«Arte de injuriar», por Jorge Luís Borges

Arte de injuriar

Borges y el insulto

El País, 5  NOV 2002

Por Manuel Talens

 

En el artículo titulado Arte de injuriar de su libro Historia de la eternidad, refiere Jorge Luis Borges una anécdota, que atribuye a De Quincey, en la que a cierto caballero, durante una discusión, le arrojaron a la cara un vaso de vino. El fulano, sin inmutarse, le replicó a su agresor: Esto, señor, es una digresión, espero su argumento.

Aislado y fuera de contexto, un ejemplo así parece cosa admirable en estas tierras, tan dadas a mentar la madre del adversario a la primera de cambio, pero he de aclarar que la flema de los ingleses no me parece más civilizada que nuestra efervescencia, pues sé muy bien que en el mismo instante en que resonaban aquellas palabras tan sensatas, Inglaterra se divertía cortando orejas de vasallos insurgentes allende los mares. Pero, claro, preciso es reconocer que, en lo tocante a eso que se llama tener maneras, los ingleses nos llevan un trecho de ventaja. Baste recordar a Margaret Thatcher -tan elegante ella- o a Tony Blair -tan elegante él- cuando hablan con lenguaje exquisito en el Parlamento de liarse a bombazos contra el enemigo de turno.

El insulto es otra cosa, el arma inocua de los pobres, de los pueblos que, incapaces de costearse un buen misil o un bloqueo eficaz de medicinas, se conforman con un me cago en tu padre, en tu madre o en tus muertos. A falta de dinero o de poder -perdóname la redundancia, lector-, el insulto busca mancillar con la lengua y, como mucho, termina en un intercambio de bofetadas o en un crimen sangriento con el hacha o el facón. Poca cosa si lo comparamos, por ejemplo, con el genocidio de los palestinos o de los niños iraquíes.
 
Todo esto viene a cuento de una divertidísima pelotera verbal que tuvo lugar hace poco en las Cortes valencianas entre Rafael Blasco, el consejero de Bienestar Social, y la diputada socialista Trinidad Amorós, debido a supuestas corruptelas presentes y pasadas, es decir, del pan nuestro de cada día.
 
Cualquiera que, con distancia, haya leído a Maquiavelo o haya escuchado los discursos de George W. Bush sabe que la retórica es el arte de mentir con premeditación y alevosía. Pero el insulto que se escapa de los labios con el ánimo agitado, por eso de que explota como un corcho de champán sin que interfiera la urbanidad, expresa a voz en cuello lo que la gente piensa del otro. Los adjetivos que se lanzaron ambos políticos son de antología. Ella, miembro oficial del partido que dice ser la izquierda, lo llamó sinvergüenza y él, que con sus zapatos siempre brillantes, corbata, traje de marca y fijador en pelo suele mirar el mundo desde la estratosfera del partido que dice ser el centro, le respondió tachándola de gilipollas.
 
Con razón afirmó Borges que es ‘desvarío laborioso y empobrecedor el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos’. ¿Pocos minutos? Amorós y Blasco han batido el récord de la sinopsis sociológica. A partir de ellos, la retórica política ya nunca será lo mismo, pues los términos sinvergüenza y gilipollas, escupidos en una fracción de segundo (me imagino las gotitas de saliva al salpicar sus respectivas narices), resumen en veintidós míseras letras lo que media España piensa de la otra media. ¡Enhorabuena!

 

*******

Arte de injuriar

 
Arte de injuriar
 
 
Un estudio preciso y fervoroso de los otros géneros literarios, me dejó creer que la vituperación y la burla valdrían necesariamente algo más. El agresor (me dije) sabe que el agredido será él, y que «cualquier palabra que pronuncie podrá ser invocada en su contra», según la honesta prevención de los vigilantes de Scotland Yard. Ese temor lo obligará a especiales desvelos, de los que suele prescindir en otras ocasiones más cómodas. Se querrá invulnerable, y en determinadas páginas lo será. El cotejo de las buenas indignaciones de Paul Groussac y de sus panegíricos turbios —para no citar los casos análogos de Swift, de Johnson y de Voltaire— inspiró o ayudó esa imaginación. Ella se disipó cuando dejé la complacida lectura de esos escarnios por la investigación de su método.
 
