«COBARDÍA, MADRE DE CRUELDAD», por Montaigne

El beneficio de unos es perjuicio de otros

Michael de Montaigne

Ensayos

El ateniense Demades condenó a un hombre de su ciudad, cuyo oficio era vender las cosas necesarias para los entierros, so pretexto de que de su comercio quería sacar demasiado provecho y de que tal beneficio no podía alcanzarlo sin la muerte de muchas gentes. Esta sentencia me parece desacertada, tanto más, cuanto que ningún provecho ni ventaja se alcanza sin el perjuicio de los demás; según aquel dictamen habría que condenar, como ilegítimas, toda suerte de ganancias. El comerciante no logra las suyas sino merced a los desórdenes de la juventud; el labrador se aprovecha de la carestía de los trigos; el arquitecto de la ruina de las construcciones; los auxiliares de la justicia, de los procesos querellas que constantemente tienen lugar entre los hombres; el propio honor y la práctica de los ministros de la religión débese a nuestra muerte y a nuestros vicios; a ningún médico le es grata ni siquiera la salud de sus propios amigos, dice un autor cómico griego, ni a ningún soldado el sosiego de su ciudad, y así sucesivamente. Más aun puede añadirse: examínese cada uno en lo más recóndito de su espíritu, y hallará que nuestros más íntimos deseos en su mayor número, nacen y se alimentan a costa de nuestros semejantes. Todo lo cual considerado, me convence de que la naturaleza no se contradice en este punto en su marcha general, pues los naturalistas aseguran que el nacimiento, nutrición y multiplicación de cada cosa tiene su origen en la corrupción y acabamiento de otra.

 

Nan, quodcumque suis mutatum finibus exit

continuo hoc mors est illius, quod fuit ante.

No sé quién fascina mis tiernos corderillos con su mirada maligna.

VIRGILIO, Églog., III. 103. (N. del T.)

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Obstupui, stoteruntque comae, et vox faucibus haesit.
El pesado buey quisiera llevar la ligera silla; el caballo tirar del arado.

HORACIO, Epíst., I, 14, 43. 

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Cobardía, madre de crueldad

Michael de Montaigne

Ensayos

 

 

Muchas veces oí decir que la cobardía engendra la crueldad, y en efecto, la experiencia nos muestra que el rigor y agriura del valor brutal perverso e inhumano, va generalmente unido a la femenina blandura. Yo he visto muchos hombres de la ferocidad más rabiosa sujetos a las lágrimas por fútiles causas. Alejandro, tirano de Pheres, no podía soportar en el teatro la representación de obras trágicas, temiendo que sus ciudadanos le vieran gemir a la vista de las desdichas de Andrómaca y Hécuba; y sin embargo aquel hombre sin entrañas hacía matar con crueldad refinada multitud de gentes todos los días. ¿Es la debilidad de alma la que los trueca así en sensibles hasta el extremo? El valor, cuyo efecto es ejercerse contra la resistencia,

 

Nec nisi bellantis gaudet cervice juvenei 

Cuando el público alza los pulgares hay que morir para congraciarse con él.

JUVENAL, III, 36. (N. del T.)

 

detiénese cuando el enemigo se encuentra ya indefenso; mas la pusilanimidad, por aparentar lo que no existe, hallándose incapacitada para ejercer la resistencia, encarnizase con la víctima cebándose en su sangre. De los asesinatos que siguen a las victorias son ordinariamente autores el pueblo y los oficiales subalternos; y lo que hace horrores increíbles en las guerras en que toman parte gentes de baja estofa es que éstas se muestran aguerridas y enfurecidas sólo para ensangrentarse y despedazar los cadáveres a sus pies, no sintiéndose capaces de valor distinto:

 

Et lupus, et turpes instant morientibus ursi,

et quaecumque minor nobilitate fera est

Le agrada sacrificar una víctima que opone resistencia.

CLAUDIANO, Epíst., ad Hadrianum. (N. del T.)

