EL TERREMOTO DE LISBOA (1.755). EL MAL EXISTE: «Poema sobre el desastre de Lisboa (o Examen del axioma Todo está bien)», por Voltaire

EL TERREMOTO DE LISBOA (1.755)

 

El Poema sobre el desastre de Lisboa de Voltaire contiene, además de la expresión de consternación por el desastre mismo, una argumentación contra el optimismo y una protesta por la existencia del mal en general.

El mal existe; he ahí un hecho indiscutible.

Más aún, para Voltaire, éste es casi un axioma que, como tal, no puede ser explicado por otras verdades –razón por la cual toda argumentación racional está desde el comienzo destinada al fracaso-, pero cuya desconsoladora verdad no puede pasar a los ojos de los hombres sin justificación para su sufrimiento, ni escándalo para el clima optimista de la época.

En su Poema, Voltaire ofrece una enumeración de las justificaciones del mal que se han intentado.

De entre todas ellas, destacan la justificación del mal por el pecado, primero; en segundo lugar, en la discusión sobre si el mal podría haber sido excluido de la creación por la potencia o la voluntad divinas y las implicaciones que esto tiene con respecto al optimismo de tipo leibniziano; finalmente, toma el mal como signo de la finitud humana.

Andrea Pac

 

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CATÁSTROFES Y DESVERGÜENZAS

El modo obsceno en el que los políticos, como buitres morales, se han lanzado a capitalizar cadáveres, para transubstanciarlos en votos

 

Voltaire no es un poeta. Ni bueno ni malo. Deja escritos unos 250.000 versos, quizá porque pensaba que el verso es más grato a un lector no cultivado. Domina los recursos técnicos del alejandrino y rara vez cae en un error de métrica. Pero no hay un solo momento de intensidad poética en sus obras versificadas. Sí puede interesarnos su prosaico contenido. Que, a los ojos del lector actual, queda muy degradado por la manía versificatoria. Es el caso del largo opúsculo que, en alejandrinos, dedica el ya viejo «philosophe» al terremoto que arrasó Lisboa en el año 1755. ¿Cómo no releerlo después de lo de Valencia?

El término francés «philosophe» es engañoso, cuando de él hace uso un hombre culto del siglo XVIII. Un repaso por las cinco primeras ediciones del Diccionario de la Academia Francesa deja en el lector constataciones sorprendentes. La primera edición, en el año 1694, es eco del trastrueque que en los usos literarios introdujera el libertinismo erudito de La Mothe Le Vayer, Naudé o Bergerac: Filósofo, «se dice a veces también en modo absoluto de un hombre que por el libertinaje del espíritu se pone por encima de sus deberes y de las obligaciones ordinarias de la vida civil». La segunda edición (1718) se limita a añadir un «y cristianas» a la fórmula que habla de «obligaciones de la vida civil». A partir de ahí, y con solo la adición de un par de comas, la definición se mantiene intacta en las ediciones tercera (1740) y cuarta (1763). Y, sorprendentemente, esa acepción desaparece, con las vísperas del cambio de siglo, en la edición quinta (1798).

En el uso social —y, sobre todo, cortesano— del Siglo de las Luces, «philosophe» nada tiene que ver con lo que por tal término ha entendido toda la historia del pensamiento, desde que Heráclito hiciera, por primera vez, uso escrito de la expresión «hombres filósofos», hasta lo que hoy, con matices muy diversificados, damos a entender con tal término. El «philosophe» del siglo XVIII es un agitador: político como social.

Eso, que fue la base del éxito inmediato de Voltaire, fue también el origen de todos los malentendidos que ya en vida se generaron en torno a su obra y que harán luego casi ininteligible la peculiaridad de sus intervenciones en el hosco campo de batalla que fue el de la literatura de su siglo. Voltaire fue un panfletista. Término que nada tiene de reproche en su siglo. Los libelos del siglo XVII (las Provinciales de Pascal, por ejemplo) y los panfletos —anónimos o firmados— del XVIII son declaraciones de guerra, en un universo literario al que el tránsito a la edad moderna ha sumido en un completo desconcierto. No es mala cosa releer al ya tardío teorizador del género, Paul-Louis Courier, para apreciar el papel que esa literatura clandestina o semiclandestina jugó en la modernización de las letras europeas.