Advertí en seguida una cosa: la justicia fundamental y el delicado error de mi conjetura. El burlador procede con desvelo, efectivamente, pero con un desvelo de tahúr que admite las ficciones de la baraja, su corruptible cielo constelado de personas bicéfalas. Tres reyes mandan en el póker y no significan nada en el truco. El polemista no es menos convencional. Por lo demás, ya las recetas callejeras de oprobio ofrecen una ilustrativa maquette de lo que puede ser la polémica. El hombre de Corrientes y Esmeralda adivina la misma profesión en las madres de todos, o quiere que se muden en seguida a una localidad muy general que tiene varios nombres, o remeda un tosco sonido —y una insensata con vención ha resuelto que el afrentado por esas aventuras no es él, sino el atento y silencioso auditorio. Ni siquiera un lenguaje se necesita. Morderse el pulgar o tomar el lado de la pared (Sampson: I will take the wall of any man or maid of Montague’s. Abram: Do you bite your thumb at us, sir?) fueron, hacia 1592, la moneda legal del provocador, en la Verona fraudulenta de Shakespeare y en las cervecerías y lupanares y reñideros de osos en Londres. En las escuelas del Estado, el pito catalán y la exhibición de la lengua rinden ese servicio.
 
Otra denigración muy general es el término perro. En la noche 146 del Libro de las mil noches y una, pueden aprender los discretos que el hijo del león fue encerrado en un cofre sin salida por el hijo de Adán, que lo reprendió de este modo: «El destino te ha derribado y no te pondrá de pie la cautela, oh perro del desierto».
 
Un alfabeto convencional del oprobio define también a los polemistas. El título señor, de omisión imprudente o irregular en el comercio oral de los hombres, es denigrativo cuando lo estampan. Doctor es otra aniquilación. Mencionar los sonetos cometidos por el doctor Lugones, equivale a medirlos mal para siempre, a refutar cada una de sus metáforas. A la primer aplicación de doctor, muere el semidiós y queda un vano caballero argentino que usa cuellos postizos de papel y se hace rasurar día por medio y puede fallecer de una interrupción en las vías respiratorias. Queda la central e incurable futilidad de todo ser humano. Pero los sonetos quedan también, con música que espera. (Un italiano, para despejarse de Goethe, emitió un breve artículo donde no se cansaba de apodarlo il signore Wolfgang. Esto era casi una adulación, pues equivalía a desconocer que no faltan argumentos auténticos contra Goethe).
 
Cometer un soneto, emitir artículos. El lenguaje es un repertorio de esos convenientes desaires, que hacen el gasto principal en las controversias. Decir que un literato ha expelido un libro o lo ha cocinado o gruñido, es una tentación harto fácil; quedan mejor los verbos burocráticos o tenderos: despachar, dar curso, expender. Esas palabras áridas se combinan con otras efusivas, y la vergüenza del contrario es eterna. A una interrogación sobre un martillero que era, sin embargo, declamador, alguien inevitablemente comunicó que estaba rematando con energía la Divina Comedia. El epigrama no es abrumadoramente ingenioso, pero su mecanismo es típico. Se trata (como en todos los epigramas) de una mera falacia de confusión. El verbo rematar (redoblado por el adverbio con energía) deja entender que el acriminado señor es un irreparable y sórdido martillero, y que su diligencia dantesca es un disparate. El auditor acepta el argumento sin vacilar, porque no se lo proponen como argumento. Bien formulado, tendría que negarle su fe. Primero, declamar y subastar son actividades afines. Segundo, la antigua vocación de declamador pudo aconsejar las tareas del martillero, por el buen ejercicio de hablar en público.
 
Una de las tradiciones satíricas (no despreciada ni por Macedonio Fernández ni por Quevedo ni por George Bernard Shaw) es la inversión incondicional de los términos. Según esa receta famosa, el médico es inevitablemente acusado de profesar la contaminación y la muerte; el escribano, de robar; el verdugo, de fomentar la longevidad; los libros de invención, de adormecer o petrificar al lector; los judíos errantes, de parálisis; el sastre, de nudismo; el tigre y el caníbal, de no perdonar el ruibarbo. Una variedad de esa tradición es el dicho inocente, que finge a ratos admitir lo que está aniquilando. Por ejemplo: «El festejado catre de campaña debajo del cual el general ganó la batalla». O: «Un encanto el último film del ingenioso director Rene Clair. Cuando nos despertaron…».
 