 

de la propia suerte que los perros miedosos muerden y desgarran en las casas las pieles de las fieras a quienes no osaron atacar en los campos. ¿Cuál es la causa de que al presente todas nuestras luchas sean mortíferas, y cuál el origen de que habiendo reconocido nuestros padres algún grado en la venganza, nosotros comencemos siempre por el último, dando principio por matar? ¿Qué significación podemos dar a esta costumbre si no es declarar que constituye la más exquisita de las cobardías? 

 

 

Reconocen todos que suponen bravura y menosprecio más grande el derrotar al enemigo que el acabar con él, el hacerle morder el polvo que el hacerle morir. El apetito de venganza se sacia así mejor, y es mayor el contento que el agraviado recibe, pues éste no tiende sino a mostrar la propia superioridad; por eso no atacamos a un animal o a una piedra cuando nos molestan, porque son incapaces el uno y la otra de experimentar nuestro desquite. Matar a un hombre, es ponerle al abrigo de nuestras ofensas. De la propia suerte que Bias gritaba a un sujeto perverso: «Sé que tarde o temprano verás purgadas tus malas obras, sentiré sólo el no verlo», y que compadecía a los orcomenos porque el castigo que Licisco impuso a los autores de la traición contra ellos cometida llegó cuando ya nadie existía de los que habían sido las víctimas, los cuales debían saborear el placer de la pena, igualmente es de lamentar la venganza cuando aquel contra quien se emplea pierde la ocasión de sufrirla pues como el vengador quiere verla para alcanzar satisfacción, precisa igualmente que el vengado la vea también para recibir disgusto y arrepentimiento. «Arrepentirase», decimos; y por haberle disparado un pistoletazo en la cabeza, ¿hemos de creer que se arrepienta? Lo contrario es lo que sucede; y si nos fijamos un poco, veremos que el moribundo nos hace muecas al caer en tierra, muy lejos de arrepentirse. Prestámosle con la muerte el más preciado de todos los servicios de la vida, que consiste en hacerle acabar pronto o insensiblemente. Nosotros quedamos vivos para guarecernos como los conejos, trotar y huir ante los esbirros de la justicia que nos persiguen, mientras el muerto permanece en cabal reposo. El matar es provechoso para vengar la ofensa que se nos inferirá; supone más bien temor que bravura; más precaución que valor; defensa, mejor que ataque. Así que, matando divertimos el fin de la venganza verdadera, que es el cuidado de nuestra honra. Tememos que si el enemigo sale vivo de la lucha vuelva de nuevo a la carga. Obramos, al hacer que sucumba, en beneficio propio, no contra quien nos ofendió. 

En el reino de Narsinga ese recurso está en desuso; allí no son sólo las gentes de guerra quienes dilucidan sus querellas con la espada en la mano, sino también las civiles. El rey no escatima el campo a quien quiere batirse, y asiste a la lid cuando ésta tiene lugar entre personas principales, obsequiando al vencedor con una cadena de oro; mas para conquistar el galardón puede el primero que así lo tenga a bien entrar en liza con el que lo lleva, y por haber salido con lucimiento en un encuentro queda pendiente de otro el brazo del combatiente. 

Si como más fuertes estuviéramos seguros de acorralar a nuestro enemigo, domándolo a nuestro sabor, entristeceríanos el que nos escapara, y al morir no hace otra cosa. Queremos vencer, pero con mayor seguridad que honra, y para ello buscamos más el fin que la gloria en el modo como dirimimos nuestra querella. 

Asinio Polio, varón digno y por lo mismo menos excusable, incurrió en desafuero análogo, pues habiendo escrito muchas injurias contra Planco, aguardó a que éste muriera para publicarlas. Fue esta acción lo mismo que hacer un corto de mangas a un ciego, o lanzar pullas a un sordo; fue ofender a un hombre sin sentimiento antes que incurrir en el riesgo de su resentimiento. Por eso se dijo refiriéndose a él «que era más bien propio de los espíritus malignos el luchar con los muertos». Quien aguarda a ver muerto al autor cuyos Aristóteles escritos quiere combatir, ¿qué declara sino su espíritu débil y pendenciero? Contaban a que alguien había maldicho de su persona: «Que haga más, repuso el filósofo, que me sacuda, siempre y cuando que yo me encuentre ausente.» 