Pero el panfleto —como el libelo— se escribe necesariamente contra alguien. Y ese «contra» justifica todas las exageraciones, incluso las difamatorias o las sencillamente mentirosas, que hacen —a tres siglos de distancia— su encanto burlesco. Siempre que quien los lea no se los tome demasiado en serio, aunque aquello de lo cual estén hablando sea trágico. Siempre que, sobre todo, no confunda a quienes en ellos se dicen «filósofos» con nada que tenga nada que ver con lo que, en convenida academia, llamamos «filosofía».

Panfleto en verso, el «Poema del desastre de Lisboa» puede que haya sido el más conseguido de los de Voltaire. Es también, seguro, el peor comprendido. Quizá porque el propio autor buscase deliberadamente esa incomprensión. Es de convención presentarlo como una especie de arrebato del «filósofo» contra el Dios incompatible con el Mal en el mundo. Pero no es contra Dios, sino contra el muy humano Leibniz, contra quien el panfletista francés escribe. Y tampoco es tan difícil constatarlo: no hace falta siquiera rastrear las diez o doce referencias leibnizianas que contienen sus 234 versos. Ni siquiera, es imprescindible leerlos. Basta con atender a su título completo: «Poema sobre el desastre de Lisboa. O examen del axioma ‘todo está bien’». No es la primera vez, desde luego, en la que Voltaire arremete contra el teorizador de este mundo nuestro como «el mejor de los mundos posibles». Sí, la más malvada.

La astucia de Arouet es sencilla. Y demoledora. La cortedad de la mente humana solo se contenta ante una tragedia cuando puede responsabilizar de ella a alguien. Y, si es posible, castigarlo. Cuando el mal que nos aniquila proviene de una composición de determinaciones causales anónimas —eso es una catástrofe natural— nuestro desarraigo es absoluto: al mal sufrido se añade el sinsentido de su desencadenamiento. «¿Por qué?» Es la pregunta infantil con la que, ante toda tragedia, buscamos consolarnos. Eludiendo la única pregunta seria: «¿Cómo?»

La espantosa tragedia de Valencia es la resultante de fuerzas naturales que desbordan la capacidad de control de estos nimios sujetos que somos los humanos. Cabe analizar cómo se produjo. Y prever los márgenes dentro de los cuales pueda reducirse su coste cuando vuelva a producirse. Una sensatez básica debiera atenerse a eso.

Otra cosa —muy distinta— es el «después»: el modo obsceno en el que los políticos, como buitres morales, se han lanzado a capitalizar cadáveres, para transubstanciarlos en votos. Votos que, al final —véase Ábalos—, son fuente de dinero. Y esto no es ya ni catástrofe natural, ni determinación anónima. Es desvergüenza. Y el ciudadano tiene, al menos, un modo muy sencillo de castigarla.

 

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EL TERREMOTO DE LISBOA

1755: VOLTAIRE, ROUSSEAU Y EL TERREMOTO DE LISBOA

Mientras que en 1985 las desgracias de un terremoto hicieron que la gente que lo vivió se preocupara, sobre todo, por discutir medidas prácticas que pudieran resolver los daños materiales que produjo, en el siglo XVIII, después de haberse enterado de un sismo de peores consecuencias acaecido en Lisboa en 1755, Voltaire se preocupó por discutir el lugar del hombre en el universo para buscar, de manera desesperada e infructuosa, las posibles respuestas a las causas de los estragos que conllevan los desastres naturales de este tipo.

El resultado de estas inquietudes fue el Poema sobre el desastre de Lisboa, que se publicó en 1756, y que ahora publicamos en versión completa (el único cambio respecto al texto original es que la presente traducción no toma en cuenta la rima del poema).

Después de publicado, el poema llegó a manos de un pensador recién estrenado que no resistió la tentación de vertir su opinión sobre el contenido de sus ideas. Rousseau, el autor de esta réplica, que por entonces empezaba a publicar sus principales obras, escribió a Voltaire una larga carta, en la que intentó refutar los argumentos pesimistas del autor de las Cartas inglesas.

Lo que publicamos de la carta (cuya extensión original es de más de veinte páginas, y que se publicó por primera vez en 1759) es una selección de las partes más vinculadas con los temas que Voltaire aborda en su poema.

Voltaire nunca le respondió directamente a Rousseau (sólo le envió una carta de disculpa por no poder hacerlo), aunque se dice que su novela Cándido o el optimismo es la respuesta novelada a la carta, que, por cierto, Rousseau, como señala él mismo en sus Confesiones, más leyó.