Otro método servicial es el cambio brusco. Verbigracia: «Un joven sacerdote de la Belleza, una mente adoctrinada de luz helénica, un exquisito, un verdadero hombre de gusto (a ratón)». Asimismo esta copla de Andalucía, que en un segundo pasa de la información al asalto:
 
Veinticinco palillos
Tiene una silla.
¿Quieres que te la rompa
En las costillas?
 
Repito lo formal de ese juego, su contrabando pertinaz de argumentos necesariamente confusos. Vindicar realmente una causa y prodigar las exageraciones burlescas, las falsas caridades, las concesiones traicioneras y el paciente desdén, no son actividades incompatibles, pero sí tan diversas que nadie las ha conjugado hasta ahora. Busco ejemplos ilustres. Empeñado en la demolición de Ricardo Rojas, ¿qué hace Groussac? Esto que copio y que todos los literatos de Buenos Aires han paladeado. «Es así cómo, verbigracia, después de oídos con resignación, dos o tres fragmentos en prosa gerundiana de cierto mamotreto públicamente aplaudido por los que apenas lo han abierto, me considero autorizado para no seguir adelante, ateniéndome, por ahora, a los sumarios o índices de aquella copiosa historia de lo que orgánicamente nunca existió. Me refiero especialmente a la primera y más indigesta parte de la mole (ocupa tres tomos de los cuatro): balbuceos de indígenas o mestizos…». Groussac, en ese buen malhumor, cumple con el más ansioso ritual del juego satírico. Simula que lo apenan los errores del adversario (después de oídos con resignación); deja entrever el espectáculo de una cólera brusca (primero la palabra mamotreto, después la mole); se vale de términos laudatorios para agredir (esa historia copiosa) en fin, juega como quien es. No comete pecados en la sintaxis, que es eficaz, pero sí en el argumento que indica. Reprobar un libro por el tamaño, insinuar que quién va a animársele a ese ladrillo y acabar profesando indiferencia por las zonceras de unos chinos y unos mulatos, parece una respuesta de compadrito, no de Groussac.
 
Copio otra celebrada severidad del mismo escritor: «Sentiríamos que la circunstancia de haberse puesto en venta el alegato del doctor Piñero, fuera un obstáculo serio para su difusión, y que este sazonado fruto de un año y medio de vagar diplomático se limitara a causar “impresión” en la casa de Coni. Tal no sucederá, Dios mediante, y al menos en cuanto penda de nosotros, no se cumplirá tan melancólico destino». Otra vez el aparato de la piedad; otra vez la diablura de la sintaxis. Otra vez, también, la banalidad portentosa de la censura: reírse de los pocos interesados que puede congregar un escrito y de su pausada elaboración. Una vindicación elegante de esas miserias puede invocar la tenebrosa raíz de la sátira. Ésta (según la más reciente seguridad) se derivó de las maldiciones mágicas de la ira, no de razonamientos. Es la reliquia de un inverosímil estado, en que las lesiones hechas al nombre caen sobre el poseedor.
 
Al ángel Satanail, rebelde primogénito del Dios que adoraron los bogomiles, le cercenaron la partícula il, que aseguraba su corona, su esplendor y su previsión. Su morada actual es el fuego, y su huésped la ira del Poderoso. Inversamente narran los cabalistas, que la simiente del remoto Abram era estéril hasta que interpolaron en su nombre la letra he, que lo hizo capaz de engendrar.
 
