El PROCESO (extracto), de FRANZ KAFKA

Franz Kafka

“Lo que me ha ocurrido no es solo un caso aislado y, como tal, no muy importante, ya que no me lo tomo muy en serio, sino que es significativo de los procesos que se instruyen contra muchos. Por ellos y no por mí estoy aquí ahora. No quiero tener éxito como orador. Lo que quiero es solo que se hable públicamente de una injusticia pública. No hay duda de que, detrás de todas las actuaciones de este tribunal, se encuentra una gran organización. Una organización que no solo emplea guardianes corruptos, inspectores ridículos y jueces de instrucción que, en el mejor de los casos, son mediocres, sino que mantiene a unos jueces de grado superior y supremo, con su séquito inevitable e innumerable de ujieres, escribientes, gendarmes y otros ayudantes; incluso tal vez verdugos, no me asusta la palabra. Teniendo en cuenta la falta de sentido del conjunto, ¿cómo evitar la peor de las corrupciones entre los funcionarios? Todos sois funcionarios, todos sois esa banda corrupta contra la que yo he hablado; habéis formado supuestos bandos y alguno ha aplaudido para ponerme a prueba; queríais saber cómo se puede engañar a un inocente. Os deseo suerte en vuestro oficio. Sinvergüenzas, os regalo vuestros interrogatorios.”

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Habían avisado a K. por teléfono de que el domingo siguiente habría un pequeño interrogatorio relacionado con su asunto. Se le hizo notar que esas investigaciones se sucederían ahora con regularidad, quizá no todas las semanas, pero en cualquier caso con frecuencia. Por una parte, era de interés general terminar rápidamente el proceso; por otra, sin embargo,  las investigaciones debían ser minuciosas en todos los sentidos, aunque, por el esfuerzo que suponían, nunca durasen mucho. […]

NO DIRÉ QUE SE TRATA DE UN PROCEDIMIENTO CHAPUCERO, PERO QUISIERA OFRECERLE ESE CALIFICATIVO PARA SU PROPIO GOBIERNO

Se había fijado el domingo como día para la investigación, a fin de no perturbar a K. en su trabajo profesional. […] No hacía falta decir que tenía que comparecer sin falta; eso, sin duda, no era preciso señalárselo. Le dieron el número del edifico donde debía presentarse: un edifico de una calle de un suburbio apartado en donde K. no había estado nunca.

  1. creyó haber entrado en una asamblea. Una multitud de gentes de lo más variado -nadie se ocupó del recién llegado- llenaba una habitación de tamaño medio, de dos ventanas, que cerca del techo estaba rodeada por una galería, también totalmente ocupada y en donde la gente solo podía estar agachada, dando con la cabeza y la espalda contra el techo. […]

Al otro extremo de la sala, adonde llevaban a K., había, sobre un estrado bajo igualmente repleto, una mesilla colocada de través, y detrás de ella, cerca del borde del estrado, estaba sentado un hombrecito grueso y jadeante que hablaba, entre grandes risas, con un hombre situado detrás de él, que tenía los codos apoyados en el respaldo de la silla y las piernas cruzadas. A veces levantaba los brazos como si caricaturizase a alguien. […] Entonces sacó el reloj y echó a K. una rápida ojeada. “Hubiera debido presentarse hace una hora y cinco minutos”, dijo. K. quiso responder algo, pero no tuvo tiempo, porque, apenas había hablado el hombre, se alzó en la mitad derecha de la sala un murmullo general. […]

  1. había decidido observar más que hablar, y en consecuencia renunció a defenderse por su supuesta tardanza, limitándose a decir: “Aunque pueda haber llegado tarde, ahora estoy aquí”. Siguió un aplauso, otra vez del lado derecho de la sala. “Es fácil ganarse a esta gente”, pensó K., al que solo molestó el silencio de la parte izquierda, que tenía precisamente detrás y en la que únicamente se había producido algún aplauso aislado. Pensó en lo que podría decir para ganarse a todos a la vez o, si eso no era posible, al menos también a los otros de cuando en cuando. […]

