“¡Oh, buen Dios!, ¿qué podría ser eso?, ¿cómo diremos que se llama?, ¿qué desgracia es?, ¿qué vicio o, más bien, qué desgraciado vicio? ¡Ver un número infinito de personas que no obedecen sino sirven, que no son gobernadas sino tiranizadas! Los mismos pueblos se hacen devorar, ya que con dejar de servir estarían a salvo; el pueblo se sujeta a servidumbre, se corta el cuello y, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, abandona su independencia y toma el yugo, consiente en su propio mal o, más bien, lo persigue. Si le costara algo recobrar su libertad, yo no lo apremiaría, aun cuando nada debe ser más caro al hombre que reconquistar sus derechos naturales y, por así decirlo, de bestia volver a convertirse en hombre; pero ni siquiera deseo yo en él una osadía tan grande, le permito que prefiera una cierta seguridad de vivir miserablemente a la dudosa esperanza esperanza de vivir a su gusto. ¿Qué? Si para tener libertad no hace falta más que desearla, si no se necesita más que un simple querer, ¿se hallará en el mundo una nación que considere todavía demasiado cara, cuando la puede lograr con un solo deseo, que se niegue a querer recobrar un bien que debería rescatar al precio de su sangre y cuya pérdida hace que todo hombre de honor considere desagradable la vida y la muerte deseable? Una sola cosa hay, cuyo deseo la naturaleza, yo no sé cómo, deja de inspirar a los hombres: la libertad, que es, sin embargo, un bien tan grande muy deseable que, una vez perdida, todos los males sobrevienen, y aun los bienes que quedan después pierden por completo su gusto y sabor corrompidos por la servidumbre.”
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“En tener muchos señores ningún bien veo, que uno no más sea el amo y uno solo sea el rey” (Ilíada II, 204-205). Esto decía Ulises en Homero, hablando en público.
Si no hubiera dicho otra cosa, sino “en tener muchos señores ningún bien veo…”, ello estaba tan bien dicho que nada más había que agregar. Pero, cuando atendiendo a la razón, era preciso decir que el dominio de muchos no puede ser bueno, ya que el poder de uno solo, desde el momento en que éste toma el título de amo, es duro y contra razón, fue a añadir, justo al revés, “que uno no más sea el amo y uno solo sea el rey”.
SI EL QUE TIENE UN AMO ES EXTREMADAMENTE DESGRACIADO, EL QUE TIENE MUCHOS SERÁ OTRAS TANTAS VECES EXTREMADAMENTE DESGRACIADO
De ello había que excusar tal vez a Ulises, que posiblemente tenía necesidad de usar entonces ese lenguaje para apaciguar la rebelión del ejército, conformando su propósito, creo yo, más al tiempo que a la verdad. Mas, para hablar con seriedad, es extremada desgracia el estar sujeto a un amo del cual nunca se puede asegurar que es bueno, ya que siempre está en su poder el ser malo cuando quiere serlo; y tener muchos amos es, en la medida en que se los tiene, ser otras tantas veces extremadamente desdichado.
Aunque no quiero, por ahora, discutir la tan agitada cuestión de si las otras formas de gobierno son mejores que la monarquía, desearía, con todo, saber, antes que dudar del rango que la monarquía debe tener entre los gobiernos, si realmente le corresponde algún rango, porque es difícil creer que haya nada de público en este gobierno en el que todo es de uno. Pero tal cuestión está reservada para otro momento, y exigiría por cierto que se le tratara aparte o, más bien, traería consigo todas las discusiones políticas.
En esta ocasión no quisiera sino averiguar cómo es posible que tantos hombres, tantas villas, tantas ciudades, tantas naciones aguante a veces a un tirano solo, que no tiene más poder que el que le dan, que no tiene capacidad de dañarlos sino en cuanto ellos tiene capacidad de aguantarlo, que no podría hacerles mal alguno sino en cuanto ellos prefieren tolerarlo a contradecirlo. Gran cosa es, por cierto, y sin embargo tan común que es preciso dolerse de ella más que sorprenderse, ver a un millar de millares de hombres servir miserablemente, teniendo el cuello bajo el yugo, no obligados por una fuerza mayor, sino de alguna manera (tal parece) encantado y hechizados por el nombre de uno solo, del cual ni deben tener la potencia, puesto que es uno solo, ni amar las cualidades, puesto que con ellos es inhumano y salvaje.
