¿Qué es la justicia?, por Hans Kelsen

¿Qué es la justicia?1

La democracia es una forma de gobierno justa pues asegura la libertad individual. Esto significa que la democracia es una forma de gobierno justa tan sólo cuando su fin supremo es la atención y solicitud de la libertad individual. Si en lugar de la libertad individual se considera que la seguridad económica es el valor supremo, y se prueba además que en una organización democrática aquella no puede ser suficientemente garantizada, entonces no la democracia sino otra forma será considerada el gobierno justo. Otros fines requieren otros medios. La democracia como forma de gobierno puede justificarse relativamente, no en lo absoluto.

Toda justificación racional es esencialmente justificación de algo en tanto medio adecuado, pero, precisamente, el fin último no es medio para ningún otro fin. Nuestra conciencia pide una justificación absoluta de nuestra conducta, es decir, postula valores absolutos, pero nuestra razón no está en condiciones de satisfacer esas exigencias. Lo absoluto en general y los valores absolutos en particular están allende la razón humana que sólo puede lograr una solución limitada —y, en tal sentido, relativa— del problema de la justicia como problema de la justificación de la conducta humana.

No obstante, la necesidad de una justificación absoluta parece ser más fuerte que toda justificación racional. Por ello el hombre busca esa justificación, esto es, la justicia absoluta, en la religión y la metafísica.

Quienes no aceptan esta solución metafísica del problema de la justicia pero mantienen la idea de los valores absolutos, en la esperanza de poder definirla racional y científicamente, se engañan a sí mismos con la ilusión de que es posible encontrar en la razón humana ciertos principios fundamentales configuradores de esos valores absolutos que, en rigor, están compuestos por elementos emocionales de la conciencia. La determinación de valores absolutos en general y la definición de justicia en particular logradas según este modo son fórmulas hueras mediante las cuales es posible justificar cualquier orden social.

Por ello no es de extrañar que las numerosas teorías sobre la justicia que desde épocas pretéritas hasta hoy en día se han venido formulando, puedan ser reducidas a dos tipos fundamentales: metafísico-religioso uno y el otro racionalista o, mejor dicho, pseudo-racionalista.

 Se atribuye a uno de los siete sabios de Grecia la conocida frase que sostiene que la justicia significa dar a cada cual lo suyo. Esta fórmula ha sido aceptada por notables pensadores y especialmente por filósofos del derecho. No resulta difícil demostrar que se trata de una fórmula completamente hueca. El interrogante fundamental «¿qué puede considerar cada cual como «suyo »realmente? «queda sin respuesta. 

Por ello, el principio «a cada cual lo suyo «es aplicable únicamente cuando se presume que dicha cuestión ya ha sido resuelta. Sin embargo, sólo puede estarlo mediante un orden social que la costumbre o un legislador hayan establecido como moral positiva u orden jurídico. En consecuencia, la fórmula «a cada cual lo suyo «puede servir como justificación de cualquier orden social, sea capitalista o socialista, democrático o aristocrático. En todos ellos se da a cada cual lo suyo, sólo que «lo suyo «difiere en cada uno de los casos.

Lo propio puede decirse de ese otro principio que con harta frecuencia se presenta como esencia de la justicia: bien por bien, mal por mal. Se trata del principio de represalia. Carece de todo sentido, a menos que se haya hecho clara la respuesta a las preguntas «¿qué es lo bueno? «y «¿qué es lo malo? «. No obstante, esta pregunta no es de ningún modo clave, pues el concepto de bueno y malo difiere según los distintos pueblos y las diferentes épocas. El principio de represalia sirve para expresar la técnica específica del derecho positivo que vincula el mal del delito con el mal de la pena.

La represalia, en tanto significa pagar con la misma moneda, es una de las muchas formas bajo las que se presenta el principio de igualdad, que también ha sido considerado como esencia de la justicia.

¿Cuáles son entonces las diferencias que deben tenerse en cuenta y cuáles no? Ésta es la pregunta decisiva, a la que el principio de igualdad no da ninguna respuesta. En rigor, las respuestas de los órdenes jurídicos positivos son muy diversas. Todas están de acuerdo en la necesidad de ignorar algunas desigualdades de los hombres.

En el tratamiento dispensado a los súbditos por un orden jurídico positivo, cualquier diferencia puede ser considerada esencial y servir, por lo tanto, de apoyo para un tratamiento diferente, sin que por eso el orden jurídico contradiga el principio de igualdad.

Tomemos ahora el principio especial de la llamada igualdad ante la ley. No significa otra cosa sino que los órganos encargados de la aplicación del derecho no han de hacer distinción alguna que no esté establecida por el derecho a aplicar. Si el derecho otorga derechos políticos únicamente a los varones y no a las mujeres, a los ciudadanos nativos y no a los extranjeros, a los miembros de determinada raza o religión y no a los de otra, el principio de igualdad ante la ley será respetado cuando los órganos encargados de la aplicación del derecho resuelvan en los casos concretos que una mujer, un ciudadano extranjero o un miembro de determinada raza o religión no tienen ningún derecho político. Este principio raramente se relaciona con la igualdad.

Expresa únicamente que el derecho deberá ser aplicado de acuerdo con su propio sentido. Se trata del principio de juridicidad o legalidad, que por esencia propia es inmanente a todo ordenamiento jurídico, no interesando que tal ordenamiento sea justo o injusto.

La aplicación del principio de igualdad a las relaciones entre trabajo y producto del mismo conduce a la exigencia de que a igual trabajo corresponde igual participación en los productos. Esta es, según Karl Marx la justicia subyacente del orden capitalista, el supuesto «igual derecho» de este sistema económico. En verdad se trata de un derecho desigual, pues no tiene en cuenta las diferencias de capacidad de trabajo que existen entre los hombres, no siendo por lo tanto un derecho justo sino injusto.

La verdadera igualdad y por ende, la verdadera justicia, no la aparente, se logra únicamente en una economía comunista, donde el principio fundamental es: de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades. Aplicado este principio a un sistema económico, cuya producción, vale decir, su fin último, está regulado sistemáticamente por una autoridad central, de inmediato surge una pregunta: ¿cuáles son las capacidades de cada uno, para qué tipo de trabajo es apto y qué quantum de trabajo puede pretenderse que realice de acuerdo a sus capacidades naturales? 

Que este orden social reconozca las capacidades individuales respetando la idiosincrasia de cada quien y que garantice la satisfacción de toda necesidad de manera que en la armónica comunidad constituida por dicho orden coexistan la totalidad de los intereses colectivos e individuales y, por ende, la libertad individual ilimitada, pertenece al terreno de la ilusión utópica. Es la típica utopía de una futura edad dorada, de una situación paradisíaca en que —como Marx profetizaba— sería dejado atrás no sólo «el estrecho horizonte del derecho burgués» sino también (puesto que no existiría ningún conflicto de intereses), el amplio horizonte de la justicia.

Una nueva aplicación del principio de igualdad es la fórmula conocida bajo el nombre de «regla de oro», la cual afirma: «no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti». Lo que cada uno no quiere que los demás le hagan es lo que le provoca dolor; y lo que cada uno ansía que los demás le hagan es lo que causa placer. Así pues la regla de oro desemboca en la siguiente exigencia: no le causes dolor al prójimo sino que proporciónale placer. Sólo que con frecuencia ocurre que brindarle placer a un individuo es causa de dolor en otro.

Al significar esto una violación de la regla de oro, se presenta entonces el problema de dilucidar cómo conducirse ante el infractor. Exactamente éste es el problema de la justicia, ya que si nadie le causara dolor al prójimo sino sólo placer, no habría ningún problema de justicia. No obstante, si se busca aplicar la regla de oro, habiendo una infracción a ésta, se verá en seguida que su aplicación conduce a consecuencias absurdas.

En caso de interpretarse esta regla con todo rigor, se arriba a la abolición de toda moral y todo derecho. Su significado será: condúcete con los demás como éstos debieran conducirse contigo; mas éstos, en realidad, deben conducirse según un orden objetivo. Empero, ¿cómo deben conducirse? Esta es la pregunta de la justicia.

Y la respuesta no ha de encontrarse en la regla de oro, que sólo la presupone. Y puede presuponerla porque aquello que presupone es precisamente el orden de la moral positiva y del derecho positivo.

En caso de sustituir, a manera de interpretación, el criterio subjetivo contenido en el texto de la regla de oro por un criterio objetivo, la regla desembocará en la siguiente exigencia: actúa conforme a las normas generales del orden social. No obstante tratarse de una fórmula tautológica, pues todo orden social se funda en normas generales conforme a las cuales debemos conducirnos, ésta sugirió a Manuel Kant el enunciado de su célebre imperativo categórico, que configura el resultado fundamental de su filosofía moral y su solución al problema de la justicia. El imperativo categórico afirma: obra de acuerdo con aquella máxima que tú desearías se convirtiera en ley general. En otras palabras: la conducta humana es buena o justa cuando está determinada por normas que los hombres que actúan pueden o deben desear que sean obligatorias para todos. Mas, ¿cuáles son las normas que podemos o debemos desear sean obligatorias para todos?