Swift, hombre de amargura esencial, se propuso en la crónica de los viajes del capitán Lemuel Gulliver la difamación del género humano. Los primeros —el viaje a la diminuta república de Liliput y a la desmesurada de Brobdingnag— son lo que Leslie Stephen admite: un sueño antropométrico, que en nada roza las complejidades de nuestro ser, su fuego y su álgebra. El tercero, el más divertido, se burla de la ciencia experimental mediante el consabido procedimiento de la inversión: los gabinetes destartalados de Swift quieren propagar ovejas sin lana, usar el hielo para la fabricación de la pólvora, ablandar mármol para almohadas, batir en láminas sutiles el fuego y aprovechar la parte nutritiva que encierra la materia fecal. (Ese libro incluye también una fuerte página sobre los inconvenientes de la decrepitud). El cuarto viaje, el último, quiere demostrar que las bestias valen más que los hombres. Exhibe una virtuosa república de caballos conversadores, monógamos, vale decir, humanos, con un proletariado de hombres cuadrúpedos, que habitan en montón, escarban la tierra, se prenden de la ubre de las vacas para robar la leche, descargan su excremento sobre los otros, devoran carne corrompida y apestan. La fábula es contraproducente, como se ve. Lo demás es literatura, sintaxis. En la conclusión dice: «No me fastidia el espectáculo de un abogado, de un ratero, de un coronel, de un tonto, de un lord, de un tahúr, de un político, de un rufián». Ciertas palabras, en esa buena enumeración, están contaminadas por las vecinas.
 
Dos ejemplos finales. Uno es la célebre parodia de insulto que nos refieren improvisó el doctor Johnson. «Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende géneros de contrabando». Otro es la injuria más espléndida que conozco: injuria tanto más singular si consideramos que es el único roce de su autor con la literatura. «Los dioses no consintieron que Santos Chocano deshonrara el patíbulo, muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia». Deshonrar el patíbulo. Fatigar la infamia. A fuerza de abstracciones ilustres, la fulminación descargada por Vargas Vila rehúsa cualquier trato con el paciente, y lo deja ileso, inverosímil, muy secundario y posiblemente inmoral. Basta la mención más fugaz del nombre de Chocano para que alguno reconstruya la imprecación, oscureciendo con maligno esplendor todo cuanto a él se refiere —hasta los pormenores y los síntomas de esa infamia.
 
Procuro resumir lo anterior. La sátira no es menos convencional que un diálogo entre novios o que un soneto distinguido con la flor natural por José María Monner Sans. Su método es la intromisión de sofismas, su única ley la simultánea invención de buenas travesuras. Me olvidaba: tiene además la obligación de ser memorable.
 
Aquí de cierta réplica varonil que refiere De Quincey (Writings, onceno tomo, página 226). A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: «Esto, señor, es una digresión; espero su argumento». (El protagonista de esa réplica, un doctor Henderson, falleció en Oxford hacia 1787, sin dejarnos otra memoria que esas justas palabras: suficiente y hermosa inmortalidad).
 
Una tradición oral que recogí en Ginebra durante los últimos años de la primera guerra mundial, refiere que Miguel Servet dijo a los jueces que lo habían condenado a la hoguera: «Arderé, pero ello no es otra cosa que un hecho. Ya seguiremos discutiendo en la eternidad».
 
1933, Adrogué. 
 
En Historia de la eternidad

 

*******

RELACIONADOS:

SIETE NOCHES CON JORGE LUIS BORGES – Noche primera: La Divina Comedia

SIETE NOCHES CON JORGE LUIS BORGES – Noches Segunda y Tercera: La pesadilla y Las mil y una noches

SIETE NOCHES CON JORGE LUIS BORGES – Noches Cuarta y Quinta: El Budismo y ¿Qué es la poesía?

SIETE NOCHES CON JORGE LUIS BORGES – Noches Sexta y Septima: La cábala, y La ceguera

«Tema del traidor y del héroe», por Jorge Luis Borges

«Alguien construye a Dios en la penumbra», BARUCH DE SPINOZA, por Jorge Luis Borges // La Cábala: conferencia de Jorge Luis Borges

CORTO MALTÉS: «Bajo el Signo de Capricornio» (Película) // «Borges, Pratt y Corto Maltés: convergencias y malas lecturas», por Javier de Navascués

«BORGES, DEL SECRETO AL ALEPH», por Julio Woscoboinik (Universidad de Pittsburgh)

La felicidad, la pureza y la dialéctica, por Borges, Camus y Brecht.

COMUNICADO de JOSÉ MANUEL VILLAREJO PÉREZ (22 de Agosto de 2019). «Funes, el memorioso», por Jorge Luís Borges

 

 


Sé el primero en comentar

Deja tu opinión

Tu dirección de correo no será publicada.


*