“La mejor constitución del Estado será como el alma del cuerpo social, y despertará en los ciudadanos, sean sensatos o insensatos, aquellos sentimientos que llevan consigo la mayor utilidad del Estado, entre los que no se deben excluir ni siquiera la ambición, la envidia, la avaricia, y hasta los deseos de riquezas o de gloria, por mucho que la Ética y la Religión los condenen.
El buen gobierno puede componer con todas las pasiones y tonos del hombre “viejo” una hermosa sinfonía de orden y concordia para un mundo “nuevo”, que, a su vez, contribuirá poderosamente a regenerar y civilizar al hombre mismo.
Pero, me temo que muchos de los que se declaran demócratas hoy, como dijo Jefferson de la generación de jóvenes abogados nacidos después de la Independencia, no saben lo que significa ser progresista o republicano”.
Para Spinoza, la única vía por la que la gran masa de la Humanidad se podría aproximar lo más posible a la virtuosa y libre vida del sabio, consistiría en vivir bajo la guía de un Estado democrático y, aunque, como dijo, “está claro que podemos concebir varios géneros de Estado democrático”, empezó a describir (impidiéndole la muerte llevar a cabo su proyecto) aquél en el que tienen derecho a “elegir” y a “ser elegidos” para los cargos públicos “absolutamente todos los que únicamente están sometidos a las leyes patrias y son, además, autónomos y viven honradamente.”
[Otro día hablaremos de las excepciones que contemplaba, y que prueban que ni siquiera este gran filósofo demócrata estaba exento de algunos prejuicios de su época].
Esto era así, para el filósofo holandés, porque, según él, “la razón enseña a practicar la piedad y a mantener el ánimo sereno y benevolente, lo cual no puede suceder más que en el Estado”; además,
“también la justicia y la injusticia sólo son concebibles en el Estado”.
Por lo tanto, añade,
“hay que poner tales fundamentos al Estado, que de ahí se siga, no que la mayoría procuren vivir sabiamente (pues esto es imposible), sino que se guíen por aquellos sentimientos que llevan consigo la mayor utilidad del Estado”.
En ese sentido, sostenía que lo que engendra la concordia o acuerdo de los corazones -fin último del pacto social- tiene que ver con la justicia, la equidad y la honestidad o respeto a las buenas costumbres.
Y añadía:
“Suele también engendrarse la concordia, generalmente, a partir del miedo, pero en ese caso no es sincera. Añádase que el miedo surge de la impotencia del ánimo y, por ello, no es propio de la razón en su ejercicio”.
Así pues, del binomio miedo/esperanza, que lleva a los hombres al estado político, Spinoza descartó, para el arte del buen gobierno, el uso del miedo (una pasión triste), por considerarlo irracional, prefiriendo en su lugar la esperanza (una pasión alegre), dada la atracción general que todos los individuos sienten por ella. Así pues, me parece magnífica esa definición del derecho como “estabilización de las esperanzas”.
Por mi parte, no sueño con un utópico, por imposible, reinado de la razón, como hacían los alocados y homicidas jacobinos franceses, sino con
“organizar de tal forma el Estado, que todos, tanto los que gobiernan como los que son gobernados, quieran o no quieran, hagan lo que exige el bienestar común”.
Y para conseguirlo, me contentaría con asociar a unos cuantos patriotas amantes de la igualdad y la libertad, sean cuales sean los motivos que les muevan, con tal que digan el santo y seña de la democracia:
“No aceptaré nada que no sea ofrecido a los demás en iguales condiciones” (Walt Whitman).
Pero, por desgracia, me temo que, a muchos de los que se declaran demócratas hoy, les ocurre lo mismo que a la generación de jóvenes abogados americanos, que apareció tras la guerra de Independencia, de la que Jefferson dijo:
“Ellos, ciertamente, se consideran whigs (progresistas ingleses), porque ya no saben lo que significa ser whig o republicano”.
La mejor Constitución del Estado será como el alma del cuerpo social, y despertará en los ciudadanos, sean sensatos o insensatos, aquellos “sentimientos que llevan consigo la mayor utilidad del Estado”, entre los que no se deben excluir ni siquiera la ambición, la envidia, la avaricia, y hasta los deseos de riquezas o de gloria, por mucho que la Ética y la Religión los condenen. Porque la razón de ser de la democracia no consiste en el exterminio de los vicios privados, sino en su capacidad de convertir los “inevitables” vicios privados en las “necesarias” virtudes públicas.