Ésta es la pregunta axial de la justicia. Y a esta pregunta —lo mismo que ocurría con la regla de oro— no da ninguna respuesta el imperativo categórico.

El imperativo categórico, al igual que el principio de «a cada cual lo suyo «o la regla de oro, pueda servir de justificación a cualquier orden social en general y a cualquier disposición general en particular. Y en este sentido es como han sido utilizados. Esta eventualidad explica por qué estas fórmulas, a pesar de ser absolutamente huecas —o, mejor dicho, por serlo— son, y también serán en el futuro, aceptadas como solución satisfactoria al problema de la justicia.

La de Aristóteles es una ética de la virtud, es decir, apunta hacia un sistema de virtudes entre las cuales la justicia es la virtud más alta, la virtud perfecta. El filósofo griego asegura haber encontrado un método científico, esto es, geométrico-matemático, para determinar las virtudes o, lo que es igual, para responder al interrogante «¿qué es lo bueno?: la virtud es el punto medio entre dos extremos, es decir, entre dos vicios: el vicio de exceso y el vicio de defecto.

Esta moral, al dar por tácita la validez del orden social existente, se justifica a sí misma. Ésta es en realidad la función de la fórmula tautológica del medio que finaliza diciendo que lo bueno es aquello que es bueno para el orden social existente. La función de esta moral es fundamentalmente conservadora: mantiene el orden social existente.

Lo aportado por la doctrina del medio no es la definición de la ciencia de la justicia sino el fortalecimiento del orden social existente establecido por la moral positiva y el derecho positivo. Es éste un aporte eminentemente político que protege a la ética aristotélica contra todo análisis crítico que apunte a su falta de valor científico.

La teoría del derecho natural afirma que existe una regulación completamente justa de las relaciones humanas surgida de la Naturaleza: de la Naturaleza en general y de la naturaleza del hombre en tanto ser dotado de razón. La Naturaleza aparece presentada como autoridad normativa, como una especie de legislador. En el supuesto de que la Naturaleza sea creación divina, sus normas inmanentes —el derecho natural— serán expresiones de la voluntad divina. En este caso, la teoría del derecho natural adquiere un carácter metafísico. Desde el punto de vista de una ciencia racional del derecho, la postura metafísico-religiosa de la teoría del derecho natural no puede ser tenida en cuenta.

La teoría racionalista del derecho natural se basa en un sofisma cuando intenta extraer de la Naturaleza normas para la conducta humana. Lo propio puede decirse del propósito de deducir tales normas de la razón humana. Las normas que prescriben la conducta humana pueden originarse únicamente en la voluntad y esta voluntad será exclusivamente humana si se deja de lado la especulación metafísica. La razón humana puede comprender y describir, mas no ordenar. Pretender hallar en la razón normas de conducta para los hombres es una ilusión similar a la de querer extraer tales normas de la Naturaleza.

Si hay algo que podemos aprender de la historia del conocimiento humano es lo estériles que resultan los esfuerzos por encontrar a través de medios racionales una norma de conducta justa que tenga validez absoluta, vale decir, una norma que excluya la posibilidad de encontrar justa la conducta opuesta. Si hay algo que puede aprenderse de la experiencia espiritual del pasado es que la razón humana puede concebir sólo valores relativos; en otras palabras, que el juicio con que juzgamos algo justo no puede osar jamás excluir la posibilidad de un juicio de valor opuesto. La justicia absoluta configura una perfección suprema irracional. Desde la perspectiva del conocimiento racional sólo existen intereses humanos y, por consiguiente, conflictos de intereses. Zanjar los mismos supone dos soluciones posibles: o satisfacer a uno de los términos a costa del otro o establecer un equilibrio entre ambos.

Mas, ¿cuál es la moral de esta filosofía relativista de la justicia? ¿Acaso tiene una moral? ¿O se trata tal vez de un relativismo amoral o inmoral, como muchos sostienen? No lo creo. El principio ético fundamental subyacente a una teoría relativista de los valores —o inferible de la misma— lo configura el principio de tolerancia, vale decir, el imperativo de buena voluntad para comprender las concepciones religiosas o políticas de los demás, aunque no se las comparta o, mejor dicho, precisamente por no compartirlas, no impidiendo, además, su exteriorización pacífica.

Resulta obvio que de una concepción relativista no puede deducirse ningún derecho a una tolerancia absoluta sino únicamente una tolerancia encuadrada en un orden positivo que garantice la paz a quienes se le subordinan, prohibiéndoles el empleo de la violencia, sin limitarlos en la exteriorización pacífica de sus opiniones. Tolerancia significa libertad de pensamiento. Los valores morales más elevados sufrieron el menoscabo de la intolerancia de sus defensores.

En las piras que la Inquisición española encendió para defender la religión cristiana, no sólo fueron abrasados los cuerpos de los herejes sino que, asimismo, se sacrificó una de las enseñanzas más importantes de Cristo: no juzgues para no ser juzgado. «El desorden no surge de la tolerancia sino de la intransigencia».

En el supuesto que la democracia constituya una forma de gobierno justa, lo es en cuanto significa libertad y libertad quiere decir tolerancia. Sin embargo, surge una pregunta: ¿puede permanecer tolerante la democracia cuando tiene que defenderse de ataques antidemocráticos?

Sí, en tanto y cuanto no reprima la exteriorización pacífica de las concepciones antidemocráticas. Exactamente esa tolerancia es lo que diferencia la democracia de la autocracia. En tanto esta diferenciación se mantenga, tendremos razón para rechazar la autocracia y estar orgullosos de nuestra forma democrática de gobierno. La democracia no debe salvaguardarse renunciando a sí misma. Sin embargo, un gobierno democrático tendrá también el derecho de reprimir por la fuerza y evitar con los instrumentos adecuados todo intento que pretenda derrocarlo violentamente. 

El ejercicio de tal derecho no se contrapone al principio democrático ni al de tolerancia. En ocasiones puede resultar difícil discurrir una línea divisoria entre la divulgación de ciertas ideas y la preparación de un golpe revolucionario.

Dado que la democracia es por naturaleza profunda libertad y libertad significa tolerancia, no existe forma alguna de gobierno más favorecedora de la ciencia que la democracia, la ciencia sólo puede desarrollarse cuando es libre. Ser libre quiere decir no sólo no estar sometida a influencias externas, esto es, políticas, sino ser libre interiormente: que impere una total libertad en su juego de argumentos y objeciones.

En rigor, yo no sé ni puedo decir qué es la justicia, la justicia absoluta, ese hermoso sueño de la humanidad. Debo conformarme con la justicia relativa: tan sólo puedo decir qué es para mí la justicia. Puesto que la ciencia es mi profesión y, por lo tanto, lo más importante de mi vida, la justicia es para mí aquello bajo cuya protección puede florecer la ciencia y, junto con la ciencia, la verdad y la sinceridad. Es la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la democracia, la justicia de la tolerancia.

Por Hans Kelsen

 

 

INTRODUCCIÓN

Jesús de Nazaret, al ser interrogado por el gobernador romano, admitió ser un rey, mas agregó: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad «. Pilato preguntó entonces:»¿Qué es la verdad? «. Es evidente que el incrédulo romano no esperaba respuesta al interrogante: el Justo, de todos modos, tampoco la dio. Lo fundamental de su misión como rey mesiánico no era dar testimonio de la verdad. Jesús había nacido para dar testimonio de la justicia, de esa justicia que deseaba se realizara en el reino de Dios. Y por esa justicia fue muerto en la cruz.

De tal manera, de la interrogación de Pilato:»¿Qué es la verdad? » y de la sangre del Crucificado, surge otra pregunta de harto mayor importancia, la sempiterna pregunta de la humanidad:»¿Qué es la justicia?».

No hubo pregunta alguna que haya sido planteada con más pasión, no hubo otra por la que se haya derramado tanta sangre preciosa ni tantas amargas lágrimas como por ésta; no hubo pregunta alguna acerca de la cual hayan meditado con mayor profundidad los espíritus más ilustres, desde Platón a Kant. No obstante, ahora como entonces, carece de respuesta. Tal vez se deba a que constituye una de esas preguntas respecto de las cuales resulta válido ese resignado saber que no puede hallarse una respuesta definitiva: sólo cabe el esfuerzo por formularla mejor

 

I. La justicia como problema de la solución de conflictos de intereses o valores

1.

La justicia es ante todo, una característica más de un orden social. Sólo secundariamente, una virtud del hombre; pues un hombre es justo cuando su conducta concuerda con un orden que es considerado justo. Pero, ¿cuándo un orden es justo? Cuando regula la conducta de los hombres de una manera tal que a todos satisface y a todos permite alcanzar la felicidad. La aspiración de justicia es la eterna aspiración del hombre a la felicidad; al no poder encontrarla como individuo aislado, busca el hombre esta felicidad en la sociedad. La justicia es la felicidad social, es la felicidad que el orden social garantiza. En este sentido, identifica Platón la justicia con la felicidad cuando afirma que sólo el justo es feliz y el injusto desgraciado.

Evidentemente, con la afirmación que la justicia es la felicidad, la cuestión no ha sido contestada sino tan sólo desplazada. Pues entonces se plantea la pregunta: ¿qué es la felicidad?

