MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (MEDITACIÓN SEXTA): «De la existencia de las cosas materiales y de la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre»

MEDITACION SEXTA

 

MEDITACIÓN SEXTA

De la existencia de las cosas materiales y de la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre

Y esta consideración es de poca utilidad, no sólo para reconocer los errores en que mi naturaleza suele incurrir, sino también para evitarlos o corregirlos más fácilmente. Pues sabiendo que todos los sentidos me enseñan con mayor frecuencia lo verdadero que lo falso, acerca de las cosas que se refieren a las comodidades o incomodidades del cuerpo, y pudiendo casi siempre hacer uso de varios de entre ellos para examinar una misma cosa y, además, disponiendo de mi memoria para enlazar y juntar los conocimientos presentes con los pasados, y de mi entendimiento, que ya ha descubierto todas las causas de mis errores, no debo temer en adelante encontrar falsedad en las cosas que ordinariamente me representan los sentidos. Y deberé rechazar las dudas de estos días pasados, por hiperbólicas y ridículas, y principalmente la tan general incertidumbre acerca del sueño, que no podía distinguir de la vigilia; pues ahora encuentro una muy notable diferencia, y es que nuestra memoria no puede nunca enlazar y juntar los ensueños unos con otros y con el curso de la vida, como suele juntar las cosas que nos suceden estando despiertos. En efecto, si estando yo despierto, me apareciese alguien y desapareciese al punto, como hacen las imágenes que veo en sueños, sin poder yo conocer por dónde ha venido y adonde ha ido, estimaría, no sin razón, que no es un hombre verdadero, sino un espectro o fantasma formado en mi cerebro y semejante a los que finjo cuando duermo. Pero cuando percibo cosas, conociendo distintamente el lugar de donde vienen, el sitio en donde están y el tiempo en que me aparecen, pudiendo además enlazar sin interrupción el sentimiento que de ellas tengo con la restante marcha de mi vida, poseo la completa seguridad de que las percibo despierto y no dormido. Y no debo en manera alguna poner en duda la verdad de tales cosas si, habiendo convocado, para examinarlas, mis sentidos todos, mi memoria y mi entendimiento, nada me dice ninguna de estas facultades que no se compadezca con lo que me dicen las demás. Pues no siendo Dios capaz de engañarme, se sigue necesariamente que en esto no estoy engañado. Pero la necesidad de los negocios nos obliga muchas veces a decirnos antes de haber hecho esos cuidadosos exámenes; y hay que confesar que la vida humana propende mucho al error en las cosas particulares; en suma, es preciso reconocer que nuestra naturaleza es endeble y dispone de pocas fuerzas.

 

MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (MEDITACIÓN SEXTA): "De la existencia de las cosas materiales y de la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre"

 

Sólo me queda por examinar ahora si hay cosas materiales; y, por cierto, ya sé que puede haberlas, en cuanto que se las considere como objetos de las demostraciones geométricas, ya que de esa manera las concibo muy clara y distintamente. Pues no cabe duda alguna de que Dios tiene el poder de producir todas las cosas que yo puedo concebir con distinción; y nunca he juzgado que le fuera imposible hacer una cosa, sino porque yo encontraba contradicción en concebirla bien. Además, la facultad de imaginar, que está en mí, y que por experiencia veo que uso, cuando me aplico a la consideración de las cosas materiales, es capaz de convencerme de su existencia; pues cuando atentamente considero lo que sea la imaginación, hallo que no es otra cosa sino cierta aplicación de la facultad de conocer al cuerpo, que le es presente íntimamente y que, por lo tanto, existe.

Y para que esto se vea bien patentemente, haré notar primero la diferencia que existe entre la imaginación y la pura intelección o concepción. Por ejemplo, cuando imagino un triángulo, no sólo concibo que es una figura compuesta de tres líneas, sino además contemplo las tres líneas como si las tuviese presentes, por la fuerza y aplicación interior de mi espíritu: y esto es propiamente lo que llamo imaginar. Si quiero pensar en un quiliógono, concibo bien, en verdad, que es una figura compuesta de mil lados, como un triángulo es una figura compuesta sólo de tres lados; pero no puedo imaginar los mil lados de un quiliógono como los tres de un triángulo; no puedo, por decirlo así, verlos presentes con los ojos del espíritu. Y si bien es cierto que, siguiendo la costumbre que tengo de emplear siempre mi imaginación, cuando pienso en las cosas corporales, sucede que, al concebir un quiliógono, me represento confusamente una figura; sin embargo, es bien evidente que esta figura no es un quiliógono, puesto que no difiere en nada de la que representaría si pensase en un miriágono o en otra cualquiera figura de muchos lados, y no sirve en modo alguno para descubrir las propiedades que constituyen la diferencia entre el quiliógono y los demás polígonos. Si se trata de un pentágono, puedo ciertamente concebir su figura, como la de un quiliógono, sin la ayuda de la imaginación; pero también la puedo imaginar dirigiendo la atención de mi espíritu a cada uno de los cinco lados y, al mismo tiempo, al área o espacio comprendido en ellos.