El juez de instrucción, sin embargo, no se preocupaba por ello, sino que permanecía bastante cómodamente sentado en su silla y, después de haber dicho unas últimas palabras al hombre que tenía detrás, cogió un cuadernito de notas, único objeto que había sobre su mesa. Parecía un cuaderno escolar, viejo y deformado de tanto hojearlo. “Bueno”, dijo el juez, hojeó el cuaderno y se dirigió a K. en tono afirmativo: “¿Es usted pintor de brocha gorda?”. “No”, dijo K. “Soy apoderado general de un barco importante.” A esa respuesta siguieron en el bando situado abajo a la derecha unas carcajadas tan cordiales que K. tuvo que reírse también. La gente apoyaba las manos en las rodillas y se agitaba como si tuviera un fuerte acceso de tos. Se rieron incluso algunos de la galería. […]

La parte izquierda de la sala seguía sin embargo silenciosa, la gente permanecía de pie en filas, tenía el rostro vuelto hacia el estrado y escuchaba las palabras que se cruzaban arriba con tanta tranquilidad como ruido producía la otra parte, tolerando incluso que algunos de sus filas hicieran de vez en cuando causa común con ella. La gente del bando de la izquierda, por lo demás menos numerosa, podía ser en el fondo tan insignificante como la de la derecha, pero la serenidad de su comportamiento hacía que pareciera más importante. Cuando K. comenzó a hablar, estaba convencido de expresar el punto de vista de ella.

“Su pregunta de si soy pintor de brocha gorda, señor juez de instrucción -aunque más bien no me ha preguntado nada, sino que me ha lanzado esa afirmación-, resulta característica de la clase de procedimiento que se instruye contra mí. Podrá objetar que no se trata en absoluto de un procedimiento; tiene toda la razón, porque solo es un procedimiento si yo lo reconozco como tal. Sin embargo, de momento lo haré así, en cierto modo por compasión. No se puede ser más que compasivo, si es que se le quiere prestar atención siquiera. No diré que se trata de un procedimiento chapucero, pero quisiera ofrecerle ese calificativo para su propio gobierno.”

  1. se interrumpió y miró abajo a la sala. Lo que había dicho era duro, más duro de lo que había pretendido, pero sin embargo exacto. Hubiera podido merecer aplausos aquí o allá, pero todos estaban silenciosos; evidentemente, aguardaban atentos lo que seguiría; tal vez se preparaba ya en silencio un estallido que acabaría con todo.[…]

NO QUIERO TENER ÉXITO COMO ORADOR; LO QUE QUIERO ES SOLO QUE SE HABLE PÚBLICAMENTE DE UNA INJUSTICIA PÚBLICA

Los rostros de las personas de la primera fila estaban tan atentos que, por un momento, K. se quedó mirándolos. Eran sin excepción hombres de edad, algunos de ellos de barba blanca. Tal vez eran los decisivos, los que podían influir en toda la asamblea, la cual, ni siquiera ante la humillación del juez de instrucción, salía de la inmovilidad en que se había sumido ante las palabras de K.

“Lo que me ha ocurrido”, continuó K. en voz algo más baja que antes, escrutando una y otra vez los rostros de la primera fila, lo que hacía que su discurso resultara algo inquieto, “lo que me ha ocurrido no es solo un caso aislado y, como tal, no muy importante, ya que no me lo tomo muy en serio, sino que es significativo de los procesos que se instruyen contra muchos. Por ellos y no por mí estoy aquí ahora.”

Había levantado involuntariamente la voz. En algún lugar, alguien aplaudió levantando las manos y gritó: “¡Bravo! ¿Por qué no? ¡Bravo! ¡Otra vez bravo!”. Algunos de la primera fila se mesaron la barba, pero nadie se volvió por aquella exclamación. Tampoco K. le dio importancia, aunque lo animó; no consideraba ya necesario que todos aplaudieran, bastaba con el público comenzara a reflexionar sobre el asunto y con ganarse a alguien a veces, por convencimiento.