2.

Desde luego, un orden justo, es decir, aquel que garantiza a todos la felicidad, no puede existir si –de acuerdo con el sentido originario de la palabra-se entiende por felicidad un sentimiento subjetivo, es decir, lo que cada uno considera como tal. En este caso, es imposible evitar que la felicidad del uno entre en conflicto con la felicidad del otro. Un ejemplo: el amor es la más importante fuente de felicidad y de desgracia. Supongamos que dos hombres aman a una misma mujer y que ambos -con o sin razón-creen no poder ser felices sin ella. Pero de acuerdo con la ley, y tal vez de acuerdo con sus propios sentimientos, esa mujer no puede pertenecer más que a uno de los dos. La felicidad de uno provoca irremediablemente la desgracia de otro. Ningún orden social puede solucionar este problema de una manera justa, es decir, hacer que ambos hombres sean felices. Ni el mismo célebre juicio del Rey Salomón podría conseguirlo. Como es sabido, el Rey resolvió que un niño cuya posesión disputaban dos mujeres, fuera partido en dos con el propósito de entregarlo a aquella que retirara su demanda a finde salvar la vida del niño. Pues ésta, así lo suponía el Rey, probaría de esta suerte su verdadero amor. El juicio salomónico sería justo únicamente en el caso de que sólo una de las dos mujeres amara verdaderamente al niño. Si ambas lo quisiesen y ambas desearan tenerlo -lo que es posible e incluso probable-y ambas retirasen las respectivas demandas, el conflicto quedaría sin solución, y cuando, finalmente, el niño debiera ser entregado a una de las partes, el juicio sería, claro está, injusto pues causaría la infelicidad de la parte contraria. Nuestra felicidad depende, a menudo, de la satisfacción de necesidades que ningún orden social puede lograrla.

Otro ejemplo: hay que designar el jefe de un ejército. Dos hombres se presentan a concurso, pero sólo uno de ellos puede ser nombrado. Parece evidente que aquél que sea más apto para el cargo deberá ser designado. Pero, ¿si ambos fuesen igualmente aptos? Entonces, sería imposible encontrar una solución justa. Supongamos que uno de ellos sea considerado el más apto por tener buena presencia y un rostro agradable que le confiere un aspecto de fuerte personalidad mientras el otro es pequeño y de apariencia insignificante. Si aquél es designado, éste no aceptará la resolución como justa; dirá, por ejemplo, ¿porqué no tengo yo un físico tan bueno como él?, ¿por qué la naturaleza me ha dado un cuerpo tan poco atractivo? Y en realidad, cuando juzgamos a la naturaleza desde el punto de vista de la justicia, debemos convenir en que no es justa: unos nacen sanos y otros enfermos, unos inteligentes y otros tontos. Ningún orden social puede reparar totalmente las injusticias de la naturaleza.

3.

Si la justicia es la felicidad, es imposible que exista un orden social justo si por justicia se entiende la felicidad individual. Pero un orden social justo es también imposible aún en el caso en que éste procure lograr, no ya la felicidad individual de todos, sino la mayor felicidad posible del mayor número posible. Esta es la célebre definición de justicia formulada por el jurista y filósofo inglés Jeremías Bentham. Pero tampoco es aceptable la fórmula de Bentham si a la palabra felicidad se le da un sentido subjetivo, pues individuos distintos tienen ideas aún más distintas acerca de lo que pueda constituir su felicidad. La felicidad que un orden social garantiza no puede ser la felicidad tomada en un sentido individual-subjetivo, sino colectivo-objetivo. Esto quiere decir que por felicidad sólo puede entenderse la satisfacción de ciertas necesidades que son reconocidas como tales por la autoridad social o el legislador y que son dignas de ser satisfechas. Tales, por ejemplo, la necesidad de alimentos, de vestido, habitación y otras del mismo estilo. No cabe duda alguna que la satisfacción de necesidades socialmente reconocidas esalgo que no tiene nada que ver con el sentido originario de la palabra felicidad, que es profunda y esencialmente subjetivo. El deseo de justicia es tan elemental y está tan hondamente arraigado en el corazón del hombre, por ser precisamente la expresión de su inextinguible deseo de subjetiva y propia felicidad.

4.

La idea de felicidad debe sufrir un cambio radical de significación para que la felicidad de la justicia pueda llegar a ser una categoría social. La metamorfosis que experimenta la felicidad individual y subjetiva al transformarse en la satisfacción de necesidades socialmente reconocidas, es igual a aquella que debe sufrir la idea de libertad para convertirse en principio social.

La idea de libertad es a menudo identificada con la idea de justicia y, así, un orden social es justo cuando garantiza la libertad individual. Como la verdadera libertad, es decir, la libertad de toda coacción de todo tipo de gobierno, es incompatible con el orden social, cualquiera que éste sea, la idea de libertad no puede conservar la significación negativa de un mero ser-libre de todo gobierno. El concepto de libertad debe aceptar la importancia que tiene una determinada forma de gobierno. Libertad debe significar gobierno de la mayoría y, en caso necesario, contra la minoría de los súbditos. La libertad de la anarquía se transforma así en la autodeterminación de la democracia. De la misma manera, se transforma la idea de justicia, de un principio que garantiza la libertad individual de todos, en un orden social que protege determinados intereses, precisamente aquellos que la mayoría de los sometidos a dicho orden reconoce como valiosos y dignos de protección.

5.

Empero, ¿qué intereses humanos tienen ese valor y cuál es la jerarquía de esos valores? Tal es el problema que surge cuando se plantean conflictos de intereses. Y solamente donde existen esos conflictos aparece la justicia como problema. Cuando no hay conflictos de intereses no hay tampoco necesidad de justicia. El conflicto de intereses aparece cuando un interés encuentra su satisfacción sólo a costa de otro o, lo que es lo mismo, cuando entran en oposición dos valores y no es posible hacer efectivos ambos, o cuando el uno puede ser realizado únicamente en la medida en que el otro es pospuesto, o cuando es inevitable el tener que preferir la realización del uno a la del otro y decidir cuál de ambos valores es el más importante y, por último, establecer cuál es el valor supremo. El problema de valores es, ante todo, un problema de conflicto de valores. Y este problema no puede ser resuelto por medio del conocimiento racional. La respuesta al problema aquí planteado es siempre un juicio que, a última hora, está determinado por factores emocionales y por consiguiente tiene un carácter eminentemente subjetivo. Esto significa que es válido únicamente para el sujeto que formula el juicio, y en este sentido es relativo.

 

HANS KELSEN

 

II. La jerarquía de los valores

6.

Lo que se acaba de decir puede ser ilustrado con algunos ejemplos. Para una determinada convicción moral, es la vida humana, la vida de cada cual, el valor supremo. La consecuencia de esta concepción es la prohibición absoluta de dar muerte a un ser humano aún en caso de guerra o de pena capital. Esta es, como se sabe, la posición de los que se niegan a prestar servicio militar o rechazan por principio la pena de muerte.

Opuesta a esta posición hay otra convicción moral que sostiene que el valor supremo es el interés y el honor de la nación. Por lo tanto, todos están obligados a sacrificar su vida y a matar en caso de guerra a los enemigos de la nación, cuando los intereses y el honor de ésta así lo exijan. Parece entonces también justificable el condenar a muerte a los grandes criminales.

Desde luego, es imposible decidirse de una manera científico-racional por cualquiera de estos juicios de valor fundados en tan contradictorias concepciones. En último caso es nuestro sentimiento, nuestra voluntad, no nuestra razón, lo emocional y no lo racional de nuestra conciencia, quien resuelve el conflicto.

7.

Otro ejemplo: a un esclavo o a un prisionero de un campo de concentración en donde la fuga es imposible, se le plantea el problema de saber si el suicidio es moral o no. Este es un problema que se presenta continuamente y que jugó un papel muy importante en la ética de los antiguos. La solución depende de la decisión que determina cuál de los dos valores, vida o libertad, es superior. Si la vida es el valor más alto, el suicidio es injusto, si lo es la libertad y si una vida sin libertad no tiene valor alguno, el suicidio no es entonces tan sólo permitido sino exigido. Es el problema de la jerarquía entre el valor vida y el valor libertad. En este caso sólo es posible una solución subjetiva, una solución que únicamente tiene valor para el sujeto que juzga y que en ningún caso alcanza la validez universal que posee, por ejemplo, la frase que afirma que el calor dilata los metales. Este último es un juicio de realidad y no de valor.

8.

Supongamos -sin por eso sostenerlo- que sea posible demostrar que mediante los llamados planes económicos se puede mejorar en tal forma la situación de un pueblo que la seguridad económica individual quede asegurada, y que tal organización sólo sea factible mediante una renuncia o al menos una considerable limitación de la libertad individual. La respuesta a la pregunta de si es preferible un sistema económico libre o una economía planificada depende de que nos decidamos por el valor de la libertad individual o por el valor de la seguridad económica. Una persona con fuerce sentimiento individualista preferirá la libertad individual, mientras otra que sufra de un cierto complejo de inferioridad se inclinará por la seguridad económica. Esto significa que a la pregunta de si la libertad individual es un valor superior a la seguridad económica o si la seguridad económica es un valor preferible a la libertad individual, sólo es posible dar una respuesta subjetiva y en ningún caso formular un juicio objetivo como lo es aquel que afirma que el acero es más pesado que el agua y el agua más pesada que la madera. Estos son juicios de realidad que pueden ser comprobados experimentalmente y no juicios de valor que no permiten tales verificaciones.