 

Y fácilmente concibo que, si existe algún cuerpo al que mi espíritu esté tan junto y unido que pueda aplicarse a considerarlo siempre que quiera, podrá suceder que de esa manera imagine las cosas corporales. De suerte que esa manera de pensar difiere de la intelección pura en que el espíritu, cuando concibe, entra en cierto modo en sí mismo y considera alguna de las ideas que tiene en sí; pero cuando imagina, se vuelve hacia el cuerpo para considerar algo conforme a la idea que él mismo ha formado o recibido por los sentidos

 

Así conozco claramente que necesito una particular contención del espíritu para imaginar, la cual no me hace falta para concebir o entender: y esta particular contención del espíritu muestra evidentemente la diferencia que hay entre la imaginación y la intelección o concepción pura. Advierto también que esa virtud de imaginar que hay en mí, en cuanto que difiere de la potencia de concebir, no es en manera alguna necesaria a mi naturaleza o esencia, esto es, a la esencia de mi espíritu, pues aun cuando no la tuviese, no hay duda de que seguiría siendo el mismo que soy ahora; de donde parece que se puede inferir que depende de alguna cosa que no es mi espíritu. Y fácilmente concibo que, si existe algún cuerpo al que mi espíritu esté tan junto y unido que pueda aplicarse a considerarlo siempre que quiera, podrá suceder que de esa manera imagine las cosas corporales. De suerte que esa manera de pensar difiere de la intelección pura en que el espíritu, cuando concibe, entra en cierto modo en sí mismo y considera alguna de las ideas que tiene en sí; pero cuando imagina, se vuelve hacia el cuerpo para considerar algo conforme a la idea que él mismo ha formado o recibido por los sentidos. Concibo, pues, digo, fácilmente, que la imaginación pueda formarse de esa suerte, si es cierto que existen cuerpos; y no pudiendo encontrar otro camino para explicar cómo se forma, hago la probable conjetura de que hay cuerpos, pero la conjetura es sólo probable, y aunque examino cuidadosamente todas las cosas, no veo, sin embargo, que de esta idea distinta que de la naturaleza corporal tengo en mi imaginación, pueda yo sacar argumento necesario y concluyente para afirmar la existencia de algún cuerpo.

 

 

Ahora bien: ha sido mi costumbre imaginar otras muchas cosas, además de la naturaleza corporal, que es el objeto de la geometría, y son, a saber: los colores, los sonidos, los sabores, el dolor y otras semejantes, si bien menos distintamente. Y por cuanto percibo mucho mejor esas cosas por los sentidos, los cuales, con la memoria, parecen haberlas traído hasta mi imaginación, creo que, para considerarlas con más comodidad, convendrá que examine al mismo tiempo lo que sea sentir y vea si de esas ideas que recibo en mi espíritu por medio del modo de pensar que llamo sentir, no podré sacar alguna prueba cierta de la existencia de las cosas corporales.

Primeramente recordaré cuáles son las cosas que antes consideré como verdaderas, por haberlas recibido mediante los sentidos, y haré memoria de los fundamentos en que se mantenía mi creencia: luego examinaré las razones que me han obligado después a ponerlas en duda; y, por último, consideraré qué es lo que debo creer ahora.

He sentido, pues, primero, que tenía una cabeza, manos, pies y demás miembros que constituyen este cuerpo, considerado por mí como una parte de mí mismo y, acaso, incluso como el todo. Además, he sentido que este cuerpo estaba colocado entre otros muchos, de los cuales podía recibir diferentes comodidades e incomodidades; y notaba las condiciones por cierto sentimiento de placer o voluptuosidad, y las incomodidades por un sentimiento de dolor. Además del placer y del dolor, sentía en mí el hambre, la sed y otros apetitos semejantes, como también ciertas inclinaciones del cuerpo hacia la alegría, la tristeza, la ira y demás pasiones. Y fuera de mí, además de la extensión, las figuras y los movimientos de los cuerpos, advertía en éstos dureza, calor y otras cualidades, que el tacto aprecia: también sentía luz, colores, olores, sabores y sonidos, cuya variedad me proporcionaba medios para distinguir el cielo, la tierra, el mar y, en general, los cuerpos todos, unos de otros. Por cierto que, considerando las ideas de todas estas cualidades, que se presentaban a mi pensamiento y que son las únicas que yo sentía propia e inmediatamente, creía, no sin razón, que lo que sentía eran cosas enteramente diferentes de mi pensamiento, a saber: unos cuerpos de donde procedían esas ideas. Pues conocía por experiencia que se presentaban a mi pensamiento sin que para ello fuese precisa mi previa autorización; de suerte que no podía sentir objeto alguno, por mucho que quisiera, si el tal objeto no se hallaba presente al órgano de uno de mis sentidos; y en mi poder no estaba, de ninguna manera, el no sentirlo si se hallaba presente.

 

Y no teniendo de estas cosas otro conocimiento que el que me daban esas mismas ideas, ocurrióseme pensar que los objetos son semejantes a las ideas que causan

 

Y como las ideas que yo recibía por los sentidos eran mucho más vivas, explícitas y hasta distintas, a su modo, que las que podía fingir meditando, o las que encontraba impresas en mi memoria, parecíame que no podían proceder de mi espíritu, y que era, por lo tanto, necesario que fuesen causadas en mí por algunas otras cosas. Y no teniendo de estas cosas otro conocimiento que el que me daban esas mismas ideas, ocurrióseme pensar que los objetos son semejantes a las ideas que causan. Y como recordaba que había hecho uso de los sentidos antes que de la razón, y reconocía que las ideas que formaba por mí mismo no eran tan explícitas como las que recibía por medio de los sentidos, y hasta las más veces estaban compuestas de varias partes tomadas de las ideas sensibles, todo esto era bastante a persuadirme de que no había en mi espíritu idea alguna que no hubiera pasado antes por mis sentidos.

