“Cada ciudadano no es autónomo, sino que depende jurídicamente de la sociedad, cuyos preceptos tiene que cumplir en su totalidad, y no tiene derecho a decidir qué es justo o inicuo, piadoso o impío. Antes al contrario, como el cuerpo del Estado se debe regir como por una sola mente y, en consecuencia, la voluntad de la sociedad debe ser considerada como la voluntad de todos, hay que pensar que cuanto la sociedad considera justo y bueno, ha sido decretado por cada uno en particular. Por eso, aunque un súbdito estime que las decisiones de la sociedad son inicuas, está obligado a cumplirlas. Cabe, sin embargo, cuestionar si no es contra el dictamen de la razón someterse plenamente al juicio de otro y, en consecuencia, si el estado político no es irracional. Ahora bien, dado que la razón no enseña nada contrario a la naturaleza, enseña paladinamente a buscar la paz, la cual no se puede alcanzar sin que se mantengan ilesos los comunes derechos de la sociedad; por lo cual, cuanto más se guía el hombre por la razón, es decir, cuanto más libre es, con más tesón observará los derechos de la sociedad y cumplirá los preceptos de la suprema potestad, de la que es súbdito. Más todavía, el estado político, por su propia naturaleza, se instaura para quitar el miedo general y para alejar las comunes miserias; y por eso busca, ante todo, aquello que intentaría conseguir, aunque en vano, en el estado natural, todo aquel que se guía por la razón”.
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La constitución de cualquier Estado se llama política (status civilis); el cuerpo íntegro del Estado se denomina sociedad (civitas); y los asuntos comunes del Estado, cuya administración depende de quien detenta el poder estatal, reciben el nombre de asuntos públicos (res-publica). Por otra parte, los hombres, en cuanto gozan, en virtud del derecho civil, de todas las ventajas de la sociedad, se llaman ciudadanos; súbditos, en cambio, en cuanto están obligados a obedecer los estatutos o leyes de dicha sociedad. Finalmente, ya hemos dicho que existen tres tipos de Estado político: democrático, aristocrático y monárquico.
EL DERECHO POLÍTICO ES EL MISMO ESTADO NATURAL DE UNA MULTITUD QUE SE GUÍA COMO POR UNA SOLA MENTE
Por el capítulo precedente consta que el derecho del Estado o supremas potestades no es sino el mismo derecho natural, el cual viene determinado por el poder, no de cada uno, sino de la multitud que se comporta como guiada por una sola mente. Es decir, que, lo mismo que cada individuo en el estado natural, también el cuerpo y el alma de todo el Estado posee tanto derecho como poder tiene. Y, por lo mismo, cada ciudadano o súbdito posee tanto menos derecho cuanto la propia sociedad es más poderosa que él. En consecuencia, cada ciudadano ni hace ni tiene nada por derecho, fuera de aquello que puede defender en virtud de un decreto general de la sociedad.
Si la sociedad concede a alguien el derecho y, por tanto, la potestad (pues, de lo contrario, sólo le habría dado palabras) de vivir según su propio sentir, cede ipso facto algo de sus derechos y lo transfiere a quien dio tal potestad. Pero, si concedió a dos o más tal potestad de vivir cada uno según su propio sentir, dividió automáticamente el Estado. Y si, finalmente, concedió esa misma potestad a cada uno de los ciudadanos, se destruyó a sí misma y ya no subsiste sociedad alguna, sino que todo retorna al estado natural. Todo ello resulta clarísimo por cuanto precede.
Por consiguiente, no hay razón alguna que nos permita siquiera pensar que, en virtud de la constitución política, esté permitido a cada ciudadano vivir según su propio sentir; por tanto, este derecho natural, según el cual cada uno es su propio juez, cesa necesariamente en el estado político. Digo expresamente en virtud de la constitución política, porque el derecho natural de cada uno (si lo pensamos bien) no cesa en el estado político.
Efectivamente, tanto en el estado natural como en el político, el hombre actúa según las leyes de la naturaleza y vela por su utilidad. El hombre, insisto, en ambos estados es guiado por la esperanza o el miedo a la hora de hacer u omitir esto o aquello. Pero la diferencia principal entre uno y otro consiste en que en el estado político todos temen las mismas cosas y todos cuentan con una y la misma garantía de seguridad y una misma razón de vivir. Lo cual, por cierto, no suprime la facultad que cada uno tiene de juzgar; pues quien decidió obedecer a todas las normas de la sociedad, ya sea porque teme su poder o porque ama la tranquilidad, vela sin duda, según su propio entender, por su seguridad y su utilidad.