 

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POEMA SOBRE EL DESASTRE DE LISBOA (o Examen del axioma “Todo está bien“)

Por Voltaire

Traducción de Jorge García-Robles

 

¡Oh desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable!
¡Oh mortales todos, conglomerado espantoso!
¡Este eterno hablar de inútiles dolores!

Errados filósofos que proclaman “Todo está bien”,
Acudan, contemplen estas ruinas horrendas,
Estos deshechos, estos jirones, estas cenizas malaventuradas,
Estas mujeres, estos niños apilados los unos sobre los otros,
Bajo los mármoles quebrados, sus miembros desperdigados;
Cien mil desdichados devorados por la tierra,
Sangrando, desgarrados, agonizantes,
Sepultados bajo sus techos, acaban sus lamentables días,
Desamparados, en el horror de los tormentos.

De los gritos pronunciados apenas por sus expirantes voces,
De la terrible visión de sus cenizas que expelen humo,
Dirán: “Es el efecto de las leyes eternas creadas por un Dios libre.”

Agregarán al observar las almas de las víctimas:
Es la venganza divina, su muerte es el precio de sus crímenes”.
¿Qué crimen, qué falta cometieron esos niños
sobre el seno materno destrozados y sangrantes?

Lisboa, que ha dejado de existir, ¿vivía más en el vicio
que Londres, que París, ambas ahogadas en el placer?
Mientras en París se baila, Lisboa está hecha trizas.

Espectadores indemnes, espíritus sagaces,
Que observan el naufragio de sus hermanos moribundos,
Ustedes indagan en paz las causas de las tormentas:
Pero ya se humanizarán y llorarán como nosotros
Cuando sientan los golpes que da el azar enemigo.

Créanme, mis quejas son genuinas y justos mis gritos de auxilio
Cuando la tierra se abre ante mis ojos y me muestra sus abismos.
Compañeros de nuestros males, estamos rodeados por doquier
De crueldades azarosas, de soeces mentirosos,
De las añagazas que nos tiende la muerte,
De todo lo que nos revela nuestros límites,
Compañeros de nuestros males, dénme la venia para quejarme.

Es el orgullo, dirán, el arrogante orgullo,
El que, al valorar las cosas malas, aspira a mejorarlas.

Pregunten en las orillas del río Tajo,
Registren en los escombros estragados llenos de sangre,
Interroguen en estos lugares esperpentos, a los moribundos,
Sí es el orgullo el que clama: “ ¡Oh cielo, socórreme!
¡Oh cielo, ten piedad de la miseria humana!
Todo está bien, afirman, todo es necesario”,
¡Quia! ¿Ha estado el universo, sin tomar en cuenta el infierno
Y la destrucción de Lisboa, peor que nunca?

¿Están seguros que la ley eterna
Que todo lo hace, todo lo sabe, todo lo crea para sí,
No sería capaz de arrojarnos a estos tristes climas
Sin crear volcanes que arden bajo nuestros pies?

¿De este modo limitan la suprema potencia?
¿La defenderían de practicar su clemencia?
¿No cuenta el eterno artesano con los medios
Siempre listo para consumar sus designios?

Deseo humildemente, sin ofender a mi amo,
Que ese abismo inflamado de azufre y salitre
Escupa sus fuegos en el fondo de los desiertos.
Respeto a mi Dios, pero amo al univero.

Si el hombre se lamenta de desgracia tan terrible
No lo hace por orgullo sino ¡ay! por sentimiento.

Los tristes habitantes de esos desolados lares,
Inmersos en el horror, se consolarían
Si alguien les espetara: “Mueran tranquilos,
La bondad del mundo fue quien destruyó sus casas;
Otras manos vendrán a reconstruir los palacios abrasados,
Otros seres surgirán de los muros destrozados;
El Norte se beneficiará de sus pérdidas;
Todos sus males son buenos para las leyes generales;
Dios los concibe con el mismo ojo que a los gusanos
Que roerán sus cuerpos en la tumba.’’

¡Qué horribles palabras para los infortunados!
Crueles, no añadan a mis dolores el ultraje.

Dejen de una vez por todas de mostrar a mi corazón agitado
Esas inmutables y fatales leyes,
Esas cadenas de cuerpos, de espíritus, de mundos.
¡Oh sueños de sabios! ¡Oh quimeras profundas!

