«OVER THE RAINBOW», por Slavoj Žižek // «¿QUÉ PASA CON KANSAS? Como los Ultraconservadores conquistaron el corazón de Estados Unidos» (Introducción), por Thomas Frank.

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“Over the Rainbow”, de Slavoj Žižek

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¿QUÉ PASA CON KANSAS?: INTRODUCCIÓN

Por Thomas Frank, 

2008

       Traducción de
Mireya Hernández Pozuelo
ACUARELA LIBROS
A. MACHADO LIBROS
Licencia Creative Commons 
 

 

El condado más pobre de Estados Unidos no está en los Montes Apalaches ni en los estados del sureste, sino en las Grandes Llanuras, una región de rancheros humildes y agonizantes pueblos agrícolas donde en las elecciones del año 2000 para elegir el candidato Republicano a la presidencia, George W. Bush ganó por una mayoría superior al ochenta por ciento (1).

Cuando me enteré en un principio me desconcertó, como a mucha de la gente que conozco. Para nosotros, el partido Demócrata es el de los trabajadores, los pobres, los débiles y los victimizados. Desde nuestro punto de vista es un planteamiento básico; forma parte del abecé de la edad adulta. Cuando le hablé a una amiga sobre aquel condado empobrecido de las Altas Llanuras tan entusiasmado con el presidente Bush se quedó perpleja. “¿Cómo puede alguien que siempre ha trabajado para otros votar a los republicanos?”, preguntó. ¿Cómo podía estar equivocada tanta gente?

Dio en el clavo con su pregunta; una pregunta que es, en muchos sentidos, el mayor problema de nuestra época. La vida política estadounidense consiste en gente que confunde sus intereses principales. Esta especie de trastorno es el fundamento de nuestro orden cívico, la base sobre la que descansa todo lo demás: ha situado a los republicanos al mando de las tres ramas del gobierno; ha elegido presidentes, senadores y gobernadores; ha desplazado a los demócratas hacia la derecha y luego pone en marcha un proceso de destitución contra Bill Clinton sólo para divertirse.

La gente que gana más de 300.000 dólares al año le debe mucho a este trastorno y debería brindar alguna vez por los republicanos indigentes de las Altas Llanuras mientras contempla su suerte: gracias a sus votos desinteresados ya no les agobian los impuestos estatales, los molestos sindicatos o los entrometidos reguladores de banca. Gracias a la lealtad de estos hijos e hijas del trabajo duro, se han librado de lo que sus prósperos antepasados solían llamar niveles “confiscatorios” de impuestos sobre la renta. Gracias a ellos este año pudieron comprar dos Rolex en lugar de uno y conseguir un transportador personal Segway con el reborde dorado.

Hay millones de estadounidenses de renta media a los que esto no les parece nada absurdo. Para ellos esta visión del conservadurismo en tiempos difíciles tiene mucho sentido y es el fenómeno opuesto –la gente de clase trabajadora que insiste en votar a los progresistas (el término inglés liberal que en Estados Unidos equivale a nuestro “progresista”) – lo que les provoca un asombro indescifrable. Puede que piensen lo que ponía en la pegatina del parachoques que vi en una exposición de armas de Kansas City: “¡Un trabajador que defiende a los demócratas es como un pollo que defiende al Coronel Sanders!” (Fundador de KFC).

También están los que defendían a Estados Unidos allá por 1968, hartos de oír a aquellos niños ricos cubiertos de collares hablando pestes del país cada noche en televisión. Puede que ellos supieran exactamente lo que quería decir Nixon cuando hablaba de la “mayoría silenciosa”, gente cuyo trabajo duro era recompensado con insultos constantes en las noticias, en las películas de Hollywood y en boca de los profesores universitarios sabelotodo que no se interesaban por nada delo que uno tuviera que decir. O tal vez fueran los juecesprogresistas los que les irritaran cuando reescribían despreocupadamente las leyes de su estado según alguna idea absurda que aprendieron en un cóctel; o cuando ordenaban a sus ciudades que afrontaran un proyecto de mil millones de dólares para suprimir la segregación racial que habían ideado por su cuenta; o cuando soltaban a los criminales para que vivieran a costa de los diligentes trabajadores. O quizá fue la campaña para controlar el número de armas de fuego en circulación, que sin duda se proponía desarmar a la población y despojarla del derecho de defenderse.

Puede que Ronald Reagan empujara a muchos hacia una espiral conservadora, con su modo de hablar sobre esa Norteamérica alegre de Glenn Miller justo antes de que el mundo se fuera a la mierda. O quizá Rush Limbaugh, el locutor de derechas de la radio, les convenciera con sus constantes diatribas contra los arrogantes y presumidos. O puede que fueran presionados. A lo mejor Bill Clinton convirtió a algunos al republicanismo con su “compasión” claramente falsa y su desprecio evidente por los estadounidenses corrientes que no han estudiado en la Liga Ivy –el grupo de las ocho universidades privadas más prestigiosas de Estados Unidos–, a los que tuvo el valor de mandar a combatir aun cuando él mismo escurrió el bulto cuando le llegó el turno.

Casi todo el mundo tiene una historia de conversión que contar: cómo su padre había sido sindicalista en una acerería de Estados Unidos y demócrata incondicional, pero todos sus hermanos y hermanas empezaron a votar a los republicanos; o cómo su primo dejó el metodismo y comenzó a ir a la iglesia de Pentecostés a las afueras del pueblo; o cómo ellos mismos se hartaron de que les criticaran tanto por comer carne o por llevar ropa con la mascota india de la Universidad de Arkansas hasta que un día las noticias de Fox les empezaron a parecer “imparciales y equilibradas” ("Fair and Balanced”; el eslogan de Fox News).

