EL DERECHO Y EL DEBER DE LA DESOBEDIENCIA, por Erich Fromm – republicado

“Bertrand Russell ha reconocido que la idea, aunque se encarne en una persona, sólo cobra significación social si se encarna en un grupo. Entre las ideas que Russell encarna en su vida, quizás la primera que se debe mencionar es el derecho y el deber del hombre de desobedecer. Al hablar de desobediencia no me refiero a la del “rebelde sin causa”, que desobedece porque no tiene otro compromiso con la vida que el de decir “no”. Esta clase de desobediencia rebelde es tan ciega e impotente como su opuesto, la obediencia conformista que es incapaz de decir “no”. Estoy hablando del hombre que puede decir “no” porque puede afirmar; estoy hablando del revolucionario, no del rebelde. La desobediencia es entonces un acto de afirmación de la razón y la voluntad. No es primordialmente una actitud dirigida contra algo, sino a favor de algo: de la capacidad humana de ver, de decir lo que se ve y de rehusar decir lo que no se ve. Para hacerlo así, el hombre no necesita ser agresivo o rebelde; necesita mantener sus ojos abiertos, estar plenamente alerta y deseoso de asumir la responsabilidad de hacer abrir los ojos a quienes se hallan en peligro de perecer porque están amodorrados.”

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Entre los pocos en los que la idea ha llegado a encarnarse, y a los que la situación histórica transformó de maestros en profetas, está Bertrand Russell. Ocurre que es un gran pensador, pero esto no contribuye en realidad esencialmente a su personalidad de profeta. El, junto con Einstein y Schweitzer, representa la respuesta de la humanidad occidental ante la amenaza de su existencia, porque los tres han alzado su voz, han formulado advertencias, y han señalado las alternativas. Schweitzer vivió la idea de Cristiandad trabajando en Lambarené.

Einstein vivió la idea de razón y humanismo negándose a sumarse a las voces histéricas del nacionalismo de la intelligentsia alemana en 1914 y en muchas ocasiones posteriores. Bertrand Russell expresó durante muchas décadas sus ideas sobre racionalidad y humanismo, exponiéndolas en su libros; pero en años recientes ha salido a la plaza a mostrar a todos los hombres que cuando las leyes del país contradicen a las de la humanidad, un verdadero hombre debe elegir las leyes de la humanidad.

 

Bertrand Russell ha reconocido que la idea, aunque se encarne en una persona, sólo cobra significación social si se encarna en un grupo. Cuando Abraham discutió con Dios acerca del destino de Sodoma, y desafió la justicia de Dios, pidió que sólo se perdonara a Sodoma si había en ella diez hombres justos, pero no menos. Si había menos de diez, es decir, si no había ni siquiera un grupo mínimo en el cual se hubiera encarnado la idea de justicia, tampoco Abraham podía esperar que la ciudad se salvara. Bertrand Russell trata de demostrar que existen los diez que pueden salvar la ciudad. Este es el motivo por el que organizó a la gente, desfiló con ella, participó con ella en sentadas y junto con ella fue llevada en los furgones policiales. Aunque su voz sea una voz en el desierto, no es, sin embargo, una voz aislada. Es el guía de un coro; sólo la historia de los próximos años revelará si se trata del coro de una tragedia griega o el coro de la Novena Sinfonía de Beethoven.

Entre las ideas que Russell encarna en su vida, quizás la primera que se debe mencionar es el derecho y el deber del hombre de desobedecer.

Al hablar de desobediencia no me refiero a la del “rebelde sin causa”, que desobedece porque no tiene otro compromiso con la vida que el de decir “no”. Esta clase de desobediencia rebelde es tan ciega e impotente como su opuesto, la obediencia conformista que es incapaz de decir “no”. Estoy hablando del hombre que puede decir “no” porque puede afirmar, que puede desobedecer precisamente porque puede obedecer a su conciencia y a los príncipes que ha elegido; estoy hablando del revolucionario, no del rebelde.