9.

Después de un cuidadoso examen de su paciente, descubre el médico una enfermedad incurable que en poco tiempo provocará la muerte de aquél.

¿Tiene el médico que decir la verdad al enfermo, o puede y hasta debe mentir y decir que la enfermedad es curable y que no existe ningún peligro inmediato? La decisión depende de la jerarquía que se establezca entre ambos valores: verdad o compasión. Decir la verdad al enfermo equivale a mortificarlo con el temor de la muerte, mentir significa ahorrarle este sufrimiento. Si el ideal de la verdad es superior al de la compasión, el médico debe decir la verdad, en caso contrario deberá mentir. Pero cualquiera que sea la jerarquía de estos dos valores, es imposible dar a esta pregunta una respuesta fundada en consideraciones científico-racionales.

10.

Como se hizo notar anteriormente, Platón sostiene que el justo –y esto significa para él aquél que se conduce legalmente-y únicamente el justo es feliz y el injusto –o sea el que actúa ilegalmente-infeliz. Platón dice: “la vida más justa es la más feliz”. Sin embargo admite que en algunos casos, el justo puede ser desgraciado y el injusto feliz. Pero -agrega el filósofo-es absolutamente necesario que los ciudadanos sometidos a la ley crean en la verdad de la frase que afirma que sólo el justo es feliz aún en el caso en que ésta no sea verdadera. De lo contrario nadie querría obedecer la ley. En consecuencia, el gobierno tiene, según Platón, el derecho de difundir entre los ciudadanos, por todos los medios posibles, la doctrina de que el hombre justo es feliz y el injusto desgraciado aún cuando esto sea falso. Si esta afirmación es una mentira, es una mentira necesaria pues garantiza la obediencia de la ley. “¿Puede encontrar un legislador que sirva para algo, una mentira más útil que ésta o alguna otra que pueda lograr en forma más efectiva que los ciudadanos, libremente y sin coacción, se conduzcan justamente?”. “Si yo fuera legislador obligaría a todos los escritores y a todos los ciudadanos a expresarse en este sentido, es decir, a afirmar que la vida más justa es la más feliz[2]. Según Platón, el gobierno está autorizado para utilizar aquellas mentiras que considere convenientes. Platón coloca así la justicia -es decir lo que el gobierno como tal entiende, o sea, la legalidad-por encima de la verdad. Pero no hay ninguna razón que nos impida colocar la verdad por encima de la legalidad y rechazar la propaganda del gobierno por estar fundada en la mentira, aun en el caso en que esta última sirva para el logro de un buen fin.

11.

La solución que se dé al problema de la jerarquía de los valores -vida y libertad, libertad e igualdad, libertad y seguridad, verdad y justicia, verdad y compasión, individuo y nación será distinta según que este problema sea planteado a un cristiano, para quien la salvación del alma, es decir, el destino sobrenatural, es más importante que las cosas terrenas, o a un materialista que no cree en la inmortalidad del alma. Y la solución no puede ser la misma cuando se acepta que la libertad es el valor supremo, punto de vista del liberalismo, y cuando se supone que la seguridad económica es el fin último del orden social, punto de vista del socialismo. Y la respuesta tendrá siempre el carácter de un juicio subjetivo y por lo tanto relativo. 

 

Pirámide de KELSEN

 

III. 

12.

El hecho de que los verdaderos juicios de valor sean subjetivos, siendo por lo tanto posible que existan juicios de valor contradictorios entre sí, no significa de ninguna manera que cada individuo tenga su propio sistema de valores. En rigor, muchos individuos coinciden en sus juicios evaluativos. Un sistema positivo de valores no es la creación arbitraria de un individuo aislado, sino que siempre constituye el resultado de influencias individuales recíprocas dentro de un grupo dado (familia, raza, clan, casta, profesión)y en determinadas condiciones económicas. Todo sistema de valores, especialmente el orden moral, con su idea descollante de justicia, configura un fenómeno social que, por lo tanto, será diferente según el tipo de sociedad en que se genere. El hecho de que ciertos valores sean generalmente aceptados dentro de una sociedad dada no es incompatible con el carácter subjetivo y relativo de los valores que afirman esos juicios. Que varios individuos concuerden en un juicio de valor no prueba de ningún modo que ese juicio sea verdadero, es decir, que tenga validez en sentido objetivo. De manera similar, que muchos hayan creído que el sol giraba alrededor de la Tierra no prueba en absoluto que esta creencia esté cimentada en la verdad. El criterio de justicia, al igual que el criterio de verdad, se manifiesta con harto poca frecuencia en los juicios de realidad y en los de valor. En la historia de la civilización humana muchas veces los juicios de valor aceptados por la mayoría han sido reemplazados por otros juicios de valor más o menos opuestos aunque no por eso menos aceptados. Así, por ejemplo, las sociedades primitivas consideraban que el principio de responsabilidad colectiva (verbigracia, la venganza de sangre) era un principio absolutamente justo. En cambio, la sociedad moderna sostiene que el principio opuesto —esto es, el de la responsabilidad individual— es el que responde mejor a las exigencias de una recta conciencia. No obstante, en ciertas áreas, como por ejemplo en las relaciones internacionales, el principio de responsabilidad colectiva no es incompatible con los sentimientos del hombre actual.

Lo propio ocurre en el campo de las creencias religiosas con la responsabilidad hereditaria, el pecado original, que es también una especie de responsabilidad colectiva. Asimismo, no resulta del todo imposible que en el futuro —si el socialismo llega al poder— vuelva a ser considerado moral en el terreno de las relaciones internacionales un principio de responsabilidad colectiva independiente de cualquier concepción religiosa.

13.

Si bien la pregunta respecto al valor supremo no puede contestarse racionalmente, el juicio relativo y subjetivo con que, de hecho, se responde a la misma, se presenta generalmente como una afirmación de valor objetivo o, lo que es igual, como norma de validez absoluta.

Un rasgo distintivo del ser humano es sentir la profunda necesidad de justificar su conducta, esto es, tener una conciencia. La necesidad de justificación o racionalización es, tal vez, una de las diferencias existentes entre el hombre y el animal. La conducta externa del hombre no difiere mucho de la animal: el pez grande se come al chico, tanto en el reino animal como en el humano. Sin embargo, cuando un «pez humano», movido por el instinto, se conduce de tal manera, de inmediato procura justificar su conducta ante sí mismo y los demás, tranquilizando su conciencia con la idea de que su conducta respecto al prójimo es buena.

14.

Dado que el hombre, en una u otra medida, es un ser de razón, intenta racionalmente, es decir, por medio de la función de su entendimiento, justificar una conducta determinada por el temor o el deseo.

Esta justificación racional es posible sólo hasta determinado punto, vale decir, en tanto su temor o deseo se refieran a un medio dado merced al cual puede lograrse determinado fin. La relación de medio a fin es semejante a la de causa-efecto, por ende, puede determinarse empíricamente, o sea, mediante procedimientos científico-racionales. Está claro que esto no será posible cuando los medios para lograr un fin determinado sean medidas específicamente sociales. El estado actual de las ciencias sociales no nos permite tener una comprensión neta y definida del nexo causal de los fenómenos sociales. En consecuencia, no podemos tener suficiente experiencia como para determinar con precisión cuáles son los medios adecuados para lograr un fin social determinado. Tal es el caso, verbigracia, del legislador cuando se enfrenta con el problema de establecer la pena de muerte o, meramente, la de prisión, para evitar ciertos actos delictivos. Este conflicto puede formularse también con una pregunta: «¿cuál es la pena justa, la de muerte o la de prisión?» Resolver esta cuestión implica que el legislador conozca el efecto que la amenaza de ambas penas producirá en el hombre que, por inclinación natural, busca cometer los delitos que el legislador procura evitar. Por desgracia, no gozamos del conocimiento exacto de esos efectos y no estamos en condiciones de llegar a tal conocimiento, pues aun en el caso que ello fuera posible mediante el empleo de la experimentación, la experimentación en la esfera de la vida social sólo es aplicable en muy limitada medida. De aquí que el problema de la justicia no pueda siempre ser solucionado racionalmente, aun cuando se lo reduzca a la cuestión de saber si una medida social es medio adecuado para lograr un fin dado. Empero, incluso en el caso que estos problemas pudieran solucionarse puntualmente, la solución de los mismos no podría proporcionar una justificación completa de nuestra conducta, esto es, la justificación exigida por nuestra conducta. Con medios extremadamente adecuados pueden lograrse fines extremadamente problemáticos. Basta pensar en la bomba atómica. El fin justifica o, como acostumbra decirse, justifica los medios. En cambio, los medios no justifican el fin. Y es precisamente la justificación del fin, de ese fin que no es medio para otro fin, que precisamente, es el fin último y supremo, lo que constituye la justificación de nuestra conducta.

