«Todo lo que él había creído y predicado, todo aquello por lo que había luchado durante cuarenta años le inundó el alma en marejada irresistible. El individuo no era nada, el Partido lo era todo».
Cuando el tema a tratar es novela y totalitarismo, 1984 de George Orwell suele llevarse todos los laureles. Pocos saben de la existencia –y el rol pionero– de El cero y el infinito (1940), la novela escrita por Arthur Koestler tras haber advertido en una celda franquista la estricta equivalencia que hay entre los principios rectores de nazis y comunistas. Seguidamente, referiremos los hechos y experiencias que motivaron a Koestler a escribir ese libro y las reacciones que su publicación mereció por parte de los abanderados de la izquierda francesa.
Arthur Koestler fue detenido por las tropas franquistas que tomaron Málaga el 9 de febrero de 1937. El periodista estaba en la mira del jefe de prensa de Franco porque en agosto del año anterior se había presentado en Sevilla con credenciales falsas y había logrado realizar una entrevista al general Queipo del Llano en la que el cabecilla del golpe militar admitía que las tropas sublevadas contra la República española contaban con el apoyo de los nazis y los fascistas. En una segunda incursión en España, Koestler había buscado en Madrid documentos que demostraban que la Alemania nazi había intervenido directamente en los preparativos del alzamiento de Franco. Ese material fue recaudado para defender la causa republicana ante la Sociedad de las Naciones. Además, parte del mismo fue publicado en L’ Espagne ensanglantée, un libro editado bajo la supervisión de Willi Münzenberg, jefe del Departamento de Agitación y Propaganda de la Komintern en Europa occidental y hombre designado por Moscú para estar a cargo de la campaña internacional a favor de los republicanos españoles.
La edición alemana de L’ Espagne ensanglantée salió a principios de enero de 1937; la francesa estaba en imprenta cuando Koestler recibió la orden de volver a territorio español por tercera vez. El gobierno republicano había organizado una agencia internacional de noticias. En Gran Bretaña se llamó Spanish News Agency; en Francia, Agence Espagne. El periodista de origen húngaro era uno de los dos primeros corresponsales de guerra en ser enviados por esa agencia. Se encargaría de cubrir el frente meridional desde Málaga. Antes de salir de París, recibió el encargo adicional de informar para el diario británico News Chronicle.
Arthur Koestler, preso en las cárceles de Franco
Koestler estuvo incomunicado durante cuatro días en la prisión de Málaga. El 13 de febrero fue trasladado a la prisión central de Sevilla, donde estuvo confinado tres meses en un calabozo de aislamiento, en la galería de los condenados a muerte. Su celda era la número 40. No fue golpeado ni torturado, pero fue testigo de las palizas y ejecuciones de otros reclusos. Al undécimo día de su arresto, el 19 de febrero, tres oficiales que se identificaron como miembros del Departamento de Prensa y Propaganda del general Franco se presentaron en la celda para informarle que estaba sentenciado a muerte por espionaje.
Se sabía culpable. Había incursionado en territorio enemigo mediante el engaño y había hecho todo lo posible para perjudicar a su causa. En L’ Espagne ensanglantée había acusado a los franquistas de cometer ciertas atrocidades aunque dudaba de la autenticidad de la documentación que había usado.
Las incursiones de Koestler a España habían sido ideadas por Willi Münzenberg y Otto Katz, su mano derecha, los creadores del «frente» comunista camuflado, la institución que habría de captar la adhesión del simpatizante liberal, del compañero de viaje progresista. No es casual que su arresto fuera objeto de una campaña sin precedentes. Hasta ese momento ni Hitler ni Mussolini se habían atrevido a ejecutar a los miembros de la prensa extranjera; a lo sumo, los habían expulsado de su territorio. Por consiguiente, el caso de Koestler representaba un paso más hacia la abolición de la libertad intelectual en una Europa asediada por el fascismo.
Gracias a las exigencias del Parlamento inglés y a la presión de la opinión pública europea, el periodista salvó su vida y recuperó su libertad en un canje de rehenes.
En la celda se había prometido que si llegaba a salir con vida escribiría sus memorias, pero antes de consumar ese proyecto quien fuera miembro del Partico Comunista alemán habría de escribir un corpus testimonial y de ficción de inestimable importancia política y notable calidad estética, como El cero y el infinito (1940).
Título fundacional de la novela política, El cero y el infinito relata el cautiverio y los interrogatorios a los que es sometido Nikolái Salmónovich Rubashov, figura pionera de la Revolución que ha sido acusado de contrarrevolucionario. A semejanza de algunos personajes de la vieja guardia bolchevique que habían ocupado cargos en la alta jerarquía soviética, como Karl Radek y Nikólai Bujarin, Rubashov está acusado de haber ejecutado actos de sabotaje industrial, de haber negociado con representantes de una potencia extranjera dispuesta a ayudar a la oposición para derrocar al régimen y de haber planeado el asesinato del Número Uno. Las estrategias de las que se valen los fiscales encargados de obtener la confesión consisten en producir el agotamiento por supresión del sueño, un método que genera en el acusado el temor de estar a punto de perder el equilibrio mental y un profundo anhelo de encontrar la oscuridad con los ojos abiertos, de no despertar nunca más. En la soledad de la celda, cuando logra sobreponerse a los efectos de ese método que hace desaparecer toda noción del sentido de la realidad, el viejo miembro del Partido trata de entender dónde reside el error lógico que conduce al proyecto revolucionario a un régimen donde el ideal del Estado socialista es mancillado.
