LA REBELIÓN DE LA MULTITUD
“El juez es condenado cuando el culpable es absuelto” (Publilio Siro).
Tribunales atribulados
No voy a ser yo quien ratifique que en España existe y existió siempre lawfare, pero exclusivamente porque detesto los anglicismos. Sin embargo, la palabreja parece que ya está atribulando mucho en nuestros tribunales, y esa es buena señal para la democracia.
Los jueces están nerviosos y con razón, pues ya salen más en los papeles que los putones y putonas catódicos de Tele 5, que cada tarde venden sexualidad nociva e indignidad por un triste plato de diamantes.
Ya no son dioses anónimos, los jueces. Cada vez menos gente los observa como arcanos pontífices de la cieguita de la balanza. Ahora suena su sacerdocio tan a cerdo que se nos confunden las etimologías, y las sentencias y sumarios nos huelen a cuadra, a pienso rancio, a piel de patata podrida entre excrementos, a puerco que se zampa a un bebé en una novela de Cela.
Pero no nos pongamos tremendistas, cual el citado autor padronés, pues sé que mi crudelísima jefa me paga por haceros reír con vuestras hilarantes desdichas y desesperanzas. Y los jueces son una de ellas. El caso es que nuestros otrora intocables magistrados se están quedando sin amigos ni genuflexos. Ni siquiera el Partido Popular, tan de orden, los respeta ya.
El almirante Alberto Núñez Feijóo, que anda inquieto desde que el de las mudanzas le anunció que no le dejan entrar los muebles en Moncloa, ha enviado los navíos de su marcial y dorada Armada contra las costas del Tribunal Constitucional. «Genera inseguridad en los ciudadanos y en mi formación política», brama.
El gallego de pupilas dilatadas por el sol de Andalucía no lo dice porque no sabe hablar inglés, pero está acusando al TC de lawfare sin ser muy consciente, como ese personaje de Torrente Ballester que se asusta al conocer a un psiquiatra porque no quiere que lo quiten de loco, que se vive muy bien.
Feijóo empieza a vivir muy bien como sintecho monclovita, cómodo en su papel de loco que se inventa IRPF y conjuras judiciales, pero sin decir nunca lawfare, no vaya a ser que los jueces se le pongan bravíos y descubran quién es Eme Punto Rajoy y dónde fueron a parar los contratos de la Xunta con su batelero narco.
Pero, por mucho que se haga el loco, la acusación contra el TC ya está hecha, y los jueces son muy suyos y conscientes de que ahora incluso los denigra públicamente el Partido Popular.
El PSOE tomó ese mismo camino no hace mucho, menos preocupado porque tiene menos delincuentes, cuando Pedro Sánchez, en plan salvaje, dijo en vísperas de la pasada Navidad que «no hay caso más paradigmático de lawfare que el secuestro del Poder Judicial por el PP».
Creíanse nuestros jueces que la inexistencia del lawfare era un dogma, como el terraplanismo cristiano, y que si los de Podemos, BNG, ERC, Bildu y Junts lo denunciaban bastaba con arrojarlos inquisitorialmente a la hoguera y someterlos al potro bajo la complacida mirada de los dos grandes partidos, cómplices y sobreseídos o prescritos cuando hacía falta devolver cortesías. Ahora parece que todo eso se ha acabado.
Aun a riesgo de que la izquierda de la izquierda etiquete a este anarquista en alguna de sus facciones de ideas abelianas y modales cainitas, diré que esto del canguelo de los jueces, como tantas otras cosas (fin del bipartidismo, reconcienciación social, feminismo valkirio, primer gobierno de coalición de nuestra democracia…) se lo debemos a Podemos, un partido que por edad, si fuera un niño, estaría en el ciclo medio de educación primaria y lamiendo chupachúps. Diez añitos tiene, y sus dientes todavía deberían ser diminutas ferocidades.
La costumbre era sospechar del reo antes que descreer al juez
Pero, ya en 2016, a sus dos años de vida, Podemos consiguió que el juez Santiago Alba fuera suspendido por delitos de prevaricación, cohecho, falsedad documental, revelación de secretos y negociaciones prohibidas a funcionarios.