 

Tampoco me faltaban razones para creer que este cuerpo que, por cierto particular derecho, llamaba mío, me pertenecía mas propia y estrictamente que otro cualquiera; pues en efecto, nunca podía separarme de él como de otros cuerpos; y en él y por él sentía yo todos mis apetitos y afecciones; y los sentimientos de placer y dolor, sentíalos yo en sus partes, no en las de otros cuerpos separados de él

 

Tampoco me faltaban razones para creer que este cuerpo que, por cierto particular derecho, llamaba mío, me pertenecía mas propia y estrictamente que otro cualquiera; pues en efecto, nunca podía separarme de él como de otros cuerpos; y en él y por él sentía yo todos mis apetitos y afecciones; y los sentimientos de placer y dolor, sentíalos yo en sus partes, no en las de otros cuerpos separados de él. Pero cuando examinaba por qué al sentimiento de dolor sigue en el espíritu la tristeza y al de placer la alegría, o bien por qué una cierta emoción del estómago, llamada hambre, nos produce ganas de comer, y la sequedad de la garganta nos da ganas de beber, no podía dar razón alguna de esta correspondencia, sino que la naturaleza me enseñaba que esto es así; pues no hay ciertamente ninguna afinidad ni relación, por lo menos al alcance de mi inteligencia, entre esa emoción del estómago y el pensamiento de tristeza que ese sentimiento produce en el espíritu. Y, de la misma manera, parecíame que la naturaleza me había enseñado todas las demás cosas que juzgaba acerca de los objetos de los sentidos, porque notaba que los juicios que solía hacer de esos objetos formábanse en mí sin darme tiempo de pensar y considerar las razones que pudieran obligarme a hacerlos.

 

parecíame que la naturaleza me había enseñado todas las demás cosas que juzgaba acerca de los objetos de los sentidos, porque notaba que los juicios que solía hacer de esos objetos formábanse en mí sin darme tiempo de pensar y considerar las razones que pudieran obligarme a hacerlos

 

Pero luego después, varias experiencias vinieron a echar por tierra el crédito que a mis sentidos había yo concedido. Pues varias veces he observado que una torre que de lejos me parecía redonda, de cerca la veía cuadrada, y que estatuas colosales levantadas en lo más alto de esas torres, me parecían, vistas desde abajo, pequeñas figuras; y así, en muchas otras ocasiones he encontrado erróneos los juicios fundados sobre los sentidos externos; y no sólo sobre los externos, sino aun sobre los internos; pues ¿hay nada más íntimo o interior que el dolor?; y, sin embargo, hace tiempo supe, por ciertas personas a quienes habían cortado brazos o piernas que, a veces, parecíales sentir dolor en las partes que ya no tenían. Esto me hizo pensar que nunca podría estar seguro por completo de tener malo algún miembro, porque sintiese dolores en él. Y a estas razones para dudar, añadí después otras dos muy generales: la primera, que todo lo que he sentido despierto, he podido también creer alguna vez que lo sentí estando dormido; y como no creía yo que las cosas que me parece que siento en sueños provienen de objetos exteriores, no veía por qué había de dar crédito tampoco a las que me parece que siento estando despierto; la segunda razón es que, no conociendo aún al autor de mi ser, o fingiendo que no lo conocía, no veía nada que pudiera oponerse a que me hubiese hecho, por naturaleza, de modo tal que me engañase aun en las cosas que me parecían más verdaderas.

 

Y en cuanto a las razones que me habían persuadido de la verdad de las cosas sensibles, no me costó gran trabajo refutarlas; pues como la naturaleza parece inclinarse a muchas cosas de que la razón me aparta, no creía que debiera confiar mucho en las enseñanzas de la naturaleza. Y aun cuando las ideas, que por los sentidos recibo, no dependen de mi voluntad, no pensaba que por eso fuese necesario concluir que proceden de cosas diferentes de mí, pues acaso tenga yo cierta facultad, hasta hoy desconocida, que sea su causa y pueda producirlas.

 

Y en cuanto a las razones que me habían persuadido de la verdad de las cosas sensibles, no me costó gran trabajo refutarlas; pues como la naturaleza parece inclinarse a muchas cosas de que la razón me aparta, no creía que debiera confiar mucho en las enseñanzas de la naturaleza. Y aun cuando las ideas, que por los sentidos recibo, no dependen de mi voluntad, no pensaba que por eso fuese necesario concluir que proceden de cosas diferentes de mí, pues acaso tenga yo cierta facultad, hasta hoy desconocida, que sea su causa y pueda producirlas.

Pero ahora ya empiezo a conocerme mejor, y voy descubriendo con más claridad al autor de mi origen; por cual no pienso, en verdad, que deba yo admitir temerariamente las cosas que los sentidos parecen enseñarnos, pero tampoco pienso que deba ponerlas en duda todas en general.

 

 

Primeramente, puesto que ya sé que todas las cosas que concibo clara y distintamente pueden ser producidas por Dios tales como las concibo, bastará que pueda concebir clara y distintamente una cosa sin otra, para que esté cierto de que la una es distinta o diferente de la otra, ya que pueden estar separadas, al menos por la omnipotencia de Dios; y no importa cuál sea la potencia que verifique esta separación, para que sea forzoso el juzgarlas diferentes. Por lo tanto, puesto que sé de cierto que existo, y sin embargo, no advierto que a mi naturaleza o a mi esencia le convenga necesariamente otra cosa, sino que yo soy algo que piensa, concibo muy bien que mi esencia consiste sólo en ser algo que piensa, o en ser una sustancia cuya esencia o naturaleza toda es sólo pensar.