Nuestros padres se desquitaban de una injuria desmintiéndola; de una calumnia, con un golpe, y así por este orden. Eran sobrado valerosos para tener miedo a su adversario, vivo y ultrajado. Nosotros temblamos de pánico mientras le vemos en pie; y que esto sea la verdad pregónalo el hecho de nuestra bonita práctica diaria, la cual nos induce a perseguir a muerte lo mismo a quien nos ofendió que a quien ofendimos. Constituye también una especie de cobardía el acompañarnos en nuestros combates personales de una, dos o más personas para que nos presten auxilio. En lo antiguo luchaban solos los dos adversarios; sus contiendas eran duelos, hoy son encuentros y batallas. La soledad metió miedo a los primeros que idearon el llevar gente consigo, quum in se cuique minimum fiduciae esset, pues, naturalmente, cualquiera que sea la compañía que nos agregamos, siempre nos conforta y alivia ante el peligro. Echábase mano antiguamente de terceras personas para impedir el desorden y la deslealtad, y para que testimoniaran sobre el resultado de la lucha. Mas desde que esta costumbre impera, desde que el testigo mismo se lanza al combate, quienquiera que a serlo es invitado no puede, honrosamente procediendo, limitarse al papel de espectador por temor de que su conducta se atribuya ausencia de afección o a sobra de cobardía. Aparte de la injusticia y fealdad que acompañan al hecho de encomendar la protección de vuestro honor a un valor y a una fuerza que no sean los vuestros, creo ve que en ello existe desventaja para el hombre que plenamente confía en sí mismo, soldando así su ventura o desventura con las de un segundo. Cada cual por sí mismo corre riesgo sobrado y tiene bastante que hacer con asegurarse en su propia fuerza para la defensa de su vida sin encomendar a otras manos cosa tan cara, pues si expresamente no se acordó lo contrario, forman los cuatro combatientes una partida estrechamente unida, y si vuestro segundo cayó por tierra los otros dos se os echan encima y con ello, no proceden sin razón. Y si acusáis de falaz ese proceder no os engañaréis; como también lo es el cargar hallándose bien armado contra un hombre cuya mano blande un trozo de espada, o estando fuerte lanzarse sobre un hombre ya mal herido. 

 

Dos equipos preparados para participar en un torneo. Tomado del Tratado de la forma y las reglamentaciones de un torneo, de Renato de Anjou, rey de Nápoles, que compendiaba las normas entonces al uso en Francia, Alemania, Flandes y Brabante. (Torneos Medievales)

 

Pero no importa; si así alcanzasteis ventaja en el combate, podéis serviros de esos medios sin ningún escrúpulo. La disparidad y desigualdad no se pesan ni consideran sino a partir del comienzo de la lucha; en lo que después se sigue apelad a vuestra buena o mala estrella. Aun cuando tengáis que luchar solo contra tres adversarios por haberse dejado matar vuestros dos compañeros, en ello no recibís engaño, del propio modo que tampoco obraría yo falazmente en un encuentro guerrero atravesando con mi espada al enemigo a quien viese sobre uno de los nuestros, sirviéndome de una ventaja semejante. La naturaleza de la sociedad implica que allí donde la lucha tiene lugar entre ejército contra ejército, como aconteció cuando el duque de Orleans desafió al rey Enrique de Inglaterra, combaten ciento contra ciento, trescientos contra otros tantos, como los argianos contra los lacedemonios; tres contra tres, como los Horacios contra los Curiacios. La multitud de cada parte no es considerada mas que como  un hombre solo: allí donde hay compañía son grandes el azar y la confusión de la lucha. 

