MEDITACIÓN QUINTA
De la esencia de las cosas materiales, y otra vez de la existencia de Dios
hallo en mí una infinidad de ideas de ciertas cosas, que no pueden estimarse como pura nada, aunque quizá no tenga existencia alguna fuera de mi pensamiento, y que no han sido fingidas por mí, aun cuando tenga yo libertad de pensarlas o no pensarlas, sino que tienen sus verdaderas e inmutables naturalezas.
Como, por ejemplo, cuando imagino un triángulo, aun cuando quizá no haya en ninguna parte del mundo, fuera de mi pensamiento, una figura tal como ésa, ni la haya habido jamás, sin embargo, no deja de haber cierta naturaleza o forma o esencia determinada de esa figura, la cual es inmutable y eterna, y yo no he inventado, y no depende en manera alguna de mi espíritu; lo cual se ve bien, porque se pueden demostrar varias propiedades de ese triángulo, a saber: que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, que el ángulo mayor se opone al mayor lado y otras semejantes, las cuales, ahora, quiéralo yo o no, reconozco muy clara y muy evidentemente que están en él, aun cuando anteriormente no haya pensado de ningún modo en ellas, al imaginar por vez primera un triángulo; por lo tanto, no puede decirse que yo las haya fingido ni inventado.
Muchas otras cosas me quedan por examinar sobre los atributos de Dios y mi propia naturaleza, es decir, la de mi espíritu; pero acaso otro día me ponga a investigar estos puntos. Ahora, habiendo notado lo que es preciso hacer o evitar para llegar al conocimiento de la verdad, lo que me queda aún principalmente por hacer es tratar de salir y librarme de las dudas en que caí días pasados, y ver si no podré conocer nada cierto tocante a las cosas existentes fuera de mí, debo considerar sus ideas, en cuanto que se hallan en mi pensamiento, y ver cuáles son distintas y cuáles confusas. En primer lugar, imagino distintamente esa cantidad que los filósofos llaman vulgarmente cantidad continua, o extensión de longitud, latitud y profundidad, que hay en esa cantidad, o más bien en la cosa a que se atribuye. Además, puedo enumerar en ella varias partes diversas y atribuir a cada una de esas partes toda suerte de magnitudes, figuras, situaciones y movimientos; y en fin, puedo asignar a cada uno de esos movimientos toda suerte de duraciones. Y no sólo conozco esas cosas con distinción, cuando las considero así en general, sino que también, por poca atención que ponga, llego a conocer una infinidad de particularidades acerca de los números, las figuras, movimientos y otras cosas semejantes, cuya verdad se manifiesta con tanta evidencia y concuerda tan bien con mi naturaleza, que cuando comienzo a descubrirlas, no me parece que aprendo nada nuevo, sino más bien que recuerdo lo que ya sabía antes, es decir, que me apercibo de cosas que ya estaban en mi espíritu, aun cuando no había dirigido todavía mi pensamiento hacia ellas. Y lo que aquí encuentro más digno de consideración es que hallo en mí una infinidad de ideas de ciertas cosas, que no pueden estimarse como pura nada, aunque quizá no tenga existencia alguna fuera de mi pensamiento, y que no han sido fingidas por mí, aun cuando tenga yo libertad de pensarlas o no pensarlas, sino que tienen sus verdaderas e inmutables naturalezas. Como, por ejemplo, cuando imagino un triángulo, aun cuando quizá no haya en ninguna parte del mundo, fuera de mi pensamiento, una figura tal como ésa, ni la haya habido jamás, sin embargo, no deja de haber cierta naturaleza o forma o esencia determinada de esa figura, la cual es inmutable y eterna, y yo no he inventado, y no depende en manera alguna de mi espíritu; lo cual se ve bien, porque se pueden demostrar varias propiedades de ese triángulo, a saber: que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, que el ángulo mayor se opone al mayor lado y otras semejantes, las cuales, ahora, quiéralo yo o no, reconozco muy clara y muy evidentemente que están en él, aun cuando anteriormente no haya pensado de ningún modo en ellas, al imaginar por vez primera un triángulo; por lo tanto, no puede decirse que yo las haya fingido ni inventado. Y no tengo para qué objetarme, en este punto, que acaso esa idea del triángulo haya entrado en mi espíritu por medio de mis sentidos, por haber visto alguna vez cuerpos de figura triangular; pues puedo formar en mi espíritu infinidad de figuras, de las que no cabe sospechar en lo más mínimo que hayan entrado en mí por los sentidos, y, sin embargo, no deja de serme posible demostrar varias propiedades de su naturaleza, como hice de la del triángulo; esas propiedades deben ciertamente ser todas verdaderas, ya que las concibo claramente; y por ende son algo y no una pura nada; pues es bien evidente que todo lo que es verdadero es algo, siendo la verdad y el ser una misma cosa; y he demostrado ampliamente más arriba que todo lo que conozco clara y distintamente es verdadero. Y aunque no lo hubiese demostrado, es tal la naturaleza de mi espíritu, que no puedo por menos de estimarlo verdadero mientras lo estoy concibiendo clara y distintamente; y recuerdo que, cuando aún estaba adherido con fuerza a los objetos sensibles, había puesto en el número de las más constantes verdades, las que concebía clara y distintamente acerca de las figuras, los números y demás cosas que atañen a la aritmética y a la geometría.