La familia de un amigo mío, por ejemplo, era de una de esas ciudades del Medio Oeste a las que los sociólogos solían acudir por ser supuestamente muy “típica”. Era un núcleo industrial de tamaño medio donde se fabricaban herramientas mecánicas, repuestos de coche, etc. Cuando Reagan tomó posesión del cargo en 1981, más de la mitad de la población obrera de la ciudad trabajaba en fábricas, y la mayoría de ellos estaban afiliados al sindicato. La idiosincrasia de la zona era proletaria y la ciudad próspera, ordenada y progresista, en el viejo sentido de la palabra.

El padre de mi amigo era profesor en colegios públicos locales, fiel miembro del sindicato de profesores y de tendencias más progresistas que la mayoría: no sólo había sido partidario acérrimo de George McGovern, sino que en las primarias demócratas de 1980 había votado a Barbara Jordan, la diputada negra de Texas. Mi amigo, mientras tanto, era en aquellos días un republicano de instituto, un joven de la era Reagan al que le gustaban las corbatas de Adam Smith y que se deleitaba con los artículos de William F. Buckley. El padre escuchaba al hijo despotricar en defensa de Milton Friedman y la santidad del capitalismo de libre mercado y ponía gesto de desaprobación. Algún día, muchacho, te darás cuenta de lo imbécil que eres.

Fue el padre, sin embargo, el que con el tiempo se convirtió. Últimamente vota a los republicanos más derechistas que encuentra en las papeletas. El tema concreto que le convenció fue el aborto. Católico devoto, al padre de mi amigo le hicieron ver a principios de los noventa que la santidad del feto era más importante que el resto de sus preocupaciones y a partir de ahí fue aceptando paulatinamente el panteón entero de personajes diabólicos conservadores: los medios de comunicación de la élite y la Unión Americana por las Libertades Civiles, que desprecian nuestros valores; las feministas pijas; la idea de que los cristianos están vilmente perseguidos (nada menos que en los Estados Unidos de América). Ni siquiera le molesta que su nuevo héroe, Bill O’Reilly, critique al sindicato de profesores afirmando que es un colectivo que “no ama a Estados Unidos”.

Su corrientísima ciudad del Medio Oeste, entre tanto, ha seguido la misma trayectoria. Justo cuando la política económica republicana arrasaba las industrias, sindicatos y barrios, los ciudadanos respondían arremetiendo contra los enemigos de la guerra de valores, aliándose finalmente con un congresista republicano de extrema derecha, un cristiano renacido que hacía campaña en una plataforma antiabortista. Hoy la ciudad parece una Detroit en miniatura. Y con cada mala noticia económica parece llenarse de amargura, volverse más cínica y más conservadora si cabe.

Este trastorno o desfase es el rasgo distintivo del Gran Contragolpe, un modelo de conservadurismo que llegó a la escena nacional gruñendo en respuesta a las fiestas y protestas de finales de los sesenta. Mientras las primeras formas de conservadurismo ponían énfasis en la moderación fiscal, el Contragolpe moviliza a los votantes con asuntos sociales explosivos –buscando el escándalo público por encima de todo, desde el busing (traslado de estudiantes de clases bajas, generalmente negros, a zonas más acomodadas para que se integren) hasta el arte anticristiano–, los cuales después vincula con políticas económicas favorables al libre mercado. Se explota la furia cultural con fines económicos. Y son estos logros económicos, no las escaramuzas poco memorables de la interminable guerra ideológica, los monumentos más importantes del movimiento. A los expertos de todo el mundo les gusta considerar la grandeza divina de Internet e imaginar que es la fuerza que ha hecho realidad los milagros políticos de los últimos años, privatizando, liberalizando y desindicalizando de un lado a otro del planeta según dicta su sabiduría. Pero en realidad es el Contragolpe que ha tenido lugar en Estados Unidos lo que ha hecho posible el consenso internacional del libre mercado, conduciendo a la solitaria superpotencia implacablemente hacia la derecha y permitiendo a sus sucesivos gobiernos librecambistas impulsar su visión del neoliberalismo económico sin temor a contradecirse. Resulta cada vez más evidente que para entender nuestro mundo debemos entender a Estados Unidos y para comprender a Estados Unidos tenemos que comprender el Contragolpe. Un artista decide escandalizar al estadounidense medio sumergiendo a Jesús en orina y el Contragolpe decide que el planeta entero ha de reformarse según los criterios del Partido Republicano.

El Gran Contragolpe ha hecho posible el resurgimiento liberal, pero esto no significa que su estilo sea el de los capitalistas de antaño, que invocaban el derecho divino del dinero o exigían que los humildes supieran cuál era su lugar en la gran cadena de la existencia. Todo lo contrario, el Contragolpe se ve a sí mismo como enemigo de la élite, como la voz de los injustamente perseguidos, como una protesta justificada de las víctimas de la historia. Les importa un bledo que sus defensores controlen hoy las tres ramas del gobierno. Ni les da qué pensar que sus beneficiarios más importantes sean la gente más rica del planeta.