Asísteme interés personal en este razonamiento, pues mi hermano el señor de Matecoulom fue invitado en Roma a secundar a un gentil hombre a quien apenas conocía, el cual era demandado por la persona ofendida. La casualidad hizo que en este combate mi hermano tuviera enfrente a un hombre que le era más cercano y conocido: ¡quisiera yo que sensatamente se me hiciera ver lo fundamental de estas decantadas leyes del honor que con tanta frecuencia chocan y trastornan las de la razón! Luego de haberse deshecho de su cuasi amigo, viendo a los dos principales adalides de la querella en pie y con resistencia cabal, lanzose en alivio de su compañero. ¿Qué menos podía hacer? ¿Había de permanecer con los brazos cruzados contemplando cómo moría, si así la suerte lo hubiera decidido, la persona en cuya defensa había luchado? Lo que hasta entonces había hecho no había contribuido todavía a un resultado definitivo; permanecía aún indecisa la querella. La cortesía que puede y en realidad debe dispensarse al enemigo cuando se le redujo a una situación desventajosa, no veo modo de que sea dable practicarla al depender de ella el interés ajeno. Allí donde no es más que uno que coadyuva al auxilio de otro, donde no es vuestra la disputa, la voluntad está comprometida. Por eso mi hermano no podía ser justo ni cortés en perjuicio de la persona a quien prestara su concurso, razón por la cual fue muy luego libertado de las prisiones de Italia por virtud de una repentina y solemne recomendación de nuestro rey. ¡Indiscreta nación la nuestra! ¡No nos contentamos con propalar por el mundo los vicios y locuras que se nos conocen; precísanos todavía que vayamos a los países extranjeros para hacerlos ver a lo vivo! Colocad a tres franceses en los desiertos de Libia, y no estarán juntos ni siquiera un mes sin hostigarse y arañarse. Diríase que nuestra peregrinación por extrañas tierras va sólo encaminada a procurar a los habitantes de otros pueblos el placer de contemplar nuestras tragedias; y ocurre con sobrada frecuencia que se las mostramos a gentes que se gozan de nuestros males y se burlan de nosotros. En Italia aprendemos el oficio de espadachines y lo ejercemos a expensas de nuestras vidas antes de haberlo acabado de aprender. Precisaría, sin embargo, siguiendo el orden de una buena disciplina, que la teoría precediera a la práctica, de suerte que así torcemos nuestro aprendizaje:

Primitiae juvenis miserae, bellique propinqui

dura rudimenta!

El lobo y el oso infame y otras tierras de las menos nobles son las que se ensañan con la presa moribunda.

OVIDIO, III, 5, 35. (N. del T.)

 

Bien sé yo que es éste un arte útil para el fin que con él se persigue (en el duelo sostenido en España por dos príncipes primos hermanos, dice Tito Livio, el más viejo venció al más joven por su destreza y habilidad en el ejercicio de las armas, sobrepujando fácilmente las mal gobernadas fuerzas de su contrincante), y cuyo conocimiento, según he tenido ocasión de ver por, experiencia abultó el ánimo de algunos más allá de los justos límites, pero rigorosamente hablando no puede llamarse fortaleza, puesto que con la maestría alcanza su fundamento y busca distinto apoyo que el de las propias fuerzas. El honor de los combates consiste en la emulación del valor, no en la de la ciencia de manejar una espada, por eso he visto a alguno de mis amigos, conocido por su renombre en este ejercicio, elegir en sus querellas las armas que lo desposeyeran por completo de toda ventaja, echando mano de aquellas en que la fortuna pende sólo de la casualidad y serenidad de ánimo, a fin de que su victoria no se achacase a su esgrima, sino a su valor. En mi infancia la nobleza rechazaba el dictado de esgrimidora excelente, considerándolo como injurioso, y para aprenderlo se escondía como de sutil oficio que contradice la fortaleza verdadera e ingenua:

Non sehivar, non parar, non ritirarsi

voglion costor, né quí destrezza ha parte;

non danno i colpi or finti, or pieni, or searsi:

Odi le spade orribilmente urtarsi

a mezzo il ferro; il piè d'orma non parte:

sempre è il piè fermo, e la man sempre in moto;

ne scende taglio in van, né punta a voto

No quieren esquivar, parar, ni huir; la destreza está ausente de su combatir; sus heridas no son simuladas, directas; ni oblicuas: el furor y la cólera les arrancan las lecciones del arte. Oíd el sonido terrible de sus espadas, que se entrechocan; sus pies permanecen siempre fijos, siempre inmóviles, mientras sus manos no cesan de agitarse: unas veces con el corte y con la punta otras siempre sus acometidas son certeras.