 

Por lo tanto, puesto que sé de cierto que existo, y sin embargo, no advierto que a mi naturaleza o a mi esencia le convenga necesariamente otra cosa, sino que yo soy algo que piensa, concibo muy bien que mi esencia consiste sólo en ser algo que piensa, o en ser una sustancia cuya esencia o naturaleza toda es sólo pensar

 

Y aun cuando, acaso, o más bien, ciertamente, como luego diré, tengo yo un cuerpo al que estoy estrechamente unido, sin embargo, puesto que por una parte tengo una idea clara y distinta de mí mismo, según la cual soy algo que piensa y no extenso y, por otra parte, tengo una idea distinta del cuerpo, según la cual éste es una cosa extensa, que no piensa, resulta cierto que yo, es decir, mi alma, por la cual soy lo que soy, es entera y verdaderamente distinta de mi cuerpo, pudiendo ser y existir sin el cuerpo.

 

 

Además, encuentro en mí varias facultades de pensar, cada una con su particular manera; por ejemplo, hallo en mí las facultades de imaginar y sentir, sin las cuales puedo muy bien concebirme por entero, clara y distintamente, pero no puedo recíprocamente concebir esas facultades sin mí, esto es, sin una sustancia inteligente, a la que estén adheridas o pertenezcan; pues en la noción que de tales facultades tenemos o, usando los términos de la escuela, en su concepto formal, encierran una suerte de intelección: por donde concibo que son distintas de mí, como los modos lo son de las cosas. También conozco otras facultades, como cambiar de sitio, ponerme en varias situaciones, y otras que, como las anteriores, no pueden ser concebidas sin una sustancia a la que se hallen adheridas y, por lo tanto, no pueden existir sin esa sustancia; pero es muy evidente que estas facultades, si es verdad que existen, deben pertenecer a una sustancia corpórea o extensa, y no a una sustancia inteligente, puesto que en su concepto claro y distinto hay contenida cierta suerte de extensión, mas no de inteligencia.

 

pero sería inútil para mí esa facultad y no podría yo hacer uso de ella, si no hubiera también en mí, o en alguna otra cosa, otra facultad activa capaz de formar y producir esas idea

 

Además, no puedo dudar que hay en mí una facultad pasiva de sentir, esto es, de recibir y reconocer las ideas de las cosas sensibles; pero sería inútil para mí esa facultad y no podría yo hacer uso de ella, si no hubiera también en mí, o en alguna otra cosa, otra facultad activa capaz de formar y producir esas ideas. Mas esa facultad activa no puede estar en mí, considerado como algo que piensa, puesto que no presupone mi pensamiento y puesto que esas ideas se han presentado muchas veces en mi, sin que yo contribuya en nada a ello, y a veces contra mi deseo; precisa, pues, necesariamente, que se halle esa facultad en alguna sustancia diferente de mi, en la cual esté contenida formal o eminentemente, como antes dije, toda la realidad que hay objetivamente en las ideas producidas por esa facultad.

 

Y esa sustancia es, o un cuerpo, es decir, una naturaleza corpórea que contiene formal y efectivamente todo lo que hay objetivamente y por representación en esas ideas, o Dios mismo o alguna otra criatura más noble que el cuerpo, en donde todo eso esté contenido eminentemente

 

Y esa sustancia es, o un cuerpo, es decir, una naturaleza corpórea que contiene formal y efectivamente todo lo que hay objetivamente y por representación en esas ideas, o Dios mismo o alguna otra criatura más noble que el cuerpo, en donde todo eso esté contenido eminentemente. Ahora bien: no siendo Dios capaz de engañar, es patente que no me envía esas ideas inmediatamente por sí mismo, ni tampoco por medio de una criatura que posea la realidad de esas ideas no formalmente, sino sólo eminentemente. Pues no habiéndome dado Dios ninguna facultad para conocer que ello es así, sino muy al contrario, una poderosa inclinación a creer que las ideas parten de las cosas corporales, no veo cómo podría disculparse el engaño si, en efecto, esas ideas partieron de otro punto o fueren producto de otras causas y no de las cosas corporales. Sin embargo, quizá no sean enteramente como las percibimos mediante los sentidos, pues hay muchas cosas que hacen que la percepción de los sentidos sea muy oscura y confusa. Pero es preciso confesar, al menos, que todo lo que percibimos clara y distintamente en las cosas corporales, es decir, todas las cosas que, en general, comprende el objeto de la geometría especulativa, están verdaderamente en los cuerpos.

 

Diagrama del funcionamiento de la visión binocular y la glándula pineal en el Tratado del hombre.

 

Pero en lo que se refiere a las demás cosas que, o son sólo particulares, como por ejemplo, que el Sol tenga tal tamaño y tal figura, etc., o son concebidas menos clara y distintamente, como la luz, el sonido, el dolor y otras semejantes, es muy cierto que aunque son muy dudosas e inciertas, sin embargo, como Dios no puede engañarnos, y, por lo tanto, no ha permitido que pueda haber falsedad en mis opiniones sin darme al mismo tiempo alguna facultad para corregirla, creo poder concluir, con seguridad, que poseo los medios para conocerlas ciertamente. Y en primer lugar, no cabe duda que lo que la naturaleza me enseña, encierra algo de verdad, pues por naturaleza, considerada en general, entiendo en este momento a Dios mismo, o el orden y disposición por Dios establecido en las cosas creadas; y cuando digo: mi naturaleza, en particular, entiendo sólo la complexión o ensamblaje de todas las cosas que Dios me ha dado.