De hecho, los líderes del Contragolpe quitan importancia de manera sistemática a la política económica. La premisa básica del movimiento es que la cultura pesa más que la economía como asunto de interés público, que los Valores Importan Más, como reza un titular del Contragolpe. Por este motivo, reúne a los ciudadanos que una vez fueron partidarios fieles del New Deal y los asocia al estándar conservador (2). Los valores anticuados pueden tener importancia cuando los conservadores hacen campaña electoral, pero una vez que están en el poder la única situación anticuada que les preocupa reavivar es un régimen económico de bajos salarios y regulación de manga ancha. En las últimas tres décadas han desmantelado el estado de bienestar, han reducido la carga fiscal a las corporaciones y los ricos y han facilitado en líneas generales que el país vuelva al modelo de distribución de riqueza del siglo diecinueve. Por tanto, la principal contradicción del Contragolpe es que es un movimiento de la clase obrera que ha hecho un daño histórico e incalculable a la propia gente de la clase trabajadora.

Puede que los líderes del Contragolpe hablen de Dios, pero comulgan con la empresa. A los votantes les importarán más los “valores”, pero siempre desempeñan un papel secundario frente al imperio del dinero una vez que se han ganado las elecciones. Este es un rasgo básico del fenómeno, de una constancia absoluta a lo largo de las décadas de su historia. El aborto no cesa. La discriminación positiva no se suprime. Nunca se fuerza a la industria cultural a enmendarse. Incluso el mayor guerrero cultural de todos ellos les dio la espalda cuando le llegó la hora de cumplir lo prometido. “Reagan se consagró como el defensor de los ‘valores tradicionales’, pero no hay indicios de que considerara la restauración de dichos valores como algo prioritario”, escribió Christopher Lasch, uno de los analistas más sagaces de la sensibilidad del Contragolpe. “Lo que realmente buscaba era el renacimiento del capitalismo salvaje de los años veinte: la revocación del New Deal” (3).

Para los observadores este comportamiento es irritante y cabría esperar que disguste aún más a los verdaderos partidarios del movimiento. Sus líderes fanfarrones nunca cumplen lo prometido, su rabia no para de aumentar y sin embargo cada vez que hay elecciones vuelven a votar para que sus héroes de la derecha tengan una segunda, tercera, vigésima oportunidad. La trampa nunca falla; la ilusión nunca desaparece. Vote para frenar el aborto y reciba una reducción en impuestos sobre plusvalías. Vote para fortalecer de nuevo nuestro país y reciba desindustrialización. Vote para darles una lección a esos profesores universitarios políticamente correctos y reciba liberalización de la electricidad. Vote para que el Estado les deje en paz y reciba concentración y monopolio por todas  partes, desde los medios hasta el embalaje de la carne. Vote para luchar contra los terroristas y reciba la privatización de la Seguridad Social. Vote para asestarle un golpe al elitismo y reciba un orden social en que la riqueza está más concentrada que nunca, en que los trabajadores han sido despojados de su poder y los ejecutivos son recompensados más allá de lo imaginable.

 

La trampa nunca falla; la ilusión nunca desaparece. Vote para frenar el aborto y reciba una reducción en impuestos sobre plusvalías. Vote para fortalecer de nuevo nuestro país y reciba desindustrialización. Vote para darles una lección a esos profesores universitarios políticamente correctos y reciba liberalización de la electricidad. Vote para que el Estado les deje en paz y reciba concentración y monopolio por todas  partes, desde los medios hasta el embalaje de la carne. Vote para luchar contra los terroristas y reciba la privatización de la Seguridad Social. Vote para asestarle un golpe al elitismo y reciba un orden social en que la riqueza está más concentrada que nunca, en que los trabajadores han sido despojados de su poder y los ejecutivos son recompensados más allá de lo imaginable.

 

Los teóricos del Contragolpe, como veremos, imaginan incontables conspiraciones en las que los ricos, poderosos y con buenos contactos –los medios de comunicación progresistas, los científicos ateos, la detestable élite del Este– manejan los hilos y hacen bailar a los títeres. Aún así, el propio Contragolpe ha sido una trampa política tan desastrosa para los intereses de la clase media estadounidense que incluso el más diabólico de los manipuladores habría tenido problemas ideándola. De lo que se trata, al fin y al cabo, es de una rebelión contra “el sistema” que ha acabado aboliendo el impuesto de sucesiones. Hay una ideología cuya respuesta a la estructura de poder es hacer al rico aún más rico; cuya solución para la degradación inexorable de la vida de la clase trabajadora es arremeter furiosamente contra los sindicatos y los programas de seguridad en el lugar de trabajo; cuya solución al aumento de la ignorancia en Estados Unidos es quitar las ayudas a la educación pública.

 

Hay una ideología cuya respuesta a la estructura de poder es hacer al rico aún más rico; cuya solución para la degradación inexorable de la vida de la clase trabajadora es arremeter furiosamente contra los sindicatos y los programas de seguridad en el lugar de trabajo; cuya solución al aumento de la ignorancia en Estados Unidos es quitar las ayudas a la educación pública

 

Como una revolución francesa a la inversa –una en que los sans culottes salen en tropel a la calle reclamando más poder para la aristocracia– el Contragolpeempuja el espectro de lo aceptable hacia la extrema derecha. Puede que nunca vuelva a introducir los rezos en las escuelas, pero ha rescatado toda clase de panaceas económicas de derechas del cubo de basura de la historia. Una vez que ha eliminado las históricas reformas económicas de la década de los sesenta (la lucha contra la pobreza de Lyndon B. Johnson) y las de los años treinta (la legislación laboral, los subsidios para mantenerlos precios agrícolas, la regulación bancaria), sus líderes apuntan sus armas hacia los logros de los primeros años del progresismo (el impuesto estatal de Woodrow Wilson o las medidas antimonopolio de Theodore Roosevelt). Con un poco más de esfuerzo, el Contragolpe podría invalidar todo el siglo veinte (4).