El escritor estaba al tanto de los métodos empleados por la NKGV para obtener confesiones por su amiga Eva Weissberg, quien había sido arrestada en abril de 1936. Durante el año y medio que pasó en Lubianka (sede central de la NKGV) los funcionarios de la policía secreta soviética habían tratado de adiestrarla para representar el papel de pecadora arrepentida en el juicio que se preparaba contra Bujarin. Ella intentó suicidarse y fue liberada gracias a las gestiones realizadas por el cónsul austríaco.
Arthur Koestler en la inauguración de la Galerie Mokum el 11 de enero de 1969 – Eric Koch
El totalitarismo se apoderaba de Europa. Y quienes denunciaban los crímenes de la Alemania nazi, la Italia fascista y la España franquista optaban por el silencio cuando las atrocidades ocurrían en los países sometidos al régimen soviético. Consciente de lo que estaba pasando en el territorio sometido a la voluntad de Stalin –donde había estado entre julio de 1932 y abril de 1933–, Koestler sintió la imperiosa obligación de no ser cómplice pasivo de los verdugos de algunos amigos que tenía en Georgia, Ucrania, Azerbaiyán, Turkmenistán y Moscú. Lo que él había experimentado en territorio franquista no era muy diferente a lo que muchos padecían bajo la bota del sucesor de Lenin.
El cero y el infinito fue escrita en alemán, tardaría cuatro años en adquirir forma y sería la categórica manera como el autor se desvinculó del Partido Comunista. La novela sería editada originalmente por Jonathan Cape en Inglaterra en 1940 con el título de Darkness at Noon. No vendería muchos ejemplares pero es probable que haya sido leída por George Orwell. (Cuando los libros de historia de la Revolución empiezan a ser descatalogados y reemplazados, y los viejos recuerdos de los líderes revolucionarios muertos empiezan a ser reemplazados por recuerdos distintos, Rubashov advierte con ironía que lo único que le faltaba al Número Uno era ordenar la edición de números adulterados de viejos periódicos, una de las labores que desempeñará Winston Smith en 1984.)
La manera como reaccionaron los comunistas franceses ante la aparición de Le Zero et l’ Infini serviría para determinar la contundencia ética y política de la novela. Como se trataba del primer enjuiciamiento moral sobre el estalinismo publicado en Francia en la postguerra, los comunistas trataron de intimidar a los editores para que no la publicaran. Al no conseguirlo, compraron ediciones completas del libro y las destruyeron. Cuando las ventas superaron el cuarto de millón de ejemplares, atacaron al libro y a su autor en grandes mítines. Los niveles de intimidación llegaron a ser tan alarmantes que el traductor optó por ocultar su nombre valiéndose de un seudónimo y luego decidió que no se hiciese mención a su figura en posteriores ediciones.
La arremetida comunista abarcó desde amenazas de agresión física contra el autor hasta cuestionamientos académicos. Uno de los análisis más categóricos que mereciera el libro estuvo a cargo de Maurice Merleau-Ponty, quien le reprochó al novelista su incapacidad para entender que cualquier acción está permitida con tal de alcanzar la meta anhelada por Marx y Lenin. Basándose en el sólido dominio que poseía de la dialéctica marxista, el autor de Humanismo y terror (1947) llegó a afirmar lo siguiente:
La astucia, la mentira, la sangre derramada, la dictadura, se justifican si hacen posible el poder del proletariado, y en esa medida solamente. La política marxista es, en su forma, dictatorial y totalitaria. Pero esta dictadura es la de los hombres más puramente hombres, esta totalidad es la de los trabajadores de toda clase que vuelven a tomar la posesión de Estado y de los medios de producción (…) El leninista, puesto que persigue una acción de clase, abandona la moral universal, pero esta le será devuelta en el nuevo universo de los proletarios de todos los países.
Quizás uno de los grandes méritos de El cero y el infinito haya sido el haber obtenido esta declaración de principios de un auténtico intelectual de izquierda. Lo irónico del asunto es que, al asumir la estela de cadáveres dejada por los forjadores de la utopía proletaria como algo necesario, Merleau-Ponty exponía con absoluta nitidez el tipo de razonamiento que tipifica como genocidas los crímenes y atrocidades cometidos por los regímenes de derecha y que celebra con beneplácito esas mismas acciones cuando son realizadas enarbolando el estandarte de la Revolución marxista: la axiología del intelectual progre, un sistema de valores que se impuso a lo largo del siglo pasado y que prevalece en la actualidad.
*******
ALMAS INFLEXIBLES. El cero y el infinito, de Arthur Koestler
Arthur Koestler, con las manos atadas tras ser detenido en Málaga. John Hillelson Agency
Era un hombre bajito y fortachón, con una cara de pocos amigos, cuadrada y abrupta. No figuraba en la guía de teléfonos y a los candidatos al doctorado que preparaban tesis sobre él y se atrevían a llamar a su casa, en el barrio de Knightebridge, los despedía con brusquedad. Quienes lo divisaban, en las grises mañanas londinenses, bajo los árboles de Montpelier Square, paseando a un terranova peludo, se lo imaginaban un típico inglés de clase media, benigno y fantasmal.
En realidad, era un judío nacido en Hungría, en 1905, que había escrito parte de su obra en alemán y vivido de cerca los acontecimientos más notables de nuestro tiempo –la utopía del sionismo, la revolución comunista, la captura de Alemania por los nazis, la guerra de España, la caída de Francia, la batalla de Inglaterra, el nacimiento de Israel, los prodigios científicos y técnicos de la posguerra–, nacionalizado británico por necesidad. La sorpresa de sus vecinos, un día de 1983, con su muerte fue tan mayúscula como la de la empleada doméstica que los encontró a él y a su esposa Cynthia, sentados en la salita donde tomaban el té, pulcramente envenenados por mano propia. No estaban inválidos, eran prósperos. ¿Por qué se suicidaron? Porque él estaba enfermo y ambos habían decidido, fieles a los principios de Exit, la sociedad de la que Koestler era vicepresidente, partir de este mundo a tiempo, con dignidad, antes de perder las facultades, sin pasar por el innoble trámite de la decadencia intelectual y física. El gesto puede ser discutido, pero es difícil no reconocerle cierta elegancia.