15.

En el momento de justificar algo, especialmente una conducta humana, como medio para un determinado fin, aparece insoslayablemente el problema de saber si ese fin también es justificable. Esta cuestión lleva en última instancia al reconocimiento de un fin supremo, lo cual constituye precisamente el problema de la moral en general y de la justicia en particular.

La justificación de una conducta humana como medio apropiado para el logro de un fin dado, cualquiera que sea, es un justificar condicional: depende de que el fin propuesto esté justificado o no. Una justificación condicionada y, en cuanto tal, relativa, no resulta justificatoria del fin y tampoco del medio. La democracia es una forma de gobierno justa pues asegura la libertad individual. Esto significa que la democracia es una forma de gobierno justa tan sólo cuando su fin supremo es la atención y solicitud de la libertad individual. Si en lugar de la libertad individual se considera que la seguridad económica es el valor supremo, y se prueba además que en una organización democrática aquella no puede ser suficientemente garantizada, entonces no la democracia sino otra forma será considerada el gobierno justo. Otros fines requieren otros medios. La democracia como forma de gobierno puede justificarse relativamente, no en lo absoluto.

16.

Nuestra conciencia no se contenta con estas justificaciones condicionadas sino que pide una justificación absoluta, sin reservas. Por ende, nuestra conciencia no se tranquiliza cuando justificamos nuestra conducta sólo como medio adecuado para un fin cuya justificación es dudosa sino que demanda, en cambio, que justifiquemos nuestra conducta como fin último o, lo que es lo mismo, que nuestra conducta coincida con un valor absoluto. No obstante, no es posible acceder a tal justificación por medios racionales. Toda justificación racional es esencialmente justificación de algo en tanto medio adecuado, pero, precisamente, el fin último no es medio para ningún otro fin. Nuestra conciencia pide una justificación absoluta de nuestra conducta, es decir, postula valores absolutos, pero nuestra razón no está en condiciones de satisfacer esas exigencias. Lo absoluto en general y los valores absolutos en particular están allende la razón humana que sólo puede lograr una solución limitada —y, en tal sentido, relativa— del problema de la justicia como problema de la justificación de la conducta humana.

17.

No obstante, la necesidad de una justificación absoluta parece ser más fuerte que toda justificación racional. Por ello el hombre busca esa justificación, esto es, la justicia absoluta, en la religión y la metafísica.

Lo cual significa que la justicia es desplazada de este mundo a un mundo trascendente. Se convierte así en la característica esencial —y su puesta en acto la función esencial— de una autoridad sobrenatural, de una deidad cuyas características y funciones son inaccesibles al conocimiento humano. El hombre cree en la existencia de Dios, esto es, en la existencia de una justicia absoluta, pero es incapaz de comprenderla, es decir, de puntualizarla conceptualmente. Quienes no aceptan esta solución metafísica del problema de la justicia pero mantienen la idea de los valores absolutos, en la esperanza de poder definirla racional y científicamente, se engañan a sí mismos con la ilusión de que es posible encontrar en la razón humana ciertos principios fundamentales configuradores de esos valores absolutos que, en rigor, están compuestos por elementos emocionales de la conciencia. La determinación de valores absolutos en general y la definición de justicia en particular logradas según este modo son fórmulas hueras mediante las cuales es posible justificar cualquier orden social.

Por ello no es de extrañar que las numerosas teorías sobre la justicia que desde épocas pretéritas hasta hoy en día se han venido formulando, puedan ser reducidas a dos tipos fundamentales: metafísico-religioso uno y el otro racionalista o, mejor dicho, pseudo-racionalista.

 

 

IV.

18.

Platón es el clásico representante del tipo metafísico. La justicia constituye el problema central de toda su filosofía. En procura de la solución de este problema desarrolla su célebre «teoría de las ideas «.

Las ideas son entidades trascendentes que existen en otro mundo, en una esfera inteligible, sin acceso para los hombres, prisioneros de sus sentidos. Representan esencialmente valores, valores absolutos que deben ser realizados en el mundo de los sentidos aunque, en verdad, nunca pueden serlo completamente. El concepto fundamental al cual está subordinado el resto y del cual obtiene su validez es la idea de bien absoluto: está idea desempeña en la filosofía de Platón el mismo papel que la idea de Dios en la teología de cualquier religión. La idea de bien conlleva la idea de justicia, esa justicia a cuyo conocimiento tienden prácticamente todos los diálogos de Platón. La pregunta «¿qué es la justicia?» coincide con el interrogante «¿qué es bueno?» o «¿qué es lo bueno?» Platón efectúa en sus diálogos múltiples intentos para responder a esas preguntas en forma racional. Sin embargo, ninguno de esos intentos arriba a un resultado definitivo. Cuando pareciera que ha logrado definir algo, por boca de Sócrates, de inmediato Platón aclara que son necesarias todavía más investigaciones. Platón remite a menudo a un método específico de razonamiento abstracto, carente de toda representación sensible, la llamada dialéctica, que —como asegura el filósofo— capacita a quienes la dominan para comprender las ideas. De todas maneras, el mismo Platón no emplea este método en sus diálogos o, al menos, no nos transmite los resultados de dicha dialéctica. Incluso llega a decir palmariamente que la idea del bien absoluto está más allá de todo conocimiento racional, o sea, allende todo razonamiento. En una de sus cartas, la VII, donde explica los motivos profundos y los fines últimos de su filosofía, declara que no puede existir una definición del bien absoluto sino tan sólo una especie de visión del mismo, y que esta visión se realiza en forma de vivencia mística —vivencia que logran sólo quienes gozan de la divina gracia—. Por otra parte, resulta imposible describir con palabras el objeto de esta visión mística, es decir, el bien absoluto. Tal es la razón —y ésta configura la conclusión última de esta filosofía— que no pueda darse ninguna respuesta al problema de la justicia. La justicia es un secreto que Dios confía a muy pocos elegidos —si es que lo hace—, secreto que nunca deja de ser tal pues no puede transmitirse a los demás.

19.

Es digno de nota cómo la filosofía de Platón se acerca en este punto a la prédica de Jesús, cuyo contenido sobresaliente es también la justicia. Tras haber rechazado con energía la fórmula racionalista del Antiguo Testamento «ojo por ojo y diente por diente» —el principio de represalia— Jesús proclama la nueva y verdadera justicia, el principio de amor: el mal no debe devolverse con mal sino con bien, hay que rechazar al mal, no al delincuente, y amar al enemigo. Esta justicia está más allá de toda realidad social de un orden posible: el amor que informa a esta justicia no es el sentimiento humano que llamamos amor. No sólo porque amar al enemigo va contra la naturaleza humana sino también porque Jesús rechazaba con toda energía el amor humano que une al varón con la mujer, a los padres con los hijos. El que desee seguir a Jesús y alcanzar el reino de Dios debe abandonar su casa y sus propiedades, padres, hermanos, mujer e hijos. El que no aborrezca a su padre, a su madre, sus hijos, sus hermanos, sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser discípulo de Jesús. El amor que predica Jesús no es el amor de los hombres. Es el amor que hará que los hombres sean tan perfectos como su Padre en el Cielo, el que hace salir el Sol sobre malos y buenos y deja que la lluvia caiga por igual sobre justos e injustos. Es el amor de Dios. Lo más extraño de este amor es que debe aceptarse como compatible con la tremenda y eterna pena que les será impuesta a los pecadores en el Juicio Final y, por lo tanto, con el pavor más grande que sea capaz de sentir el hombre: el temor de Dios. Jesús no abordó el aclarar esta contradicción: tampoco es posible hacerlo. Se trata de una contradicción sólo para la limitada razón humana, no para la razón absoluta de Dios que el hombre no puede comprender. Por eso Pablo, el primer teólogo de la religión cristiana, enseñó que la sabiduría de este mundo es necedad para Dios, que la filosofía, esto es, el conocimiento lógico-racional no es la vía que conduce a la justicia divina encerrada en la oculta sabiduría de Dios, que la justicia es confiada por Dios a los fieles y que la fe es actuada por el amor. Pablo se mantiene fiel a la nueva doctrina de Jesús sobre la nueva justicia, el amor de Dios. Sin embargo, admite que el amor que Jesús enseña supera el conocimiento racional: es un misterio, uno de los muchos misterios de la fe.

 

 

V.

20.