 

Y en primer lugar, no cabe duda que lo que la naturaleza me enseña, encierra algo de verdad, pues por naturaleza, considerada en general, entiendo en este momento a Dios mismo, o el orden y disposición por Dios establecido en las cosas creadas

 

Ahora bien: lo que esta naturaleza me enseña más expresa y sensiblemente es que tengo un cuerpo, el cual, cuando siento dolor, está mal dispuesto, y cuando tengo los sentimientos de hambre o sed, necesita comer o beber, etcétera. Por lo tanto, no debo dudar de que hay en esto algo de verdad.

También me enseña la naturaleza, por medio de esos sentimientos de dolor, hambre, sed, etc., que no estoy metido en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino tan estrechamente unido y confundido y mezclado con él, que formo como un solo todo con mi cuerpo. Pues si esto no fuera así, no sentiría yo dolor cuando mi cuerpo está herido, puesto que soy solamente una cosa que piensa; percibiría la herida por medio del entendimiento, como un piloto percibe, por medio de la vista, lo que se rompe en su barco. Y cuando mi cuerpo necesita comer o beber, tendría yo un simple conocimiento de esta necesidad, sin que de ella me avisaran confusos sentimientos de hambre o sed, pues en efecto, todos esos sentimientos de hambre, sed, dolor, etcétera, no son sino ciertos confusos modos de pensar, que proceden y dependen de la íntima unión y especie de mezcla del espíritu con el cuerpo.

 

 

Además de esto, enséñame la naturaleza que existen alrededor del mío otros cuerpos, de los cuales he de evitar unos y buscar otros. Y ciertamente, puesto que siento diferentes clases de colores, olores, sabores, sonidos, calor, dureza, etc., infiero que, en los cuerpos de donde proceden esas diferentes percepciones de los sentidos, hay algunas variedades correspondientes, aunque quizá esas variedades no sean efectivamente semejantes a las percepciones. Y puesto que algunas de esas diversas percepciones de los sentidos son agradables y otras desagradables, no cabe duda de que mi cuerpo, o, mejor dicho, yo mismo, en mi integridad, compuesto de cuerpo y alma, puedo recibir diferentes comodidades o incomodidades de los cuerpos circundantes.

Pero hay otras muchas cosas que parece haberme enseñado la naturaleza y que, sin embargo, no he aprendido en realidad por ella, sino que se han introducido en mi espíritu, por cierta costumbre que tengo de juzgar desconsideradamente de las cosas; y así puede suceder muy bien que contenga alguna falsedad, como por ejemplo: la opinión que tengo de que un espacio en donde no hay nada que mueva e impresione mis sentidos está vacío; o esta otra: que en un cuerpo caliente hay algo semejante a la idea del calor, que está en mí; o que en un cuerpo blanco o negro hay la misma blancura o negrura que percibo; o que en un cuerpo amargo o dulce hay el mismo gusto o sabor, y así sucesivamente; o que los astros, las torres y todos los cuerpos lejanos tienen la misma figura y tamaño que parecen tener vistos de lejos, etc.

 

tomo aquí la naturaleza en un sentido más comprimido que cuando la llamo el conjunto o complejo de todas las cosas que Dios me ha dado

 

Mas para que en todo esto no haya nada que no esté directamente concebido, debo definir con precisión lo que propiamente entiendo cuando digo que la naturaleza me enseña algo. Pues tomo aquí la naturaleza en un sentido más comprimido que cuando la llamo el conjunto o complejo de todas las cosas que Dios me ha dado. En efecto, este conjunto o complejo comprende muchas cosas que pertenecen sólo al espíritu, como por ejemplo, la noción que tengo de la verdad siguiente: que lo que una vez ha sido hecho, no puede ya no haber sido hecho, y muchísimas más nociones semejantes, que conozco por luz natural, sin la ayuda del cuerpo, y a éstas no me refiero al hablar ahora de la naturaleza. También ese conjunto o complejo comprende otras cosas que pertenecen sólo al cuerpo: y tampoco me refiero aquí a ellas al hablar de naturaleza, y son, por ejemplo, la cualidad que el cuerpo tiene de ser pesado, y otras semejantes de que no hablo ahora. Sólo, pues, me refiero a las cosas que Dios me ha dado, como compuesto de espíritu y cuerpo.

 

a mi parecer, al espíritu sólo y no al compuesto de espíritu y cuerpo corresponde conocer la verdad de las tales cosas

 

Ahora bien: esa naturaleza me enseña a evitar las cosas que producen en mí el sentimiento del dolor y a acercarme a las que me proporcionan cierto sentimiento de placer; pero no veo que, además de esto, me enseña también que de todas esas diversas percepciones de los sentidos, debamos nunca sacar conclusiones acerca de las cosas que están fuera de nosotros, sin que el espíritu las haya examinado cuidadosa y totalmente: pues, a mi parecer, al espíritu sólo y no al compuesto de espíritu y cuerpo corresponde conocer la verdad de las tales cosas. Así, aunque una estrella no produzca en mi vista más impresión que la de la luz de una vela, sin embargo no hay en mí ninguna facultad real o natural que me induzca a creer que la estrella no es mayor que la luz de una vela; pero he juzgado así desde mis primeros años, sin ningún fundamento razonable. Y aunque al acercarme al fuego siento calor y hasta dolor, si me acerco demasiado, no hay, sin embargo, razón alguna bastante a persuadirme que en el fuego hay algo semejante a ese calor ni a ese dolor; lo único que puedo creer, con razón, es que hay en el fuego algo, sea lo que fuere, que excita en mí los sentimientos de calor y de dolor.

