la Definición 3), la substancia, presupuesta en la Definición 3, al no ser una, será plural. Y eso es lo que ocurre: Espinosa empieza a hablar de «dos substancias…», etcétera, en cuanto empieza a usar la Definición 3 a efectos deductivos.
Ahora bien: suponer que la Definición 3 se remite a una pluralidad (aunque sea «hipotética») es suponer una falsedad. En efecto: ¿qué es, para Espinosa, la falsedad? En el Tratado de la reforma del entendimiento — esa introducción epistemológica a la Ética— nos responde: «…la falsedad consiste en afirmar algo no contenido en el concepto de una cosa». Pues bien: la pluralidad es algo no contenido en el concepto de substancia (como vimos: la definición no conlleva referencia a número). Luego la suposición de la pluralidad es falsa. Falsa, además, por partida doble: pues la unidad de la substancia va a ser demostrada, después: será una verdad de la Ética.
Y, sin embargo, esa suposición falsa es necesaria para que la deducción comience su curso. La verdad de la unidad de la substancia será obtenida partiendo de las consecuencias que se derivan de suponerla no única. Esa verdad negará la suposición de partida, aunque haya sido obtenida partiendo de ella. No parece absurdo hablar, entonces, de que en el orden deductivo de la Ética se ha colado la dialéctica. Hay una hipótesis negada, hay absoluta destrucción de la hipótesis (una vez obtenida la verdad de la substancia única, no reaparecerá en la Ética la posibilidad de pluralidad), hay cancelación de una contradicción entre lo implicado por la noción de «definición» (que no incluye determinación extensional) y el ejercicio deductivo de esa definición (que sí la incluye).
Algunos inferirán quizá, de todo ello, que acaso Espinosa estaba loco. Que todo eso de las negaciones y las contradicciones son maneras extravagantes de referirse a asuntos que pueden ser expuestos sin negar nada y sin contradecir nada. Que, a la postre, se trata de cuestiones tan metafísicas (nada menos que la idea de «substancia») que no es extraño que puedan reexponerse en términos dialécticos: sobre esos sinsentidos puede decirse cualquier cosa. Con todo, creemos que puede defenderse la cordura de Espinosa.
Esa cordura radicaría en que la exposición metafísica de la substancia, que es la base de la Ética, resulta ser crítica, y no dogmática. Su racionalismo deductivo, su, al parecer, obsesiva manía racionalista por demostrar nada menos que todo (que lo convertiría en el paradigma de una creencia absoluta en la razón deductiva), incluiría, dentro de ese orden racionalista de conceptos, un concepto él mismo racional que constituiría el límite de esas pretensiones racionales. Ese concepto sería el de substancia, identificado con el de Dios o Naturaleza. Pues, a fin de cuentas, ¿qué es la substancia? La realidad más alta («lo que es en sí y se concibe por sí»). ¿ Qué es Dios, o sea, la Naturaleza? «Una substancia de infinitos atributos» (Definición 6, Parte I). Dios (Proposición 14, Parte I) es la única substancia. Resulta que la más alta realidad, la realidad por antonomasia (la substancia, que no depende de nada), es absoluta pluralidad e indeterminación: ninguna realidad determinada constituye su esencia, pues entre los atributos no hay orden alguno, son todos de igual importancia, y además son infinitos (esto es, inconmensurables: sólo conocemos dos —Pensamiento y Extensión—, pero el concepto de Dios no se agota en esos dos: lo infinito desconocido es tan relevante para el concepto de Dios como lo conocido).