Y no tengo para qué objetarme, en este punto, que acaso esa idea del triángulo haya entrado en mi espíritu por medio de mis sentidos, por haber visto alguna vez cuerpos de figura triangular; pues puedo formar en mi espíritu infinidad de figuras, de las que no cabe sospechar en lo más mínimo que hayan entrado en mí por los sentidos, y, sin embargo, no deja de serme posible demostrar varias propiedades de su naturaleza, como hice de la del triángulo
Ahora bien: si pudiendo yo sacar de mi pensamiento la idea de una cosa, se sigue en consecuencia que todo cuanto reconozco clara y distintamente pertenecer a esa cosa, le pertenece en efecto, ¿no puedo hacer de esto un argumento y una prueba demostrativa de la existencia de Dios? Es bien cierto que yo hallo en mí su idea, es decir, la idea de un ser sumamente perfecto, como hallo la idea de cualquier figura o número; y conozco que una existencia actual y eterna pertenece a su naturaleza, con no menor claridad y distinción que cuando conozco que todo lo que puedo demostrar de un número o de una figura pertenece verdaderamente a la naturaleza de ese número o de esa figura; y, por ende, aunque ninguna de las conclusiones a que he llegado en las anteriores meditaciones fuese verdadera, la existencia de Dios debería presentarse a mi espíritu con tanta certidumbre, por lo menos, como la que he atribuido hasta ahora a todas las verdades matemáticas que no atañen sino a los números y a las figuras, aunque, en verdad, ello no parezca al principio enteramente manifiesto y semeje tener cierto aspecto de sofisma. Pues habituado en todas las demás cosas a distinguir entre la existencia y la esencia, me persuado fácilmente de que la existencia puede separarse de la esencia de Dios y, por lo tanto, de que es posible concebir a Dios como no siendo actualmente. Pero, sin embargo, cuando pienso en ello con más atención, encuentro manifiestamente que es tan imposible separar de la esencia de Dios su existencia, como de la esencia de un triángulo rectilíneo el que la magnitud de sus tres ángulos sea igual a dos rectos, o bien de la idea de una montaña la idea de un valle; de suerte que no hay menos repugnancia en concebir un Dios, esto es, un ser sumamente perfecto a quien faltare la existencia, esto es, a quien faltare una perfección, que en concebir una montaña sin valle.
Pues habituado en todas las demás cosas a distinguir entre la existencia y la esencia, me persuado fácilmente de que la existencia puede separarse de la esencia de Dios y, por lo tanto, de que es posible concebir a Dios como no siendo actualmente. Pero, sin embargo, cuando pienso en ello con más atención, encuentro manifiestamente que es tan imposible separar de la esencia de Dios su existencia, como de la esencia de un triángulo rectilíneo el que la magnitud de sus tres ángulos sea igual a dos rectos
Pero aun cuando efectivamente no pueda yo concebir a Dios sin la existencia, como tampoco una montaña sin valle, sin embargo, porque yo conciba una montaña con valle, no por eso se infiere en consecuencia que exista montaña alguna en el mundo; del mismo modo, pues, aunque yo conciba a Dios como existente, no se sigue por ello, al parecer, que Dios exista; pues mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas; y así, como de mí sólo depende el imaginar un caballo alado, aun cuando no haya ninguno que tenga alas, así también podría acaso atribuir yo la existencia de Dios, sin que por eso haya un Dios existente. Mas ello no es así ni mucho menos; aquí es donde hay un sofisma oculto, bajo la apariencia de esa objeción, pues porque yo no pueda concebir una montaña sin valle, no se infiere que haya en el mundo montaña y valle, sino sólo que la montaña y el valle, existan o no, son inseparables una de otro; mientras que, puesto que no puedo concebir a Dios sino como existente, se infiere que la existencia es inseparable de él y, por lo tanto, que existe verdaderamente. No es que mi pensamiento pueda hacer que ello sea, ni imponga necesidad alguna a las cosas; por el contrario, la necesidad que hay en la cosa misma, es decir, la necesidad de la existencia de Dios, me determina a tener ese pensamiento; no soy libre de concebir a Dios sin la existencia, es decir, a un ser sumamente perfecto, sin una suma perfección, como soy libre de imaginar un caballo sin alas o con alas.