El Apocalipsis doméstico de Montpelier Square pinta a Arthur Koestler de cuerpo entero: la vorágine que fue su vida y su propensión hacia la disidencia. Vivió nuestra época con una intensidad comparable a la de un AndréMalraux o un Hemingway y testimonió y reflexionó sobre las grandes opciones éticas y políticas con la lucidez y el desgarramiento de un Orwell o un Camus. Lo que escribió tuvo tanta repercusión y motivó tantas controversias como los libros y opiniones de aquellos ilustres intelectuales comprometidos, a cuya estirpe pertenecía. Fue menos artista que ellos, pero los superó a todos en conocimientos científicos. Su obra, por eso, ofrece una visión más variada de la realidad contemporánea que la de aquéllos.
Al mismo tiempo, es una obra más perecedera, por su dependencia de la actualidad. Se trata, en conjunto, de una obra periodística, en el sentido egregio que puede alcanzar este género gracias al talento y al rigor con que algunos escritores, como él, asumen la tarea de investigar, interpretar y relatar la historia inmediata. No escribió para la eternidad, sustrayendo del acontecer contemporáneo ciertos asuntos y personajes que, gracias a la fuerza persuasiva del lenguaje y a la astucia de una técnica, trascenderían su tiempo para alcanzar la inmortalidad de las obras maestras de la literatura.
Aunque, a veces, como en su libro más leído, Darkness at Noon, se disfrazaran de novelas, sus libros fueron casi siempre ensayos, o, más exactamente, panfletos, testimonios, documentos, manifiestos, en los que, amparado en una información copiosa, en experiencias de primera mano y a menudo dramáticas –como sus tres meses en una celda de condenado a muerte, en la Sevilla sometida a la férula del generalQueipo de Llano, durante la Guerra Civil– y una capacidad dialéctica poco común, atacaba o defendía tesis políticas, morales o científicas que estaban en el vértice de la actualidad. En su autobiografía dijo, con justicia:
“Arruiné la mayor parte de mis novelas por mi manía de defender en ellas una causa; sabía que un artista no debe exhortar ni pronunciar sermones, y seguía exhortando y pronunciando sermones”.
Defendía a veces, pero en lo que sobresalió (y lo hizo con tanta valentía como brillo y, con frecuencia, arbitrariedad) fue en atacar, oponerse, tomar distancia, cuestionar. El famoso dictum que se atribuye a Unamuno –“¿De qué se trata, para oponerme?”– parece haber sido la norma que guio la vida de Koestler. Era un disidente nato, pero no por frivolidad o narcisismo, sino por una muy respetable ineptitud para aceptar verdades absolutas y un horror a cualquier tipo de fe. Lo que no fue obstáculo para que, cada vez, defendiera esas convicciones transeúntes que fueron siempre las suyas, con el apasionamiento de un dogmático.
Bastaba que abrazara una causa para que empezara a cuestionarla. Le ocurrió así con el sionismo de su juventud, que lo llevó a compartir la aventura de los pioneros centroeuropeos que emigraban a Palestina, entonces una perdida provincia del imperio otomano. Pronto se desencantó de ese ideal y lo criticó hasta atraerse la hostilidad de sus antiguos compañeros. Nacido y educado en una familia judía, condición que reivindicaba sin complejos de superioridad ni inferioridad, escribió un libro –Thirteenth Tribe, La tribu número trece– que provocó la indignación de incontables judíos. El ensayo sostiene que, probablemente, los judíos europeos no descienden de aquellos que Roma expulsó de Palestina, sino de los jázaros, centroeuropeos de un breve reino medieval, surgido entre el Mar Negro y el Caspio, cuyos habitantes, para defender mejor su identidad amenazada por el cristianismo y el islam de sus fronteras, se convirtieron al judaísmo.
Pero la deserción que lo hizo célebre fue la del Partido Comunista, al que se había afiliado en Alemania, a principios de 1931, y del que se apartó siete años más tarde, después de haber sido militante y agente de la Komintern a tiempo completo, disgustado por las prácticas estalinistas.
“Tenía 26 años cuando ingresé en el Partido Comunista y 33 cuando salí de él… –escribió–. Nunca antes ni después fue la vida tan plena de significado como en aquellos siete años. Tuvieron la grandeza de un hermoso error por encima de la podrida verdad”.
Su renuncia fue espectacular porque, desde que cayó en manos de los franquistas en España y lo salvó del fusilamiento una campaña internacional, Koestler se había hecho famoso.
El cero y el infinito (1940), novela que ilustra los mecanismos de la destrucción de la personalidad y el envilecimiento de las víctimas que pusieron en evidencia los procesos de Moscú de los años treinta –en los que toda una generación de dirigentes de la Tercera Internacional colaboró con sus verdugos autoacusándose de los crímenes y traiciones más abyectos hasta ser fusilados–, generó polémicas interminables, se dice que influyó en la derrota comunista en el referéndum de 1946 en Francia y convirtió a Koestler en la bestia negra de los comunistas de todo el mundo, que, durante años, organizaron campañas de desprestigio contra él (“hiena”, “perro rabioso del anticomunismo”, cosas así). Los tiempos atenuaron luego la acidez de ese libro: comparados con los horrores que relataron treinta años después Solzhenitsyn y otros sobrevivientes del gulag, las acusaciones de Koestler resultan hoy modestas.