El buen gobierno puede componer con todas las pasiones y tonos del hombre “viejo” una hermosa sinfonía de orden y concordia para un mundo “nuevo”, que, a su vez, contribuirá poderosamente a regenerar y civilizar al hombre mismo. En eso consiste, a mi entender, la ciencia política, o mejor dicho: el arte de gobernar bien.
Por eso me parece que, mientras no hayamos conseguido que “las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo, buscando todos a una la común utilidad”, seguirá siendo pertinente hablar de derecha e izquierda, gobierno de unos pocos y de todos, aristocracia y democracia, conservadurismo y liberalismo, gobierno en nombre del pueblo y autogobierno del pueblo. No porque la libertad y el bienestar sean exclusivos de un Estado democrático (una cosa es gobernar con legítimo derecho y otra gobernar muy bien), sino porque éste es más justo, equitativo y razonable, y el que más se acerca al estado de naturaleza y a los derechos racionales del hombre y del ciudadano.
Y, con tal que se consiga mantener a las mayorías dentro de los límites de la ley común, respetando los derechos de las minorías, la democracia será, sin duda, el sistema político más estable y perfecto del que los ciudadanos de todas las clases, ricos o pobres, cultos o incultos, hombres o mujeres, viejos o jóvenes, podamos jamás disfrutar. Pero, de momento, esto que tenemos en España no es auténtica democracia, ni es tampoco verdadera libertad.
Y, con tal que se consiga mantener a las mayorías dentro de los límites de la ley común, respetando los derechos de las minorías, la democracia será, sin duda, el sistema político más estable y perfecto.
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LA LIBERTAD O EL PROBLEMA VITAL DEL PORVENIR
“Llegó un momento en la marcha de las cosas humanas, en que los hombres cesaron de considerar como una necesidad de la Naturaleza el que sus gobernantes fuesen un poder independiente con intereses opuestos a los suyos.
Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen defensores o delegados suyos, revocables a voluntad.
Pareció que sólo de esta manera la humanidad podría tener la seguridad completa de que no se abusaría jamás, en perjuicio suyo, de los poderes del gobierno.
Lo que hacía falta ahora era que los gobernantes se identificasen con el pueblo; que su interés y su voluntad fuesen el interés y la voluntad de la nación.
La nación no tenía necesidad ninguna de ser protegida contra su propia voluntad.
No había que temer que ella misma se tiranizase.
Pero se llegó a pensar que la voluntad del pueblo significa, en realidad, la voluntad de la porción más numerosa y activa del pueblo, de la mayoría, o de aquellos que consiguieron hacerse aceptar como tal mayoría.
Por consiguiente, el pueblo puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y contra él son tan útiles las precauciones como contra cualquier otro abuso del poder.
La tiranía de la mayoría se incluye ya dentro de las especulaciones políticas como uno de esos males contra los que la sociedad debe mantenerse en guardia”.
El objeto de este ensayo no es el llamado libre albedrío, que con tanto desacierto se suele oponer a la denominada —impropiamente— doctrina de la necesidad filosófica, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y límites del poder que puede ser ejercido legítimamente por la sociedad sobre el individuo.
El objeto de este ensayo no es el llamado libre albedrío, que con tanto desacierto se suele oponer a la denominada —impropiamente— doctrina de la necesidad filosófica, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y límites del poder que puede ser ejercido legítimamente por la sociedad sobre el individuo: cuestión raras veces planteada y, en general, poco tratada, pero que con su presencia latente influye mucho sobre las controversias prácticas de nuestra época y que probablemente se hará reconocer en breve como el problema vital del porvenir.
LA LUCHA CONTRA LA TIRANÍA GUBERNAMENTAL SE BASA EN EL RECONOCIMIENTO DE LAS LIBERTADES O DERECHOS POLÍTICOS, Y EN LOS FRENOS CONSTITUCIONALES AL PODER EJECUTIVO
Lejos de ser una novedad, en cierto sentido viene dividiendo a la humanidad casi desde los tiempos más remotos; pero hoy, en la era de progreso en que acaban de entrar los grupos más civilizados de la especie humana, esta cuestión se presenta bajo formas nuevas y requiere ser tratada de modo diferente y más fundamental.