TORCUATO TASSO, Gerusal. liberata, c. XII estancia 55. (N. del T.)

 

El tiro al blanco, los torneos, los combates en cercado, la imagen de las luchas guerreras, eran los ejercicios a que nuestros padres se consagraban. El otro es tanto menos noble cuanto no va encaminado sino a un fin puramente personal que nos enseña a realizar nuestra propia ruina contraviniendo las leyes de la justicia, y que de todas suertes ocasiona siempre perjuicios indudables. Es mucho más digno y conveniente ejercitarse en aquello que consolida, no en lo que trastorna la disciplina de los pueblos; en lo que se relaciona con la pública seguridad y gloria colectivas. El cónsul Publio Rutilio fue el primero que instruyó al soldado en el manejo de las armas por ciencia y destreza, el que hermanó el arte con el vigor, mas no para aplicarlo al servicio de privada contienda, sino para la guerra y engrandecimiento del pueblo romano; ejercicio beneficioso al pueblo y a la ciudad. A más del ejemplo de César, que en la batalla de Farsalia ordenó a sus tropas que disparasen principalmente sobre el rostro de los jinetes de Pompeyo, mil otros caudillos idearon estratagemas diversas, nuevas formas de atacar y defenderse conforme fue exigiéndolo la naturaleza de la situación en que se vieron. Así como Filopómeno renegó de la lucha en que personalmente sobresalía porque los preparativos que en ella se empleaban eran distintos a los que son propios de la disciplina militar, en la cual sólo consideraba digno que las gentes de honor se ejercitaran, así también creo yo que esa maestría a que los miembros se amoldan, esos ejercicios y movimientos a que se habitúa la juventud en esta nueva escuela, no son solamente inútiles, sino más bien contrarios y perjudiciales en el combate de la guerra; por eso se emplea comúnmente en éste a los que reciben instrucción distinta y están peculiarmente destinados a ella. Y he observado además que apenas se reconocía lícito que un caballero hecho al manejo de la espada y el puñal pudiera formar parte de la caballería, ni que otro ofreciera llevar puesta la coraza en vez de blandir el acero. Digno es también de considerarse que Láchez, en el diálogo de Platón así nombrado, hablando de un aprendizaje en el manejo de las armas conforme el nuestro, dice que nunca vio que de tal escuela saliera ningún gran hombre de guerra, y menos todavía entre los más aventajados en aquélla. Entre nuestros esgrimidores la experiencia nos muestra que no se ve ni uno distinguido. Por lo demás, todo bien medido y aquilatado, podemos sentar que lo que exigen una y otra son talentos que no guardan entre sí correspondencia ni relación. Cuando Platón discurre sobre la educación de los jóvenes de su ciudad prohíbelos ejercitarse en el arte del manejo de los puños, que Amyco y Epeio habían introducido en Grecia, así como el de luchar, que establecieron Anteo y Cercyo, porque el fin de ambos difiere de lo que a la juventud adiestra en el combate bélico, y en nada contribuyen a él. Pero veo que voy desviándome un poco de mi tema. 

El emperador Mauricio soñó que uno de sus soldados llamado Focas, había formado el designio de matarlo, y de lo mismo fue advertido además por varios pronósticos. Informado por su yerno Filipo sobre la naturaleza, condiciones y costumbres de su futuro asesino, supo entre otras cosas que era hombre cobarde y pusilánime; en vista de lo cual el emperador concluyó al instante, que efectivamente debía ser hombre sangriento y cruel. Lo que a los tiranos convierte en sanguinarios es el cuidado de su seguridad. Su corazón cobarde no les suministra otro medio de asegurarse que no sea la exterminación de los que pueden ofenderlos. Acaban hasta con las mujeres, temiendo ser arañados: 

Cuncta ferit, dum cuneta timet

Castiga a todo el mundo porque a todo el mundo le teme.