Ciertamente, la substancia es una: no hay otra substancia de infinitos atributos. Dicho de otro modo: no hay más que una infinitud absoluta (infinitudes «en su género», o en acto, puede haber más de una —lo que no resultará extravagante a quien piense, por ejemplo, que hay infinitos números naturales, y otras tantos infinitos números pares…—, pero ése es otro concepto de infinitud, que no atañe a la substancia y aquí no nos interesa ahora). Lo que está diciendo Espinosa (y eso no ha sido comprendido por tantas interpretaciones «panteístas») es que la realidad en general (el Ser en general: el objeto de la Metafísica general), esa realidad que no está afectada por determinaciones, es absolutamente plural: consiste en ser infinita, en ser inabarcable. Esto es: consiste en algo de lo que no puede tenerse un concepto determinado, delimitado, definido… ¡y, sin embargo, se tiene un concepto de ella! Y un concepto correcto (la Definición 6 de la Parte I): en una carta a Tschimhaus[14], dice Espinosa que su Definición 6 es correcta porque —como debe hacer toda definición genética, modelo de definición— «expresa la causa eficiente» de lo definido. La paradoja, la ironía dialéctica que se cierne sobre el orden geométrico, no puede ser más completa: el concepto de Dios está bien formado (como lo estaría el concepto de esfera obtenido a partir de la idea de semicírculo), porque expresa la causa eficiente; pero, ¿cuál puede ser esa causa, si Dios «causa sui? Sólo los infinitos atributos que «constituyen» a Dios. Pero —seguiremos preguntando— ¿cómo puede conocerse racionalmente una infinitud absoluta, si implica inconmensurabilidad entre sus componentes? Diría Espinosa: «sólo mediante un concepto bien formado podría conocerse algo». Y, ¿cuál es ese concepto, en este caso? «El de la Definición 6». Pero —diremos— ¡si ese concepto incluye la infinitud! Y aquí el silencio, un irónico silencio.
¿Qué ocurre, entonces? Que hay por lo menos una realidad bien definida que, estándolo, no puede conocerse en el mismo sentido que las otras realidades bien definidas, pues su definición consiste en una indefinición: la absoluta pluralidad. Espinosa está diciéndonos: «vamos a exponerlo todo ordine geométrico, vamos a deducir la realidad». Al deducir la realidad, se preguntaría: «¿y, para empezar, qué es la Realidad con mayúscula, la realidad por excelencia, la realidad en sí?». Y contestaría: «la realidad, entendida del modo más absoluto, más real, más en sí (la substancia, Dios), no es, propiamente, nada determinado». Al preguntarse por la Realidad con mayúscula, la respuesta implícita bajo la normal apariencia de «un concepto más» positivo, en el orden del razonamiento, es negativa: no hay tal cosa como «la» Realidad con mayúscula. La definición de Dios lo desdibuja.
Se dirá que eso es la negación del monismo: y es verdad. Porque el caso es que —aunque otra cosa se haya dicho tantas veces— Espinosa no era un «panteísta», si por «panteísta» se entiende el que considera que toda la variedad de las realidades está informada, de manera más o menos misteriosa, por algo que la reconduce a unidad. Los románticos alemanes (Schelling sobre todos) creyeron ver en Espinosa un ilustre precedente de su panteísmo (el suyo sí lo era, y bien romántico). Hegel -siendo él mismo monista — fue más agudo: ya vio que Espinosa era «acosmista», que la Substancia no era Sujeto y que, por tanto, no era lo mismo que su Idea. «La Realidad en su conjunto» no iba a ninguna parte previsible; simplemente, porque «la Realidad en su conjunto» no era nada positivo, para Espinosa. De ahí infirió Hegel que Espinosa era un monótono teísta, que (como el Schelling que atacaba, en la Fenomenología) «lanzaba todo al abismo de una identidad única»: la Substancia lo era todo, pues los modos, la diversidad de la realidad empírica, para Hegel ordenada en su totalidad, eran para Espinosa pura apariencia. Pero ahí se equivocaba: Espinosa iba más lejos en su profundidad.