La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo más saliente de las épocas históricas que nos son más familiares en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra. Pero, en aquellos tiempos, la disputa se producía entre los individuos, o determinadas clases de individuos, y el gobierno. Se entendía por libertad la protección contra la tiranía de los gobernantes políticos. Éstos —excepto en algunas ciudades democráticas de Grecia—, aparecían en una posición necesariamente antagónica del pueblo que gobernaban.
Antiguamente, por lo general, el gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu, o una casta, que hacían emanar su autoridad del derecho de conquista o de sucesión, pero en ningún caso provenía del consentimiento de los gobernados, los cuales no osaban, no deseaban quizá, discutir dicha supremacía, por muchas precauciones que se tomaran contra su ejercicio opresivo. El poder de los gobernantes era considerado como algo necesario, pero también como algo peligroso: como un arma que los gobernantes tratarían de emplear contra sus súbditos no menos que contra los enemigos exteriores.
Tory vs Whig
Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por innumerables buitres, era indispensable que un ave de presa más fuerte que las demás se encargara de contener la voracidad de las otras. Pero como el rey de los buitres no estaba menos dispuesto a la voracidad que sus congéneres, resultaba necesario precaverse, de modo constante, contra su pico y sus garras. Así que los patriotas tendían a señalar límites al poder de los gobernantes: a esto se reducía lo que ellos entendían por libertad.
Y lo conseguían de dos maneras: en primer lugar, por medio del reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos políticos; su infracción por parte del gobernante suponía un quebrantamiento del deber y tal vez el riesgo a suscitar una resistencia particular o una rebelión general. Otro recurso de fecha más reciente consistió en establecer frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cuerpo cualquiera, supuesto representante de sus intereses, llegaba a ser condición necesaria para los actos más importantes del poder ejecutivo.
En la mayoría de los países de Europa, los gobiernos se han visto forzados más o menos a someterse al primero de estos modos de restricción. No ocurrió lo mismo con el segundo; y llegar a él o, cuando ya se le poseía en parte, llegar a él de manera más completa, se convirtió en todos los lugares en el objeto principal de los amantes de la libertad. Y mientras la humanidad se contentó con combatir uno por uno a sus enemigos y con ser gobernada por un dueño, a condición de sentirse garantizada de un modo más o menos eficaz contra su tiranía, los deseos de los liberales no fueron más lejos.
COMO LA VOLUNTAD DEL PUEBLO ES LA DE LA MAYORÍA, UNA PARTE DEL PUEBLO PUEDE DESEAR OPRIMIR AL RESTO, Y HAY QUE TOMAR LAS MISMAS PRECAUCIONES CONTRA ESA TIRANÍA COMO CON CUALQUIER OTRO ABUSO DE PODER
Sin embargo, llegó un momento en la marcha de las cosas humanas, en que los hombres cesaron de considerar como una necesidad de la Naturaleza el que sus gobernantes fuesen un poder independiente con intereses opuestos a los suyos. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen defensores o delegados suyos, revocables a voluntad. Pareció que sólo de esta manera la humanidad podría tener la seguridad completa de que no se abusaría jamás, en perjuicio suyo, de los poderes del gobierno.
Poco a poco, esa nueva necesidad de tener gobernantes electivos y temporales llegó a ser el objeto del partido popular, donde existía tal partido, y entonces se abandonaron de una manera bastante general los esfuerzos precedentes a limitar el poder de los gobernantes. Y como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder de la elección periódica de los gobernados, hubo quien comenzó a pensar que se había concedido demasiada importancia a la idea de limitar el poder. Esto último (al parecer) había sido un recurso contra aquellos gobernantes cuyos intereses se oponían habitualmente a los intereses del pueblo.
Lo que hacía falta ahora era que los gobernantes se identificasen con el pueblo; que su interés y su voluntad fuesen el interés y la voluntad de la nación. La nación no tenía necesidad ninguna de ser protegida contra su propia voluntad. No había que temer que ella misma se tiranizase. En cuanto que los gobernantes de una nación fuesen responsables ante ella de un modo eficaz y fácilmente revocables a voluntad de la nación, estaría permitido confiarles un poder, pues de tal poder ella misma podría dictar el uso que se debería hacer. Tal poder no sería más que el propio poder de la nación, concentrado, y bajo una forma cómoda de ejecución.