Entre agosto de 1936 y marzo de 1938 se celebraron en Moscú unos juicios que asombraron al mundo. Docenas de bolcheviques de la primera hora, héroes de la Revolución que habían alcanzado los más altos cargos en el Partido Comunista y en la Tercera Internacional, como Zinóviev, Kámenev, Mrajkovski, Bujarin, Piatokov, Rykov y otros, fueron juzgados y ejecutados por crímenes que incluían desde conjuras terroristas para asesinar a Stalin y otros dirigentes del Kremlin hasta complicidad con la Gestapo y los servicios de inteligencia del Japón y GranBretaña con miras a socavar el régimen soviético.
Entre agosto de 1936 y marzo de 1938 se celebraron en Moscú unos juicios que asombraron al mundo.
Docenas de bolcheviques de la primera hora, héroes de la Revolución que habían alcanzado los más altos cargos en el Partido Comunista y en la Tercera Internacional, como Zinóviev, Kámenev, Mrajkovski, Bujarin, Piatokov, Rykov y otros, fueron juzgados y ejecutados por crímenes que incluían desde conjuras terroristas para asesinar a Stalin y otros dirigentes del Kremlin hasta complicidad con la Gestapo y los servicios de inteligencia del Japón y Gran Bretaña con miras a socavar el régimen soviético
En la foto tomada en el Kremlin: Joseph Stalin, Secretario General del Partido Comunista. Alexei Rykov, Presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo (Primer Ministro). Lev Kamenev, Vicepresidente del Consejo de Comisarios del Pueblo (Viceprimer Ministro). Grigory Zinoviev, presidente del Comité Ejecutivo de la Comintern. Contexto: tras la muerte de Lenin en enero de 1924, los líderes soviéticos iniciaron la guerra de facciones dentro del estado de partido único encabezado por el partido comunista (bolcheviques). El período terminó en 1929 cuando Joseph Stalin se convirtió en dictador de facto de la Unión Soviética y estableció uno de los regímenes más brutales de la historia.
Entre sus delitos, figuraba incluso el sabotaje a la producción, valiéndose de métodos tan salvajes como mezclar la harina y la mantequilla con vidrio y clavos para envenenar a los consumidores. Lo extraordinario fue que los acusados reconocieron estos crímenes, y, en las sesiones, compitieron con el fiscalVishinski en autolapidarse como “fascistas pérfidos” y “trotskistas degenerados”. Y, algunos, en reclamar la pena de muerte como castigo a sus acciones contrarrevolucionarias.
Lo extraordinario fue que los acusados reconocieron estos crímenes, y, en las sesiones, compitieron con el fiscalVishinski en autolapidarse como “fascistas pérfidos” y “trotskistas degenerados”
Kamenev y Zinoviev. Lev Kamenev y Grigory Zinoviev fueron ejecutados en 1936 tras el caso judicial conocido como Juicio de los Dieciséis. Alexei Rykov fue ejecutado en 1938 tras el caso judicial conocido como Trial of Twenty One.
Un malestar estupefacto recorrió todo Occidente ante estos juicios. ¿Qué había ocurrido, exactamente? Para quien conocía algo del movimiento obrero resultaba inconcebible que hubieran cometido tales delitos y mostrado semejante duplicidad los mismos hombres que, codo a codo con Lenin, habían dirigido el Partido en la clandestinidad, encabezado la Revolución de Octubre, combatido en la guerra civil y organizado al país en los heroicos años iniciales del socialismo. De otro lado, ¿qué podía haberlos llevado a ofrecer ese espectáculo de autovilipendio y humillación? La humanidad no había visto nada parecido desde los grandes fastos de la Inquisición. Parecía poco probable que gentes como Bujarin, Kámenev y Zinóviev hubieran actuado bajo presión. ¿Acaso no habían pasado todos ellos, sin doblegarse, por las cámaras de tortura de la policía zarista, y, algunos, por los calabozos fascistas de Europa?
¿Cómo entender el comportamiento de estos fogueados dirigentes ante sus jueces? El inmenso éxito de la novela de Koestler, Darkness at Noon, se debió a que proponía una respuesta, que en su momento pareció convincente, a este enigma que desasosegaba a tantos comunistas, socialistas y demócratas de todo el mundo.
El juicio de los Veintiuno, Moscú, URSS, 1938
Para entender cabalmente la desilusión y el pesimismo que impregnan la novela hay que tener en cuenta el momento en que fue escrita: entre el Pacto de Múnich, en el que el Occidente liberal se rindió diplomáticamente ante Hitler, y abril de 1940, pocas semanas antes de la ocupación de Francia. También, la situación personal del autor en ese periodo, que Koestler relató, a trazos ágiles, en su testimonio autobiográfico Scum of the Earth (Escoria de la tierra). En los meses que precedieron y siguieron al estallido de la Segunda Guerra Mundial,Koestler, como miles de antifascistas refugiados en Francia, fue acosado sin misericordia por el gobierno democrático de París, que requisó todos sus papeles –el manuscrito de la novela se salvó de milagro–, lo sometió a interrogatorios y encarcelamientos varios, hasta, por último, encerrarlo en un campo de concentración cerca de los Pirineos.
Más tarde, ya libre, Koestler vagó como un paria por la Franciaocupada, tratando de escapar de los nazis de cualquier manera –intentó, incluso, inscribirse en la Legión Extranjera–, hasta que, luego de peripecias múltiples, consiguió huir a Inglaterra, país en el que, luego de otra temporada en la cárcel, pudo por fin enrolarse en el ejército. Para quienes, como él, habían dedicado buena parte de su vida a luchar por el socialismo, y vieron, en ese año, avanzar el nazismo por Europa como una tempestad incontenible, se sintieron tratados como delincuentes por los gobiernos democráticos a los que pidieron protección, y debieron –suprema decepción– tragarse el escándalo del pacto nazisoviético, el mundo tuvo que parecer un irrespirable absurdo, una trampa mortal. Incapaces de soportar tanta ignominia, muchos intelectuales amigos de Koestler, como Walter Benjamin y Carl Eistein, se suicidaron. La atmósfera de desesperación y fracaso que vivieron esos hombres es la que respira, de principio a fin, el lector de Darkness at Noon.