En efecto: tras decir que Dios no era nada determinado (algo incognoscible por la vía de la determinación, como ocurrirá con el Noúmeno kantiano), Espinosa dice también, con igual energía (lo que dice como un teorema: la Proposición 24 de la Parte V), que «cuanto más conocemos las cosas singulares, más conocemos a Dios». La cosa resulta, al parecer, desesperante, pues la incoherencia no puede ser más manifiesta. Si Dios es la infinitud inagotable, ¿qué sentido tiene decir que lo conocemos «más» cuando conocemos las cosas singulares —los modos— que nunca lo agotarán, pues, propiamente, Dios no está «compuesto» de modos: hay un sentido en el que su concepto no es ése, no es el de la totalidad de los modos, pues «los modos no pueden formar un atributo» y, por tanto, no pueden «formar» a Dios?[15]. Sin embargo, así es: las dos cosas son verdad a la vez. Y así vemos cómo Espinosa, desde el interior de su proyecto «racionalista absoluto», lo limita y critica, a la vez que lo ejercita. Estamos obligados a conocer las realidades particulares (Extensión, Pensamiento, o lo que en el futuro pueda caer bajo nuestro conocimiento) a través de sus modos. Conocer esas realidades significa conocerlas de un modo racional (hay un ordo et connexio de las ideas, las cosas físicas y los acontecimientos psicológicos); a esa tarea se aplica Espinosa en buena parte de la Ética: a conocer modos de la Extensión —sistema de los cuerpos — y modos del Pensamiento —de un lado, las afecciones humanas, y de otro lado (pues «Pensamiento» posee dos sentidos), el orden racional mismo, el pensamiento «en Dios»[16]. Pero nuestro conocimiento nunca será definitivo, cerrado, cancelado, perfecto…, porque el concepto de Dios lo impide. Nuestra confianza racionalista está justificada (diría Espinosa) —¿cómo conoceríamos si no es a través de un orden y conexión racionales?—, pero no está absolutamente justificada, porque no hay un conocimiento absoluto: Dios es infinito. Conocer fenómenos es posible e indispensable, pero agotar a Dios es imposible: «no hay ciencia del noúmeno», diríamos.
Y así, la metafísica se corta las alas a sí misma. Espinosa no es el «dogmático» frente al «crítico» Descartes: parte, sí, de Dios y no del cogito tras la duda metódica, pero ese Dios del que parte, esa «realidad independiente de la conciencia», es ella misma problemática: ningún dogmatismo puede apoyarse en ella como en un precedente.
En el seno del propio racionalismo, partiendo del método que expresa mejor que ningún otro la razón de su época —la lengua matemática—, muestra Espinosa las limitaciones de ese «racionalismo absoluto». Ese juego de escondite entre Definiciones y realidades, entre premisas y consecuencias, no es incoherencia ni sandez: es la «vida misma de la materia»[17] de lo que está tratando: la efectiva contradicción entre un orden deductivo, asumido por ser expresión de la racionalidad, y el contenido de ese orden, el contenido de ciertos conceptos contenidos en él, que rompen la rosada pretensión de tratar la realidad como algo íntegramente inteligible. La ironía profunda de Espinosa consistiría en esto: en que era aún más que un ilustrado racionalista más o menos revestido de una embriaguez divina, porque la ilusión de la deidad no era en él sustituida siquiera por la ilusión de la Realidad Racional. El romanticismo idealista (con el que Espinosa tiene, por otro lado, tantos puntos de contacto: pensemos, por ejemplo, en su concepción del Estado, dada en los marcos implícitos de una idea similar a la del «Espíritu Objetivo» hegeliano)[18], siendo posterior, no llegó a tanto: al fin y al cabo, Hegel —sin negar su importancia para la historia del materialismo —fue un monista. Si el pluralismo es indisociable de la idea de materialismo ‘ (de un materialismo no metafísica), y si éste lo es también de una permanente reconstrucción de «la realidad», que, elaborando continuamente esquemas racionales de explicación de los fenómenos, somete a éstos, también continuamente, a una crítica que regresa hasta los fundamentos, en virtud de la cual ninguna explicación puede darse por cancelada, sin caer por ello en el escepticismo (toda vez que esa construcción racionales tan necesaria como aquella crítica), entonces Espinosa está en la línea del materialismo: esa tarea infinita es la suya.