“No quiero tener éxito como orador”, dijo K. movido por esta reflexión, “y tampoco podría lograrlo. El señor juez instructor habla probablemente mucho mejor, forma parte de su profesión. Lo que quiero es solo que se hable públicamente de una injusticia pública. Escuchen: hace unos diez días fui detenido; me río del hecho de la detención misma, pero este no es el momento de hablar de ella; quizá -no hay que excluirlo después de lo que ha dicho el juez de instrucción- se había dado la orden de detener a algún pintor de brocha gorda tan inocente como yo, pero me eligieron a mí. La habitación contigua fue ocupada por dos rudos guardianes. Si yo hubiera sido un bandido peligroso, no se habrían tomado más precauciones. Esos guardianes eran gentuza sin moral, me atronaron los oídos, quisieron que los sobornara, quisieron, con falsedades, quitarme la ropa interior y los trajes, y me pidieron dinero, supuestamente para traerme el desayuno , después de haberse comido desvergonzadamente el mío ante mis ojos. […]

No me fue fácil conservar la calma. Sin embargo lo conseguí y, totalmente tranquilo, pregunté al inspector -si el estuviera aquí tendría que confirmarlo- por qué estaba detenido. ¿Qué respondió entonces ese inspector al que todavía veo ante mí sentado en una silla como encarnación del orgullo más estúpido? Señores, en el fondo no respondió nada, quizá tampoco sabía nada, me había detenido y con eso se daba por satisfecho. […]

Cuando K. se interrumpió en ese punto y miró al silencioso juez de instrucción, creyó observar que este estaba haciendo precisamente a alguien de la multitud un signo con los ojos. K. se rió y dijo: <El señor juez de instrucción acaba de hacer a alguien una señal secreta. Por consiguiente, hay entre ustedes personas dirigidas desde aquí arriba. No sé si esa señal debe provocar ahora aplausos o siseos y, por el hecho de haberlo revelado prematuramente, he renunciado, de forma plenamente consciente, a conocer su significado. Me resulta completamente indiferente, y en público autorizo al señor juez instructor a capitanear a sus empleados a sueldo de ahí abajo, en lugar de con señales secretas, con palabras en voz alta, diciéndoles unas veces, por ejemplo: “Silbad ahora”, y otras: “Ahora aplaudid”>

El juez de instrucción, por desconcierto o impaciencia, se revolvía en su silla. El hombre que tenía detrás y con el que había hablado antes se inclinó nuevamente hacia él, ya fuera para alentarlo  en general o para darle algún consejo concreto. Abajo, la gente hablaba en voz baja con animación. Los dos bandos, que antes habían parecido tener opiniones tan opuestas, se mezclaban, algunas personas aisladas señalaban con el dedo a K. y otras al juez de instrucción. El vaho neblinoso de la habitación era sumamente denso: impedía incluso observar bien a los que estaban lejos. Debía de ser especialmente molesto para los espectadores de la galería, que se veían obligados, aunque lanzando tímidas miradas de soslayo al juez de instrucción, a preguntar a los participantes en la asamblea para informarse mejor. Las respuestas eran dadas igualmente en voz baja, tapándose la boca con la mano.

TENIENDO EN CUENTA LA FALTA DE SENTIDO DEL CONJUNTO DE LA ORGANIZACIÓN, ¿CÓMO EVITAR LA PEOR DE LAS CORRUPCIONES ENTRE LOS FUNCIONARIOS?

“Enseguida acabo”, dijo K., y como no había campanilla, golpeó la mesa con el puño, lo que hizo que, asustadas, se separasen al instante las cabezas del juez de instrucción y de su asesor. “Todo este asunto no me concierne, por eso puedo juzgarlo tranquilamente y ustedes, si algo les importa este pretendido tribunal, pueden beneficiarse mucho si me escuchan. Les ruego que dejen para luego sus comentarios sobre lo que digo, porque no tengo tiempo y tendré que marcharme pronto.”

Enseguida se hizo el silencio: tanto dominaba K. ahora la asamblea. Ya no se cruzaban gritos como al principio, ni siquiera se aplaudía ya, pero la gente parecía convencida o muy cerca de estarlo.