Alba había conspirado junto al ministro de Industria de Mariano Rajoy, José Manuel Soria, para acabar a base de falacias con la carrera política de la diputada de Podemos Victoria Rosell. La imputó y ella abandonó la política activa, siguiendo el código ético de los morados, y renunció a presentarse a las elecciones. Su foto amaneció en todas las portadas y noticiarios durante meses como más que presunta culpable. Los medios de la derecha se cebaron con ella y su familia, y muchos de izquierda estaban tan atónitos que tampoco encontraban argumentos para certificar su inocencia. Su rápida renuncia alimentó la percepción social de que algo raro había, pues aquí no dimite ni el dios de los ateos. Pero aún no habíamos importado lo del lawfare (maldito anglicismo) y la costumbre era sospechar del reo antes que descreer al juez.
Hoy el juez Salvador Alba está en la cárcel, condenado a seis años y medio. Soria se fue de rositas. No se sabe cuántos votos perdió Podemos con las desconfianzas. Los jueces corruptos no se asustaron mucho y volvieron a sus cuidados y prevaricaciones. El lawfare aún no era popular, y no somos conscientes de las cosas hasta que les ponemos nombre.
Siempre he sospechado que si Victoria Rosell no fuera también jueza, jamás hubiera ganado aquella batalla. Y hoy estaría con su bolso de piel marrón, sus zapatos de tacón y su vestido de domingo viendo pasar los trenes. Porque eran cacerías de podemitas sin mayor trascendencia social.
Ahora, con esto de las denuncias de lawfare incluso desde el más rancio bipartidismo, se nos pone podemita hasta Alberto Núñez Feijóo, que cornea con su centralidad beata a los togados del Constitucional. Y el presidente socialista arremete contra el CGPJ. Falta Vox, que no tardará tampoco, pues Fiscalía ya ha abierto investigación contra Santi Abascal por delitos de odio. Si un juez acepta el envite, ya hablará Eduardo Inda (recién imputado) de lawfare contra la ultrafachería y será el acabose. Tribulación en los tribunales. Yo creo que nuestros altos magistrados deberían ir pidiendo amparo a los servicios jurídicos de Ciudadanos, que es el único apoyo que les queda.
Ahora, con esto de las denuncias de lawfare incluso desde el más rancio bipartidismo, se nos pone podemita hasta Alberto Núñez Feijóo, que cornea con su centralidad beata a los togados del Constitucional. Y el presidente socialista arremete contra el CGPJ.

*******
LOS SANTOS INOCENTES
No se trata de un cuento sádico, sino de una advertencia. Quizás aún no sea tarde. Por eso publicaremos este fragmento de un cuento, salvado de la hoguera donde arden nuestras ilusiones y esperanzas, que deseo fervientemente no ver convertido en realidad.
El trasfondo del cuento no nos pareció entonces muy relevante. Por ello, tardamos en darnos cuenta de que si lo era. Nos faltaba información. Ahora ya no nos falta.
La Justicia es una necesidad humana. La Injusticia, prolongada en el tiempo, deshumaniza. Y estamos, como sociedad, muy avanzados en el camino de la deshumanización.
No nos sentimos ya seres humanos, sino marionetas manipuladas por poderes sombríos, en manos de los muy pocos, que se han impuesto, a lomos de la Impunidad, sobre la sociedad que formamos todos, que ahora no parece más que una sociedad que engloba, indistintamente, víctimas y victimarios, que intercambian, de manera aparentemente aleatoria, sus papeles. En un bucle infinito.
No nos sentimos ya seres humanos, sino marionetas manipuladas por los poderes, en manos de los muy pocos, que se han impuesto, a lomos de la Impunidad, sobre la sociedad que formamos todos, que ahora no es más que una sociedad de víctimas y victimarios, indistintamente.
*******
LA REBELIÓN DE LA MULTITUD
Matar o morir, no importa
La multitud se agrupaba en los alrededores de la Audiencia Provincial, distribuyéndose en grupos, cada uno alrededor de un orador. Sin organización, los habitantes de la pequeña capital de provincia, se congregaron espontáneamente a las puertas del edificio donde se juzgaba a sus vecinos, que habían denunciado la terrible corrupción político-judicial que estaba destruyendo la ciudad; y a sus habitantes.
Denunciantes, cuya resplandeciente inocencia no había agrietado la solidez de una corrupción judicial al servicio de quienes están robándonos la vida, políticos corruptos, ahora disfrazados de Jueces y Fiscales, que querían condenarlos para hacer callar -por miedo- a las multitudes, incapaces de soportar más corrupción, más humillaciones, más miseria.