En la mayoría de los sistemas sociales, la obediencia es la suprema virtud; la desobediencia, el supremo pecado. En verdad, cuando en nuestra cultura la gente se siente “culpable”, lo que ocurre realmente es que tiene miedo porque ha desobedecido. Lo que les perturba no es un problema moral, aunque crean que lo es, sino el hecho de haber desobedecido una orden. Esto no es sorprendente; después de todo, la enseñanza cristiana ha interpretado al desobediencia de Adán como un hecho que lo corrompió a él y a su descendencia de un modo tan fundamental que sólo el acto especial de la gracia de Dios podía salvar al hombre de su corrupción. Esta idea estaba, por supuesto, de acuerdo con la función social de la Iglesia, que sostenía el poder de los gobernantes mediante la enseñanza del carácter pecaminoso de la desobediencia.

EL HOMBRE MODERNO, EDUCADO PARA SOMETERSE EN LA FAMILIA, LA ESCUELA, LA SOCIEDAD Y EL ESTADO, SACRIFICA SU VIDA Y LA DE SUS HIJOS OBEDECIENDO VOLUNTARIAMENTE A PODERES QUE LE TRATAN COMO A UNA COSA O UN NÚMERO

Sólo los hombres que tomaron en serio las enseñanzas bíblicas de la humildad, la fraternidad y la justicia se rebelaron contra la autoridad secular, con el resultado de que la Iglesia los señaló generalmente como rebeldes y pecadores contra Dios. La corriente principal del Protestantismo no alteró esta situación. Por el contrario, mientras la Iglesia Católica mantuvo vigente la conciencia de la diferencia existente entre autoridad secular y espiritual, el Protestantismo se alió con el poder secular. Lutero sólo dio la primera y drástica expresión de esta tendencia cuando escribió acerca de los campesinos revolucionarios alemanes del siglo XVI: “Por lo tanto, todos los que podamos hacerlo, ataquémoslos, matémoslos, apuñalémoslos, secreta o abiertamente, recordando que nada hay más venenoso, dañino o demoníaco que un rebelde”.

 

Pese a la progresiva desaparición del terror religioso, los sistemas políticos autoritarios siguieron haciendo de la obediencia la piedra angular de su existencia. Las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII combatieron contra la autoridad real, pero pronto el hombre retronó a hacer una virtud de la obediencia a los sucesores de los reyes, cualquier fuera el nombre que asumieran. ¿Dónde reside hoy la autoridad? En los países totalitarios es la autoridad desembozada del Estado, apoyada por el robustecimiento del respeto a la autoridad en la familia y en la escuela. Las democracias occidentales, en cambio, se enorgullecen de haber superado el autoritarismo del siglo XIX. Pero ¿lo lograron, o sólo ha cambiado el carácter de la autoridad?

Este siglo es la era de las burocracias jerárquicamente organizadas en el gobierno, las empresas y los sindicatos. Estas burocracias administran las cosas y a los hombres como una unidad; siguen ciertos principios, especialmente el principio económico del balance, la cuantificación, la eficiencia máxima y el lucro, y funcionan esencialmente como lo haría una computadora electrónica que hubiera sido programada según estos principios. El individuo se transforma en un número, se convierte en una cosa. Pero justamente porque no hay una autoridad manifiesta, porque el individuo no está “forzado” a obedecer, se hace la ilusión de que actúa voluntariamente, de que sólo sigue a la autoridad “racional”. ¿Quién puede desobedecer lo “razonable”? ¿Quién puede desobedecer a la burocracia por computadora? ¿Quién puede desobedecer cuando ni siquiera se da cuenta de que obedece?