no soy libre de concebir a Dios sin la existencia, es decir, a un ser sumamente perfecto, sin una suma perfección, como soy libre de imaginar un caballo sin alas o con alas
Y no vale decir en contra de esto que resulta ciertamente necesario confesar que Dios existe, puesto que he hecho la suposición de que posee todas las perfecciones, y la existencia es una de ellas, pero que esa mi primera suposición no era necesaria, como no es necesario pensar que todas las figuras de cuatro lados pueden inscribirse en el círculo; pues suponiendo que yo tuviera este pensamiento, me vería forzado a confesar que el rombo puede inscribirse en un círculo, puesto que es figura de cuatro lados y, por ende, a admitir algo que es falso. No debo, repito, alegar esta objeción, pues si bien no es necesario que mi pensamiento dé en pensar la idea de Dios, sin embargo, cuantas veces me ocurra pensar en un ser primero y soberano, y sacar, por decirlo así, su idea del tesoro de mi espíritu, será necesario que le atribuya toda suerte de perfecciones, aunque no las enumere todas ni dirija mi atención a cada una de ellas en particular. Y esta necesidad es suficiente para que después (tan pronto como llegue a reconocer que la existencia es una perfección) concluya muy correctamente que este ser primitivo y soberano existe. De igual manera, no es necesario que quiera considerar nunca un triángulo, pero cuantas veces quiera considerar una figura rectilínea, compuesta sólo de tres ángulos, será absolutamente necesario que le atribuya todo lo que sirve para inferir que esos tres ángulos son iguales a dos rectos, aunque de momento no considere esto particularmente.
De igual manera, no es necesario que quiera considerar nunca un triángulo, pero cuantas veces quiera considerar una figura rectilínea, compuesta sólo de tres ángulos, será absolutamente necesario que le atribuya todo lo que sirve para inferir que esos tres ángulos son iguales a dos rectos, aunque de momento no considere esto particularmente
Pero cuando examino cuáles son las figuras que pueden inscribirse en el círculo, no es en modo alguno necesario pensar que todas las de cuatro lados; por el contrario, ni siquiera podré fingir que sea así, mientras no consienta en admitir en mi pensamiento nada que no pueda concebir clara y distintamente. Y, por consiguiente, hay grandísima diferencia entre las suposiciones falsas, como es ésta, y las verdaderas ideas nacidas conmigo, de las cuales la primera y principal es la de Dios. Pues efectivamente reconozco, por varias maneras, que esta idea no es algo fingido o inventado, dependiente tan sólo de mi pensamiento, sino la imagen de una verdadera e inmutable naturaleza; primeramente, porque no puedo concebir otra cosa, sino sólo Dios, a cuya esencia pertenezca necesariamente la existencia; luego, porque no me es posible concebir dos o más dioses como él, y supuesto que haya uno que exista ahora, veo claramente que es necesario que haya existido antes en toda la eternidad y que exista eternamente en el porvenir; y, por último, porque concibo en Dios algunas otras cosas que no puedo disminuir ni cambiar en nada.
Por lo demás, cualquiera que sea la prueba y argumento que utilice, siempre habrá que venir a parar a esto: que sólo las cosas que concibo clara y distintamente tienen fuerza bastante a persuadirme por completo. Y aun cuando entre las cosas que concibo de esta suerte hay en verdad algunas que son conocidas manifiestamente por todos, y otras también que se declaran sólo a quienes las consideran más de cerca y las examinan con exactitud, sin embargo, cuando han sido descubiertas, no son menos ciertas unas que otras. Como, por ejemplo, la propiedad que tiene todo triángulo rectángulo de que el cuadrado de la base es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados, no aparece tan fácil y evidente como esta otra, a saber: que esa base es opuesta al ángulo mayor; y, sin embargo, cuando aquélla ha sido conocida una vez, ya todos quedamos tan persuadidos de la verdad de la una como de la otra. Y en lo que se refiere a Dios, ciertamente que si mi espíritu no fuese presa de ningún prejuicio, y mi pensamiento no estuviese distraído por la presencia continua de las imágenes de las cosas sensibles, no habría cosa alguna que yo conociese antes ni más fácilmente que a él. Pues ¿hay algo que sea más claro y manifiesto que pensar que hay un Dios, es decir, un ser soberano y perfecto, el único en cuya idea está incluida la existencia necesaria o eterna y que, por lo tanto, existe? Y aunque para concebir bien esta verdad he necesitado gran aplicación del espíritu, sin embargo, ahora, no sólo estoy seguro de ella como de lo que tengo por más cierto, sino que, además, advierto que la certidumbre de todas las demás cosas depende de Dios tan absolutamente, que sin este conocimiento fuera imposible saber nunca nada perfectamente.
