Por Sentencia de 22 de diciembre de 2016, del Pleno del Tribunal Constitucional, dictada en el Recurso de Amparo nº 6237/2011 , ha sido desestimada la Demanda de Amparo (1ª parte)(2ª parte) formulada por la escritora y militante del PSOE, Doña Susana Pérez-Alonso, contra la sanción que le fue impuesta (suspensión de militancia por 20 meses) por la Comisión Ejecutiva Regional del PSOE en Asturias, con motivo de sus críticas al acuerdo de 27 de julio de 2006 de la Comisión Ejecutiva de la Federación Socialista Asturiana de solicitar a la Comisión Federal de listas la exclusión de Oviedo del proceso de primarias en las elecciones municipales a celebrar en 2007; críticas expresadas en una carta publicada en el periódico La Nueva España, de 9 de agosto de 2006 (ENLACE AL TEXTO DE LA CARTA).
*******
CULPABLE ME DECLARO…
De no haber guardado silencio ante lo que consideré injusto sin importarme las consecuencias, nunca lo he guardado.
De admirar a Quevedo y despreciar a quienes lo encarcelaron
De no tener amo ni dogal
De tener miedo, mucho miedo, pero vencerlo
De navegar la vida como si fuese un mascaron de proa
De creer que la Justicia y la Ley han de ser justas
De creer en una justicia despolitizada
De tener pensamiento propio
De no haber cobrado jamás por las labores sociales que realizo
De haber plantado cara de frente a quien quiso manejarme
De saber y creer firmemente que falta de cojones es falta de valor y no impotencia
De saber que si hubiese sido un macho alfa y no una mujer, alfa por supuesto, jamás habrían usado determinados argumentos en las alegaciones del PSOE
De pensar y defender que nadie pueda ser candidato a nada en la política sin haber trabajado antes pagándose su Seguridad Social, de saber lo que es madrugar para poder pagar las facturas.
De pensar que no se puede vivir eternamente de los cargos políticos
De pensar que es falaz decir que los políticos en este país ganan poco
De pensar que los políticos no tienen más derechos que yo
De pensar que si alguien se siente injuriado debería haberme llevado a los Tribunales y demostrar tal cosa.
De pensar que en política, mi FIDELIDAD SE LA DEBO A ESPAÑA Y A SUS CIUDADANOS, a nadie más. Pese a pensar, al parecer, soy una adultera política. Creo que es el primer caso de la historia. Pues sea, ya me estoy bordando la letra A. La portaré con orgullo tal que en la Letra escarlata.
Yo no soy Galileo, así que no negaré ni una coma, ni un punto ni una palabra de la carta por la que se me castiga: SE MUEVE, SE MOVÍA Y SE MOVIÓ.
LA CONSPIRACIÓN DE CATILINA “Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?” (“¿Hasta cuándo abusarás de nuestra paciencia, Catilina?”) Cicerón – Catalinarias X Defensa de Julio César en el Senado (Salustio Crispo – De Catilinae coniuratione)): «Todos los hombres, senadores, que deliberan acerca de cuestiones dudosas, conviene que estén libres de todo tipo de odio, amistad o ira. No es fácil que el ánimo provea la verdad cuando las pasiones se oponen y nadie obedece a la vez a su propio capricho y a su propio interés. El ánimo prevalece si el talento lo hace; si el capricho está en su lugar, no tiene fuerza alguna. Puedo recordarles, senadores, que un gran número de reyes y pueblos, impulsados por la ira y por la misericordia, cometieron malas decisiones; sin embargo, prefiero mencionar las cosas que nuestros mayores hicieron contra el capricho de su ánimo. En la guerra macedónica que nuestros antepasados tuvieron con el rey Perseo, la magnífica ciudad de los rodios, que había crecido gracias a los nuestros, nos resultó infiel, pero tras el fin de la guerra nuestros antepasados no los castigaron, para que no piensen que habíamos comenzado la guerra por las riquezas y no por la injuria recibida. Así mismo durante las Guerras Púnicas, a pesar de que el enemigo mató a gran cantidad de civiles, incluso en las treguas, los nuestros no lo hicieron, no porque no pudieran hacerlo, pues las oportunidades las tuvieron, sino porque no lo consideraban digno, y pensaban que la justicia de otra nación se les vendría algún día contra ellos. De la misma manera, senadores, debéis prevenir que