Dios blande la cadena pero no está encadenado.
Todo está determinado por su arbitrio benefactor:
El es libre, justo, en absoluto implacable.

¿Por qué entonces padecemos un amo tal?
He aquí el misterio que es preciso desentrañar.

¿Se resolverán nuestros males, si los negamos?
Todos los pueblos que tiemblan bajo la mano divina
Buscan la causa del mal en lo que ustedes niegan.

Si la Ley eterna que da vida a las cosas
Bajo el impulso del viento derrumba los peñascos,
Si las exhuberantes encinas por el rayo son abrasadas,
No por ello se conduelen de los golpes que las destruyen.

No así yo, que vivo, que siento,
Que tengo un corazón oprimido
Que implora auxilio a su creador, a Dios.

Descendientes del Omnipotente pero nacidos en la miseria,
Tendemos las manos hacia nuestro Padre común.

Es sabido que el vaso no interroga al alfarero:
¿Por qué soy tan vil, tan débil, tan procaz?
No posee habla, ni pensamiento.

Esta desgracia, arguyen ustedes, es para bien de otro ser.
De mi cuerpo sangrante nacerán mil insectos,
La muerte pondrá fin a los males que sufría:
¡Bello remedio el de ser comido por los gusanos!

Apocados calculadores de las miserias humanas,
Lejos de consolar mis penas las tornan agrias;
Nos evocan otra imagen que la del esfuerzo inútil
De una fiera desvalida que finge estar contenta.

No soy dentro del gran todo más que una ínfima parte.
Es verdad, pero no me distingo de los animales que están condenados
[a vivir,

Como todos los seres sensibles nacidos bajo la misma ley,
Que viven inmersos en el dolor y que mueren en algún momento.

Encarnizado sobre su presa, el buitre, con alegría,
Devora la carne ensangrentada;
Todo parece estar bien hasta que a su alrededor
Aparece un águila que con su pico devora al buitre;
Después, con un disparo mortal el hombre derriba a la arrogante ave;
Y en el campo Marte unos hombres
Yacen en el terregal chorreado de sangre, 

En un suelo horadado, entre un montón de seres agonizantes
Que servirán de alimento de las aves que merodean en lo alto.

De este modo los seres del mundo se atormentan mutuamente.
¡Y a este caos lleno de desgracias,
Ustedes le llaman bienestar universal!
¡Vaya bienestar! ¡Oh mortal débil y miserable!
Que con deleznable voz gritas: “todo está bien”,
El universo te desengaña, y tu mismo corazón
Ha expulsado esta mentira cien veces de tu espíritu.

Cosas, animales, humanos, todo está en conflicto.
Hay que reconocerlo, el mal reina sobre la Tierra:

Su principio secreto nos es desconocido.
¿El mal fue creado por el creador del bien?
¿Estamos condenados a sufrir las leyes tiránicas
Del negro Tifón y del bárbaro Arimán?
Mi espíritu no acepta estos odiosos monstruos
Que el mundo, cuando tiembla, erige en dioses.

¿Cómo concebir a Dios como la bondad misma,
Que prodiga bienes a sus hijos que ama
Y que a la vez vierte inescrupulosamente el mal sobre ellos?
¿Quién puede penetrar sus designios ocultos?

No puede engendrar el mal un ser perfecto;
Dios no puede provenir de otro principio que no sea el suyo.

No obstante Él existe. ¡Oh tristes verdades!
¡Oh desconcertante fárrago de contrariedades!
¡Dios vino a consolar nuestra raza afligida,
Visitó la Tierra y no la cambió en absoluto!

Un arrogante sofista opina que fue incapaz de hacerlo;
Hubiera podido, afirma alguien más, pero no quiso:
El querrá sin duda después.
Y mientras se razona,
Los fuegos subterráneos se tragan Lisboa,
Y en treinta ciudades se recogen escombros
Que se juntan en las orillas llenas de sangre del Tajo al mar de Cádiz.

O el hombre nació culpable y Dios castigó a su raza;
O el amo absoluto del ser y del espacio,
Sin cólera ni piedad, impávido c indiferente
Desde el principio creó este eterno torrente;
O la informe materia, rebelde a su amo, 

Posee en sí misma los defectos que le son propios.
O bien Dios nos pone a prueba y su estancia en la tierra
No es más que una escala en su paso a la eternidad.
Nosotros padecemos aquí los dolores de este paso:
La muerte es un bien que pone fin a nuestras miserias.
Mas cuando abandonemos este horrible paraje:
¿Quién de nosotros creerá merecer la felicidad?