Como fórmula para mantener unida una coalición política dominante, el Contragolpe parece tan improbable y tan contradictorio consigo mismo que los observadores progresistas a menudo tienen problemas para creer que realmente esté ocurriendo. Sin ninguna duda, piensan, estos dos grupos –empresarios y obreros– deberían estar peleándose. Que el Partido Republicano se presente como el paladín de la Norteamérica de clase trabajadora les parece a los progresistas una negación tan flagrante de la realidad política que les lleva a ignorar todo el fenómeno, con lo que optan por no tomárselo en serio. El Gran Contragolpe, creen, no es más que criptorracismo, o un achaque de los ancianos, o las quejas ocasionales de los campesinos blancos religiosos de los estados del Sur, o protestas de “blancos airados” que sienten que la historia les ha dejado atrás.

Pero entender el Contragolpe de este modo supone ignorar su fuerza y su enorme poder popular. Pese a todo sigue reapareciendo, como una plaga de resentimiento que se propaga entre ancianos y jóvenes, fundamentalistas protestantes y católicos y judíos, así como entre los blancos airados y todas las clases imaginables de la población.

No importa en lo más mínimo que las fuerzas que desencadenaran la primera “mayoría silenciosa” en tiempos de Nixon hayan desaparecido hace mucho; el Contragolpe sigue rugiendo sin parar, extendiendo con facilidad su rabia a lo largo de las décadas. Los progresistas seguros de sí mismos que gobernaban Estados Unidos en aquellos días son una especie en extinción. La Nueva Izquierda, con sus alegres obscenidades y su desprecio por la bandera, está extinguida del todo. Toda la “sociedad del bienestar”, con sus corporaciones paternalistas y sus poderosos sindicatos, se desvanece en el espacio cósmico de la historia con cada año que pasa. Pero el Contragolpe resiste. Sigue engendrando espantosos fantasmas de decadencia nacional, anarquía apocalíptica y traición en el poder independientemente de cuál sea la realidad en el mundo.

En el camino, lo que una vez fue genuino, popular e incluso “populista” en el fenómeno del Contragolpe, se ha transformado en un melodrama de estímulo-respuesta con una trama tan esquemática como un episodio de El Factor O’Reilly y con resultados tan previsibles –y tan rentables– como la publicidad de Coca-Cola. Por un lado se introduce un asunto sobre, por ejemplo, el peligro del matrimonio gay, y por el otro se genera, casi mecánicamente, un aumento de la indignación de la clase media y cartas furiosas al director, una cosecha electoral de lo más gratificante.

 

Por un lado se introduce un asunto sobre, por ejemplo, el peligro del matrimonio gay, y por el otro se genera, casi mecánicamente, un aumento de la indignación de la clase media y cartas furiosas al director, una cosecha electoral de lo más gratificante

 

Mi intención es examinar al Contragolpe de arriba abajo –sus teóricos, sus dirigentes políticos y sus partidarios– y entender esta especie de trastorno que ha llevado a tanta gente normal y corriente aun extremo político tan perjudicial para ellos mismos. Lo haré centrándome en un lugar donde el cambio político ha sido dramático: mi estado natal, Kansas, un auténtico hervidero de movimientos izquierdistas, hace cien años que hoy figura entre los públicos más agradecidos para los portavoces de la propaganda del Contragolpe. Contar la historia de este estado, al igual que la larga historia del propio Contragolpe, no será lo que tranquilice a los optimistas o acalle a los cínicos. Aun así, si tenemos que comprender las fuerzas que nos han empujado tanto hacia la derecha, tenemos que fijar nuestra atención en Kansas. A los sumos sacerdotes del conservadurismo les gusta consolarse insistiendo en que es el mercado libre, ese dios sabio y benevolente, el que ha ordenado todas las medidas económicas que ellos han alentado en Estados Unidos y el resto del mundo durante las últimas décadas. Pero en verdad es el trastorno cuidadosamente cultivado de lugares como Kansas el que ha impulsado su movimiento. Es la “guerra cultural” o de valores la que trae el botín a casa.

Desde las alturas con aire acondicionado de un complejo de oficinas en un barrio exclusivo la realidad actual puede parecer una nueva edad de la Razón, con las páginas web conectadas en total armonía, con un centro comercial a la vuelta de la esquina que cada semana anticipa milagrosamente nuestros gustos ligeramente variables, con una economía global cuyas recompensas poderosas siguen fluyendo y con un largo desfile de coches de lujo que llenan las calles de zonas residenciales perfectamente diseñadas. Pero en un análisis más detallado, el país parece más bien un panorama de locura y falsas ilusiones digno de El Bosco, con fornidos patriotas proletarios jurando lealtad a la bandera mientras renuncian a sus propias oportunidades en la vida; pequeños granjeros votando con orgullo para que les echen de sus propias tierras; abnegados padres de familia asegurándose de que sus hijos nunca puedan permitirse ir a la universidad ni tener una atención médica decente; tipos de clase obrera en ciudades del Medio Oeste celebrando la victoria aplastante de un candidato cuyas políticas acabarán con su modo de vida, transformarán su región en un “cinturón industrial” y asestarán a la gente como ellos golpes de los que nunca se repondrán.