La novela, una suerte de glacial teorema, transcurre en la prisión a la que ha sido conducido un dirigente de la vieja guardia bolchevique caído en desgracia, Rubashov, personaje, según cuenta Koestler en sus memorias, calcado en sus ideas de Nikolai Bujarin, y en su personalidad y rasgos físicos de León Trotskiy Karl Radek. Aunque, para debilitar su resistencia, Rubashov es sometido a mortificaciones como impedirle dormir y enfrentarlo a reflectores deslumbrantes, no se puede decir que sea torturado. En verdad, es dialécticamente persuadido por los dos magistrados que preparan su juicio –su antiguo amigo Ivanov, primero, y, luego, el apparatchik Gletkin– de autoculparse de una larga serie de delitos y traiciones contra el Partido.
La tarea de Ivanov y Gletkin es posible porque entre ellos y Rubashov hay un denominador común ideológico. Los tres son “almas inflexibles”, seres convencidos de que “el Partido es la encarnación de la idea revolucionaria en la Historia”, y de que la Historia, que no conoce escrúpulos ni vacilaciones, “nunca se equivoca”. El revolucionario auténtico, según ellos, sabe que la humanidad importa siempre más que los individuos y no teme seguir cada uno de sus pensamientos hasta su conclusión lógica. Los tres sienten idéntico desprecio por el sentimentalismo burgués y sus nociones hipócritas del honor individual y de una ética no subordinada a los intereses de la praxis política. Los verdugos y la víctima creen ciegamente que la “verdad es aquello que es útil a la humanidad” y “la mentira lo que le es perjudicial”.
Los verdugos y la víctima creen ciegamente que la “verdad es aquello que es útil a la humanidad” y “la mentira lo que le es perjudicial”
Todo el trabajo de Gletkin consiste, pues, en demostrar lógicamente a Rubashov que, al criticar la línea del Partido fijada por el líder máximo, se ha equivocado, y la mejor prueba de ello es su derrota. Es la historia, encarnada en el Partido y en Stalin (quien en la novela aparece como el Número Uno), la que lo ha arrojado al calabozo y la que lo va a fusilar. Como buen revolucionario, consecuente con su propio modo de razonar, Rubashov debe sacar las conclusiones pertinentes. ¿Qué importa que, en el trivial acontecer cotidiano, él no haya conspirado con el enemigo y saboteado las fábricas? Objetivamente ha sido un opositor, es decir un traidor, pues si su oposición hubiera tenido éxito habría provocado una división en el Partido, tal vez la guerra civil: ¿acaso eso no hubiera favorecido a la reacción y a los enemigos exteriores?
Utilizando con impecable técnica los escritos y argumentos del propio Rubashov, Gletkin convence al viejo militante de que le toca ahora a él dar pruebas concretas de su antigua convicción, según la cual el revolucionario, para facilitar la acción de las masas, debe “dorar lo bueno y lo justo y oscurecer lo malo y lo injusto”. Si de veras cree que hay que preservar ante y sobre todo la unidad del Partido –ya que este es el “único instrumento de la Historia”–, Rubashov tiene ahora, en su derrota, la ocasión de prestar un último servicio a la causa, mostrando a las masas que la oposición al Número Uno y al Partido es un crimen y los opositores unos criminales. Es preciso que lo haga de manera sencilla y convincente, capaz de ser asimilada por esos humildes campesinos y obreros a los que conviene inculcar esa “verdad útil”. Ellos no entenderían jamás las complicadas razones ideológicas y filosóficas que indujeron al viejo bolchevique a cuestionar la línea del Partido.
En cambio, comprenderán en el acto si Rubashov, llevando hasta el límite la lógica de su actuación, da a sus errores las formas gráficas de la conjura terrorista, la complicidad con la Gestapo y otras infamias igualmente evidentes. Rubashov acepta, asume esos crímenes, es condenado y recibe un pistoletazo en la nuca convencido de haber llevado a buen término, como ha dicho Gletkin, la última misión que le confió el Partido.
Esbozado así el argumento de Darkness at Noon, puede dar la impresión de que la novela es una tragedia de corte shakespeariano sobre el fanatismo, una subyugante parábola moral. En realidad, es un libro sobrecogedor pero frío, una demostración abstracta en la que los discursos de los personajes se suceden unos a otros como manifestaciones de una sola conciencia discursiva que se vale de episódicos comparsas, sobre el fracaso de un sistema que ha querido valerse exclusivamente de la razón para explicar el desenvolvimiento de la sociedad y el destino del individuo.
Querer suprimir la posibilidad del error, del azar, del absurdo y de factores irracionales inexplicables en el destino histórico ha llevado al sistema, pese a su rigurosa solidez intelectual interna, a apartarse de la realidad hasta volverse totalmente impermeable a ella. Por eso, solo puede sobrevivir, en esa Historia que usa como coartada para todo, a costa de ficciones y crímenes como los que protagonizan Gletkin y Rubashov.