La resignación sin duda nos hará estremecer.
No hay nada que se conozca ni nada que no produzca temor.
La Naturaleza es muda, en vano se le interroga;
Es preciso un Dios que le hable al género humano.

Es él quien debe explicar su creación.
De consolar al débil, de arrojar luz al sabio.
Apartado de Él, sin duda equivocado, el hombre
Inquiere en vano agarraderas que le sirvan de apoyo.

Leibnitz no me explica a través de qué invisibles mecanismos
En el mejor de los mundos posibles,
Un eterno desorden, un caos de infelicidad,
Trueca nuestros vanos placeres en dolor;
Ni por qué, tanto el inocente como el culpable
Padecen del mismo modo este mal inevitable.

Desconozco por completo cómo todo podría estar bien.
Soy como un doctor ¡ay! no sé nada.

Platón afirma que otrora el hombre poseía alas,
Y un cuerpo impermeable a las tentaciones terrenas;
Ni el dolor ni la muerte hacían presa de él.
¡Cuán diferente es el hombre ahora!
Se arrastra, sufre, muere; todo lo que nace expira,
La Naturaleza es el imperio de la destrucción.

A un ser débil compuesto de nervios y huesos,
De una mescolanza de sangre, líquidos y polvo,
No le es dado eximirse del conflicto de sus elementos;
Desde que fue configurado, lo fue para su disolución,

Así como la sensibilidad de sus frágiles nervios
Lo sumió en los dolores, esos ministros de su muerte:
He aquí lo que la voz de la Naturaleza enseña.

Me alejo de Platón, rechazo a Epicuro.
Bayle sabe más que todos ellos; a él consultaré:
Con la balanza asida, Bayle me enseña a dudar,
Demasiado sabio, demasiado grandioso para prescindir de sistema,

El los ha destruido a todos, y a la vez, no deja de combatirse a sí mismo:
Semejante a ese ciego que en el monte de los filisteos
Cayó sobre los muros derribados por sus manos.

¿De qué es capaz, pues, ese máximo exponente del entendimiento:
[el espíritu?

De nada: Nuestra vista no tiene acceso al libro del azar.
Extraño a sí mismo, el hombre ignora lo que es el hombre.
¿Qué soy, dónde estoy, a dónde voy, de dónde vengo?

Atomos atormentados en esas almas de lodo
Que la muerte engulló, y donde el azar se regocija,
Pero átomos pensantes, donde los ojos
Dirigidos por el pensamiento, han medido los cielos;
Arrojamos nuestro ser al fondo del infinito
Sin poder en ningún momento vernos o conocernos.

Este mundo, este teatro de orgullo y error,
¡Lleno de infortunados que hablan de felicidad!
Todos se quejan, todos jadean buscando al buen Ser:
Nadie quisiera morir pero tampoco renacer.

En ocasiones el placer nos hace olvidar
El peso del dolor que cargamos a diario;
Pero el goce se desvanece como una sombra,
Nuestras penas, lamentos y pérdidas son infinitas,
El pasado no es para nosotros más que un triste recuerdo;
El presente es algo terrible si no hay esperanza,
Si la oscuridad de la tumba nulifica a los seres que piensan.

Algún día todo estará bien, es nuestra esperanza;
Todo está bien en el presente, no es sino una ilusión.

Los sabios me confunden, sólo Dios tiene razón.
Al suspirar soy humilde, al sufrir sumiso,
No me rebelo contra la Providencia.
En tono menos lúgubre, otras veces
He hablado de los encantos de las leyes:
De otros tiempos, de otras costumbres.

Instruido por la vejez contemplo
A los extraviados y débiles humanos;
Y sumergido en la espesa noche, buscando luz,
No hago más que sufrir y enmudecer.

Hace tiempo, en sus últimos momentos, un Califa
Como única oración al Dios que adoraba, dijo:

“Yo te doy, oh máximo y único ser infinito, 

Todo aquello de que careces en tu inmensidad:

Los defectos, los lamentos, los males y la ignorancia.”