La debilidad es tal entre nosotros, los hombres, que a menudo nos es preciso obedecer a la fuerza; tenemos necesidad de contemporizar, no podemos ser siempre los más fuertes. Por eso, si una nación es obligada a servir a uno por la fuerza de la guerra, como la ciudad de Atenas a los treinta tiranos, no debe uno asombrarse por eso, sino lamentar lo acaecido o, mucho mejor, ni asombrarse ni lamentarse, sino sobrellevar el mal pacientemente y esperar una mejor suerte en el futuro.
Nuestra naturaleza es tal que los deberes ordinarios de la amistad consumen una buena parte del curso de la vida. Es razonable amar la virtud, apreciare las buenas acciones, reconocer el bien allí donde se ha recibido y empequeñecerse muchas veces de buen grado para aumentar el honor y el provecho de aquel a quien se ama y lo merece. Así, pues, si los habitantes de un país hallaron un alto personaje que les demostró gran previsión para cuidarlos, gran valentía para defenderlos, gran cuidado para gobernarlos, y si, desde entonces en adelante, se comprometieron a obedecerlo y a fiarse de él tanto como para concederle ciertas ventajas, no sé si sería sabio sacarlo de donde obra bien para empujarlo adonde pueda hacer mal, y si no sería, por cierto, conveniente dejar de temer un mal de quien no se ha recibido más que bien.
¿CÓMO LLAMAREMOS AL DESGRACIADO VICIO DE VER A INNUMERABLES PERSONAS QUE NO OBEDECEN SINO QUE SIRVEN, QUE NO SON GOBERNADAS SINO TIRANIZADAS, Y QUE NI SIQUIERA LA PROPIA VIDA LES PERTENEZCA?
Pero ¡oh, buen Dios!, ¿qué podría ser eso?, ¿cómo diremos que se llama?, ¿qué desgracia es?, ¿qué vicio o, más bien, qué desgraciado vicio? ¡Ver un número infinito de personas que no obedecen sino sirven, que no son gobernadas sino tiranizadas, que no tiene bienes ni padres, ni mujeres, ni hijos, ni siquiera la propia vida que les pertenezca!
¡Sufrir los pillajes, las lascivias, las crueldades, no de un ejército, no de un campamento bárbaro contra el que habría que defenderse exponiendo la sangre y la vida, sino de uno solo, y no de un Hércules o un Sansón, sino de un único hombrecillo, que la mayor parte de las veces es el más cobarde y afeminado de la nación, no acostumbrado a la pólvora de las batallas sino, y con gran pena, a la arena de los torneos, no capaz de mandar por fuerza a los hombres sino enteramente incapaz de servir con vileza a la menor mujerzuela! ¿llamaremos a esto cobardía ¿Diremos que quienes sirven son cobardes y flojos? Que dos, que tres, que cuatro no se defiendan de uno, es cosa extraña pero, sin embargo, posible; bien se podrá decir, con razón, que hay falta de valor. Pero si cien, si mil aguantan a uno solo, ¿no se dirá que es porque no quieren enfrentarse con él antes que por falta de audacia, no se dirá que no es cobardía sino más bien desprecio o desdén?
Si se ve no a cien, no a mil hombres, sino a cien países, a mil ciudades, a un millón de individuos no atacar a uno solo, del cual el mejor tratado de todos recibe el mal de ser siervo y esclavo, ¿cómo podremos llamar a esto? ¿Se trata de cobardía? En todos los vicios existe naturalmente cierto límite, más allá del cual no se puede pasar: dos pueden temer a uno y posiblemente diez también, pero si mil, un millón, mil ciudades no se defienden de uno, eso no es cobardía; la cobardía no llega hasta allí, así como la valentía no llega a hacer que uno solo escale una fortaleza, asalte un ejército o conquiste un reino. ¿Qué monstruoso vicio es, pues, éste que ni siquiera merece el nombre de cobardía, que no se encuentra palabra suficientemente denigrante, que la naturaleza niega haber hecho y la lengua se rehusa a nombrar?