 


Notas:

1. Me estoy refiriendo al condado de McPherson, en Nebraska, pero hay varios condados en dicho estado donde la pobreza extrema coincide con el Republicanismo extremo –al igual que ocurre en Kansas y en las Dakotas. Estos datos sobre los rankings de pobreza en los condados provienen de “Trampled Dreams: The Neglected Economy of the Rural Great Plains”, un estudio de Patricia Funk y Jon Bailey (Walthill, Nebraska: Center for Rural Affairs, 2000), p. 6.

* N.T. Fundador del Kentucky Fried Chicken.

* N.T. Se refiere a la obra Piss Christ del fotógrafo Andrés Serrano.

2. Ben J. Wattenberg, Values Matter Most: How Republicans or Democrats or a Third Party Can Win and Renew the American Way of Life (Nueva York: Free Press, 1995). Como muchos pensadores del Contragolpe, Wattenberg apoyó incondicionalmente la Nueva Economía durante un período breve de tiempo a finales de los noventa.

3. Este incumplimiento continuo de las promesas es discutido por el columnista progresista del Washington Post E. J. Dionne en Why Americans Hate Politics, pero es también una cuestión muy molesta entre los propios conservadores. David Frum, por ejemplo, se queja de que Ronald Reagan podría haber abolido la discriminación positiva “con unas cuantas firmas”. Pero nunca lo hizo. Frum, Dead Right(Nueva York, Basic Books, 1994), p.72. La traición de Reagan en el tema del aborto es algo más que un asunto delicado en el núcleo duro de los conservadores. Ver The True and Only Heaven: Progress and its Critics de Christopher Lasch (Nueva York, Norton,1991), p. 515.

4. En efecto, anular el siglo veinte es, hablando en términos generales, el objetivo manifiesto de la corriente del diseño inteligente (creacionismo), que ha perseguido este propósito atacando la teoría de la evolución darwiniana. El famoso documento sobre las “cuñas” o temas culturales polémicos que publicó el movimiento en 1999 a través del Centro para la Renovación de la Ciencia y la Cultura del Discovery Institute, afirma que “las consecuencias sociales del materialismo han sido desastrosas”. Como ejemplos, el documento cita “los enfoques modernos en el derecho penal, la responsabilidad por los daños causados por productos defectuosos y la asistencia social”, además de “los programas coercitivos del gobierno”. Todo esto puede eliminarse, sugieren los autores, con un ataque estratégico al evolucionismo. Como el documento sigue explicando, “estamos convencidos de que para derrotar al materialismo debemos cortarlo de raíz. Esa raíz no es otra que el materialismo científico. Esta es precisamente nuestra estrategia. Si vemos la ciencia materialista predominante como un árbol gigantesco, nuestra estrategia pretende funcionar como una ‘cuña’ que, aunque sea relativamente pequeña, pueda partir el tronco cuando se aplique a sus puntos más débiles... La teoría del diseño inteligente promete revocar el dominio sofocante de la visión materialista y reemplazarlo por una ciencia acorde con creencias cristianas y teístas”. El documento de la teoría de la “cuña” puede encontrarse en numerosos sitios de Internet; uno de ellos es http://www.discovery.org/csc/TopQuestions/wedgeresp.pdf.

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"OVER THE RAINBOW" *

CÓMO LOS ULTRACONSERVADORES CONQUISTARON EL CORAZÓN DE ESTADOS UNIDOS

Por Slavoj Žižek, 2008

Apéndice a "¿QUÉ PASA CON KANSAS?" (Thomas Frank)
Traducción Mireya Hernández Pozuelo
 

 

El enigmático espectáculo de un suicidio colectivo a gran escala siempre resulta fascinante. Pensemos en los cientos de seguidores de la secta de Jim Jones que ingirieron, obedientes, veneno en su campamento de la Guyana. En el terreno económico, eso mismo está sucediendo hoy en Kansas. Ése es el objeto de este excelente libro de Thomas Frank. La sencillez de su estilo no debe impedir que veamos su análisis político afilado como una cuchilla. Fijando su atención en Kansas, cuna de la revuelta populista conservadora, Frank describe con acierto la paradoja fundamental de su construcción ideológica: el desfase, la falta de cualquier conexión cognitiva, entre los intereses económicos y las cuestiones “morales”. Si ha habido alguna vez un libro que deba leer quien esté interesado en las extrañas torsiones de la política conservadora de hoy, ése es ¿Qué pasa con Kansas?

¿Qué sucede cuando la oposición de clase de base económica (agricultores pobres y obreros contra abogados, banqueros y grandes empresas) se traspone/codifica como la oposición entre los honrados trabajadores cristianos y buenos americanos por un lado, y los progresistas decadentes que beben café a la europea y conducen coches extranjeros, defienden el aborto y la homosexualidad, se burlan del sacrificio patriótico y del estilo de vida sencillo y “provinciano”? El enemigo es visto como el progre que quiere minar el estilo de vida auténticamente americano por medio de intervenciones federales (desde la integración de los escolares negros hasta obligar a enseñar el evolucionismo darwiniano y las prácticas sexuales perversas). Así, el principal interés económico es el de liberarse del Estado fuerte que carga de impuestos a la población que trabaja duro para financiar sus intervenciones reguladoras: el programa económico mínimo es “menos impuestos, menos normas”.

