
Existe un solo caso de expresividad -pero de una expresividad aberrante- en el lenguaje puramente comunicativo de la industria: es el caso del slogan. El slogan, en efecto, debe ser expresivo para impresionar y convencer. Pero su expresividad es monstruosa porque se convierte inmediatamente en estereotipo, fijándose en una rigidez que es exactamente lo contrario de la expresividad, la cual es eternamente cambiante, abierta a una interpretación infinita.
La falsa expresividad del slogan es así la avanzada máxima de la nueva lengua técnica que sustituye la lengua humanística. Es el símbolo de la vida lingüística del futuro, es decir, de un mundo inexpresivo, sin particularismos y diversidades de cultura, perfectamente homologado y aculturado. De un mundo que a nosotros, últimos depositarios de una visión múltiple, magmática, religiosa y racional de la vida, se nos aparece como un mundo de muerte.
¿Pero es posible prever un mundo tan negativo? ¿Es posible prever un futuro como «final de todo»? Alguien -como yo- tiende a hacerla, por desesperación: el amor por el mundo que ha vivido y experimentado le impide poder pensar en otro que sea equivalentemente real; que se puedan crear otros valores análogos a aquellos que han hecho preciosa una existencia. Esta visión apocalíptica del futuro es comprensible pero probablemente injusta.
Parece contradictorio, pero un reciente slogan, el convertido fulminantemente en célebre, el de los «jeans Jesús»: «No tendrás otros jeans ante mí», se anuncia como un hecho nuevo, una excepción de la regla fija del slogan, revelando una posibilidad expresiva imprevista y señaladora de una evolución distinta de aquella que el convencionalismo -rápidamente adoptado por los desesperados que quieren sentir el futuro como la muerte- hacía muy razonablemente prever.
Se conoce la reacción del «Osservatore Romano» ante este slogan: con su italianito anticuado, espiritualista y un poco fatuo, el articulista del «Osservatore» entona un lamento, por cierto no bíblico, para posar de pobre víctima o de indefenso inocente. Es el mismo tono con que están redactadas, por ejemplo, las lamentaciones contra la propagada inmoralidad en la literatura o en el cine. Pero en tal caso aquel tono plañidero y bonachón esconde la voluntad amenazante del poder: mientras el articulista, en efecto, fingiéndose cordero, se lamenta en su bien deletreado italiano, a sus espaldas el poder trabaja para suprimir, cancelar, despedazar los réprobos que son la causa de este padecimiento. Los magistrados y los policías están alertas; el aparato estatal se pone rápidamente y con diligencia al servicio del espíritu. A la jeremíada del «Osservatore» siguen los procedimientos legales del poder: el literato o el cinesasta blasfemo es pronto alcanzado y obligado a callar. (…)
El futuro no pertenece ni a los viejos cardenales, ni a los viejos políticos, ni a los viejos jueces, ni a los viejos policías. El futuro pertenece a la joven burguesía que no necesita más detentar el poder con los instrumentos clásicos; que no sabe ya qué hacer con la Iglesia, la cual, ahora, ha terminado por pertenecer genéricamente a aquel mundo humanístico del pasado que constituye un impedimento a la nueva revolución industrial. El nuevo poder burgués necesita, en efecto, un espíritu totalmente pragmático y hedonístico en los consumidores: un universo técnico y puramente terreno es aquel en el cual puede desarrollarse, según su propia naturaleza, el ciclo de la producción y del consumo. Para la religión y sobre todo para la Iglesia, no hay más sitio. La lucha represiva que el nuevo capitalismo libra todavía por medio de la Iglesia es una lucha retardada, destinada, en la lógica burguesa, a ser ganada muy pronto, con la consiguiente disolución natural de la Iglesia.
«El loco slogan de los jeans Jesús»
Pier Paolo Pasolini, 1973

*******

*******
LA PRIMERA Y VERDADERA REVOLUCION DE DERECHA
He aquí porque no restaura nada y no regresa a nada; más bien, tiende literalmente a cancelar el pasado, sus «padres», sus religiones, sus ideologías y sus formas de vida (reducidas hoy a meras supervivencias). Esta revolución de derecha, que ha destruido antes que nada la izquierda, ha llegado fácticamente, pragmáticamente. Mediante una progresiva acumulación de novedades (casi todas debidas a la aplicación de la ciencia): y ha comenzado la revolución silenciosa de las infraestructuras.
Pier Paolo Pasolini
15 de julio de 1973

Entre 1971 y 1972 comenzó uno de los períodos de reacción más violentos y quizás más definitivos de la historia. Coexisten en ella dos naturalezas: una es profunda, sustancial y absolutamente nueva, la otra es epidérmica, contingente y vieja. La naturaleza profunda de esta reacción de los años setenta es por lo tanto irreconocible; la naturaleza exterior es en cambio bien reconocible. No hay nadie, efectivamente, que no la individualice en el resurgimiento del fascismo en todas sus formas, comprendidas aquellas decrépitas del fascismo mussoliniano y del tradicionalismo clérico-liberal, si podemos usar esta definición tan inédita como obvia.