Póngase de un lado a cincuenta mil hombres de armas; del otro, otros tantos; que se los disponga para la batalla; que choquen entre sí, los unos, libres para luchar por su libertad, los otros para quitársela. ¿A quiénes se les podrá vaticinar la victoria? ¿De cuáles se pensará que han de ir con más gallardía al combate?, ¿de aquellos que esperan como galardón de sus trabajos la recompensa de su libertad o de aquellos que no pueden esperar otro premio por los golpes que dan y que reciben más que la sujeción a otro? Los unos tienen siempre delante de sus ojos la felicidad de la vida pasada y la esperanza de una dicha semejante en el futuro; no consideran tanto lo que aguantan durante el tiempo que dura la batalla como lo que no deberán aguantar, ellos, sus hijos y toda su descendencia. Los otros nada tienen que los enardezca sino un poquito de codicia, la cual se embota con frecuencia ante el peligro y no puede ser tan ardiente como para no extinguirse, según parece, con la menor gota de sangre que brote de sus heridas.
En las tan célebres batallas de Milcíades, de Leónidas, de Temístocles, libradas hace dos mil años y hoy todavía frescas en la memoria de libros y hombres como si hubieran sido libradas ayer, dadas en Grecia para bien de los griegos y para ejemplo del mundo, ¿qué cosa se piensa que dio a tan corto número de gente como los griegos el poder, sino el coraje de resistir la fuerza de navíos que llenaban el mismo mar, de deshacer a naciones cuyo número era tan elevado que el escuadrón de los griegos no hubiera podido, de ser necesario, proporcionarles capitanes a sus ejércitos sino el hecho de que, al parecer, en esos días no se trataba de una batalla de los griegos contra los persas, cuanto de una victoria de la libertad contra la opresión, de la independencia contra la codicia?
EL PUEBLO SE SUJETA A SERVIDUMBRE, Y PUDIENDO ELEGIR ENTRE SER SIERVO Y LIBRE, ABANDONA SU INDEPENDENCIA Y TOMA EL YUGO, CONSIENTIENDO EN SU PROPIO MAL, O MÁS BIEN, EN PERSEGUIRLO
Cosa extraña es oír hablar de la valentía que la libertad infunde en el corazón de quienes la defienden, pero esto, que sucede en todos los países, entre todos los hombres, todos los días, a saber, que un hombre maltrata a cien mil y los priva de su libertad, ¿quién lo creería si sólo lo oyera decir y no lo viera? Y si ello no sucediera sino en países extraños y lejanas tierras y se relatara, ¿quién no pensaría que es algo fingido o inventado antes que hecho verdadero? Aun a este único tirano no es necesario combatirlo, no es necesario destruirlo; él mismo se destruye, con tal que el país no se avenga a servirlo; no es preciso quitarle nada sino no darle nada, no es preciso que el país se tome el trabajo de hacer algo en pro de sí mismo con tal que no haga nada contra sí mismo. Los mismos pueblos, pues, se dejan, o mejor, se hacen devorar, ya que con dejar de servir estarían a salvo; el pueblo se sujeta a servidumbre, se corta el cuello y, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, abandona su independencia y toma el yugo, consiente en su propio mal o, más bien, lo persigue.
Si le costara algo recobrar su libertad, yo no lo apremiaría, aun cuando nada debe ser más caro al hombre que reconquistar sus derechos naturales y, por así decirlo, de bestia volver a convertirse en hombre; pero ni siquiera deseo yo en él una osadía tan grande, le permito que prefiera una cierta seguridad de vivir miserablemente a la dudosa esperanza esperanza de vivir a su gusto. ¿Qué? Si para tener libertad no hace falta más que desearla, si no se necesita más que un simple querer, ¿se hallará en el mundo una nación que considere todavía demasiado cara, cuando la puede lograr con un solo deseo, que se niegue a querer recobrar un bien que debería rescatar al precio de su sangre y cuya pérdida hace que todo hombre de honor considere desagradable la vida y la muerte deseable?