Ataques evangélicos

Desde la perspectiva habitual de una búsqueda ilustrada y racional de los intereses personales, la incongruencia de esta posición ideológica es evidente. Los conservadores populistas están votando literalmente por su propia ruina económica. Menos impuestos y menos regulación significan más libertad para las grandes empresas que están quitando el mercado a los agricultores empobrecidos. Menos intervención estatal significa menos ayudas federales a los pequeños agricultores, etc. A los ojos de los populistas evangelistas norteamericanos, el Estado es un poder ajeno y, junto con la ONU, un agente del Anticristo: restringe la libertad del cristiano creyente, lo libera de la responsabilidad moral de la autodeterminación y, de ese modo, mina la moralidad individualista que hace de cada uno de nosotros el arquitecto de su propia salvación. ¿Cómo hacer cuadrar esta idea con la inaudita expansión del aparato estatal bajo el gobierno Bush?

 

A los ojos de los populistas evangelistas norteamericanos, el Estado es un poder ajeno y, junto con la ONU, un agente del Anticristo: restringe la libertad del cristiano creyente, lo libera de la responsabilidad moral de la autodeterminación y, de ese modo, mina la moralidad individualista que hace de cada uno de nosotros el arquitecto de su propia salvación

 

No es sorprendente que las grandes empresas estén encantadas de aceptar esos ataques evangelistas contra el Estado, cuando el Estado trata de regular la concentración de medios de comunicación, de imponer restricciones a las empresas energéticas, de reforzar las normas contra la contaminación atmosférica, de proteger la naturaleza, de limitar la tala de árboles en parques nacionales, etc. Es una ironía extrema de la historia que un individualismo radical sirva de justificación ideológica del poder sin límites de lo que la enorme mayoría de las personas percibe como un gran poder anónimo que, sin control público democrático alguno, regula sus vidas.

 

Es una ironía extrema de la historia que un individualismo radical sirva de justificación ideológica del poder sin límites de lo que la enorme mayoría de las personas percibe como un gran poder anónimo que, sin control público democrático alguno, regula sus vidas

 

Por lo que se refiere al aspecto ideológico de su lucha, Thomas Frank dice una obviedad que, a pesar de serlo, necesita ser dicha: los populistas están librando una guerra que no puede ser ganada. Si los republicanos efectivamente prohibiesen el aborto, prohibiesen la enseñanza de la evolución, sometieran a la regulación federal a Hollywood y a la cultura de masas, ello se traduciría inmediatamente no sólo en su derrota ideológica sino en una depresión económica a gran escala en los Estados Unidos. El resultado es, por ello, una debilitante simbiosis: aunque esté en desacuerdo con la agenda moral populista, la clase dirigente tolera esta “guerra moral” como medio de controlar a las clases inferiores, es decir, como medio que permite a esas clases expresar su propia rabia sin que sus intereses económicos se vean afectados. Eso significa que la guerra cultural es una guerra de clase, pero desplazada, en contra de lo que piensan los que creen que vivimos ya en una sociedad sin clases. 

 

aunque esté en desacuerdo con la agenda moral populista, la clase dirigente tolera esta “guerra moral” como medio de controlara las clases inferiores, es decir, como medio que permite a esas clases expresar su propia rabia sin que sus intereses económicos se vean afectados

 

De todos modos, eso no hace más que volver más impenetrable aún el enigma: ¿cómo es posible ese desplazamiento? La respuesta no se halla en la “estupidez” ni en la “manipulación ideológica”. Es evidente que no basta con decir que las primitivas clases inferiores sufren el lavado de cerebro de los aparatos ideológicos y que, por ello, no son capaces de identificar sus verdaderos intereses. Al menos deberíamos recordar que hace unos decenios la propia Kansas fue cuna de un populismo progresista en los Estados Unidos y la gente no se ha vuelto más estúpida en los últimos decenios. Tampoco basta con proponer la “solución Laclau”: no existe una conexión “natural” entre una determinada posición socioeconómica y la ideología que la acompaña, por lo que no tiene sentido hablar de “engaño” ni de “falsa conciencia”, como si existiera una norma que estableciera la conciencia ideológica “adecuada” inscrita en la misma situación socioeconómica “objetiva”. Toda construcción ideológica es el resultado de una lucha hegemónica para establecer/imponer una cadena de equivalencias, una lucha cuyo resultado es por completo contingente y no está garantizado por ninguna referencia externa como la “posición socioeconómica objetiva”.

Lo primero que hay que señalar es que hacen falta dos para librar una guerra cultural. La cultura también es el argumento ideológico dominante de los progresistas “ilustrados cuya política se centra en la lucha contra el sexismo, el racismo y el fundamentalismo y a favor de la tolerancia multicultural. La cuestión clave es, por tanto, la de por qué la “cultura” está emergiendo como nuestra categoría central acerca de la vida y del mundo. Nosotros ya no creemos “de verdad”, sino que nos limitamos a seguir (algunos de) los ritos y costumbres religiosas como signo de respeto por el “estilo de vida” de la comunidad a la que pertenecemos (judíos no creyentes que respetan las reglas de alimentación kosher “por respeto a la tradición”, etc.). “En realidad no creo, pero es parte de mi cultura” parece ser la modalidad predominante de la fe abandonada/dislocada característica de nuestro tiempo: aunque no creamos en Papá Noel, en diciembre hay un árbol de Navidad en cada casa e incluso en lugares públicos. Cultura” es el nombre que damos a todas aquellas cosas que hacemos sin creer de verdad en ellas, sin “tomárnoslas en serio.