Por otra parte, tampoco podemos concebir que esté permitido a cada ciudadano interpretar los decretos o derechos de la sociedad. Pues, si le estuviera permitido, cada uno sería ipso facto su propio juez, ya que no le sería nada difícil excusar o revestir de apariencia jurídica sus actos. Organizaría, pues, su vida según su propio sentir, lo cual es absurdo.
Vemos, pues, que cada ciudadano no es autónomo, sino que depende jurídicamente de la sociedad, cuyos preceptos tiene que cumplir en su totalidad, y no tiene derecho a decidir qué es justo o inicuo, piadoso o impío. Antes al contrario, como el cuerpo del Estado se debe regir como por una sola mente y, en consecuencia, la voluntad de la sociedad debe ser considerada como la voluntad de todos, hay que pensar que cuanto la sociedad considera justo y bueno, ha sido decretado por cada uno en particular. Por eso, aunque un súbdito estime que las decisiones de la sociedad son inicuas, está obligado a cumplirlas.
EL ESTADO POLÍTICO NO ES IRRACIONAL NI CONTRARIO AL DERECHO NATURAL
Cabe, sin embargo, cuestionar si no es contra el dictamen de la razón someterse plenamente al juicio de otro y, en consecuencia, si el estado político no contradice a la razón. Pues de ahí se seguiría que el estado político es irracional y que no podría ser creado sino por hombres desprovistos de razón, pero no, en modo alguno, por quienes se guían por la razón. Ahora bien, dado que la razón no enseña nada contrario a la naturaleza, la sana razón no puede decretar que cada individuo siga siendo autónomo, mientras los hombres están sometidos a las pasiones; es decir, que la razón niega que eso pueda suceder.
Añádase a ello que la razón enseña paladinamente a buscar la paz, la cual no se puede alcanzar sin que se mantengan ilesos los comunes derechos de la sociedad; por lo cual, cuanto más se guía el hombre por la razón, es decir, cuanto más libre es, con más tesón observará los derechos de la sociedad y cumplirá los preceptos de la suprema potestad, de la que es súbdito. Más todavía, el estado político, por su propia naturaleza, se instaura para quitar el miedo general y para alejar las comunes miserias; y por eso busca, ante todo, aquello que intentaría conseguir, aunque en vano, en el estado natural, todo aquel que se guía por la razón.
Por consiguiente, si un hombre que se guía por la razón, tuviera un día que hacer, por orden de la sociedad, algo que, a su juicio, contradice a la razón, ese perjuicio queda ampliamente compensado por el bien que surge del mismo estado político. Pues también es una ley de la razón que, de dos males, se elija el menor. Podemos concluir, pues, que nadie hace nada contra el dictamen de la razón, siempre que obra tal como ordena el derecho de la sociedad. […]
Porque hay que considerar, en primer lugar, que, así como en el estado natural el hombre más poderoso es aquel que se guía por la razón, así también es más poderosa y más autónoma aquella sociedad que es fundada y regida por la razón. Pues el derecho de la sociedad se determina por el poder de la multitud que se rige como por una sola mente. Ahora bien, esta unión mental no podría ser concebida, por motivo alguno, sino porque la sociedad busca, ante todo, aquello que la sana razón enseña ser útil a todos los hombres.
Hay que considerar, en segundo lugar, que los súbditos no son autónomos, sino que dependen jurídicamente de la sociedad, en la medida en que temen su poder o sus amenazas o en que aman el estado politico. De donde se sigue que no pertenece a los derechos de la sociedad todo aquello a cuya ejecución nadie puede ser inducido con premios o amenazas.
Así, por ejemplo, nadie puede renunciar a la facultad de juzgar. Pues ¿con qué premios o amenazas puede ser inducido el hombre a creer que el todo no es mayor que su parte, o que Dios no existe, o que un cuerpo, que él ve finito, es un ser infinito, y a admitir, en general, algo contrario a lo que siente y piensa? Igualmente, ¿con qué premios o amenazas puede ser inducido el hombre a que ame a quien odia o a que odie a quien ama? Y otro tanto se puede decir de aquellas acciones que la naturaleza humana abomina, hasta el punto de tenerlas por peores que mal alguno, como testificar contra sí mismo, torturarse, matar a sus padres, no esforzarse por evitar su propia muerte y cosas análogas, a las que nadie puede ser inducido mediante premios o amenazas.