De igual modo, hay espacios en los cuales no encuentro nada que excite y mueva mis sentidos, pero no por eso debo inferir que esos espacios no contienen cuerpo alguno. Veo, pues, que en esto, como en otras cosas semejantes, me he acostumbrado a pervertir y confundir el orden de la naturaleza, porque esos sentimientos o percepciones de los sentidos, que no me han sido dados sino para significar a mi espíritu las cosas que son convenientes o nocivas al compuesto de que forma parte, y son para sus fines bastante claros y distintos, los uso, sin embargo, como si fueran reglas muy ciertas para conocer inmediatamente la esencia y naturaleza de los cuerpos, que están fuera de mí, aun cuando, en verdad, nada pueden enseñarme que no sea muy oscuro y confuso.

 

 

Preséntase, empero, aquí, una dificultad referente a las cosas que la naturaleza me enseña que debo buscar o evitar, y también referente a los sentimientos interiores que ha puesto en mí

 

Pero ya he examinado antes, con bastante detenimiento, cómo puede suceder que, a pesar de la suprema bondad de Dios, haya falsedad en los juicios que formulo de esa manera. Preséntase, empero, aquí, una dificultad referente a las cosas que la naturaleza me enseña que debo buscar o evitar, y también referente a los sentimientos interiores que ha puesto en mí; pues paréceme haber advertido, a veces, errores y, por tanto, conozco que mi naturaleza a veces me engaña directamente, como por ejemplo, cuando el agradable sabor de alguna vianda emponzoñada me incita a ingerirla, y con ella el veneno. Es cierto, sin embargo, que en este caso mi naturaleza puede hallar cierta excusa, pues que me inclina a desear la vianda de agradable sabor, mas no el veneno, que ella desconoce; de suerte que lo único que de aquí puedo inferir es que mi naturaleza no conoce entera y universalmente las cosas todas; de lo cual no hay motivo para extrañarse, puesto que, siendo la naturaleza del hombre finita, su conocimiento ha de tener una perfección limitada.

 

lo único que de aquí puedo inferir es que mi naturaleza no conoce entera y universalmente las cosas todas; de lo cual no hay motivo para extrañarse, puesto que, siendo la naturaleza del hombre finita, su conocimiento ha de tener una perfección limitada

 

Pero también nos engañamos muchas veces en cosas a que nos inclina directamente la naturaleza, como acontece a los enfermos que desean beber o comer lo que puede serles dañino. Se dirá quizá que la causa del engaño es que la naturaleza de los enfermos está corrompida; pero esto no levanta la dificultad, porque un hombre enfermo no es menos verdaderamente una criatura de Dios que el hombre sano y, por consiguiente, tanto repugna a la divina bondad que el enfermo tenga una naturaleza engañosa y errónea como que la tenga el sano. Y así como un reloj, compuesto de ruedas y contrapesos, no observa menos exactamente las leyes de la naturaleza cuando está mal hecho y da mal las horas, que cuando cumple enteramente los deseos del artífice, así también, si considero el cuerpo humano como una máquina construida y compuesta de huesos, nervios, músculos, venas, sangre y piel, de tal suerte que, aunque ese cuerpo no encerrara espíritu alguno, no dejaría de moverse como lo hace ahora, cuando se mueve sin ser dirigido por la voluntad y, por consiguiente, sin ayuda del espíritu y sólo por la disposición de sus órganos; si considero, digo, el cuerpo como una máquina, conozco fácilmente que tan natural le sería a un cuerpo de esa índole, estando, por ejemplo, hidrópico, sufrir esa sequedad de garganta que suele dar al espíritu el sentimiento de la sed y, por consecuencia, poner en movimiento sus nervios y demás partes, de la manera que se requiere para beber, aumentando así su mal y perjudicándose a sí mismo, como le es natural, no teniendo indisposición alguna, inclinarse a beber por su provecho, a consecuencia de igual sequedad de la garganta. Sin embargo, considerando el uso a que un reloj está destinado por su artífice, podría decirse que, si no marca bien las horas, se aparta de su naturaleza y, del mismo modo, considerando la máquina del cuerpo humano como una obra de Dios, cuyo fin es tener todos los movimientos que suele haber en el cuerpo, podría pensarse que, si se le seca la garganta, siendo la bebida nociva a su conservación, esto es contrario al orden de su naturaleza. Pero sin embargo, bien reconozco que esta manera de explicar la naturaleza es muy diferente de la anterior, pues aquí no es sino una cierta denominación exterior, que depende enteramente de mi pensamiento, el cual compara un hombre enfermo y un reloj mal hecho con la idea que tengo de un hombre sano y de un reloj bien hecho; y esa denominación exterior no significa nada que se encuentre efectivamente en la cosa a que se aplica. Mientras que, por el contrario, la otra manera de explicar la naturaleza se refiere a algo que está verdaderamente en las cosas y, por tanto, a algo que no deja de tener cierta verdad.

 

Mientras que, por el contrario, la otra manera de explicar la naturaleza se refiere a algo que está verdaderamente en las cosas y, por tanto, a algo que no deja de tener cierta verdad

 

Y es bien cierto que, aunque con respecto a un cuerpo hidrópico sea una denominación exterior el decir que su naturaleza está corrompida si, no necesitando beber, no deja de tener seca y árida la garganta, sin embargo, con respecto al compuesto todo, es decir, al espíritu o alma unido al cuerpo, no es una pura denominación, sino un verdadero error de la naturaleza, puesto que tiene sed siéndole muy nociva la bebida, por lo tanto, queda aún por examinar cómo la bondad divina no impide que la naturaleza humana, así considerada, nos engañe e induzca a error.