El tipo racionalista que intenta dar solución al problema de la justicia mediante la razón humana, esto es, que se esfuerza por definir la idea de justicia, está representado por la sabiduría popular de muchas naciones y también por algunos sistemas filosóficos célebres. Se atribuye a uno de los siete sabios de Grecia la conocida frase que sostiene que la justicia significa dar a cada cual lo suyo. Esta fórmula ha sido aceptada por notables pensadores y especialmente por filósofos del derecho. No resulta difícil demostrar que se trata de una fórmula completamente hueca. El interrogante fundamental «¿qué puede considerar cada cual como «suyo »realmente? «queda sin respuesta. Por ello, el principio «a cada cual lo suyo «es aplicable únicamente cuando se presume que dicha cuestión ya ha sido resuelta. Sin embargo, sólo puede estarlo mediante un orden social que la costumbre o un legislador hayan establecido como moral positiva u orden jurídico. En consecuencia, la fórmula «a cada cual lo suyo «puede servir como justificación de cualquier orden social, sea capitalista o socialista, democrático o aristocrático. En todos ellos se da a cada cual lo suyo, sólo que «lo suyo «difiere en cada uno de los casos. El que esta fórmula pueda defender cualquier orden social por ser justo —y lo es en tanto esté de acuerdo con la fórmula «a cada cual lo suyo»— explica el que haya tenido una tan general aceptación y demuestra a la vez que es una definición de justicia totalmente insuficiente, ya que ésta debe fijar un valor absoluto que no puede asimilarse a los valores relativos que una moral positiva o un orden jurídico garantizan.

21.

Lo propio puede decirse de ese otro principio que con harta frecuencia se presenta como esencia de la justicia: bien por bien, mal por mal. Se trata del principio de represalia. Carece de todo sentido, a menos que se haya hecho clara la respuesta a las preguntas «¿qué es lo bueno? «y «¿qué es lo malo? «. No obstante, esta pregunta no es de ningún modo clave, pues el concepto de bueno y malo difiere según los distintos pueblos y las diferentes épocas. El principio de represalia sirve para expresar la técnica específica del derecho positivo que vincula el mal del delito con el mal de la pena. De todos modos, éste es el principio que subyace básicamente en toda norma jurídica positiva; por ello, todo orden jurídico puede ser justificado en tanto realización del principio de represalia. El problema de la justicia es, en último término, el problema de saber si un orden jurídico se muestra justo en la aplicación del principio de represalia, vale decir, si el acto ante el cual el derecho reacciona con el mal de la pena como si se tratase de un delito, es en realidad un mal para la sociedad y si el mal que el derecho establece como pena conviene a aquél. El principio de represalia no da ninguna respuesta a este problema.

22.

La represalia, en tanto significa pagar con la misma moneda, es una de las muchas formas bajo las que se presenta el principio de igualdad, que también ha sido considerado como esencia de la justicia.

Este principio parte del supuesto de que todos los hombres —todos los que tienen rostro humano— son iguales por naturaleza, para acabar con la exigencia de que todos los hombres deben ser tratados de la misma manera. Sin embargo, dado que el supuesto es enteramente falso, pues de hecho los hombres son muy distintos y no hay dos que sean realmente iguales, este requerimiento tan sólo puede significar que el orden social debe hacer caso omiso de ciertas desigualdades al otorgar derechos e imponer deberes.

Resultaría absurdo tratar a los niños de igual manera que a los adultos, a los locos igual que a los cuerdos.

¿Cuáles son entonces las diferencias que deben tenerse en cuenta y cuáles no? Ésta es la pregunta decisiva, a la que el principio de igualdad no da ninguna respuesta. En rigor, las respuestas de los órdenes jurídicos positivos son muy diversas. Todas están de acuerdo en la necesidad de ignorar algunas desigualdades de los hombres, pero no existen dos órdenes jurídicos distintos que coincidan en lo atinente a las diferencias que no deben ignorarse sino que deben tenerse en cuenta para otorgar derechos e imponer obligaciones. Unos les conceden derechos políticos a los varones y no a las mujeres, otros tratan por igual a ambos sexos pero obligan sólo a los varones a prestar servicio militar, en tanto otros más no establecen distinción alguna en este sentido. Por consiguiente, ¿cuál es el orden justo? El individuo al que la religión le resulte indiferente, sostendrá que las diferencias religiosas carecen de importancia. El creyente, en cambio, considerará que la diversidad fundamental es la que existe entre los que comparten su fe —que él, como creyente, considera la única verdadera— y los demás, esto es, los no creyentes. Según su criterio, será completamente justo concederles a aquellos derechos y a éstos negárselos. Habrá aplicado así con toda rectitud el principio de igualdad que exige que los iguales sean tratados de igual modo. Esto demuestra que el principio de igualdad es inepto para responder a la pregunta fundamental «¿qué es lo bueno?». En el tratamiento dispensado a los súbditos por un orden jurídico positivo, cualquier diferencia puede ser considerada esencial y servir, por lo tanto, de apoyo para un tratamiento diferente, sin que por eso el orden jurídico contradiga el principio de igualdad. Este principio está harto carente de contenido para hallarse en condiciones de determinar la estructura esencial del orden jurídico.

23.

Tomemos ahora el principio especial de la llamada igualdad ante la ley. No significa otra cosa sino que los órganos encargados de la aplicación del derecho no han de hacer distinción alguna que no esté establecida por el derecho a aplicar. Si el derecho otorga derechos políticos únicamente a los varones y no a las mujeres, a los ciudadanos nativos y no a los extranjeros, a los miembros de determinada raza o religión y no a los de otra, el principio de igualdad ante la ley será respetado cuando los órganos encargados de la aplicación del derecho resuelvan en los casos concretos que una mujer, un ciudadano extranjero o un miembro de determinada raza o religión no tienen ningún derecho político. Este principio raramente se relaciona con la igualdad.

Expresa únicamente que el derecho deberá ser aplicado de acuerdo con su propio sentido. Se trata del principio de juridicidad o legalidad, que por esencia propia es inmanente a todo ordenamiento jurídico, no interesando que tal ordenamiento sea justo o injusto.

24.

La aplicación del principio de igualdad a las relaciones entre trabajo y producto del mismo conduce a la exigencia de que a igual trabajo corresponde igual participación en los productos. Esta es, según Karl Marx la justicia subyacente del orden capitalista, el supuesto «igual derecho» de este sistema económico. En verdad se trata de un derecho desigual, pues no tiene en cuenta las diferencias de capacidad de trabajo que existen entre los hombres, no siendo por lo tanto un derecho justo sino injusto. El mismo monto de trabajo que produce un obrero fuerte y diestro y un individuo débil e incapaz es sólo en apariencia igual: cuando los dos reciben por su trabajo la misma cantidad de producto, se entrega a ellos algo igual por algo desigual. La verdadera igualdad y por ende, la verdadera justicia, no la aparente, se logra únicamente en una economía comunista, donde el principio fundamental es: de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades.

Aplicado este principio a un sistema económico, cuya producción, vale decir, su fin último, está regulado sistemáticamente por una autoridad central, de inmediato surge una pregunta: ¿cuáles son las capacidades de cada uno, para qué tipo de trabajo es apto y qué quantum de trabajo puede pretenderse que realice de acuerdo a sus capacidades naturales? Es obvio que semejante cuestión no cabe se resuelva conforme a la opinión de cada cual sino que se hará mediante un órgano de la comunidad creado a tal efecto y de acuerdo a normas generales establecidas por la autoridad social. A la vista de esto se presenta otro interrogante: ¿cuáles son las necesidades que pueden ser satisfechas? Sin ninguna hesitación, aquellas a cuyo contentamiento asiste el sistema de producción planificado, esto es, dirigido por una autoridad central. A pesar de que Marx afirma que en la sociedad comunista del futuro «la fuerza de producción debe aumentar» y que «todas las fuentes de riqueza social fluirán plenamente», la selección de necesidades que el proceso de producción social ha de preocuparse en contentar planificadamente y la determinación de cuál es la medida en que deben satisfacerse dichas necesidades no deben quedar al libre arbitrio de cada uno. Será competencia de la autoridad social resolver esta cuestión, de acuerdo con principios generales. En consecuencia, vemos que el principio comunista de justicia presupone —tal como la fórmula «a cada cual lo suyo»— una respuesta del orden social positivo a la pregunta que fundamenta su aplicación. Y, por cierto, este orden social —tal como en el caso de la fórmula «a cada cual lo suyo»— no es un orden cualquiera sino que está perfectamente determinado. Sin embargo, nadie está en condiciones de prever el modo en que funcionará el orden social comunista de efectivizarse en un lejano futuro, ni la manera en que se resolverán las cuestiones fundamentales para la aplicación del principio comunista de justicia.

De tomarse en cuenta estos hechos, el principio comunista de justicia —en la medida que éste aspire a ser considerado tal— acaba en la norma: de cada cual según sus capacidades reconocidas por el orden social comunista, a cada cual de acuerdo a las necesidades determinadas por ése orden social. Que este orden social reconozca las capacidades individuales respetando la idiosincrasia de cada quien y que garantice la satisfacción de toda necesidad de manera que en la armónica comunidad constituida por dicho orden coexistan la totalidad de los intereses colectivos e individuales y, por ende, la libertad individual ilimitada, pertenece al terreno de la ilusión utópica. Es la típica utopía de una futura edad dorada, de una situación paradisíaca en que —como Marx profetizaba— sería dejado atrás no sólo «el estrecho horizonte del derecho burgués» sino también (puesto que no existiría ningún conflicto de intereses), el amplio horizonte de la justicia.

25.