La segunda cosa a señalar es que, mientras profesan la solidaridad con los pobres, los progresistas codifican una cultura de guerra con un mensaje de clase opuesto. Con mucha frecuencia, su batalla por la tolerancia multicultural y por los derechos de la mujer marca la posición opuesta a la intolerancia, el fundamentalismo y el sexismo patriarcal de los que se acusa a las “clases inferiores”. Su modo de resolver esta confusión es focalizar sobre términos de mediación cuya función es ocultar las verdaderas líneas divisorias. El modo en el que se utiliza la “modernización” en la reciente ofensiva ideológica es ejemplar. Se empieza por construir una oposición abstracta entre los “modernizadores” (los que suscriben el capitalismo global en todos sus aspectos, económicos y culturales) y los “tradicionalistas” (los que se oponen a la globalización). En esa categoría de los–que–se–resisten se incluye a continuación a todos, desde los conservadores tradicionalistas y la derecha populista hasta la vieja izquierda (los que siguen defendiendo el Estado del bienestar, los sindicatos, etc .).

 

su batalla por la tolerancia multicultural y por los derechos de la mujer marca la posición opuesta a la intolerancia, el fundamentalismo y el sexismo patriarcal de los que se acusa a las “clases inferiores”. Su modo de resolver esta confusión es focalizar sobre términos de mediación cuya función es ocultar las verdaderas líneas divisorias

 

Esta categorización capta una parte de la realidad social (pensemos en la coalición de la Iglesia y los sindicatos que impidió en Alemania en 2003 la apertura dominical de los comercios). Sin embargo, no basta con decir que esa “diferencia cultural” atraviesa todo el terreno social, dividiendo estratos y clases diferentes. No basta con decir que esa oposición puede combinarse con otras oposiciones (por lo que podríamos tener una resistencia conservadora a la “modernización” global capitalista fundada en los “valores tradicionales”, y conservadores en lo moral que suscriben plenamente la globalización capitalista).

El hecho de que la “modernización” no haya funcionado como clave para la totalidad social significa que se trata de una noción universal “abstracta” y la apuesta del marxismo es que sólo existe un antagonismo (“lucha de clases”) que “sobre determina” a todos los demás y sirve así de “cemento universal” de todo el campo. La lucha feminista puede hallar sentido si se engarza con la lucha por la emancipación de las clases inferiores, o bien puede funcionar (y desde luego funciona) como un instrumento ideológico con el que las clases medias y altas afirman su superioridad sobre las clases inferiores “patriarcales e intolerantes. Y aquí el antagonismo de clase parece estar “doblemente inscrito”: es la específica constelación de la propia lucha de clases la que explica porqué las clases superiores se han apropiado de la batalla feminista. Lo mismo vale para el racismo: es la propia dinámica de la lucha de clases la que explica por qué el racismo directo es fuerte entre los trabajadores blancos de las clases inferiores.

 

(La lucha Feminista) funciona como un instrumento ideológico con el que las clases medias y altas afirman su superioridad sobre las clases inferiores “patriarcales e intolerantes

 

La tercera cosa de la que hay que tomar nota es la diferencia fundamental entre la lucha feminista/antirracista/antisexista y la lucha de clases. En el primer caso, el objetivo es traducir el antagonismo en diferencia (coexistencia “pacífica” de sexos, de religiones, de grupos étnicos), mientras que el objetivo de la lucha de clases es precisamente el contrario, es decir, “radicalizar” la diferencia de clases para transformarla en antagonismo de clase. Por eso la serie raza–género–clase oculta la diferente lógica del espacio político en el caso de la clase: mientras la batalla antirracista y la antisexista se guían por la búsqueda del pleno reconocimiento del otro, la lucha de clases trata de vencer y someter, incluso aniquilar, al otro. Aunque no se trate de una aniquilación física directa, la lucha de clases tiende a la aniquilación del rol y la función sociopolítica del otro. En otras palabras, aunque sea lógico decir que el antirracismo quiere que a todas las razas se les permita afirmar y desarrollar libremente sus objetivos culturales, políticos y económicos, no tiene evidentemente sentido decir que la lucha del proletariado tiene por objetivo permitir a la burguesía afirmar plenamente su identidad y sus objetivos sociales... En un caso se trata de una lógica “horizontal” de reconocimiento de identidades diferentes mientras que, en el otro, se trata de la lógica del combate contra un antagonista.

 

es el fundamentalismo populista el que conserva esta lógica del antagonismo, mientras que la izquierda progresista sigue la lógica del reconocimiento de las diferencias, de la neutralización de los antagonismos haciendo coexistir las diferencias

 

Aquí, paradójicamente, es el fundamentalismo populista el que conserva esta lógica del antagonismo, mientras que la izquierda progresista sigue la lógica del reconocimiento de las diferencias, de la neutralización de los antagonismos haciendo coexistir las diferencias. Las campañas de la base conservadora y populista han hecho suya la vieja posición de la izquierda radical de la movilización y la lucha contra la explotación de las clases altas. Esta inesperada inversión sólo es una de una larga serie.