Naturalmente, la Ética es mucho más de lo que hemos dicho, con ser ello decisivo en la historia del pensamiento filosófico. La Ética es, por ejemplo, la elaboración de un sistema de los modos de la Extensión (Parte II), en la que Espinosa reexpone el mecanicismo de manera que insinúa la idea de estructura y, con ella, acaso ideas muy importantes de la constelación biológica o cibernética: en los Lemas que van tras la Proposición 13 de esa Parte, se contienen, todo lo «en estado metafísica» que se quiera, las ideas de «invariancia en las transformaciones» y de «autorregulación» de un sistema. También la Ética es un tratado muy poco «espiritualista» sobre el alma humana, la cual, de alguna manera, no es sino el correlato emotivo, intelectivo y pasional de movimientos de las Partes del cuerpo… También la Ética es un reconocimiento de las pasiones como realidades, y de que el deseo es la esencia del hombre, del que arranca para conocer. Espinosa describe las pasiones con un distanciamiento que no es la menor de las contribuciones a la grandeza de su estilo filosófico. Tropezamos con Proposiciones chocantes: «La humildad no es una virtud», «El que se arrepiente es dos veces miserable»… El mundo ético de Espinosa permanece alejado del cristiano. Y, para remate, esa Parte V donde el estoicismo encuentra quizá su intérprete más acabado, donde la beatitudo, que es negación de la esperanza escatológica, muestra su estatura ética frente a todo consuelo para uso del vulgo. En forma «mística», remata Espinosa su Ética con el amor intelectual de Dios: pero esa ascensión en el camino de la perfección —como alguien ha dicho—[19] no tiene nada de subida al monte Carmelo. Ese Dios al que se ama no puede amarnos; conocerlo no es fundirnos en el regazo que nos ofrece la vida supraterrena o —pongámosla cancelación de toda alienación, sino permanecer «muy consciente de sí y de las cosas», sabiendo que la salvación no está en otro mundo, ni en un mundo «mejor», sino en éste. «La felicidad no es el premio de la virtud, sino la virtud misma.» Ello no impide que hagamos un esfuerzo por un mundo mejor —por la realización histórica de lo que sabemos es racional—, pero sí impide creer que ese mundo vaya a ser «mejor» porque nos halague. A fin de cuentas, no hay muchas probabilidades de que la superación de nuestras actuales condiciones de vida —tal y como esa superación parece posible: no en el reino de Utopía— vaya a proporcionarnos grandes placeres. Y, sin embargo, esa superación se nos impone. Colaborar con esa imposición parece, pues, más sabio que ignorarla, o disfrazarla de imposibles maravillas. Para Espinosa, y para la actitud intelectual práctica que su filosofía propicia, vale lo que Spengler puso como epifonema de su obra (aunque se esté lejos de ella): ducunt fata volentem, nolentem trahunt.
Conocemos tres traducciones castellanas de la Etica. Hemos confrontado constantemente la de Rodríguez Bachiller, Buenos Aires, Aguilar, 2.a edición, 1961, que recientemente ha sido reeditada. Asimismo la de Óscar Cohan, México, Fondo de Cultura Económica, 1958. Sólo a última hora hemos podido ver la de Juan Carlos Bardé —con notas de V. E. Lollini, Buenos Aires, Librería Perlado eds., 1940, sobre la cual no podemos dar un juicio definitivo.
La traducción de Rodríguez Bachiller (que ha sido reimpresa en 1974 por Aguilar, con todas las erratas —que no son pocas— de las anteriores ediciones), tiene de bueno lo que de bueno tiene la excelente traducción francesa de Charles Appuhn (de la cual tenemos a la vista la edición de Garnier-Flammarion de 1965). Aunque Rodríguez Bachiller dice en su prólogo que está «acostumbrado a saborear el sentido exacto de los términos latinos», parece que su fidelidad a Appuhn le lleva, a veces, a perder el sentido del gusto. En el Apéndice de la Parte I, dice Espinosa que «…non minora cerebrorum, quam palatorum esse discrimina»; Rodríguez Bachiller traduce, curiosamente: «no hay menos diferencia entre los cerebros que entre los palacios » (p. 87 de la 2.a ed. citada). Esa confusión entre «palacios» y «paladares» es muy plausiblemente explicable a través del francés palais, que consta, naturalmente, en la traducción de Appuhn (p. 67). En el Escolio de la Proposición 59 de la Parte III, donde Espinosa dice «… ut nullo numero definiri queant», y traduce Appuhn «… qu’on ne peut leur assigner aucun nombre», R. Bachiller vierte «… que no puede asignárseles nombre alguno». Hasta en alguna carta esto es visible: por ejemplo, en el Escolio I de la Proposición 18 de la Parte III, el condensadísimo texto espinosiano («Ex. gr., quatenus ipsam vidimus, aut videbimus, nos refecit, aut reficiet…»), que Appuhn traduce, con perífrasis «clasicizante», «par