CLAUDIANO, in Eutrop., I, 182. (N. del T.)

 

Ejecútanse las primeras crueldades por el gozo que procuran. Muy luego engendran el temor de una venganza justa que da margen a una serie de crueldades nuevas, para ahogar las unas con las otras. Filipo, rey de Macedonia, el que tantas cuestiones tuvo que solventar con el pueblo romano, agitado por el horror de las muertes cometidas bajo su mandato, no pudiendo deshacerse de todas las familias que en diversas épocas había ofendido, determinó apoderarse de todos los hijos de aquellos a quienes había dado muerte para de día en día ir aniquilándolos unos tras otros, consolidando así su reposo. 

Sienta bien hablar de hermosas acciones, sea cual fuere el lugar donde se las coloque. Yo, que pongo mayor interés en el peso y utilidad de las cosas que en el orden y enlace de las mismas, no debo reparar en citar aquí, aunque parezca un poco descarriada, una bellísima historia. Cuando éstas son tan ricas por su peculiar hermosura que aisladas pueden suficientemente mantenerse al extremo de un cabello, esto me basta para sujetarlas a mi relación. 

 

 

Entre las personas sacrificadas por Filipo hubo un hombre llamado Heródico, príncipe de los tesalios. Después de él hizo morir a sus des yernos cada uno de los cuales había dejado un hijo de corta edad: Teoxena y Arco se llamaban sus viudas. Teoxena no pudo contraer segundas nupcias a causa de las persecuciones continuas de que era objeto. Arco casó con Poris, el primero por su rango entre todos los enianos, con quien tuvo muchos hijos a los cuales dejó huérfanos y en la infancia. Movida Téoxena por maternal caridad hacia sus sobrinos, con el fin de protegerlos y educarlos, contrajo con Poris segundas nupcias; mas como llegara la proclamación del edicto real, desconfiando de la crueldad de Filipo al par que de la barbarie de sus satélites para con la hermosa y tierna juventud que acogiera bajo su manto, declaró que la daría muerte con sus propias manos antes que hacer de ella entrega a los esbirros de Filipo. Asustado Poris con esta protesta terminante, le prometió ocultarlos trasladándolos a Atenas bajo la custodia de unos amigos fieles. Así las cosas, al matrimonio sirvió de pretexto para alejarse una fiesta anual que se celebraba en Enia en honor de Eneas. Luego que hubieron presenciado las ceremonias y asistido al banquete público, por la noche deslizáronse en un navío preparado de antemano para ganar país por mar; pero como sucediera que el viento les fue contrario encontráronse al día siguiente a la vista de la tierra de donde partieron y fueron seguidos de cerca por los guardianes de los puertos; al ver los fugitivos que les daban ya casi alcance, Poris se esforzaba para aligerar la marcha para alcanzar la libertad, mientras Teoxena, furiosa de amor y venganza, lanzose en la determinación primera, hizo provisión de armas y veneno, y presentando ambas cosas a la vista de las criaturas, díjolas: «¡Ea, hijos míos, la muerte es ya el único remedio de que logréis vuestra defensa y vuestra libertad; los dioses nos favorecen con su justicia santa; esas espadas desnudas y esas copas rebosantes os franquean la entrada del sucumbir; valor! Y tú, hijo mío, que eres el más crecido, empuña este acero para morir de muerte más noble.» Teniendo de un lado una tan vigorosa consejera y del otro los enemigos prestos ya a lanzarse sobre ellos, cada cual corrió furioso hacia el arma que encontraba más cercana, y todos medio muertos fueron arrojados al mar. Altiva Teoxena de haber tan gloriosamente trabajado en aras de la seguridad de todos sus hijos y estrechando ardientemente a su marido entre sus brazos: «Síganlos a esos muchachos, amigo mío, le dijo, y gocemos con ellos de la misma sepultura»; y manteniéndose así enlazados se precipitaron en las ondas, de suerte que el barco fue conducido a la orilla vacío de sus dueños. 