Al acercarse a cada corrillo, se iban escuchando las soflamas de los anónimos ciudadanos que, por fin, sin el filtro de los medios de desinformación, podían escuchar y hablar con libertad. Sorprendentemente, no había discusiones entre ellos. Cuando hablaba uno, los demás escuchaban, sin críticas, que no significaba aquiescencia, sino respeto. Allí no había políticos. No se atrevían a aparecer.
En uno de los corrillos empezaban a juntarse padres a los que sus hijos les habían sido robados. Judicialmente robados. Se escuchaban frases sueltas, del estilo “Los que nos han robado a nuestros hijos, son los que acusan a otros de robar niños”. “No tengo nada más que perder; sólo me queda una esperanza: la de vengarme de todos ellos”. “Pena de muerte para las autoridades corruptas”. “Muerte en las plazas públicas; lapidados por nosotros, sus víctimas”. «Euro a Euro, nos están robando la vida, como antes nos robaron nuestros hogares«.
“Han robado a mis hijos”. “Han asesinado a mis padres”.
“No tengo nada más que perder; sólo me queda una esperanza: la de vengarme de todos ellos”.
“Pena de muerte para las autoridades corruptas”.
“Muerte en las plazas públicas; lapidados por nosotros, sus víctimas”.
“No son jueces, son verdugos”.
“Euro a Euro, nos están robando la vida, como antes nos robaron nuestros hogares”.

A veces se escuchaban aplausos en alguno de los corrillos, que veía crecer su número al incorporase, curiosas, gentes que estaban en otros grupos.
Pero allí no había “talleres de abrazos” ni nada parecido. Había una excitación creciente, igual que el número de ciudadanos congregados. Excitación que deambulaba hacia la ira, anunciando un estallido incontrolable de todos aquéllos que habían estado, durante décadas, sufriendo silenciosamente las injusticias decididas por las Organizaciones Político-Criminales que los extorsionan cada día. Cada día durante décadas.
En el corrillo en el que los padres a los que les habían sido robados su hijos proclamaban su voluntad de acabar con la corrupción primero, con los corruptos más tarde, no había provocadores. No había sistémicos antisistemas de opereta. Solo había una ira que crecía dentro de cada corazón, “lista para la cosecha”.
Y el día de la cosecha parecía haber llegado. Sin embargo, poco a poco pareció que los ánimos se iban calmando. Pero en realidad se había dado paso a una introspección de la que la multitud, de manera unánime, se iba convirtiendo en masa, sin individuos, sin razón; plena de una emoción que crecía y crecía, alimentada por sí misma.
Y se despertaba iracunda, dispuesta a tomar su futuro en sus propias manos, en una catarsis colectiva en la que las multitudes de individuos se iban convirtiendo en una única voluntad común: DESTRUIR.
Fue entonces cuando todo se descontroló. Uno de los padres se puso a llorar mientras hablaba. Varios más se le unieron en el llanto. Comenzaron a gritar mirando al edificio judicial: “!Ladrones!”, “Corruptos, delincuentes que juzgan inocentes”, “Muerte a la injusticia, muerte a los corruptos”. «No son Jueces; son Verdugos«. Comenzaron a escupir a las puertas de la Audiencia. Y entonces todo cambió.
Uno de los Guardias Civiles que custodiaban el edificio se enfrentó a la multitud. Y la multitud se encrespó. Primero, le tiraron algunos objetos, pero luego uno de los ciudadanos le dio un puñetazo. Otros lo patearon hasta tirarlo en el suelo, ensangrentado. Y, entonces, alguien le cogió la pistola. Se hizo el silencio durante un minuto, que pareció eterno. De repente, se escuchó un disparo que alcanzó a uno de los ciudadanos que protestaban. Le había disparado, desde la puerta de la Audiencia, el otro Guardia Civil que custodiaba el edificio.
Al eco de la detonación le siguió el desplome de ciudadano herido, que cayó, ensangrentado, al suelo. El que le había quitado la pistola al agente disparó contra el Guardia Civil de la puerta, que se desplomó. En menos de un segundo, la multitud había entrado en el edificio judicial, comenzando a romperlo todo.
Algunos subieron por los ascensores, otros por las escaleras, y el resto se situó en las salidas del edificio, para que nadie pudiese salir de allí.