Este aspecto de la restauración (que sin embargo en nuestro contexto se presenta como término impropio, porque en realidad nada de importante es restaurado) es un pretexto cómodo para ignorar el otro aspecto, más profundo y real, que escapa a los hábitos interpretativos de cualquier tipo que manejamos. Esto sólo es advertido empírica y fenomenológicamente por los sociólogos o los biólogos, que naturalmente suspenden el juicio o lo realizan con un sentido ingenuamente apocalíptico.
La restauración o reacción real comenzada entre 1971 y 1972 (después del intervalo de 1968) es en realidad una revolución. He aquí porque no restaura nada y no regresa a nada; más bien, tiende literalmente a cancelar el pasado, sus «padres», sus religiones, sus ideologías y sus formas de vida (reducidas hoy a meras supervivencias). Esta revolución de derecha, que ha destruido antes que nada la izquierda, ha llegado fácticamente, pragmáticamente. Mediante una progresiva acumulación de novedades (casi todas debidas a la aplicación de la ciencia): y ha comenzado la revolución silenciosa de las infraestructuras.
Naturalmente no ha cesado, en todos estos años, la lucha de clases; y continúa naturalmente todavía. Y en efecto, éste es el aspecto exterior de esta reacción revolucionaria; aspecto exterior que se presenta precisamente en las formas tradicionales de la derecha fascista y clérico-liberal.
Mientras la reacción destruye primero revolucionariamente (con relación a sí misma) todas las viejas instituciones sociales -familia, cultura, lengua, iglesia- la reacción segunda (de la cual la primera se sirve temporalmente, para poder desempeñarse al amparo de la lucha de clases), se da para defender estas instituciones de los ataques de los obreros y de los intelectuales. Es así que estos años son de falsa lucha, sobre los viejos temas de la restauración clásica, en los cuales creen todavía tanto sus portadores como sus opositores. Mientras, a espaldas de todos, la «verdadera» tradición humanística (no la falsa de los ministerios, de las academias, de los tribunales y de las escuelas) es destruida por la nueva cultura de masas y por la nueva relación que la tecnología ha instituido -con perspectivas hoy seculares- entre producto y consumo; y la vieja burguesía paleoindustrial está cediendo su sitio a una burguesía nueva que comprende, cada vez más y más profundamente, también las clases obreras, tendiendo finalmente a la identificación de burguesía con humanidad.
Este estado de cosas es aceptado por las izquierdas: porque no queda otra alternativa a esta aceptación que la de quedar fuera de juego. De aquí el general optimismo de las izquierdas, una vital tentativa de anexarse al nuevo mundo -totalmente distinto de cualquier mundo precedente- creado por la civilización tecnológica. Los izquierdistas van todavía más lejos en esta ilusión (protervos y exitistas como son), atribuyendo a esta nueva forma de historia creada por la cultura tecnológica, una potencialidad milagrosa de rescate y de regeneración. Ellos están convencidos que en este plano diabólico de la burguesía que tiende a reducir a sí misma la totalidad del universo, incluidos los obreros, terminará con la explosión de una entropía constituida así, y la última chispa de la conciencia obrera será capaz, entonces, de hacer resurgir de sus cenizas aquel mundo estallado (por su propia culpa) en una especie de palingenesia (viejo sueño burgués-cristiano de los comunistas no obreros).
Todos, por lo tanto, fingen no ver (o quizás no ven realmente) cuál es la verdadera nueva reacción; y así todos luchan contra la vieja reacción que la enmascara. Los temas de italiano asignados a los últimos exámenes de bachiller son un ejemplo del falso dilema y de la falsa lucha que he delineado. Por parte de la autoridad ha habido, evidentemente, antes que nada un tácito acuerdo: la derecha tradicional ha concedido algo a los moderados y a los progresistas y estos últimos han concedido algo a la derecha tradicional: de este modo el mundo académico y ministerial clérico-liberal se ha expresado acabadamente.
Al tema liberalizante propuesto por la frase a la española de Croce, se opone el tema fatalista extraído tramposamente de De Sanctis; a la lectura, que no puede dejar de ser moderna, aunque de carácter agnóstico y sociológico de una ciudad, se opone la lectura meramente escolástica de Pascoli y D’Annunzio, etc., etc.
La ficción, sin embargo, es única, todos aquellos que han inventado estos bellos temas se han atenido a un tradicionalismo y a un reformismo clásicos, ignorando de perfecto acuerdo que se trata de términos de referencia absolutamente privados de toda relación con la realidad.
Los «padres» de los cuales se habla en la frase de Croce son padres que estaban bien para los hijos de fines del siglo diecinueve o de todo el siglo actual hasta hace una decena de años: ahora ya no más (aunque los hijos, como veremos, no lo saben o lo saben mal).