En los Estados Unidos de hoy, los papeles tradicionales de los demócratas y los republicanos casi se han invertido: los republicanos gastan los dineros del Estado generando déficits récord, construyendo de hecho un Estado federal fuerte y desarrollando una política de intervencionismo global, mientras los demócratas defienden una política fiscal rigurosa que, bajo el gobierno Clinton, llegó a abolir el déficit público. Hasta en la delicada esfera de la política socioeconómica, los demócratas (lo mismo vale para Blair en el Reino Unido) suelen desarrollar el programa neoliberal que busca la abolición del Estado del bienestar, la reducción de los impuestos, las privatizaciones, mientras que Bush ha propuesto una medida radical de legalizar la situación de millones de trabajadores clandestinos mejicanos y ha hecho más accesible la asistencia sanitaria a los jubilados. El caso extremo es el de los grupos survivalistas del Oeste de los Estados Unidos. Aunque su mensaje ideológico sea el del racismo religioso, todo su modo de organización (pequeños grupos ilegales que combaten contra el FBI y otras agencias federales) los convierte en un inquietante doble de los Panteras Negras de los 60.

 

En los Estados Unidos de hoy, los papeles tradicionales de los demócratas y los republicanos casi se han invertido: los republicanos gastan los dineros del Estado generando déficits récord, construyendo de hecho un Estado federal fuerte y desarrollando una política de intervencionismo global, mientras los demócratas defienden una política fiscal rigurosa que, bajo el gobierno Clinton, llegó a abolir el déficit público

 

Así pues, no sólo debemos rechazar el fácil desprecio progresista por los fundamentalistas populistas (o, peor aún, el lamento paternalista por lo manipulados que están), sino que debemos rechazar los términos mismos de la guerra cultural. Aunque, como es lógico, un representante de la izquierda radical debería apoyar, en el contenido concreto de gran parte de las cuestiones en disputa,  la posición progresista (a favor del aborto, contra el racismo y la homofobia), no se debe olvidar que, a largo plazo, es el fundamentalista populista, y no el progre, el que constituye nuestro aliado. Con toda su rabia, los populistas no están lo bastante rabiosos: no son lo bastante radicales para percibir la conexión entre el capitalismo y la decadencia moral que deploran.

Pensemos en el malvado lamento de Robert Bork acerca de nuestra “inclinación hacia Gomorra”: La industria del ocio no está imponiendo la depravación a un público americano reticente. La demanda de decadencia está ahí. Eso no disculpa a los que venden ese material degenerado, como la demanda de crack no disculpa al traficante. Pero debemos recordar que el error está en nosotros mismos, en la naturaleza humana no limitada por fuerzas externas”.

¿Sobre qué se funda, exactamente, esa demanda? Aquí es donde Bork muestra su cortocircuito ideológico. En vez de señalar con su dedo la lógica misma del capitalismo que para sostener su expansión debe crear demandas nuevas, y admitir entonces que al combatir la decadencia consumista se está combatiendo una tendencia que se halla en el corazón mismo del capitalismo, sitúa el problema en la “naturaleza humana” que, dejada a sus anchas, acaba por querer la depravación y necesita por ello un control y una censura constantes: “La idea de que los hombres son criaturas naturalmente racionales y morales sin necesidad de fuertes limitaciones externas se ha deshecho con la experiencia. Existe un creciente mercado que pide a gritos depravación y lucrativas industrias dedicadas a ofrecerla”.

Inversión progre

Un punto de vista como ése representa, sin embargo, una dificultad para los guerreros de la cruzada moral contra el comunismo, dado que los regímenes comunistas de la Europa del Este fueron derribados por los tres grandes antagonistas del conservadurismo: la cultura juvenil, los intelectuales de la generación de los 60 y los trabajadores que seguían creyendo en la solidaridad frente al individualismo.

Ese fantasma reaparece en Bork: en una conferencia, hizo una referencia en tono de desaprobación a la actuación de Michael Jackson en la Super Bowl en la que se puso la mano en la entrepierna. “Otro orador me contestó con aspereza que precisamente el deseo de poder asistir a ese tipo de espectáculos de la cultura americana fue el que hizo caer el muro de Berlín. Esa me parece una razón tan buena como cualquier otra para levantar de nuevo el muro.” Aunque Bork sea consciente de lo paradójico de la situación, es evidente que no ve su aspecto más profundo.

Pensemos en la definición de Jacques Lacan de la comunicación lograda: yo recupero del otro mi mensaje en su (verdadera) forma invertida. ¿No es eso lo que les está sucediendo hoy a los progresistas? ¿No están, tal vez, recuperando su propio mensaje de los populistas conservadores en su forma verdadera/invertida? En otras palabras, ¿no son los populistas conservadores el síntoma de los progresistas ilustrados tolerantes?

 

¿no son los populistas conservadores el síntoma de los progresistas ilustrados tolerantes?

 

El inquietante y ridículo redneck de Kansas que despotrica furioso contra la corrupción progresista, ¿no es acaso la misma figura en la que el progre se encuentra con la verdad de su propia hipocresía? Así pues, tendremos que ir (por citar la canción más famosa sobre Kansas, Over the rainbow del Mago de Oz) más allá del arco iris, más allá de la coalición arco iris de las luchas sobre cuestiones parciales, la predilecta de los progresistas radicales, y tener el valor de buscar un aliado en aquél que aparece como el enemigo extremo del progresismo tolerante.

 

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Nota: Publicado en Il manifesto, 7 de octubre de 2004. Traducción al castellano de Manuel Aguilar Hendrickson. Se publicó en el número202 de El Viejo Topo (enero, 2005).

 

 

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