“Tal vez la causa más profunda del fracaso de los socialistas es que han tratado de conquistar el mundo por la razón”, escribió Koestler en Scum of the Earth. Curiosamente, algo semejante puede decirse de El cero y el infinito en nuestros días: la explicación que ofrece de los juicios de Moscú de los años treinta fracasa por su excesivo racionalismo. Medio siglo más tarde, sabemos que los bolcheviques que se inmolaron en ellos no lo hicieron –la mayoría, al menos– por el altruismo fanático y lógico de Rubashov, sino, según reveló el informe de Kruschev en el XX Congreso, porque fueron torturados durante meses, como Zinóviev, o porque querían salvar a algún ser querido, como Kámenev (a quien se amenazó con ejecutar al hijo que adoraba), o salvarse a sí mismos de la muerte, como Radek, quien ingenuamente creyó que si “confesaba” lo que le pedían iría a prisión en vez de ser ejecutado.
Registro del encarcelamiento de Arthur Koestler en la cárcel de Málaga en la que se especifica «detenido incomunicado»
De todos los reos de la fantástica mojiganga, solo uno, al parecer, Mrajkovski, actuó ante el tribunal por una convicción semejante a la de Rubashov, pues fue convencido por sus interrogadores de que su confesión era necesaria para impedir que las masas soviéticas descontentas se volvieran contra el régimen, lo que significaría no solo el derrumbe de Stalin sino del socialismo en el mundo.
La verdad histórica, más pobre que la ficción, ha vuelto a la novela inactual y algo fantástica. Hoy sabemos que detrás del horror de las purgas hubo menos dogmatismo ideológico y más mezquindad, egoísmo y crueldad; que víctimas y verdugos no fueron esos superhombres dialécticos y sin apetitos ni sentimientos que fabuló Koestler, sino seres comunes espoleados, unos, por la codicia del poder absoluto, y, otros, doblegados por la violencia y la coacción moral, que enmascaraban esas miserias bajo el ropaje mentiroso de la ideología
Eso que ocurrió en la realidad, esas menudas y legítimas pequeñeces humanas de las víctimas –el pavor ante la muerte, el miedo al dolor físico, el deseo de salvar a un hijo, el abatimiento y el hartazgo–, está ausente en la novela de Koestler y esa ausencia la priva de verosimilitud psicológica. La verdad histórica, más pobre que la ficción, ha vuelto a la novela inactual y algo fantástica. Hoy sabemos que detrás del horror de las purgas hubo menos dogmatismo ideológico y más mezquindad, egoísmo y crueldad; que víctimas y verdugos no fueron esos superhombres dialécticos y sin apetitos ni sentimientos que fabuló Koestler, sino seres comunes espoleados, unos, por la codicia del poder absoluto, y, otros, doblegados por la violencia y la coacción moral, que enmascaraban esas miserias bajo el ropaje mentiroso de la ideología.
En los años cincuenta, después de una exitosa campaña contra la pena de muerte en Inglaterra, de la que salió su ensayo Reflections on Hanging (Reflexiones sobre la horca), formidable alegato histórico y ético en contra de la máxima pena, Koestler anunció que se desinteresaba de la política y que no escribiría ni opinaría más sobre ese tema. Cumplió puntualmente y nadie más pudo arrancarle una firma, un artículo o una declaración sobre cuestiones políticas.
Pero no se había retirado a sus cuarteles de invierno ni renunciado a la polémica intelectual y a posturas heterodoxas. Ejerció esas disposiciones, desde entonces, en el campo científico. Había sido su primer amor; había estudiado ciencias en la Universidad de Viena y trabajado como periodista especializado en cuestiones científicas en Alemania y Francia. Esa formación le permitió moverse con desenvoltura en el complejo escenario de las grandes transformaciones de la física, la biología, la química, la astronomía y las matemáticas. También la parapsicología imantó su curiosidad y provocó sus impertinencias. Porque, naturalmente, lo que escribió sobre estas disciplinas no fue jamás mera divulgación, sino interpretación polémica y flagrantes herejías. Es tal vez en lo único en que fue consecuente de principio a fin: en buscar siempre tres pies al gato aunque tuviera cuatro. Por eso, como antes los sionistas, los judíos, los comunistas y los psicoanalistas, los científicos recibieron por lo general con incomodidad y antipatía los trabajos de Koestler sobre la técnica, la máquina, el acto de creación o las raíces del azar.
Conociéndolo, podemos estar seguros de que, si no lo impidiera una causa mayor, a la corta o a la larga habría terminado también por exasperar a sus aliados de la última hora, los de Exit, esos caballeros tan ingleses que se asociaron para ayudar a salir de esta vida a los que están ya hartos de ella. Del escritor que fue se puede decir mucho de bien y sin duda algo de mal. Pero hay que reconocer que fue una figura apasionante, un barómetro que registró las más recias tormentas de nuestro tiempo. Releer sus libros es pasar revista a lo más vibrante y trémulo del siglo que termina.
Este ensayo se publicó posteriormente en La verdad de las mentiras (Alfaguara, Madrid, 2002), con el título “Almas inflexibles”.
Mario Vargas Llosa
*******
Proceso y Terror: Los Juicios de Moscú (1936-1938)
*******
LA VIDA EXTREMA DE ARTHUR KOESTLER, EL ESCRITOR QUE DESPRECIABA A LAS MUJERES
El escritor Arthur Koestler (1905-Londres, 1983), del que en marzo de este año se cumplió el 40 aniversario de su muerte, contó en sus memorias que la búsqueda constante del amor le llevó de una mujer a otra sin que en la mayoría de las ocasiones, pasara de ser una relación esporádica. Como creía enamorarse siempre, no se consideraba un mujeriego pues le salvaba esa pasión momentánea. Esa continúa búsqueda y huida en el terreno amoroso tiene también, según él, otra explicación. Cuando podemos predecir la respuesta de nuestra pareja, sostiene, todo ha muerto porque nuestra curiosidad hacia esa persona está acabada.