Consejos de Don Quijote a Sancho Panza
Esta manera de pensar, o quizá mejor, de sentir, ha sido la general entre la última generación de liberales europeos y todavía prevalece entre los liberales del continente. Los que admiten límites a la actuación del gobierno (excepto en el caso de gobiernos tales que, según ellos, no deberían existir) se hacen notar como brillantes excepciones entre los pensadores políticos del continente. Un modo semejante de sentir podría prevalecer también en nuestro país, si las circunstancias que le favorecieron en un tiempo no hubieran cambiado después.
Pero, en las teorías políticas y filosóficas, lo mismo que en las personas, el éxito pone de relieve defectos y debilidades que el fracaso hubiera ocultado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su propio poder, podría parecer axiomática si el gobierno popular fuera una cosa solamente soñada o leída como existente en la historia de alguna época lejana. Esta idea no se ha visto turbada necesariamente por aberraciones temporales semejantes a las de la Revolución francesa, cuyas piras fueron la obra de una minoría usurpadora, y que en todo caso no tuvieron nada que ver con la acción permanente de las instituciones populares, sino que se debieron sobre todo a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y aristocrático. Sin embargo, llegó un tiempo en que la República democrática vino a ocupar la mayor parte de la superficie terrestre, haciéndose notar como uno de los más poderosos miembros de la comunidad de las naciones.
A partir de entonces, el gobierno electivo y responsable se convirtió en el objeto de esas observaciones y críticas que siempre se dirigen a todo gran acontecimiento. Y se llegó a pensar que frases como “el poder sobre sí mismo” y “el poder de los pueblos sobre sí mismos” no expresaban el verdadero estado de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el que se ejerce, y el gobierno de sí mismo, de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí mismo, sino de cada uno por los demás. La voluntad del pueblo significa, en realidad, la voluntad de la porción más numerosa y activa del pueblo, de la mayoría, o de aquellos que consiguieron hacerse aceptar como tal mayoría. Por consiguiente, el pueblo puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y contra él son tan útiles las precauciones como contra cualquier otro abuso del poder.
EXISTE UN LÍMITE PARA LA ACCIÓN LEGAL DE LA SOCIEDAD SOBRE EL INDIVIDUO: ENCONTRARLO Y DEFENDERLO ES TAN IMPORTANTE PARA LA LIBERTAD COMO PROTEGERSE DEL DESPOTISMO POLÍTICO
Por esto es siempre importante conseguir una limitación del poder del gobierno sobre los individuos, incluso cuando los gobernantes son responsables de un modo regular ante la comunidad, es decir, ante la parte más fuerte de la comunidad. Esta manera de juzgar las cosas se ha hecho admitir sin casi dificultades, pues se recomienda igualmente a la inteligencia de los pensadores que a las inclinaciones de las clases importantes de la sociedad europea, hacia cuyos intereses reales o supuestos la democracia se muestra hostil. La tiranía de la mayoría se incluye ya dentro de las especulaciones políticas como uno de esos males contra los que la sociedad debe mantenerse en guardia.
Al igual que las demás tiranías, también esta tiranía de la mayoría fue temida en un principio y todavía hoy se la suele temer, sobre todo cuando obra por medio de actos de autoridad pública. Pero las personas reflexivas observaron que cuando la sociedad es el tirano —la sociedad colectivamente, y sobre los individuos aislados que la componen— sus medios de tiranizar no se reducen a los actos que ordena a sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta de hecho, sus propios decretos; y si ella dicta decretos imperfectos, o si los dicta a propósito de cosas en que no se debería mezclar, ejerce entonces una tiranía social mucho más formidable que la opresión legal: pues, si bien esta tiranía no tiene a su servicio tan fuertes sanciones, deja, en cambio, menos medios de evasión; pues llega a penetrar mucho en los detalles de la vida e incluso a encadenar el alma.
Arte gótico. Alegoría del mal gobierno, tiranía (detalle) · Ambrogio Lorenzetti
No basta, pues, con una simple protección contra la tiranía del magistrado. Y puesto que la sociedad tiende a imponer como reglas de conducta sus ideas y costumbres a los que difieren de ellas, empleando para ello medios que no son precisamente las penas civiles; puesto que también trata de impedir el desarrollo, y, en lo posible, la formación de individualidades diferentes; y como, por último, trata de modelar los caracteres con el troquel del suyo propio, se hace del todo necesario otorgar al individuo una protección adecuada contra esa excesiva influencia. Existe un límite para la acción legal de la opinión colectiva sobre la independencia individual: encontrar este límite y defenderlo contra toda usurpación es tan indispensable para la buena marcha de las cosas humanas como para la protección contra el despotismo político.