Una nueva aplicación del principio de igualdad es la fórmula conocida bajo el nombre de «regla de oro», la cual afirma: «no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti». Lo que cada uno no quiere que los demás le hagan es lo que le provoca dolor; y lo que cada uno ansía que los demás le hagan es lo que causa placer. Así pues la regla de oro desemboca en la siguiente exigencia: no le causes dolor al prójimo sino que proporciónale placer. Sólo que con frecuencia ocurre que brindarle placer a un individuo es causa de dolor en otro. Al significar esto una violación de la regla de oro, se presenta entonces el problema de dilucidar cómo conducirse ante el infractor. Exactamente éste es el problema de la justicia, ya que si nadie le causara dolor al prójimo sino sólo placer, no habría ningún problema de justicia. No obstante, si se busca aplicar la regla de oro, habiendo una infracción a ésta, se verá en seguida que su aplicación conduce a consecuencias absurdas. Nadie quiere ser castigado, aun habiendo cometido un delito. En consecuencia, coherentemente con la regla de oro, el delincuente no debe ser castigado. A ciertas personas les puede dar lo mismo que se les mienta o no, dado que con o sin razón pretenden ser lo bastante inteligentes como para ser capaces de descubrir la verdad y protegerse a sí mismas del mentiroso. Entonces, siguiendo la regla de oro, a ellas les está permitido mentir. En caso de interpretarse esta regla con todo rigor, se arriba a la abolición de toda moral y todo derecho. Va de suyo que ésta no es la intención de la regla que, por el contrario, procura mantener la moral y el derecho. Sin embargo, si la regla de oro ha de ser interpretada según la intención que encierra, entonces no puede configurar como proclama su texto —un criterio subjetivo de conducta justa y, en consecuencia, tampoco puede exigirle al hombre que se conduzca con los demás como desearía que los demás se condujeran con él. Un criterio subjetivo de este tipo es incompatible con cualquier orden social.

Por ende, ha de interpretarse la regla de oro en el sentido de que establece un criterio objetivo. Su significado será: condúcete con los demás como éstos debieran conducirse contigo; mas éstos, en realidad, deben conducirse según un orden objetivo. Empero, ¿cómo deben conducirse? Esta es la pregunta de la justicia. Y la respuesta no ha de encontrarse en la regla de oro, que sólo la presupone. Y puede presuponerla porque aquello que presupone es precisamente el orden de la moral positiva y del derecho positivo.

 

 

VI.

26.

En caso de sustituir, a manera de interpretación, el criterio subjetivo contenido en el texto de la regla de oro por un criterio objetivo, la regla desembocará en la siguiente exigencia: actúa conforme a las normas generales del orden social. No obstante tratarse de una fórmula tautológica, pues todo orden social se funda en normas generales conforme a las cuales debemos conducirnos, ésta sugirió a Manuel Kant el enunciado de su célebre imperativo categórico, que configura el resultado fundamental de su filosofía moral y su solución al problema de la justicia. El imperativo categórico afirma: obra de acuerdo con aquella máxima que tú desearías se convirtiera en ley general. En otras palabras: la conducta humana es buena o justa cuando está determinada por normas que los hombres que actúan pueden o deben desear que sean obligatorias para todos. Mas, ¿cuáles son las normas que podemos o debemos desear sean obligatorias para todos? . Ésta es la pregunta axial de la justicia. Y a esta pregunta —lo mismo que ocurría con la regla de oro— no da ninguna respuesta el imperativo categórico.

27.

Al considerar los ejemplos concretos con que Kant procura ilustrar la aplicación del imperativo categórico, se comprueba que constituyen preceptos de la moral tradicional y del derecho positivo de su época: en ningún caso fueron deducidos del imperativo categórico como pretende su teoría, pues de esa fórmula vacía no puede deducirse nada. Sin embargo, todo precepto de cualquier orden social es conciliable con dicho principio, dado que éste no dice sino que el hombre debe actuar con arreglo a las normas generales. Tal es la razón de que el imperativo categórico, al igual que el principio de «a cada cual lo suyo «o la regla de oro, pueda servir de justificación a cualquier orden social en general y a cualquier disposición general en particular. Y en este sentido es como han sido utilizados. Esta eventualidad explica por qué estas fórmulas, a pesar de ser absolutamente huecas —o, mejor dicho, por serlo— son, y también serán en el futuro, aceptadas como solución satisfactoria al problema de la justicia.

 

 

VII.

28.

La «Ética» de Aristóteles agrega un nuevo y significativo ejemplo al estéril esfuerzo por definir la idea de justicia absoluta merced a un método racional, científico, o cuasi científico. La de Aristóteles es una ética de la virtud, es decir, apunta hacia un sistema de virtudes entre las cuales la justicia es la virtud más alta, la virtud perfecta. El filósofo griego asegura haber encontrado un método científico, esto es, geométrico-matemático, para determinar las virtudes o, lo que es igual, para responder al interrogante «¿qué es lo bueno? «. La filosofía moral, asegura Aristóteles, tiene por fin la virtud, cuya esencia procura determinar de la misma manera —o, al menos, de una forma muy similar— a la que permite al geómetra apartado a equidistancia de los puntos finales de una recta, encontrar el punto que divide la misma en dos partes iguales. Del mismo modo, la virtud es el punto medio entre dos extremos, es decir, entre dos vicios: el vicio de exceso y el vicio de defecto.

Así, por ejemplo, la virtud del valor constituye el punto medio entre el vicio de la cobardía, «falta de coraje «, y el vicio de la temeridad, «exceso de coraje «. Ésta es la conocida doctrina del término medio. Para poder juzgar esta doctrina, conviene no olvidar que un geómetra sólo puede dividir una línea en dos partes iguales siempre que los puntos finales estén dados. En el caso que nos ocupa, el punto medio ya está también dado con aquellos, es decir, está dado de antemano. Si sabemos qué es el vicio, podremos saber consiguientemente qué es la virtud, pues la virtud es lo contrario del vicio. En caso que la mentira sea un vicio, la verdad será una virtud. Empero, Aristóteles da por evidente la existencia del vicio y por vicio entiende lo calificado de ese modo por la moral tradicional de su época. Esto significa que la ética de la doctrina del medio soluciona sólo en apariencia su problema, vale decir, el problema de saber ¿qué es lo malo?, ¿qué es un vicio? y, por ende, ¿qué es lo bueno? ¿qué es una virtud? Así, pues, la pregunta ¿qué es lo bueno? recibe la respuesta de otra pregunta ¿qué es lo malo? : la ética aristotélica traspasa de este modo la respuesta a ese interrogante a la moral positiva y al orden social existente.

La autoridad de ese orden social —y no la fórmula del medio— será quien determine qué es lo «demasiado «y qué lo «poco «. Asimismo, decidirá cuáles son los dos extremos, esto es, los dos vicios y, por ende, la virtud situada entre ambos. Esta moral, al dar por tácita la validez del orden social existente, se justifica a sí misma. Ésta es en realidad la función de la fórmula tautológica del medio que finaliza diciendo que lo bueno es aquello que es bueno para el orden social existente. La función de esta moral es fundamentalmente conservadora: mantiene el orden social existente.

29.

El carácter tautológico de la fórmula del medio surge con claridad en la aplicación de la misma a la virtud de la justicia. Aristóteles enseña que la conducta justa es el término medio entre hacer el mal y sufrirlo. Lo primero es «demasiado», lo último «poco». En este caso, la fórmula que dice que la virtud es el punto medio entre dos vicios, no es una metáfora apropiada, ya que la injusticia que se efectúa y la que se sufre no son dos vicios o males sino que la injusticia es una sola: la que efectúa éste y padece aquél. La justicia es, sencillamente, lo contrario de esta injusticia. La fórmula del medio no da respuesta al interrogante fundamental: ¿qué es la injusticia? La respuesta está tácita y Aristóteles supone evidente que injusticia es aquello injusto para el orden moral positivo y el derecho positivo. Lo aportado por la doctrina del medio no es la definición de la ciencia de la justicia sino el fortalecimiento del orden social existente establecido por la moral positiva y el derecho positivo. Es éste un aporte eminentemente político que protege a la ética aristotélica contra todo análisis crítico que apunte a su falta de valor científico.

 

 

VIII.

30.

El tipo metafísico de filosofía jurídica así como el racionalista, están representados por la escuela del derecho natural que predominó durante los siglos XVII y XVIII y fue abandonada casi por completo en el XIX, para volver a cobrar influencia en nuestros días. La teoría del derecho natural afirma que existe una regulación completamente justa de las relaciones humanas surgida de la Naturaleza: de la Naturaleza en general y de la naturaleza del hombre en tanto ser dotado de razón. La Naturaleza aparece presentada como autoridad normativa, como una especie de legislador. Un análisis atento de la Naturaleza nos llevará a encontrar en ella normas inmanentes que prescriban la conducta recta —esto es, justa— del hombre. En el supuesto de que la Naturaleza sea creación divina, sus normas inmanentes —el derecho natural— serán expresiones de la voluntad divina. En este caso, la teoría del derecho natural adquiere un carácter metafísico. Cuando el derecho natural se hace derivar de la naturaleza del hombre en cuanto ser dotado de razón —sin remitirse a un origen divino de la razón— cuando se acepta que el principio de justicia se halla en la razón humana —no necesitándose apelar a la voluntad divina— estamos entonces ante la teoría del derecho natural con ropajes racionalistas. Desde el punto de vista de una ciencia racional del derecho, la postura metafísico-religiosa de la teoría del derecho natural no puede ser tenida en cuenta.