NO PERTENECE AL DERECHO DE LA SOCIEDAD TODO AQUELLO A CUYA EJECUCIÓN NADIE PUEDE SER INDUCIDO CON PREMIOS O AMENAZAS
Si, a pesar de todo, queremos decir que la sociedad tiene el derecho o la potestad de prescribir tales acciones, no podremos concebirlo, sino en el sentido en que se diría que le hombre puede, con derecho, enloquecer y delirar. Pues ¿qué sería, sino un delirio, aquel derecho al que nadie puede ser constreñido? En efecto, yo aquí hablo expresamente de aquellas cosas que no pertenecen al derecho de la sociedad y que la naturaleza humana suele abominar.
Pues no porque un necio o un loco no puedan ser inducidos con premios o amenazas a cumplir los preceptos, ni porque éste o aquél, adicto a tal o cual religión, juzgue que los decretos del Estado son peores que ningún mal, quedan sin valor los derechos de la sociedad, cuando la mayor parte de los ciudadanos caen bajo su dominio. En la medida, pues, en que quienes nada temen ni esperan, son autónomos, son también enemigos del Estado y con derecho se les puede detener.
Hay que considerar, en tercero y último lugar, que cuanto provoca la indignación en la mayoría de los ciudadanos, es menos propio del derecho de la sociedad. No cabe duda, en efecto, que los hombres tienden por naturaleza a conspirar contra algo, cuando les impulsa un mismo miedo o el anhelo de vengar un mismo daño. Y como el derecho de la sociedad se define por el poder conjunto de la multitud, está claro que el poder y el derecho de la sociedad disminuye en cuanto ella misma da motivos para que muchos conspiren lo mismo. Es indudable que la sociedad tiene mucho que temer; y, así como cada ciudadano o cada hombre en el estado natural, así también la sociedad es tanto menos autónoma cuanto mayor motivo tiene de temer. […]
Se nos puede objetar que quizá el estado político y la obediencia de los súbditos, tal como la exige, según nosotros, el estado político, suprima la religión que nos obliga a rendir culto a Dios. Pero, si examinamos directamente el asunto, no hallaremos nada que pueda suscitar escrúpulos. Porque el alma, en cuanto usa de la razón, no depende de las supremas potestades, sino que es autónoma.
De ahí que el verdadero conocimiento y amor de Dios no puede estar sometido al dominio de nadie, como tampoco la caridad hacia el prójimo. Y, si consideramos, además, que el ejercicio supremo de la caridad es el que se orienta a defender la paz y a favorecer la concordia, no dudaremos que ha cumplido efectivamente su deber, quien presta a cada uno tanta ayuda cuanta le permiten los derechos, es decir, la concordia y la tranquilidad de la sociedad.
Por lo que respecta al culto externo, es cierto que ni ayuda ni perjudica al verdadero conocimiento de Dios y al amor que de ahí se sigue. No hay que darle, pues, tal importancia que por él se lleguen a perturbar la paz y la tranquilidad pública.
No cabe duda, por lo demás, que, por derecho natural, es decir, por divino decreto, yo no soy defensor de la religión. No tengo, en efecto, como tuvieron en otro tiempo los discípulos de Cristo, ningún poder de expulsar los espíritus inmundos y de hacer milagros. Ahora bien, ese poder es tan necesario para propagar la religión en los lugares donde está prohibida, que sin él no sólo se pierde, como se dice, el aceite y el trabajo, sino que se provocan, además, muchísimas molestias. Todos los siglos han visto de ello los más funestos ejemplos.
Por consiguiente, todo el mundo puede, donde quiera que se halle, rendir culto a Dios con verdadera religiosidad y velar por su propio bien, que es lo que incumbe a un hombre privado. En cambio, la tarea de propagar la religión debe ser confiada a Dios o a las supremas potestades, que son las únicas a las que incumbe el cuidado de los asuntos públicos.
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BARUCH DE SPINOZA, Tratado político, capítulo III. Alianza Editorial, 1986. Traducción de Atilano Domínguez. Filosofía Digital 2008.