Pero si esta proposición no es discutible en términos generales, su lado práctico —es decir, dónde se ha de colocar ese límite y cómo hacer el compromiso entre la independencia individual y el control social— es tema sobre el cual casi todo está por hacer. Todo lo que da valor a nuestra existencia depende de la presión de las restricciones impuestas a las acciones de nuestros semejantes, ya que algunas reglas de conducta se han de imponer, en primer lugar, por la ley; y, en segundo lugar, por la opinión, en aquellos casos, muy numerosos, en que no es pertinente la acción de la ley.
El problema principal que se plantea en los asuntos humanos es saber cuáles han de ser esas reglas; pero, excepción hecha de algunos casos notables, la verdad es que se ha hecho muy poco por llegar a una solución. No hay dos países, ni dos siglos, que hayan llegado a la misma conclusión, y la conclusión de un siglo o de un país es materia de asombro para otro cualquiera. Sin embargo, las gentes de cada siglo y de cada país no han pensado que dicho problema sea más complicado de lo que lo es cualquier asunto en el que la humanidad ha estado siempre de acuerdo. Las reglas que han establecido son tenidas por evidentes y justificables en sí mismas. Esta ilusión, casi universal, es uno de los ejemplos de lo que puede la influencia mágica de la costumbre, que no es solamente, como dice el proverbio, una segunda naturaleza, sino que a menudo es considerada como la primera.
Las reglas que han establecido son tenidas por evidentes y justificables en sí mismas.
Esta ilusión, casi universal, es uno de los ejemplos de lo que puede la influencia mágica de la costumbre, que no es solamente, como dice el proverbio, una segunda naturaleza, sino que a menudo es considerada como la primera.
Filósofo y economista inglés, nacido en Londres, uno de los principales representantes del neoempirismo inglés del s. XIX. Tempranamente educado por su padre,James Mill(Stuart es apellido añadido en agradecimiento a un bienhechor de la familia), no frecuentó prácticamente la escuela, pero a los 14 años disponía ya de una educación clásica rigurosa. A los 16 años ingresa en la «East India Company», empresa en la que logra cargos de responsabilidad y en la que permanece hasta su disolución, en 1858. Rechaza un cargo oficial para asuntos exteriores de la India y es miembro del Parlamento durante el trienio 1865-1868. Vive entre Londres y Aviñón, donde había fallecido, durante un viaje por Francia, la que desde 1852 era su mujer, Harriet Taylor, con quien había convivido platónicamente y compartido intereses intelectuales desde 1831 y con quien se casó tres años después de que enviudara de su marido.
Muy influido filosóficamente por su padre y por las ideas de Bentham, cuyas obras, que le habían entusiasmado de joven, había contribuido a difundir -funda con su padre y Bentham, en 1821, una «Sociedad utilitarista», reemplazada tres años después por una «Sociedad de debate»-, tras una depresión sufrida a los veinte años, se interesa por las nuevas orientaciones que le llegan de lecturas de Wordsworth, Saint-Simon y A. Comte: a sus ideas de siempre y a la formación estrictamente intelectual recibida de su padre, añade una mayor apertura hacia la sensibilidad de sentimientos y a una mayor valoración de la dimensión social e histórica del conocimiento teórico y práctico.
James Mill, filósofo, historiador y economista escocés, padre de John Stuart Mill, natural de Northwater Bridge, Escocia. Amigo y discípulo de J. Bentham, colaboró en la sistematización y en la difusión del utilitarismo. Fue también amigo del economista David Ricardo, uno de los miembros del grupo de «filósofos radicales» adictos al utilitarismo. En su obra filosófica fundamental, Análisis de los fenómenos de la mente humana (1829), reelaboró la teoría de la asociación de ideas de Hume, que aplicó para explicar cómo, en ética, es posible superar el egoísmo individual para llegar a posiciones altruistas.
La filosofía de John Stuart Mill es, como consecuencia de todas estas influencias, una reelaboración de la tradición empirista y liberal inglesa, del utilitarismo y del espíritu positivista.