Arquetipo del intelectual comprometido del siglo XX, Koestler nació en Budapest, en 1905, en una familia de origen judío. De joven vio el final del imperio austrohúngaro como estudiante en Viena. Simpatizó con la revolución comunista húngara de Bela Kun. Dejó los estudios y se hizo sionista. Trabajó en un kibutz en Palestina que entonces se encontraba bajo el dominio inglés y empezó a trabajar como periodista y corresponsal de la cadena de prensa alemana Ulstein. Desencantado con el sionismo, y temeroso del ascenso del nacionalsocialismo alemán, regresó a Europa y se afilió en 1931 al entonces poderoso Partido Comunista Alemán. Viajó por la Rusia estalinista, donde la Internacional Comunista le encargó que escribiera un libro sobre el plan quinquenal aunque luego no se publicó por sus críticas a lo que vio.
A finales de los años treinta se trasladó a París donde dirigió un semanario y se casó con la militante comunista DorotheaAscher. Durante la Guerra Civil española el partido le envió a España como espía con la cobertura de ser un periodista húngaro que trabajaba para un periódico inglés de derechas.
Detenido en 1937 como sospechoso de espionaje por los nacionales, fue condenado a muerte y liberado gracias a un canje de presos. Su estancia en la cárcel malagueña, y en la que pensó que llegaría a ser fusilado, fue la experiencia central de su vida que contó en su libroDiálogo con la muerte.Y también le convirtióen un abanderado en contra de la pena capital.
Influido por las purgas estalinistas, el pacto entre Hitler y Stalin y la actuación soviética en la Guerra Civil, abandonó el Partido Comunista y se convirtió en un furibundo anticomunista. Koestler nunca fue un hombre de términos medios.
En 1939 publicó su primera novela Los gladiadores y en septiembre de ese año fue detenido en Francia por error al pensar que era un riesgo para la seguridad por su pasado comunista. Internado como preso político en un campo de concentración, logró salir con la ayuda del servicio secreto británico antes de la ocupación alemana de Francia. Instalado en Londres escribió su segunda novela El cero y el infinito (1940) basada en las purgas estalinistas de 1936. La novela tuvo un gran éxito y es una de las novelas políticas más leídas.
La grandeza de esta novela consiste en que refleja las purgas estalinianas a través de la confesión final de un dirigente del Partido Comunista, Rubashov. Koestler sabe adentrarse en la mente de los interrogadores y del acusado, siguiendo la dialéctica entre los fines y los medios tan propia del marxismo leninismo. Hasta ese momento nadie se explicaba fuera de Rusia esas largas confesiones de dirigentes comunistas que pedían la muerte después de acusarse de ser agentes del fascismo.
Rubashov confiesa ser una agente del fascismo internacional porque siempre somos culpables de algo, aunque sólo sean las condiciones carcelarias, la falta de sueño, el hambre, el frío… Koestler no profundiza demasiado en la tortura y lo deja en un duelo psicológico donde una de las partes está en inferioridad de condiciones, situación que se acentúa según pasan los días.
El extremo como religión
Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó para la BBC. Conoció a Mamaine Paget, once años más joven que él. Al final de la guerra se convirtió de nuevo en un defensor de la causa nacional judía y publicó Ladrones en la noche (1946). En 1948 Koestler adquirió la nacionalidad británica.
Al año siguiente publicó El Dios que fracasó (1949) donde incluía un análisis de la fe en la política y la religión: «Una fe no se adquiere razonando. Uno no se enamora de una mujer, ni entra en el seno de una iglesia, como resultado de una persuasión lógica. La razón puede defender un acto de fe, pero sólo después de que se haya cometido el acto y el hombre se haya comprometido con él. La persuasión puede desempeñar un papel en la conversión de un hombre; pero sólo el papel de llevar a su clímax pleno y consciente un proceso que ha estado madurando en regiones donde ninguna persuasión puede penetrar».
Mamaine Paget con Arthur Koestler
Se casó con Mamaine Paget en 1950 y se divorciaron dos años después. Ella murió a los 38 años en 1954. En 1955 tuvo una hija, Christine, con Janine Graetez, pero renegó inmediatamente de la niña, y tuvo un asunto amoroso con la tercera mujer de Bertrand Russell, Patricia Spencer.
Hay varias biografías sobre Koestler. La última, escrita por Michael Scammell es la que más se acerca a esta personalidad camaleónica que siempre se movió entre opuestos. Scammell afirma que tenía una predisposición neurótica que le conducía a causas extremas sin pasos intermedios. Insatisfecho permanente, todo era poco para él, vivía en un estado de ansiedad continua. En algún modo, era un absolutista furibundo. Cuando abrazaba una causa, o una mujer, iba hasta el final. En el sexo encontraba cierta satisfacción a su ansiedad y tenía tendencias sadomasoquistas. El suyo era un placer cinegético.
En los años finales de su vida, Koestler mostró un gran interés por la ciencia, el esoterismo, la parasicología, además de la sicología y el psicoanálisis, materias en las que llegó a tener un gran conocimiento y que le sirvió para redondear muchos personajes de sus novelas.
En 1981, enfermo de leucemia y parkinson, Koestler se suicidó en Londres, junto a su tercera mujer, Cynthia, que estaba bien de salud. En su testamento dejó dinero para financiar una cátedra de parasicología en la Universidad de Edimburgo, que puso un busto de bronce en su honor y que años después fue retirado al hacerse público los aspectos más lesivos de su pasado.