Pudo haber agregado: y la esperanza*

 

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NOTA

* En las primeras ediciones, el poema terminaba con estos versos:
“ ¿Qué hay que hacer, oh mortales?
Hace falta sufrir, someterse en silencio,
Adorar y morir”.

 

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CARTA DE ROUSSEAU A VOLTAIRE

18 de agosto de 1756

 

Todas mis objeciones son contra su Poema sobre el desastre de Lisboa, en el que esperaba la defensa de las causas más dignas de la humanidad que parecía usted representar. Usted le reprocha a Leibnitz y a Pope soslayar nuestros males al sostener que todo está bien, y exagera de tal modo el repertorio de nuestras miserias que no hace sino agravar nuestros sentimientos: en lugar del consuelo que yo esperaba, usted me ha afligido. Se diría que teme que yo no tenga la suficiente conciencia de mi infelicidad, y que mucho me tranquilizaría saber que todo está mal.

No se equivoque, señor, las cosas son todo lo contrario de como usted las concibe. Ese optimismo que usted encuentra tan cruel, me consuela, no obstante, con todo y los dolores que usted cree insoportables. El poema de Pope (1) dulcifica mis males, me dota de paciencia; el de usted agria mis penas, me confunde, y salvo una débil esperanza, no me da nada, me sume en la desesperación. La extraña oposición que existe entre lo que usted establece y lo que yo apruebo, calma la perplejidad que me agita: para mí que el problema es, o que se abusa de la razón o del sentimiento.

Hombre, ten paciencia, me dicen Pope y Leibnitz, tus males son el efecto necesario de tu naturaleza y de la constitución del universo. El ser eterno y bienhechor que lo gobierna así lo dispuso. De todas las economías posibles escogió aquella que reuniera el mínimo de mal y el máximo de bien, o, por decirlo con mayor crudeza, si no lo hizo mejor, fue porque no podía hacerlo mejor.”

¿Qué me dice su poema?: “Sufre siempre, desgraciado. Si existe un Dios que te creó, sin duda él es todopoderoso y puede prevenir todos tus males: no esperes, pues, que estos desaparezcan; para qué existes si no es para sufrir y morir”.

No entiendo cómo una doctrina tal pueda ser más consoladora que el optimismo e incluso que la fatalidad misma. Confieso que me parece más cruel aún que el maniqueísmo. Si el problema del origen del mal lo orilló a usted a poner en duda algunas de las perfecciones de Dios, ¿por qué justifica su poder a expensas de su bondad? Si hubiera que escoger entre los dos errores, yo escogería el primero.

No veo que se pueda encontrar la fuente dé los males morales más allá del hombre, libre, perfeccionado y por ende corrompido. En cuanto a los males físicos, si es una contradicción, como me parece, concebir a la materia a la vez sensible e inmóvil, estos son inevitables en todo sistema donde el hombre forme parte. De aquí que la cuestión no sea por qué el hombre no es completamente feliz, sino por qué existe. Por lo demás, creo haber demostrado que a excepción de la muerte, que no es un mal, más que en los momentos que la preceden, la mayor parte de nuestros males físicos son obra de nosotros mismos. En cuanto a lo sucedido en Lisboa, convenga usted que la naturaleza no construyó las 20 mil casas de seis y siete pisos, y que, si los habitantes de esta gran ciudad hubieran vivido menos hacinados, con mayor igualdad y modestia, los estragos del terremoto hubieran sido menores, o quizá: inexistentes. Lo que pasó en la primera sacudida, y lo que se vio al día siguiente a 20 leguas de distancia, lío alteró la alegría de las regiones no afectadas.

¡Cuántos desgraciados perecieron por querer rescatar, unos sus Vestidos, otros sus papeles, otros su dinero! ¿No se habrá convertido la persona de cada hombre en su parte menos importante, al grado de no valer la pena salvarla cuando se ha perdido todo lo demás?

Usted hubiera deseado que el terremoto hubiera sucedido en el desierto antes que en Lisboa. ¿Acaso existen dudas de que nunca tiembla en los desiertos? Pero no hablemos de ello puesto quede haberlos no harían dañó alguno a la gente de las ciudades que son quienes nos importan: Tampoco dañan a los animales y a los salvajes que viven diseminados en lugares retirados, y que no temen ni la caída de los techos, ni el incendio de las casas. ¿Qué significa este privilegio? ¿Será que el orden del mundo debe cambiar según nuestros caprichos, que la naturaleza debe someterse a nuestras leyes, y que para prohibirle que desate terremotos en algún lugar, habremos de construir ciudades ahí?