Y en lo que se refiere a Dios, ciertamente que si mi espíritu no fuese presa de ningún prejuicio, y mi pensamiento no estuviese distraído por la presencia continua de las imágenes de las cosas sensibles, no habría cosa alguna que yo conociese antes ni más fácilmente que a él
Pues aun cuando mi naturaleza es tal que, en comprendiendo una cosa muy clara y distintamente, no puedo por menos de creerla verdadera, sin embargo, también por naturaleza, me sucede que no puedo tener espíritu continuamente atento a una misma cosa, y muchas veces me acuerdo de haber juzgado verdadero una cosa cuando ya he cesado de considerar las razones que me obligación a juzgarla así: por lo cual puede ocurrir, durante ese tiempo, que acudan a mi mente otras razones que me harían cambiar fácilmente de opinión, si no supiese que hay un Dios: y así nunca poseería una creencia verdadera y cierta, sino sólo opiniones vagas e inconstantes. Así, por ejemplo, cuando considero la naturaleza del triángulo rectilíneo, conozco evidentemente, porque estoy algo versado en geometría, que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, y no puedo por menos de creerlo mientras está mi pensamiento atento a la demostración; pero tan pronto como aparto el pensamiento de esa demostración, aunque me acuerde de haberla entendido claramente, podrá ocurrir fácilmente que dude de su verdad, si no sé que Dios existe, pues puedo persuadirme de que la naturaleza me ha hecho de manera que me equivoque fácilmente, aun en las cosas que creo comprender con más evidencia y certeza, tanto más cuanto que me acuerdo de haber considerado verdaderas y ciertas muchas cosas que luego, por otras razones, me han parecido absolutamente falsas.
Pero habiendo conocido que hay un Dios, y que todas las cosas dependen de Él, y que no me engaña; y habiendo luego juzgado que todo lo que concibo clara y distintamente no puede dejar de ser verdad, no es necesario que piense en las razones por las cuales juzgué que ello era verdadero, con tal de que recuerde haberlo comprendido clara y distintamente, y no puede nadie presentar una razón contraria que me haga ponerlo en duda, y así tengo una ciencia verdadera y cierta. Y esta nueva ciencia se extiende también a todas las demás cosas, que recuerdo haber demostrado antes, como son las verdades de la geometría y otras por el estilo. Pues ¿qué puede objetárseme para obligarme a ponerlas en duda? ¿Que mi naturaleza es tal que estoy muy expuesto a error? Pero ya sé que no puedo errar en los juicios cuyas razones conozco claramente. ¿Que he considerado verdaderas y ciertas muchas cosas que luego he reconocido que son falsas? Pero ninguna de esas cosas las había conocido clara y distintamente, y como aún ignoraba esta regla, que me da seguridades de verdad, habíame decidido a creerlas por razones que luego he conocido ser menos fuerte de lo que entonces imaginaba. ¿Qué podrá oponérseme además? ¿Que duermo acaso (como yo mismo me objeté en anterior meditación), o que los pensamientos que ahora tengo no son más verdaderos que los fantasmas de los sueños? Pero aun cuando estuviese dormido, todo cuanto se presenta evidente a mi espíritu es absolutamente verdadero.
Y así conozco muy claramente que la certeza y verdad de toda ciencia dependen únicamente del conocimiento del verdadero Dios, de suerte que, antes de conocerle, no podía yo saber nada con perfección. Y ahora, conociéndolo, poseo el modo de adquirir una ciencia perfecta sobre infinidad de cosas, no sólo de las que están en Él, sino también de las que pertenecen a la naturaleza corporal en cuanto objeto posible de las demostraciones geométricas, que no se curan de la existencia del cuerpo.
conociéndolo, poseo el modo de adquirir una ciencia perfecta sobre infinidad de cosas, no sólo de las que están en Él, sino también de las que pertenecen a la naturaleza corporal en cuanto objeto posible de las demostraciones geométricas, que no se curan de la existencia del cuerpo
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MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (MEDITACIÓN SEGUNDA)
MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (MEDITACIÓN TERCERA)
MEDITACIONES METAFÍSICAS, de René Descartes (MEDITACIÓN CUARTA): «De lo verdadero y de lo falso»