Los que subieron, corriendo, por las escaleras se juntaron con los que salían de los ascensores, en el último piso, y comenzaron a entrar en las dependencias judiciales. Un Juez se puso delante de una de las puertas para impedir el paso. La multitud lo subió sobre sus hombros, y lo tiraron por la ventana, con toga y puñetas. Se veía una mancha negra en el suelo, sobre un charco de sangre. La mancha –solo era eso, ya no era humano- no se movía.
A su alrededor, los ciudadanos enardecidos le gritaban e insultaban, hasta que algunos lo levantaron del suelo e, inerte como estaba, descargaron él toda su rabia acumulada durante décadas. El color negro fue desapareciendo. Todo se tiño de sangre.
El olor a sangre se adueñó del momento. El rojo ancestral se apoderó de la multitud. Apacibles amas de casa y tímidos oficinistas se transformaron en hordas de bárbaros sedientos de más sangre.
En las ventanas superiores del edificio se veían las caras, deformadas por el miedo, de Jueces, Fiscales, funcionarios y abogados. Esas caras, odiadas y odiosas, generaron una ola de ira en la multitud, que era imposible de controlar.
Un grupo de ciudadanos empezó a acumular madera y papel en la puerta del edificio, y otros les prendieron fuego. Con el incendio y el humo, Funcionarios, Fiscales y Jueces intentaron salir del edificio. Pero las salidas estaban bloqueadas. Los que habían cogido las pistolas comenzaron a dispararles, siendo aclamados por todos los allí congregados, que habían dejado de ser individuos para convertirse en parte de una masa humana multiforme, pero con un objetivo común: matar, destruir, incendiar. Todos a una.
¿Era una guerra civil lo que había comenzado?
¿Era el ansia de Justicia razón suficiente?
Los congregados, que ya casi sumaban la mayor parte de la población de la pequeña capital de provincias, enmudecieron a medida que las llamas se iban apagando, al igual que los gritos de quienes morían, abrasados por las llamas, allí.
Entre el silencioso crepitar de las llamas, que envolvían el edificio donde había estado la Audiencia Provincial, se escuchaba, al principio débilmente, un rumor que iba en crescendo. Cuando se hizo inteligible, se pudo escuchar una voz sollozando: “Han asesinado a nuestros padres. Nos obligaron a dejarlos morir solos, abandonados, en las Residencias”.
El rumor se convirtió en grito. “Han matado a nuestros padres”, se escuchaba por doquier.
El edificio en llamas era el pasado. El futuro inmediato eran los Partidos Políticos. La muchedumbre se desplazó a sus sedes. Cuando derribaron las puertas y entraron en las “casas de los partidos” -que era como llamaban a las Cuevas de Ladrones y homicidas, desde donde planificaban sus crímenes-, comprobaron que estaban vacías. Las oficinas habían sido abandonadas, dejando sillas tiradas por el suelo y cafés derramados sobre las mesas. Pero, en todas ellas, los ordenadores continuaban encendidos.
Pronto las impresoras comenzaron a escupir folios con nombres y direcciones. Los folios se repartieron, y la muchedumbre se dividió en grupos, que partieron en busca de los Ladrones, de los canallas que habían acabado con las Libertades de todos, a cambio de un plato de lentejas.
La situación, que comenzó de manera imprevista, aunque no fortuita, se hizo mucho más intensa. El recuerdo del olor a sangre y cuerpos quemados, lejos de amilanar a las multitudes, sirvieron para fortalecer su voluntad de hacer pagar a los Ladrones todos y cada uno de sus crímenes.
Comenzaron a volver los grupos que habían ido a buscar a los Ladrones. No llegaban con las manos vacías, sino ensangrentadas. Muchos traían a sus víctimas con ellos, a golpes, muchas veces tan brutales que los Ladrones no se volvían a levantar del suelo, y los dejaban allí tirados, dándoles patadas a su paso, con un rencor que había eliminado la humanidad en sus actos. Eran animales golpeando a otros animales. Pero los papeles habían cambiado. Los golpes no los recibían las gentes honestas, sino los canallas que habían destruido la ciudad, antaño próspera.
Fue entonces cuando comenzaron a llegar los vehículos militares. Era la hora decisiva. ¿Qué harían los soldados?
Chus