exemple, en tant que nous l’avons vue ou la verrons, qu’elle a servi à notre réfection ou y servira…», es traducido por R. Bachiller «…por ejemplo, en cuanto la hemos visto o la veremos, ha servido o servirá para nuestra afección…», donde la errata de «afección» por «refección» no deja menos al descubierto —sino más- la fidelidad al giro que Appuhn ha decidido adoptar. Hemos puesto estos ejemplos por llamativos y un poco cómicos, pero cualquiera que se moleste en confrontar ambas traducciones a lo largo de unas páginas podrá comprobar que el ajuste de la de R. Bachillera la de Appuhn es casi perfecto. Añadamos a esto las numerosísimas erratas, algunas muy perturbadoras del sentido. Así, en la pág. 34, dice «darse cuenta» por «dar cuenta»; en la pág. 52, «contribuir» por «atribuir»; en la pág. 63, dice «… una cosa determinada por Dios a producir algún efecto, no puede hacerse ella misma», en vez de «… no puede hacerse indeterminada ella misma» (y el cambio de sentido es notable); en la pág. 87, dice «percepción» por «perfección»; en la pág. 90, dice que la causa eficiente «siente -en vez de «sienta» o «pone»- la existencia de la cosa»; en la pág. 94, dice que «…no es tan imposible concebir a Dios sin obrar como sin existir», en vez de «… nos es tan imposible, etc.», con lo que altera por completo un texto central; en la pág. 112, dice «… todas las maneras con que un cuerpo es afectado por otro, se siguen de la naturaleza del cuerpo que lo afecta», omitiendo añadir «…y de la naturaleza del cuerpo afectado»; en la página 116, dice «… esto es evidente por la definición de Individuo; véase antes el Lema 4», en vez de «… véasela antes del Lema 4»; en la pág. 147, dice «ciencia formal», en vez de «esencia formal»; en la pág. 150, dice que no debe creerse que la idea «es algo unido como una pintura», en vez de «mudo como una pintura»; en la pág. 163, dice que «… la voluntad se distingue, por tanto, del entendimiento, en que es finita, mientras que aquél es infinito »:previsiblemente, el texto dice justo lo contrario; en la pág. 166, dice «… concibamos un niño que imagine un caballo alado y no imagine ningún otro», cuando lo que Espinosa dice es que concibamos que el niño no imagine, no ningún otro caballo, sino ninguna otra cosa, en general; en la pág. 168 dice «hasta qué punto se alejan de la verdadera apreciación de la virtud los que, para ser virtuosos… esperan de Dios una suprema recompensa», en vez de «… los que, por ser virtuosos, etc.». La lista, claro es, podría seguir. Decimos todo esto porque la edición de Aguilar es la más asequible al ordinario público de estudiantes, y se trata de llamar la atención sobre las dificultades que esa edición añade al ya de por sí difícil texto de la Ética.
La traducción de Óscar Cohan es, al contrario, excelente en su fidelidad literal al texto latino. Sólo un reparo de cierta monta se nos ocurre: el empleo del artículo determinado «la» delante de la voz «substancia» en las primeras Proposiciones del Libro I. Nos parece mucho más adecuado traducir «una substancia», y no «la substancia», toda vez que Espinosa aún no ha demostrado, en esas Proposiciones, que la substancia sea única, y está diciendo cosas de «cualquier substancia» que se ajuste a la Definición 3, Definición que —como ya dijimos— no tiene por qué interpretarse aún como referida a una sola entidad: la traducción de Cohan anticipa indebidamente una imagen de la substancia que sólo será lícito tener después.
Nuestra traducción ha procurado ser literal y, además, conservar en el castellano un cierto tono «latinizante clásico», en la medida en que ello ha sido posible sin caer en la exageración. Nos hemos permitido, en ocasiones, el uso de comillas —que, desde luego, no aparecen en el texto latino— para subrayar algunas palabras que están siendo mencionadas por Espinosa, contribuyendo así a la claridad de la lectura. Ocasionalmente, desde luego, nos hemos servido de paráfrasis para evitar la sequedad de una traducción demasiado literal, así como para aclarar el sentido: pero lo hemos hecho las menos veces posibles.
El texto latino de la Ética utilizado es el del tomo II de la edición crítica de Carl Gebhardt, Heidelberg, Carl Winters, 1924, considerada hace tiempo como canónica, por encima incluso de la de Van Vloten y Land.
Debo precisiones y ayudas eficacísimas a gustavo bueno, director del Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo, y a todos mis compañeros en dicho Departamento, así como a matilde bohigas, cuya fina percepción de matices de significado me ha sido de gran utilidad. A ella quisiera dedicar este trabajo; también a carmen gómez ojea y andrés de la fuente, amigos queridos y degustadores de temas judíos.