 

queda aún por examinar cómo la bondad divina no impide que la naturaleza humana, así considerada, nos engañe e induzca a error

 

Para empezar, pues, ese examen, advierto aquí primero que hay grandísima diferencia entre el espíritu y el cuerpo; el espíritu, por su naturaleza, es enteramente indivisible. En efecto, cuando considero el espíritu, esto es, a mí mismo, en cuanto que soy sólo una cosa que piensa, no puedo distinguir partes en mí, sino que conozco una cosa, absolutamente una y entera; y aunque todo el espíritu parece unido a todo el cuerpo, sin embargo, cuando un pie o un brazo o cualquier otra parte son separados del resto del cuerpo, conozco muy bien que nada ha sido sustraído a mi espíritu; tampoco puede decirse propiamente que las facultades de querer, sentir, concebir, etc., son partes del espíritu, pues uno y el mismo espíritu es el que por entero quiere, siente y concibe, etc. Pero en lo corporal o extenso ocurre lo contrario, pues no puedo imaginar ninguna cosa corporal o extensa, por pequeña que sea, que mi pensamiento no deshaga en pedazos o que mi espíritu no divida facilísimamente en varias partes y, por consiguiente, lo conozco como divisible. Esto bastaría a enseñarme que el espíritu o alma del hombre es enteramente diferente del cuerpo, si ya no lo hubiera aprendido antes.

 

 

También noto que el espíritu no recibe inmediatamente la impresión de todas las partes del cuerpo, sino sólo del cerebro, o acaso inclusive de las más pequeñas partes de éste, a saber: de aquellas partes en que se ejercita la facultad que llaman sentido común, la cual, siempre que está dispuesta de la misma manera, hace sentir al espíritu la misma cosa, aunque, mientras tanto, puedan estar diversamente dispuestas las otras partes del cuerpo, como así lo demuestran muchísimas experiencias que no es necesario referir aquí.

Advierto, además, que la naturaleza del cuerpo es tal, que si una de sus partes puede ser movida por otra parte algo alejada, también podrá serlo por las partes que se hallen entre las dos, aunque la parte algo alejada permanezca inactiva. Así, por ejemplo, estando tirante la cuerda A, B, C, D, si se tira y mueve la última parte D, la primera parte A se moverá, no de otro modo que si se tira una de las partes intermedias B o C, permaneciendo D inmóvil. Y del mismo modo, cuando siento dolor en el pie, la física me enseña que ese sentimiento se comunica por medio de los nervios repartidos por el pie, los cuales son como unas cuerdas tirantes que van desde los pies hasta el cerebro; así es que, cuando en el pie son los nervios movidos, tiran ellos también de la parte del cerebro de donde salen y a donde vuelven, excitando cierto movimiento, instituido por la naturaleza para que el espíritu sienta el dolor como si el dolor estuviera en el pie. Pero como esos nervios pasan por la pierna, el muslo, los riñones, la espalda y el cuello, en su trayecto desde el pie hasta el cerebro, puede suceder que, no moviéndose sus extremidades, que están en el pie, se muevan algunas de las partes que pasan por los riñones o el cuello; y este movimiento excitará en el cerebro los mismos movimientos que excitaría una herida del pie y, por lo tanto, el espíritu sentirá necesariamente en el pie el mismo dolor que si el pie hubiera recibido realmente una herida; y otro tanto hay que decir de todas las demás percepciones de los sentidos.

 

la experiencia nos enseña que todos los sentimientos que la naturaleza nos ha dado son como acabo de decir, y, por lo tanto, que todo cuanto hay en ellos patentiza el poder y bondad divinos

 

Por último, advierto también que, puesto que cada uno de los movimientos habidos en la parte del cerebro, de la cual recibe el espíritu una impresión inmediata, no hace sentir al espíritu sino un solo sentimiento, lo mejor que puede imaginarse y desearse es que ese movimiento haga sentir al espíritu, de entre todos los sentimientos que pueda causar, el más propio y ordenadamente útil para la conservación del cuerpo humano sano; ahora bien: la experiencia nos enseña que todos los sentimientos que la naturaleza nos ha dado son como acabo de decir, y, por lo tanto, que todo cuanto hay en ellos patentiza el poder y bondad divinos. Así, por ejemplo, cuando los nervios del pie son movidos fuertemente, más aún que de costumbre, su movimiento, que pasa por la médula espinal hasta el cerebro, hace en éste cierta impresión al espíritu y le da a sentir algo, a saber: un dolor que siente como si estuviera en el pie, y ese dolor avisa al espíritu y le excita a que haga lo posible por eliminar su causa, muy peligrosa y nociva para el pie. Es cierto que Dios pudo arreglar la naturaleza de tal manera que ese mismo movimiento del cerebro hiciera sentir al espíritu otras muy diferentes cosas: por ejemplo, que se hiciera sentir a sí mismo como estando en el cerebro o, por último, cualquiera otra cosa de las que pueden ser; pero nada de eso habría contribuido tanto a la conservación del cuerpo como lo que sentimos realmente. Así también, cuando necesitamos beber, producese en la garganta cierta aridez que mueve los nervios y por ellos las partes interiores del cerebro, y este movimiento hace que el espíritu sienta el sentimiento de la sed, porque en tal ocasión nada hay que nos sea más útil que saber que necesitamos beber para conservar nuestra salud, y así sucesivamente.