Los tiranos, para lograr las dos cosas juntas: matar y hacer sentir su cólera, emplearon todos los recursos de que fueron capaces a fin de prolongar la muerte. Quieren que sus enemigos se vayan, mas no tan presto que no les quede espacio para saborear su venganza: a lo cual su poderío no alcanza, porque, si los tormentos son violentos, necesariamente han de ser cortos; si se prolongan, no los consideran bastante rudos, y hétemelos obligados a buscar nuevas y crueles torturas. La antigüedad nos muestra mil ejemplos de ello, casi estoy por creer que sin pensarlo retenemos nosotros alguna traza de barbarie semejante. 

Todo cuanto va más allá de la simple muerte téngolo por crueldad refinada. Nuestra justicia no puede prometerse que aquel a quien el temor de morir y de ser decapitado o ahorcado no preserva de cometer el crimen, deje de realizarlo por la idea del fuego lento, de las tenazas o de la rueda. Merced a lo horroroso de las penas, los lanzamos en la desesperación, porque ¿en qué estado puede hallarse el alma de un hombre que durante veinticuatro horas aguarda su fin magullado por una rueda o, a la usanza antigua, clavado en una cruz? Refiere Josefo que durante las guerras de los romanos en Judea, pasando por el sitio en que habían crucificado a algunos judíos tres días antes, reconoció a tres de sus amigos y obtuvo licencia para trasladarlos de lugar. Dos de, ellos murieron, según cuenta, y el otro vivió todavía después.  

Chalcondile, hombre digno de crédito, en las memorias que dejó de las cosas acontecidas en su tiempo y cerca de él, refiere como suplicio extremo el que con frecuencia ejecutaba el emperador Mahomet, que consistía en cortar a los hombres en dos partes por la mitad del cuerpo, en el lugar del diafragma, de un solo golpe de cimitarra, por donde acontecía que muriesen como de dos muertes a un tiempo. Veíase, dice a un testigo, una y otra porción del organismo llenas de vida, agitarse largo tiempo después de separadas, acosadas por el tormento. No creo yo que haya sufrimiento grande en este movimiento. Los suplicios más horribles de contemplar no son siempre los más duros de sufrir. Como más atroz considero el tormento que otros historiadores refieren, realizado por el mismo Mahomet contra unos señores epirotas: hízolos desollar con lentitud tan sibaríticamente inhumana que la vida de las víctimas prolongose quince días en esa angustia. 

También estos dos otros suplicios fueron crueles: Creso, habiendo logrado apoderarse de un noble, favorito de Pantaleón, su hermano, llevole a la casa de un batanero donde le hizo raspar, y cardar por medio de cardos y peines de los que no se usan en aquel oficio hasta que le vio morir. Jorge Sechel, capitán de los campesinos de Polonia, que so pretexto de la cruzada ocasionaron tantos males, vencido en batalla por el príncipe do Transilvania y hecho prisionero, fue durante tres días amarrado a un caballete, completamente desnudo y expuesto a los tormentos todos, que cada cual podía aplicarle a voluntad. Durante ese tiempo obligose a ayunar a algunos otros prisioneros, hasta que por fin, hallándose vivos todavía y viendo lo que en derredor suyo sucedía, diose a beber su propia sangre a su amado hermano Lucat, por la salvación del cual el martirizado rogaba que a él solo se atribuyeran los males que juntos habían realizado: luego su cuerpo sirvió de alimento a veinte de entre sus más favoritos capitanes, que lo desgarraron a dentelladas y se tragaron los pedazos. Lo que quedó, así como las partes interiores, cuando estaba ya muerto, fue puesto a hervir y de ello se obligó a comer a otras personas de su séquito.

 

 


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