“No hay duda”, dijo K. en voz muy baja, porque lo alegraba la tensa atención de toda la asamblea: de aquel silencio brotaba un zumbido que era más excitante que el aplauso más entusiasta, “no hay duda de que, detrás de todas las actuaciones de este tribunal -en mi caso, pues, detrás de la detención y de la investigación de hoy-, se encuentra una gran organización.

¿Y cuál es el sentido de esa gran organización, señores? Consiste en detener a personas inocentes e instruir contra ellas procesos absurdos y la mayoría de las veces, como en mi caso, sin éxito. Teniendo en cuenta la falta de sentido del conjunto, ¿cómo evitar la peor de las corrupciones entre los funcionarios? Es imposible, eso no podría lograrlo ni el juez supremo por sí mismo. Por eso los guardianes de los detenidos tratan de robarles hasta la camisa del cuerpo, por eso los inspectores irrumpen en viviendas ajenas, y por eso los detenidos, en lugar de ser interrogados, se ven humillados ante asambleas enteras. Los guardianes me han hablado de depósitos a los que llevan las pertenencias de los detenidos, y yo quisiera ver alguna vez esos depósitos, en los que se pudre el patrimonio fatigosamente acumulado, si es que no ha sido ya saqueado por empleados ladrones.” […]

Entonces se encontró frente a frente con la multitud. ¿Había juzgado mal a aquella gente? ¿Había confiado demasiado en el efecto de su discurso? ¿Habían fingido mientras él hablaba y ahora, cuando llegaba a las conclusiones, se habían cansado de fingir? ¡Qué rostros tenía alrededor! Pequeños ojillos negros se movían de un lado a otro, las mejillas colgaban como las de los borrachos, las largas barbas eran rígidas y ralas y, si se hubiera tratado de asirlas, habría sido como si la mano se convirtiese en garra y no como si se agarrase una barba.

Sin embargo, bajo aquellas barbas -y ese fue el verdadero descubrimiento que hizo K.-, brillaban en las solapas insignias de distintos tamaños y colores. Hasta donde podía ver, todos llevaban aquellas insignias; todos -aquellos pretendidos bandos de derecha e izquierda- pertenecían a lo mismo y, cuando se volvió de pronto, vio la misma insignia en el cuello del juez de instrucción que, con las manos en las rodillas, miraba tranquilamente hacia abajo. “¡Ah!”, exclamó K., levantando los brazos, aquella comprensión súbita requería espacio. “Todos sois funcionarios, según veo, todos sois esa banda corrupta contra la que yo he hablado; os habéis metido aquí para oír y espiar, habéis formado supuestos bandos y alguno ha aplaudido para ponerme a prueba; queríais saber cómo se puede engañar a un inocente. Bueno, espero que vuestra presencia no haya sido inútil: o bien os habrá divertido que alguien esperase de vosotros que defendierais la inocencia, o bien… ¡Suéltame o te pego!” gritó K. a un anciano tembloroso que se le había acercado mucho, “habréis aprendido realmente algo. Y con ello os deseo suerte en vuestro oficio.”

Cogió rápidamente su sombrero, que estaba al borde de la mesa, y se abrió paso en medio del silencio general -en cualquier caso el silencio de la más completa sorpresa- hacia la salida. Sin embargo, el juez de instrucción parecía haber sido más rápido que K., porque lo aguardaba junto a la puerta. “Un momento”, dijo; K. se detuvo, pero no miró al juez sino a la puerta, cuya manilla había agarrado ya. “Sólo quería señalarle”, dijo el juez de instrucción, “que hoy -tal vez no haya tenido conciencia de ello- se ha privado de las ventajas que un interrogatorio reporta en cualquier caso al detenido.” K. se rió, mirando hacia la puerta. “Sinvergüenzas”, exclamó, “os regalo vuestros interrogatorios”. Abrió la puerta y se apresuró a bajar las escaleras. Detrás de él se alzó el ruido de la asamblea, otra vez viva, que comenzó probablemente a comentar lo ocurrido, al estilo de los escoliastas.

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FRANZ KAFKA, El proceso (extracto). Obras Completas I. Círculo de Lectores, 1999. Traducción de Miguel Sáenz. FD, 17/06/2009.