 

si alguna causa excita, no en el pie, sino en alguna de las partes del nervio entre el pie y el cerebro o en el cerebro mismo, el movimiento que suele producirse cuando el pie está malo, sentiremos dolor en el pie y el sentido sufrir, naturalmente un engaño

 

Es, pues, patente que, no obstante la suprema bondad de Dios, la naturaleza humana, en cuanto que se compone de cuerpo y espíritu, no puede por menos de ser algunas veces engañosa y falsa. Pues si alguna causa excita, no en el pie, sino en alguna de las partes del nervio entre el pie y el cerebro o en el cerebro mismo, el movimiento que suele producirse cuando el pie está malo, sentiremos dolor en el pie y el sentido sufrir, naturalmente un engaño: porque un mismo movimiento del cerebro no puede producir en el espíritu sino un mismo sentimiento, y como ese sentimiento lo excitan con más frecuencia las causas que hieren al pie, que otras causas en otras partes, resulta muy razonable que ese movimiento lleve siempre al espíritu el dolor del pie y no el de otra parte cualquiera. Y si sucede a veces que la sequedad de la garganta no sobreviene, como suele, porque sea necesaria la bebida a la salud del cuerpo, sino por alguna otra causa contraria, como ocurre a los hidrópicos, sin embargo, más vale que nos engañe en esta coyuntura que si, por el contrario, nos estuviese engañando siempre, cuando el cuerpo está bien dispuesto, y así sucesivamente.

 

 

sabiendo que todos los sentidos me enseñan con mayor frecuencia lo verdadero que lo falso, acerca de las cosas que se refieren a las comodidades o incomodidades del cuerpo, y pudiendo casi siempre hacer uso de varios de entre ellos para examinar una misma cosa y, además, disponiendo de mi memoria para enlazar y juntar los conocimientos presentes con los pasados, y de mi entendimiento, que ya ha descubierto todas las causas de mis errores, no debo temer en adelante encontrar falsedad en las cosas que ordinariamente me representan los sentidos

 

Y esta consideración es de poca utilidad, no sólo para reconocer los errores en que mi naturaleza suele incurrir, sino también para evitarlos o corregirlos más fácilmente. Pues sabiendo que todos los sentidos me enseñan con mayor frecuencia lo verdadero que lo falso, acerca de las cosas que se refieren a las comodidades o incomodidades del cuerpo, y pudiendo casi siempre hacer uso de varios de entre ellos para examinar una misma cosa y, además, disponiendo de mi memoria para enlazar y juntar los conocimientos presentes con los pasados, y de mi entendimiento, que ya ha descubierto todas las causas de mis errores, no debo temer en adelante encontrar falsedad en las cosas que ordinariamente me representan los sentidos. Y deberé rechazar las dudas de estos días pasados, por hiperbólicas y ridículas, y principalmente la tan general incertidumbre acerca del sueño, que no podía distinguir de la vigilia; pues ahora encuentro una muy notable diferencia, y es que nuestra memoria no puede nunca enlazar y juntar los ensueños unos con otros y con el curso de la vida, como suele juntar las cosas que nos suceden estando despiertos. En efecto, si estando yo despierto, me apareciese alguien y desapareciese al punto, como hacen las imágenes que veo en sueños, sin poder yo conocer por dónde ha venido y adonde ha ido, estimaría, no sin razón, que no es un hombre verdadero, sino un espectro o fantasma formado en mi cerebro y semejante a los que finjo cuando duermo. Pero cuando percibo cosas, conociendo distintamente el lugar de donde vienen, el sitio en donde están y el tiempo en que me aparecen, pudiendo además enlazar sin interrupción el sentimiento que de ellas tengo con la restante marcha de mi vida, poseo la completa seguridad de que las percibo despierto y no dormido. Y no debo en manera alguna poner en duda la verdad de tales cosas si, habiendo convocado, para examinarlas, mis sentidos todos, mi memoria y mi entendimiento, nada me dice ninguna de estas facultades que no se compadezca con lo que me dicen las demás. Pues no siendo Dios capaz de engañarme, se sigue necesariamente que en esto no estoy engañado. Pero la necesidad de los negocios nos obliga muchas veces a decirnos antes de haber hecho esos cuidadosos exámenes; y hay que confesar que la vida humana propende mucho al error en las cosas particulares; en suma, es preciso reconocer que nuestra naturaleza es endeble y dispone de pocas fuerzas.

 

Pero la necesidad de los negocios nos obliga muchas veces a decirnos antes de haber hecho esos cuidadosos exámenes; y hay que confesar que la vida humana propende mucho al error en las cosas particulares; en suma, es preciso reconocer que nuestra naturaleza es endeble y dispone de pocas fuerzas

 

 

René Descartes

FIN DE «MEDITACIONES METAFÍSICAS»

 

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ÍNDICE DE «MEDITACIONES METAFÍSICAS»

MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (Presentación, Prólogo y Resumen de las Seis Meditaciones siguientes)

MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (MEDITACIÓN PRIMERA): La necesidad de dudar de todo, presupuesto epistemológico del verdadero conocimiento

MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (MEDITACIÓN SEGUNDA)

MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (MEDITACIÓN TERCERA)

MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (MEDITACIÓN CUARTA): «De lo verdadero y de lo falso»

MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (MEDITACIÓN QUINTA): De la esencia de las cosas materiales, y otra vez de la existencia de Dios