Hay acontecimientos que a menudo nos afectan no tanto por ellos mismos como por la visión que tenemos de ellos, y mucho del horror que nos inspiran en un primer momento, lo pierden cuando los examinamos de cerca. Aprendí en Zadig (2), y la naturaleza me lo confirma día a día, que una muerte prematura no siempre es un mal, y que, en ocasiones, puede constituir un bien relativo. Muchos de los hombres sepultados bajo las ruinas de Lisboa, sin duda se sustrajeron de males mayores. A pesar de que esto suene consolador y poético, no es posible asegurar que uno de estos infortunados haya sufrido más, que si según el curso ordinario de las cosas, hubiera esperado con grandes angustias un tipo diferente de muerte. ¿Es un fin más triste que el del moribundo, que abrumado por cuidados inútiles, por el notario y los herederos que le impiden respirar, por los médicos que lo privan de comodidad (los sacerdotes bárbaros, lo digo de paso, recetan la comodidad antes de la muerte como el arte de saborear los últimos momentos de la vida)?

Por doquier observo que los males que nos produce la naturaleza son menos crueles que los que nosotros le producimos a ella.

Pero -algún ingenioso debería de convencernos de que nuestras miserias son bellas instituciones— hasta el presente no hemos podido perfeccionarnos, al grado de aceptar la mayor parte de la vida como una carga, y de preferir la nada a la existencia, sin que el desánimo y la desesperación se apoderen de nosotros y nos impidan subsistir por mucho tiempo. Ahora bien, si es mejor para nosotros ser que no ser, esto es suficiente para justificar nuestra existencia, aún cuando no esperemos ninguna recompensa por los males que tenemos que sufrir, y que estos males sean tan grandes que usted quisiera que no existieran. Respecto a este punto es difícil encontrar buena fe en los hombres y buenos razonamientos en los filósofos. Porque estos últimos, al comparar los bienes y los males siempre olvidan el dulce sentimiento de cualquier otra sensación; y los primeros, al despreciar vanidosamente a la muerte no hacen sino calumniar a la vida. Un poco como esas mujeres que con un vestido manchado y tijeras fingen preferir los agujeros a las manchas.

Usted piensa, con Erasmo, que poca gente quisiera renacer en las mismas condiciones en las que vivió; pero tales personas evalúan su mercancía a un precio tan alto que bajaría mucho si tuvieran esperanzas de concluir el negocio. Además ¿a quién debo pensar que usted recurrió para afirmar lo anterior? ¿A la gente rica, hastiada de falsos placeres e ignorando los verdaderos, eternamente aburrida de la vida y siempre temerosos de perderla; o a los hombres de letras, los más sedentarios, malsanos y reflexivos de todos los hombres, y por tanto, los más infelices? ¿No preferiría buscar hombres mejor conformados, o, al menos, más sinceros, que por ser los más debería consultar? Interrogue a un burgués honesto que haya pasado su vida en la oscuridad y la tranquilidad, que no posea grandes ambiciones ni proyectos; a un buen artesano que viva cómodamente de su oficio; o a un campesino, no de Francia, donde tiene que morir de hambre para que nosotros podamos vivir, sino de un país, por ejemplo, en el que usted se encuentra (3) o de cualquier otro país libre. No dudo en afirmar, que en Haut Valais no existe un solo habitante descontento de su vida de pseudoautómata, y que de buena gana aceptaría, en lugar del paraíso que le es debido, el constante renacer para vegetar a perpetuidad en donde habita.

Estas diferencias me hacen creer que es constante nuestro abuso hacia la vida, que la recargamos de un peso que no le corresponde. Tengo menos buena opinión de aquellos que están descontentos de haber vivido, que de los que pueden decir con Catón: Nec me vixisse poenitet, quoniam ita vixi, ut frustra me natum non existimen (4). Esto no le impide al sabio tomar la decisión de morir por sí mismo, sin aspavientos ni desesperación, cuando la fortuna o la naturaleza se lo dictaminen. Pero apegándonos a lo que de hecho acontece en la vida, a pesar de que existan algunos males, ella misma no es un mal, y si no siempre morir es un mal, raramente vivir lo es.