En el Sistema de lógica raciocinadora e inductiva(1843), obra que le dio una rápida y sólida fama, sostiene la tesis de que el empirismo y una filosofía basada en la experiencia obtienen mejores resultados, en orden a mejorar la sociedad, que cualquier otra. Frente a la teoría de la deducción clásica, basada en el silogismo, cuyo carácter de razonamiento circular ataca, sostiene que todo conocimiento llega por la experiencia, construye su propia teoría de la inducción, conocida como métodos o cánones de Mill y defiende la razonabilidad de la creencia en el principio de la uniformidad de la naturaleza. Distingue, además, entre leyes de la naturaleza, esto es, leyes causales, y meras leyes empíricas, que son generalizaciones de la experiencia.
En su tratado de lógica argumenta que la vida humana y social tampoco debería quedar excluida de los planteamientos científicos empíricos; aboga por la existencia de una nueva ciencia, que debería llamarse etología, y cuyo objeto habrían de ser las leyes de la sociedad. Y, adoptando la perspectiva de la ley de los tres estados de Comte, considera el estado actual como el estado especulativo de la humanidad, del que ha de surgir un conocimiento científico de la realidad social.
El conocimiento científico de las leyes empíricas que determinan la realidad humana y social es totalmente compatible con la intervención del hombre en los asuntos sociales y políticos y con la afirmación decidida de la libertad humana individual. En Los principios de la economía política (1848), hace de la distribución de la riqueza el problema fundamental de la economía política, y en Consideraciones sobre el gobierno representativo(1861), señala la característica esencial de la democracia, que es ser suficientemente representativa de las minorías; sólo así es mejor que cualquier gobierno monárquico o aristocrático. En Sobre la servidumbre de las mujeres (1869), destaca que uno de los fallos de representatividad está en no reconocer el derecho de voto a las mujeres; tesis sumamente bien recibida por las sufragistas de final de siglo.Sobre la libertad(1859) es otra de sus grandes obras, comparable a Sistema de lógica. La libertad de la que se ocupa es la libertad del individuo en sociedad, la de acción, que se exterioriza en libertad de pensamiento, expresión, asociación y el ejercicio de los demás derechos civiles, pero no aquella que supone defensa y protección del individuo frente a los abusos u opresión del poder -que se supone que ya ha de estar defendida en un estado democrático-, sino la que ahoga la «tiranía de la mayoría», o de la masa, o de la opinión dominante.
La cohesión moral que necesita una sociedad ha de provenir de la ética. La que propone Mill, en Utilitarismo(1863), es la ética del principio utilitarista, según el cual la bondad de una acción corresponde a la mayor cantidad de felicidad del mayor número posible de personas, y donde «felicidad» es presencia de placer y ausencia de dolor.
A las ideas de Bentham al respecto, añade Mill la de la cualidad del placer. Al egoísmo ético que supone el principio utilitarista, contrapone Mill, como contrapeso, la reflexión de que no hay felicidad propia sin la percepción de la felicidad de los demás. Representa esto la aportación del altruismo de Comte al principio utilitarista.
El empirismo epistemológico de Mill procede de Hume y de Berkeley; es fenomenista, por tanto. El conocimiento del hombre alcanza sólo los fenómenos. En este contexto, causa (que indaga justamente con sus «cánones» inductivos) es el «antecedente, o concurrencia de antecedentes, del que depende invariable e incondicionadamente el consecuente». De parecida manera, define la materia como «posibilidad permanente de sensación».
Tabla de contenidos1 PROHIBIDO PROHIBIR: INTRODUCCIÓN A «Sobre la Libertad», de John Stuart Mill2 1.-INTRODUCCIÓN A LA OBRA “SOBRE LA LIBERTAD”3 2.-CONCEPTO DE LIBERTAD4 3.-PROBLEMAS QUE PLANTEA LA APLICACIÓN DEL PRINCIPIO5 4.- SOBRE LA LIBERTAD, […]
Tabla de contenidos1 HIJOS E HIJAS DE LA VIDA2 Por Khalil Gibran3 Las lecciones que nos enseña la democracia occidental3.0.0.1 Es representativa3.0.0.2 La soberanía nacional3.0.0.3 Investidura3.0.0.4 La (devaluada) función democrática del Congreso de los Diputados4 […]
FILOSOFÍA “No presumo de haber hallado la mejor filosofía, pero sé que entiendo la verdadera” (Spinoza). «Nadie, repito, ha podido ver los hombres sin observar que, cuando prósperos viven, se jactan todos, aun los más ignorantes, […]
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