Por otra parte, la posición racionalista resulta evidentemente insostenible. La Naturaleza, en tanto sistema de hechos vinculados entre sí por el principio de causalidad, no tiene voluntad propia y, por lo tanto, no puede determinar conducta humana alguna. De un hecho, es decir, de lo que es o sucede realmente, no puede deducirse lo que debe ser o acontecer. La teoría racionalista del derecho natural se basa en un sofisma cuando intenta extraer de la Naturaleza normas para la conducta humana. Lo propio puede decirse del propósito de deducir tales normas de la razón humana. Las normas que prescriben la conducta humana pueden originarse únicamente en la voluntad y esta voluntad será exclusivamente humana si se deja de lado la especulación metafísica. La afirmación de que el hombre debe conducirse de una determinada manera —cuando quizá no se conduce realmente de ese modo— será formulada por la razón humana únicamente en el supuesto de que por un acto de voluntad humana se haya establecido una norma que prescriba dicho comportamiento. La razón humana puede comprender y describir, mas no ordenar. Pretender hallar en la razón normas de conducta para los hombres es una ilusión similar a la de querer extraer tales normas de la Naturaleza.

31.

No resulta sorprendente, por lo tanto, que los diversos partidarios de la teoría del derecho natural hayan deducido de la Naturaleza Divina o encontrado en la naturaleza humana principios de justicia sumamente contradictorios entre sí. En conformidad con uno de los más distinguidos representantes de esta escuela, Roberto Filmer, la autocracia, la monarquía absoluta es la única forma de gobierno natural, vale decir, justa. No obstante, otro teórico del derecho natural, igualmente relevante, Juan Locke, demuestra, siguiendo el mismo método, que la monarquía absoluta no puede ser considerada en ningún caso como forma de gobierno y que tan sólo la democracia tiene tal valor, pues únicamente ésta se acuerda a la Naturaleza, siendo, por lo tanto, la única justa. La mayor parte de los representantes de la doctrina del derecho natural sostienen que la propiedad privada —base del orden feudal y capitalista— constituye un derecho natural, siendo, por ende, sagrado e inalienable. Por consiguiente, la propiedad colectiva o comunidad de bienes, es decir, el comunismo, significa algo contrario a la Naturaleza y la razón, siendo, por lo tanto, injusto. Sin embargo, el movimiento del siglo XVIII, que jugó cierto papel en la Revolución Francesa y que pretendía la abolición de la propiedad privada y la institucionalización de un orden social comunista, se basaba también en el derecho natural: sus argumentos ostentan el mismo vigor probatorio que los tendientes a defender la propiedad privada del actual ordenamiento social, es decir, su vigor probatorio es nulo. Merced a un método basado en un sofisma, como ocurre en el caso de la teoría del derecho natural, se puede demostrar todo o, lo que es igual, no es posible demostrar nada.

 

 

IX.

32.

Si hay algo que podemos aprender de la historia del conocimiento humano es lo estériles que resultan los esfuerzos por encontrar a través de medios racionales una norma de conducta justa que tenga validez absoluta, vale decir, una norma que excluya la posibilidad de encontrar justa la conducta opuesta. Si hay algo que puede aprenderse de la experiencia espiritual del pasado es que la razón humana puede concebir sólo valores relativos; en otras palabras, que el juicio con que juzgamos algo justo no puede osar jamás excluir la posibilidad de un juicio de valor opuesto. La justicia absoluta configura una perfección suprema irracional. Desde la perspectiva del conocimiento racional sólo existen intereses humanos y, por consiguiente, conflictos de intereses.

Zanjar los mismos supone dos soluciones posibles: o satisfacer a uno de los términos a costa del otro o establecer un equilibrio entre ambos.

Resulta imposible demostrar cuál es la solución justa. Dado por supuesto que la paz social es el valor supremo, el equilibrio representará la solución justa. De todos modos, también la justicia de la paz es meramente una justicia relativa que, en ningún caso, puede erigirse en absoluta.

33.

Mas, ¿cuál es la moral de esta filosofía relativista de la justicia? ¿Acaso tiene una moral? ¿O se trata tal vez de un relativismo amoral o inmoral, como muchos sostienen? No lo creo. El principio ético fundamental subyacente a una teoría relativista de los valores —o inferible de la misma— lo configura el principio de tolerancia, vale decir, el imperativo de buena voluntad para comprender las concepciones religiosas o políticas de los demás, aunque no se las comparta o, mejor dicho, precisamente por no compartirlas, no impidiendo, además, su exteriorización pacífica. Resulta obvio que de una concepción relativista no puede deducirse ningún derecho a una tolerancia absoluta sino únicamente una tolerancia encuadrada en un orden positivo que garantice la paz a quienes se le subordinan, prohibiéndoles el empleo de la violencia, sin limitarlos en la exteriorización pacífica de sus opiniones. Tolerancia significa libertad de pensamiento. Los valores morales más elevados sufrieron el menoscabo de la intolerancia de sus defensores.

En las piras que la Inquisición española encendió para defender la religión cristiana, no sólo fueron abrasados los cuerpos de los herejes sino que, asimismo, se sacrificó una de las enseñanzas más importantes de Cristo: no juzgues para no ser juzgado. En las tremendas guerras religiosas del siglo XVII, en que la Iglesia perseguida estaba de acuerdo con la perseguidora exclusivamente en el propósito de terminar con la otra, Pedro Bayle, uno de los más grandes emancipadores del espíritu humano, a quienes creían poder guardar el orden político o religioso existente merced a la intransigencia con los demás, les objetaba lo siguiente: «El desorden no surge de la tolerancia sino de la intransigencia». Una de las páginas más gloriosas de la historia de Austria la constituye el decreto de tolerancia de José II. En el supuesto que la democracia constituya una forma de gobierno justa, lo es en cuanto significa libertad y libertad quiere decir tolerancia. Sin embargo, surge una pregunta: ¿puede permanecer tolerante la democracia cuando tiene que defenderse de ataques antidemocráticos? Sí, en tanto y cuanto no reprima la exteriorización pacífica de las concepciones antidemocráticas. Exactamente esa tolerancia es lo que diferencia la democracia de la autocracia. En tanto esta diferenciación se mantenga, tendremos razón para rechazar la autocracia y estar orgullosos de nuestra forma democrática de gobierno. La democracia no debe salvaguardarse renunciando a sí misma. Sin embargo, un gobierno democrático tendrá también el derecho de reprimir por la fuerza y evitar con los instrumentos adecuados todo intento que pretenda derrocarlo violentamente.

El ejercicio de tal derecho no se contrapone al principio democrático ni al de tolerancia. En ocasiones puede resultar difícil discurrir una línea divisoria entre la divulgación de ciertas ideas y la preparación de un golpe revolucionario. De todos modos, el mantenimiento de la democracia depende de la posibilidad de hallar dicha línea divisoria. Asimismo, tal vez ocurra que ese deslindar conlleve cierto riesgo, mas es honra y esencia de la democracia correr ese riesgo. Una democracia que no sea capaz de afrontarlo, no es merecedora de que se la defienda.

34.

Dado que la democracia es por naturaleza profunda libertad y libertad significa tolerancia, no existe forma alguna de gobierno más favorecedora de la ciencia que la democracia, la ciencia sólo puede desarrollarse cuando es libre. Ser libre quiere decir no sólo no estar sometida a influencias externas, esto es, políticas, sino ser libre interiormente: que impere una total libertad en su juego de argumentos y objeciones. No existe doctrina que pueda ser eliminada en nombre de la ciencia, pues el alma de la ciencia es la tolerancia.

Comencé este estudio con el interrogante: «¿qué es la justicia?».

Ahora, al llegar a su fin, me doy perfectamente cuenta que no lo he respondido. Mi disculpa es que en este caso me hallo en buena compañía. Sería más que presunción de mi parte hacerles creer a mis lectores que puedo alcanzar aquello que no lograron los pensadores más grandes. En rigor, yo no sé ni puedo decir qué es la justicia, la justicia absoluta, ese hermoso sueño de la humanidad. Debo conformarme con la justicia relativa: tan sólo puedo decir qué es para mí la justicia. Puesto que la ciencia es mi profesión y, por lo tanto, lo más importante de mi vida, la justicia es para mí aquello bajo cuya protección puede florecer la ciencia y, junto con la ciencia, la verdad y la sinceridad. Es la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la democracia, la justicia de la tolerancia.

 

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HANS KELSEN

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        NOTAS

[1] Tomado de Kelsen, Hans, ¿Qué es la justicia? (Was ist Gerechgtikeit?,1953), tr. de Ernesto Garzón Valdés, Fontamara, México, 1991, pp 9-26; 75-83

[2] Platón, Nomoi 662 b

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HANS KELSEN

 

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IMAGEN PORTADA: Tribunal Constitucional Austriaco; foto propiedad de Anne Feder Lee, PhD, nieta de Hans Kelsen. Hans Kelsen Institut (Bundesstiftung).

 

 

 

 


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