Semánticamente el término «padre» ha comenzado a cambiar, naturalmente con Freud y el psicoanálisis, por lo cual la «herencia» del padre no es más necesariamente un dato positivo; puede por el contrario ser lícitamente interpretada como totalmente negativa. Ha cambiado todavía más, el término «padre», a través del análisis marxista de la sociedad: efectivamente, los «padres» a los cuales se refiere cándidamente Croce, son todos bellísimos señores burgueses (como él) con barbas solemnes y calvicies veneradas, ante mesas cubiertas de papeles o sentados dignamente sobre sillas doradas: son en resumen los padres del privilegio y del poder. No hay referencia siquiera mínima a padres barrenderos o albañiles, jornaleros o mineros, mecánicos o torneros, o bien ladrones y vagabundos. La herencia de la cual se habla es una herencia clasista de padres definidos como fascistas. No hay duda que se requieren muchos esfuerzos para poder mantener erguidos «sólidamente» los privilegios. Pero, al margen de todo esto (que yo he podido observar también desde hace diez o quince años) hay algo totalmente nuevo: es precisamente el verdadero nuevo poder que no quiere para nada tener cerca a tales padres. Es precisamente este poder el que no quiere más que los hijos se apropien una herencia de ideales semejantes.
La relación, pues, entre el que ha designado el tema y quien lo ha desarrollado, es una relación que se cumple en el margen de poder fingido que el poder real todavía concede a sus defensores y a sus adversarios, porque le digieren, académicamente, los viejos sentimientos.
También el maravilloso derecho a la «interiorización» (atribuido por otra parte, mediante un De Sanctis falsificado a un Leopardi falsificado) no guarda más relación con la realidad de hoy: porque, evidentemente, sólo se puede interiorizar lo que es exterior. El hombre medio de los tiempos de Leopardi podía interiorizar todavía la naturaleza y la humanidad en su pureza ideal objetivamente contenida en ellas; el hombre medio de hoy puede interiorizar un Seiscientos o un refrigerador, quizás un weekend en Ostia. Cosa en la cual hay un residuo de humanidad gracias a la pasión y al caos en que todavía estos nuevos valores son vividos. A la espera de que la pasión sea esterilizada del todo y homologada y que el caos sea técnicamente abolido, el nuevo poder real concede aún un terreno vago donde el falso poder a la antigua pueda proclamar la bondad de la interiorización como huida doble, desprecio de los bienes y consuelo por los bienes perdidos.
Los estudiantes se atienen perfectamente al juego que la autoridad les impone. La gran mayoría de los estudiantes seguramente habrá desarrollado los temas como supusieron que sería el deseo de las autoridades: y se propusieron generosamente describir los esfuerzos que debían hacer, como buenos hijos, para asimilar las proezas paternas. O se prodigaron en tejer los elogios de la vida interior.
En tal caso es inútil discutir: en la bufonada representada en la escena del viejo falso poder en plena reacción, autoridades escolásticas y estudiantes se comprenden perfectamente, en una odiosa ansia práctica de integración. Pero habrá habido naturalmente casos en los cuales los estudiantes polemizaron con los «apodícticos» enunciados de los temas (frases extraídas del contexto con chantaje) pero también en tal caso, el escenario en el cual sucede el enfrentamiento entre autoridades escolásticas y estudiantes, es el mismo: el que el verdadero nuevo poder, en su reacción revolucionaria, concede cínicamente a los viejos hábitos.
Los estudiantes que han desarrollado (aceptándolos o polemizando) estos temas, son los hermanos menores de los estudiantes que se rebelaron en 1968. Sería equivocado creer que han sido obligados a callar, reducidos a un estado de pasividad, por un tipo de reacción a la antigua, como la de las notas (tal como demuestran los temas antes examinados) de las autoridades escolares. Su silencio y su pasividad tienen, en la mayoría de los casos, la apariencia de una especie de atroz neurosis eufórica, que les hace aceptar sin ninguna resistencia el nuevo hedonismo con el cual el poder real sustituye todo otro valor moral del pasado. Una pequeña minoría, por el contrario, posee las características de la neurosis de ansiedad, que por lo tanto mantiene viva en ellos la posibilidad de una protesta. Pero se trata en realidad de los últimos, verdaderamente los últimos, humanistas. Son jóvenes padres, como nosotros somos hijos. Todos destinados a la desaparición, también con aquello que nos liga pero también con aquello que está ligado a nosotros: la tradición, la confesión religiosa, el fascismo. Nos sustituyen hombres nuevos, portadores de valores tan indescifrables como incompatibles con los que, tan dramáticamente contradictorios, vivimos hasta ahora. Esto, los mejores jóvenes lo comprenden instintivamente; pero creo que no son capaces de expresarlo.
* Publicado en «Tempo illustrato», con el título «P. juzga los temas de italiano».
*******
RELACIONADOS:
PIER PAOLO PASOLINI, «EL «DISCURSO» DE LOS CABELLOS» (Escritos Corsarios)
Deja tu opinión