En la familia y la educación ocurre la misma cosa. La corrupción de las teorías de la educación progresista ha llevado a un método en que al niño no se le dice qué hacer, no se le dan órdenes ni se lo sanciona por el fracaso en ejecutarlas. El niño simplemente “se expresa a sí mismo”. Pero desde el primer día de su vida en adelante, está lleno del impío respeto a la conformidad, del temor de ser “diferente”, del miedo de alejarse del resto del rebaño. El “hombre-organización” educado de esta manera en la familia y en la escuela y completada su educación en la gran organización, tiene opiniones, pero no convicciones; se divierte, pero es desdichado; está incluso dispuesto a sacrificar su vida y la de sus hijos en la obediencia voluntaria a poderes impersonales y anónimos. Acepta el cálculo de muertes que se ha puesto tan de modo en las discusiones sobre la guerra termonuclear: la mitad de la población de un país muerta -“muy aceptable”-; dos tercios muertos -“quizás no”-.

La cuestión de la desobediencia es de vital importancia en la actualidad. Mientras que de acuerdo con la Biblia la historia humana comenzó con un acto de desobediencia -Adán y Eva-, mientras de acuerdo con el mito griego la civilización comenzó con el acto de desobediencia de Prometeo, no es improbable que la historia humana termine con un acto de obediencia a autoridades que, a su vez, obedecen a los fetiches arcaicos de la “soberanía del Estado”, el “honor nacional”, la “victoria militar”, y que darán las órdenes de apretar los botones fatales a quienes les obedecen a ellos y a sus fetiches.

PARA SER REVOLUCIONARIO NO ES PRECISO MOSTRARSE AGRESIVO O REBELDE; BASTA CON MANTENERSE PLENAMENTE ALERTA Y ASUMIR LA RESPONSABILIDAD DE ABRIR LOS OJOS A LOS QUE ESTÁN EN PELIGRO DE PERECER PORQUE ESTÁN AMODORRADOS

La desobediencia es entonces, en el sentido que aquí le damos, un acto de afirmación de la razón y la voluntad. No es primordialmente una actitud dirigida contra algo, sino a favor de algo: de la capacidad humana de ver, de decir lo que se ve y de rehusar decir lo que no se ve. Para hacerlo así, el hombre no necesita ser agresivo o rebelde; necesita mantener sus ojos abiertos, estar plenamente alerta y deseoso de asumir la responsabilidad de hacer abrir los ojos a quienes se hallan en peligro de perecer porque están amodorrados.

Karl Marx escribió una vez que Prometeo, quien dijo que “prefería estar encadenado a su roca antes que ser el siervo obediente de los dioses”, es el santo patrono de todos los filósofos. Lo que esto implica es la renovación de la función prometeica de la vida misma. La afirmación de Marx apunta muy claramente al problema de la vinculación existente entre filosofía y desobediencia. La mayoría de los filósofos no desobedecieron a las autoridades de su tiempo. Sócrates obedeció muriendo, Spinoza renunció a su cargo de profesor antes que entrar en conflicto con la autoridad, Kant fue un ciudadano leal, Hegel cambió sus simpatías revolucionarias juveniles por la glorificación del Estado en sus últimos años.

Sin embargo, pese a ello, Prometeo fue su santo patrono. Es cierto que permanecieron en sus aulas y prosiguieron sus estudios sin salir a la plaza, y esto por muchas razones que no examinaré ahora. Pero como filósofos desobedecieron a la autoridad de los pensamientos y conceptos tradicionales, a los clichés que eran objeto de creencia y enseñanza. Ellos trajeron luz a la oscuridad, despertaron a quienes dormitaban, “se atrevieron a saber”.

El filósofo desobedece los clichés y a la opinión pública porque obedece a la razón y a la humanidad. Precisamente porque la razón es universal y trasciende todas las fronteras nacionales, el filósofo que la sigue es un ciudadano el mundo; su objeto es el hombre -no esta o aquella persona, esta o aquella nación-. Su país es el mundo, no el lugar donde ha nacido.

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ERICH FROMMSobre la desobediencia (extracto, 2ª parte). Paidós, 1982. Segunda reimpresión en España, 1987. Traducción de Eduardo Prieto. Filosofía Digital 2009.

 

 


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