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[1] Nos permitimos escribir Espinosa, más bien que el usual Spinoza, por tratarse de un apellido en definitiva ibérico; el propio filósofo firmó, en alguna ocasión, Despinosa (contrayendo preposición y apellido, y, en todo caso, sin la z). Avala nuestra grafía la opinión del maestro Caro Baroja, en su obra sobre los judíos en la España moderna y contemporánea a que nos referimos más adelante.
[2] 1. Cf r. Die Schriften des Uriel da Costa mit Emleitung, Übertrugung und Regesten, hrsg. von carl gebhardt, Bibl. Spinozana, t. II, Amsterdam, 1922,1. S. revah: Spinoza et le Dr. Juan de Prado, París, Mouton, 1959. J. caro baroja: Los judíos en la España moderna y contemporánea, Madrid, Anón, 1961, tomo I, pp. 259-266, 493-501.
[3] 2. Excepto el Korte Verhandeling (Breve Tratado); pero esta obra de Espinosa, no recocida en la primera edición de sus obras, y reconstruida en el siglo pasado a partir de dos manuscritos diferentes, circuló como un «borrador de la Ética- entre el círculo de amigos holandeses de Espinosa y fue manipulada por estos; cf. la Notice que del Breve Tratado da ch. appuhn en su traducción francesa de Espinosa (Spinoza. Oeuvres, París, Garnier-Flammarion, 1964, t. I, pp. 13-28).
[4] 3. Cfr. J. chevalier: Historia del pensamiento (trad. esp.), Madrid, Aguilar, 1963, t. III, pág. 267, nota 3. El texto de Carvalho, ibidem, Apéndice al cap. III, pág. 682.
[5] 4. Cfr. supra, nota 1, ob cit.
[6] 5. C. gebhardt: «Juan de Prado», en Chronicon Spinozanum, III (1923), págs. 269-291.1. S. REVAH: cfr. supra, nota 1.
[7] 6. Es la Epístola LXXVI (respuesta a la LXVII) de la edición Gebhardt que citamos al final del texto de esta Introducción: tomo IV, pág. 316.
[8] 7. Epistolae LI-LVl: ed. Gebhardt cit., t. IV, págs. 241-262.
[9] 8. Cfr. ed. Gebhardt cit., t. II. pág. 9.
[10] 9. Tractatus theologico-politicus, Praef., ed. Gebhardt, t. III, página 12.
[11] 10. G. friedmann: Leibniz et Spinoza, París, Gallimard, 1962, p. 24. Traducción nuestra.
[12] 11. M. gueroult: Spinoza. Dieu (Ethique, I),París, Aubier-Montaigne, 1968. G. deleuze: «Spinoza et la methode genérale de M. Gueroult», en Revite de Méthaphysique et de Morale, 74 (1969).
[13] 12. Cfr. nuestro artículo «Dialéctica en los textos iniciales de la Ética de Espinosa», en Revista de Occidente, septiembre, 1974.
[14] 13. La Epístola LX, de la ed. Gebhardt cit., t. IV, páginas 270-271.
[15] 14. La expresión «los modos no pueden formar un atributo» pertenece al Breve Tratado, Diálogo Segundo, ed. Gebhardt, t. I, pág. 32; cfr. la traducción francesa de Appuhn, cit., t.I, página 62.
[16] 15. Aquí no podemos desarrollar todo esto. Cfr. nuestro libro El materialismo de Espinosa, ed. Revista de Occidente, especialmente el cap. 5.
[17] 16. Como Marx decía a quien reprochaba, de algún modo, lo «extravagante» de su método dialéctico: véase el Postfacio de la segunda edición alemana de El Capital, pág. XXIII del tomo I de la trad. esp., tercera ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1964.
[18] 17 Es la idea de intellectus infinitus actu: cfr. cap. V, sección 4, de nuestra obra cit. sufra (nota 15).
[19] 18. R. misrahi: .El camino espinosista para llegar a la salvación puede parecer una difícil pendiente. Pero no es un Carmelo místico lo que nos propone, no es la apaciguadora Noche lo que busca…., Spinoza; París, Seghers, 1964, página 119. Traducción nuestra.