no prevalezca en vosotros el crimen de Publio Léntulo y los suyos por encima de vuestra dignidad; por tanto no obedezcáis a la ira más que a vuestra reputación. Si se encuentra un castigo adecuado para todos ellos, lo apruebo; pero si la magnitud del delito supera nuestra imaginación, pienso que habría que utilizar aquellos que las leyes disponen. Muchos de los que opinaron antes que yo se han conmiserado de la caída de la república; pues enumeraron gran cantidad casos en que se demostraban la crueldad de las guerras, las cosas que a veces le sucedían a los vencidos, que eran robadas las madres, que los niños les eran arrebatados a sus padres y eran tratados mal por los vencedores, que los templos y las casas eran saqueadas, que se producían matanzas, incendios y finalmente terminaba todo lleno de cadáveres, armas, sangre y luto. Sin embargo, ¡por los dioses inmortales!, ¿hacia dónde tiende semejante discurso?, ¿acaso a haceros enemigos de la conjuración? ¡Evidentemente! Aquél que una cuestión de tanta magnitud y atrocidad no lo conmueve, tampoco lo hará mi discurso. A ninguno de los mortales les parecen pequeñas las injusticias que se están cometiendo, muchos las consideran más graves de lo que la justicia puede tolerar, pues cada uno, senadores, tiene una libertad diferente. En nuestros tiempos, cuanto más baja es la condición social, más mínima es la libertad; por lo que no conviene simpatizar ni odiar, pero mucho menos airearse. Lo que en unos se llama iracundia, se denomina en el ejercicio del poder soberbia y crueldad. Por cierto, yo pienso de este modo, senadores: todos los castigos son menores que los crímenes de aquéllos, pero la mayor parte de los mortales recuerda lo pasado, y en cuanto a los rebeldes, se olvidan del crimen y empiezan a discutir acerca del castigo, sobre todo respecto de la severidad de éste. Décimo Junio Sejano, del que no me cabe duda que es un hombre valiente y firme, lo que dijo, lo hizo por afición a la República, y él no ejerce en este asunto ni el favor ni las amistades, pues conozco la moderación de este hombre. A decir verdad, no me parece cruel su discurso debido a que ningún castigo a personas de tal condición se lo puede considerar de esa manera, sino extraño a nuestra constitución. En efecto, el temor o la injusticia te llevaron, Sejano, cónsul electo, a discernir este castigo no previsto por la ley. El temor es sólo una forma prolija de hablar, y esto se debe a la ligereza del próximo cónsul al haber tantas personas levantadas en armas. Sobre el castigo puedo dar por cierto que para el luto y las desgracias la muerte es un alivio de las penurias, no un castigo; pues la muerte disuelve todas las desgracias de los mortales, debido a que más allá no hay lugar para la penuria ni para el goce. Sin embargo, ¡por los dioses inmortales!, ¿por qué razón no añadisteis a tu opinión que antes fueran azotados con latigazos?, ¿tal vez porque lo prohíbe la Ley Porcia? Sin embargo, otras leyes también ordenan que a los ciudadanos condenados no se les mate sino que se los envíe al exilio. ¿Acaso porque es más grave ser azotado que muerto?, mientras que por otro lado, ¿qué castigo es demasiado duro para hombres culpables de tan grande crimen? En caso de que se aplique el castigo del azote, que es más leve, ¿cómo se llega a temer la ley en una situación menor cuando se ha pasado por alto en cuestiones mayores? En efecto, ¿quién reprobará lo que se haga con los asesinos de la República? El tiempo, la fecha, la fortuna, cuyo capricho gobierna los pueblos. A ellos les sucederán muchas cosas merecidamente, pero vosotros, senadores, considerad qué cosas decís sobre los otros. Todos los malos ejemplos han nacido de buenas cosas; sin embargo, cuando el poder del mando llega a los que lo ignoran o a los deshonestos, aquel poder pasa de dignos a los seres indignos o merecedores de castigo. Los lacedemonios, vencidos por los atenienses, les impusieron treinta hombres para manejar su república. Estos comenzaron por asesinar sin juicio a los que eran mal vistos por todos, por lo que el populacho se alegró diciendo que se había cumplido justicia» |