Así como el fuego de una pequeña chispa aumenta, se hace cada vez más vigoroso, y cuanto más madera encuentra más está dispuesto a arder, pero sin que se le eche agua para extinguirlo, con sólo no proporcionarle más madera, cuando no tiene ya nada que consumir, se consume a sí mismo, queda sin fuerza alguna y no es ya fuego, así también los tiranos, cuanto más roban, más exigen, más arruinan y destruyen, más se les da y más se los sirve, tanto más se fortifican y se hacen continuamente más robustos y vigorosos para aniquilarlo y destruirlo todo, pero si no se les da nada y no se los obedece, sin combatirlos ni golpearlos quedan desnudos y deshechos y no son ya nada, como cuando la raíz carece ya de jugo o alimento y la rama queda seca y muerta.
Los osados, para adquirir el bien que buscan, no temen el peligro; los prudentes no rehuyen el esfuerzo; los cobardes y torpes no saben aguantar el mal ni recuperar el bien, se contentan con sólo desearlo y la virtud de intentarlo les es quitada por su cobardía: el deseo de tenerlo les queda por su naturaleza. Este deseo, esta voluntad es común a sabios y a tontos, a valientes y a cobardes, los cuales apetecen todas las cosa que, una vez adquiridas, los pueden hacer felices y dichosos.
Una sola cosa hay, cuyo deseo la naturaleza, yo no sé cómo, deja de inspirar a los hombres: la libertad, que es, sin embargo, un bien tan grande muy deseable que, una vez perdida, todos los males sobrevienen, y aun los bienes que quedan después pierden por completo su gusto y sabor corrompidos por la servidumbre. Sólo a la libertad no la desean los hombres, y no por otra razón, al parecer, sino porque, si la desearan, la tendrían; como si se rehusaran a hacer esta bella adquisición sólo porque es demasiado fácil.
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ESTEBAN DE LA BOÉTIE, Discurso sobre la servidumbre voluntaria (1ª selección). Libros de la Araucaria, Argentina, 2006. Traducción: Ángel J. Capelletti – Filosofía Digital 2009
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Étienne de La Boétie (Sarlat, 1 de noviembre de 1530 – Germignan, comuna de Le Taillan-Médoc cerca de Burdeos, 18 de agosto de 1563), fue un escritor y trabajó como Magistrado en Burdeos francés. Se interesó desde muy joven en los autores clásicos griegos y latinos. A los 18 años escribió Discours de la servitude volontaire ou le Contr’un («Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra uno»), en 1548 no siendo publicado hasta 1572, por su mejor amigo Michel de Montaigne. El texto, si bien fue escrito en 1548 y pasó de mano en mano por ciertos sectores ligados a la política por filósofos y escritores de renombre, no fue publicado hasta 25 años después de haber sido escrito por su autor.
Después de cursar estudios de Derecho en la Université d’Orléans, se convierte en 1553 en consejero del Parlamento de Burdeos. A partir de 1560 participa junto a Michel de l’Hospital en diversas negociaciones para lograr la paz civil -predicando la tolerancia- en las guerras de religión que oponían a católicos y protestantes.
El Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra uno es una corta requisitoria de 18 páginas, contra el Absolutismo que sorprende por su erudición y solidez ya que quien lo escribió sólo tenía 18 años de edad. Al leer esta obra Michel de Montaigne quiere conocer al autor y de este encuentro nace una amistad que sólo acaba con la muerte de La Boétie.
El texto de La Boétie plantea la cuestión de la legitimidad de cualquier autoridad sobre un pueblo y analiza las razones de la sumisión (relación dominación/ servidumbre). De esta manera el Discurso prefigura la teoría del contrato social e invita al lector a una minuciosa vigilancia siempre con la libertad como punto de mira. Los numerosos ejemplos sacados de la Antigüedad que —como era costumbre en la época— aparecen en el texto, le permiten criticar, bajo una apariencia de erudición, la situación política de su tiempo. Si bien, La Boétie, fue un servidor del orden público, es considerado por muchos como un precursor intelectual del anarquismo.
Murió por la peste en Germignan el 18 de agosto de 1563 a los 33 años.