Arthur Koestler y su última mujer Cynthia Jeffries. Foto de Peter Williams
En su autobiografía Koestler da mucha importancia a lo sicológico. También hay páginas en que explica con excesivo detalle hechos que hoy día importan menos, algo normal en memorias y autobiografías, pegadas al tiempo de quien las escribe. Otro inconveniente es que las numerosas referencias a obras suyas distraen un poco la atención del lector. Y siempre subyace la impresión de que es incapaz de responder a la pregunta que le atormenta sobre su pasado estalinista en el que llegó a denunciar a una amante y compañera:
-¿Cómo pude caer tan bajo y en semejante falacia?
En sus explicaciones echa mano del sicoanálisis. Dice que, en su caso, esa entrega total a una sola causa fue una terapia contra el sentimiento de culpa que había arraigado en él desde la infancia inculcado por sus padres, en especial la madre, a la que odiaba y que en el momento de su muerte acusa de egoísmo por querer estrecharle la mano.
El hombre que despreciaba a las mujeres
En la biografía escrita por el profesor David Cesarani, al entrar en lo privado nos descubre las miserias humanas de su biografiado, especialmente en el campo sexual. Para el profesor Cesarani, la violencia era casi un «sello» del personaje Koestler. También nos enteramos de que era un bebedor empedernido y que, una vez ebrio, a veces intentaba conseguir favores sexuales de manera violenta. Una forma de actuar que era un secreto a voces en el círculo íntimo del escritor.
Tres años antes de aparecer esta biografía, la mujer de un dirigente del partido Laborista, Michael Foot (1913-2010), Jill Craigie, le acusó en 1995 de haberla violado empleando la violencia en los años cincuenta. Podemos imaginarnos las consecuencias de esta acusación si hubiese sido hecha hoy día.
Para Scammell, Craigie inventó la violación cuando era anciana y Cesarani habría engrandecido la historia para vender más ejemplares de su libro. Cesarani, mucho más crítico con Koestler que Scammell, acusó al escritor inglés de ser un violador en serie y Scammell le defiende diciendo que formaban parte del machismo de la época, cuando no su alcoholismo.
Sonia Brownell
La lectura de la autobiografía de Koestler y de las biografías de Cesari y Scammell nos permiten llegar a la conclusión de que el ego de Koestler era inmenso. Un narciso que tenía una inteligencia superior a la media. Aunque en cierto modo brutal, también sabía ser amable y divertido cuando le interesaba. Según el mismo, sufría una inseguridad permanente que le llevaba a competir con el paisaje humano que le rodeaba para vencerla ganando.
Sin embargo, su segunda mujer, que temblaba solo al verle, dijo que volcaba en los demás el odio que sentía hacia si mismo. Si a través de Scammell nos enteramos que se ponía de puntillas en las fiestas sociales para parecer más alto, Cesarani cuenta que intentó mimetizarse en el medio ambientebritishsin lograrlo del todo.
Aunque fue un gran seductor (la lista de sus amoríos incluye a Simone de Beauvoir que lo retrató en una novela suya en clave y la segunda mujer de Georges Orwell, la escritora Sonia Brownell) en el fondo sentía un profundo desprecio por las mujeres. Sobretodo con las que mantuvo una relación duradera donde buscaba una sumisión sin condiciones. De todas ellas, la que se llevó la peor parte fue la última, Cynthia, una mujer a la que anuló y humillaba, aparte de hacerle abortar tres veces.
Koestler conocía bien la sicología femenina, y suya es la frase que «se aprende a pensar a través de los libros, pero son las mujeres las que nos enseñan a vivir». O que de una mujer se puede esperar todo y su contrario. Resulta evidente que era un hombre que huía de sí mismo, lo que demuestra su vida repleta de entregas y fugas, no sólo amorosas, sino ideológicas y profesionales. Koestler creía que el impulso sexual es irracional y se encuentra condicionado por la infancia y el inconsciente. Si Cesarani ejerce el papel de fiscal al enjuiciar la vida de Koestler y Scammell de abogado defensor, sólo queda dar la última palabra al acusado antes de que el jurado de lectores emita su juicio.
«El sistema cerrado de pensamiento agudiza las facultades mentales -dice Koestler en sus memorias- y produce un tipo de inteligencia escolástica, talmúdica, minuciosa, que no ofrece ninguna protección cuando quieres cometer las más toscas imbecilidades. La gente de este tipo se encuentra a menudo entre los intelectuales».
LA FICCIÓN GRAMATICAL («El cero y el infinito») Por Arthur Koestler No nos muestres la meta sin el camino, porque los medios y los fines están tan mezclados en la tierra, que al […]
Para ofrecer las mejores experiencias, utilizamos tecnologías como las cookies para almacenar y/o acceder a la información del dispositivo. El consentimiento de estas tecnologías nos permitirá procesar datos como el comportamiento de navegación o las identificaciones únicas en este sitio. No consentir o retirar el consentimiento, puede afectar negativamente a ciertas características y funciones.
Funcional
Siempre activo
El almacenamiento o acceso técnico es estrictamente necesario para el propósito legítimo de permitir el uso de un servicio específico explícitamente solicitado por el abonado o usuario, o con el único propósito de llevar a cabo la transmisión de una comunicación a través de una red de comunicaciones electrónicas.
Preferencias
El almacenamiento o acceso técnico es necesario para la finalidad legítima de almacenar preferencias no solicitadas por el abonado o usuario.
Estadísticas
El almacenamiento o acceso técnico que es utilizado exclusivamente con fines estadísticos.El almacenamiento o acceso técnico que se utiliza exclusivamente con fines estadísticos anónimos. Sin un requerimiento, el cumplimiento voluntario por parte de tu proveedor de servicios de Internet, o los registros adicionales de un tercero, la información almacenada o recuperada sólo para este propósito no se puede utilizar para identificarte.
Marketing
El almacenamiento o acceso técnico es necesario para crear perfiles de usuario para enviar publicidad, o para rastrear al usuario en una web o en varias web con fines de marketing similares.