Que el cadáver de un hombre sea alimento de gusanos, lobos o plantas, no es, lo acepto, una recompensa de su muerte. Pero si, dentro del sistema del universo, es necesario para la conservación del género humano que haya una circulación de sustancias entre los hombres, los animales y las plantas, entonces el mal particular de un individuo contribuirá al bien general. Muero, soy comido por gusanos, pero mis hijos y hermanos vivirán como yo viví; mi cadáver servirá de abono para la tierra que ellos utilizarán para alimentarse, y haré, basado en el orden natural y para la humanidad, lo que hicieron voluntariamente Codro, Curcio, los Dados, los Filenos (5) y muchos otros por la causa de los hombres.

Para volver, señor, a las ideas que usted critica, creo que no es posible examinarlas convenientemente sin distinguir con cuidado el mal particular, que ningún filósofo niega que exista, del mal en general, que rechaza el optimismo. No está en cuestión saber si cada uno de nosotros sufre o no, sino si está bien que el universo existe y si nuestros males son inevitables. Así, en lugar de todo está bien, quizás sería mejor decir: el todo está bien, o todo está bien para el todo. Por lo demás, es comprensible que ningún hombre sea capaz de ofrecer pruebas fehacientes sobre estas cuestiones, puesto que éstas sólo es posible darlas si se posee un conocimiento perfecto de las constitución del mundo y de los propósitos del creador, cosa que está muy por encima de los alcances de la inteligencia humana.

Los verdaderos principios del optimismo no pueden colegirse, ni de las propiedades de la materia, ni de la mecánica del universo: solamente es posible hacerlo induciéndolos dé las perfecciones de Dios que todo-lo preside. De suerte que no se’ puede probar la’ existencia de Dios por medio del sistema de Pope, pero sí el sistema de Pope por medio de la existencia de Dios, y esto sin contradecir la cuestión de la Providencia que a su vez se deriva del asunto del origen del mala El que esto no: haya sido mejor tratado se debe a que se ha razonado tan mal sobre la Providencia, que todo lo absurdo que se ha dicho al respecto impide extraer beneficios de este enorme y consolador dogma

Me parece que estas cuestiones tiene un hilo conductor: la existencia de Dios. Si Dios existe, es perfecto; si es perfecto, es sabio; si es sabio y poderoso, todo está bien; si es justo y poderoso, mi alma es inmortal; si mi alma es inmortal, treinta años de vida no son riada para mí, y quizás sean necesarios para la conservación del universo. Si nunca olvido la primera proposición, jamás olvidaré las siguientes; si la niego, no hace falta recordar nada.

No puedo ocultar la pena que siento por estar a punto de terminar esta tediosa carta que usted acabará de; leer enseguida. Le pido disculpas, gran hombre, por este celo quizás un poco indiscreto, pero que revela lo mucho que lo estimo. A Dios no le place que yo ose ofender a aquellos de mis contemporáneos que admiro por su talento y cuyos escritos le hablan tan bien a mi corazón, pero es de la Providencia de la que espero todo. Después de haber recibido consuelos y coraje durante tanto tiempo de sus elecciones, me resulta difícil aceptar que usted tan sólo me ofrezca ahora una vaga e incierta esperanza, que es más bien un paliativo para el presente que una recompensa para el futuro. He sufrido demasiado en esta vida para no esperar otra. Todas las: sutilezas de la metafísica no me han hecho dudar ni por un momento en la inmortalidad del alma y en una Providencia bienechora: la siento, creo en ella, la deseo, la espero; la defenderé hasta mi último suspiro, y ésta será de todas mis luchas la única en que el interés que la motiva jamás será olvidado.

Respetuosamente
Juan Jacobo Rousseau

Maurice Quentin de La Tour (1704-1788): Retrato de Jean Jacques Rousseau

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NOTAS

(1) Se refiere al Ensayo sobre el hombre, que fue publicado entre 1 732 y 1734.

(2) Se refiere a la obra de Voltaire: Zadig o el destino, publicada en 1748.

(3) Se refiere a Suiza, donde Voltaire residía por entonces.

(4) No me arrepiento de haber vivido, puesto que lo he hecho de tal manera que estimo no fue en vano …

(5) Héroes griegos y romanos que se suicidaron sacrificándose por sus pueblos.

 

 

EL ORIGEN DEL MAL, por León Tolstoi