¿PORQUE EXISTE ALGO EN LUGAR DE NADA? ¿De qué hablo cuando hablo del budismo theravada?, por Emilio de Miguel Calabia

PORQUE EXISTE ALGO EN LUGAR DE NADA

¿De qué hablo cuando hablo del budismo theravada?

Por Emilio de Miguel Calabia

ABC

 

Al antropólogo Melford E. Spiro le sorprendió saber que existía una religión, – el budismo theravada-, que no tenía Dios ni figura salvadora y consoladora, que decía que la salvación la tienes que conseguir por tus propios esfuerzos, que rechaza la existencia del alma, que dice que la vida es sufrimiento y que el objetivo último no es acceder a un más allá paradisiaco, sino al nirvana, la extinción total. Aquello le pareció tan increíble, que en 1961 se desplazó a Birmania para realizar un estudio de campo sobre una religión tan particular que, sin embargo, había conseguido atraer a decenas de millones de fieles.

Lo que descubrió fue que la expresión “budismo theravada” en realidad encubre tres maneras muy distintas de entender el budismo. Ese descubrimiento y muchos más lo plasmaría en “Buddhism and Society. A Great Tradition and its Burmese Vicissitudes” (ni me molesto en traducir el título al español, porque ni está traducido ni creo que lo vaya a estar nunca).

La primera manera de entender el budismo es lo que denomina el budismo nirvánico, que se corresponde con las enseñanzas de Buda y que comprende todos los rasgos señalados anteriormente. La cuestión es que, aun afirmando que siguen las doctrinas de Buda, los birmanos en realidad siguen lo que Spiro denomina el budismo karmático. Lo mismo puede aplicarse a las demás sociedades theravadas.

Spiro cree, siguiendo a Max Weber, que en su origen el budismo era una doctrina hecha a la medida de las clases intelectuales y privilegiadas. Cuando has disfrutado de todos los placeres y ya te hastían y ves que, a pesar de todo, la felicidad completa se te escapa, una religión que te hable de austeridades, que te descubra el sufrimiento que hay en el mundo y que te prometa sacarte de la rueda infernal de las reencarnaciones, resulta muy atractiva. Cuando eres un campesino puteado, que sólo conoce trabajar de sol a sol, el hambre y la pobreza, no es eso lo que quieres oír. Por ello, en lugar de abrazar el budismo original, el budista theravada medio sigue una interpretación propia que responde a sus necesidades psicológicas y sociales, sin ser consciente de hasta qué punto se está apartando de las enseñanzas de Buda.

Los rasgos de este budismo karmático son:

+ En el fondo cree que existe un tipo de alma que transmigra, que puede acceder a existencias más placenteras y cuya permanencia se busca.

+ Aunque el nirvana sigue considerándose el ideal, realmente el budista lo que anda buscando es una vida placentera en este mundo y un renacimiento aún más placentero en sus próximas vidas. El ideal es reencarnarse en el cielo de los devas (divinidades) donde uno vive rodeado de placeres durante miles de años. Para el budismo nirvánico, ésta es una condición menos favorable de lo que parecería a primera vista, ya que los placeres distraen y no practicas, que es la única manera de alcanzar la iluminación y salir del samsara (el ciclo de las existencias). Tarde o temprano el buen karma acumulado que permitió que te reencarnaras en divinidad, se agota y vuelves a reencarnarte, posiblemente en algo muy desagradable.

+ La idea de que la vida es sufrimiento no está realmente internalizada. Sí, ocurren las desgracias y la frustración de los deseos, pero eso no quiere decir que la vida sea mala per se. La vida tiene muchas cosas buenas y uno querría disfrutarlas en esta existencia y en las próximas.

La clave para el budismo karmático es la idea del karma. En el budismo nirvánico, el karma es la acción que la persona realiza. Cada acción comporta un fruto, en función de la intención con la que se hubiera llevado a cabo. Si queriendo matar a mi amigo, disparo y mato accidentalmente a un oso que le amenazaba, aun cuando el resultado de la acción haya sido positivo, en el plano del karma mi acción ha sido muy negativa, porque es la voluntad lo que cuenta. El fruto del karma (karma phala en sánskrito) es inexorable y te alcanzará en esta vida o en las siguientes. Sólo aquéllos que han alcanzado la iluminación y consumido su karma, son capaces de actuar sin generar karma de ningún tipo. A su muerte, entran en el nirvana, al no tener ya karma que les ate a esta existencia.

Para el budista theravada ordinario, el karma funciona como una cuenta corriente. Hago méritos y me apunto tantos de karma positivo; cometo malas acciones y me cargo con tantos puntos de karma negativo. Se han desarrollado métodos para hacer méritos y aumentar el karma positivo: liberar peces o pájaros, alimentar a los monjes, construir monasterios… En el extremo, llegan a pensar que se pueden hacer suficientes méritos como para desviar un karma negativo que estaba para caerle a uno encima, algo que según la doctrina original del karma es imposible. El karma funciona como un mecanismo de relojería.

La moralidad budista implica para el laico al menos cinco preceptos: no matar a ninguna criatura, no robar, no tener relaciones sexuales ilícitas (o sea con cualquiera que no sea tu cónyuge legítimo), no mentir y no embriagarse. Alcanzar el nirvana requiere un taburete que tiene tres patas: la generosidad, la moralidad (cumplimiento de los preceptos) y meditación.

De estas patas, la de la generosidad ha adquirido una importancia desmesurada en el budismo theravada, tal vez porque dar resulte más sencillo que abstenerte del alcohol o que meditar. El objeto primordial de esta generosidad es la sangha. Cuanto más santo sea el monje a quien se le hace una ofrenda, mayor es el mérito que adquiere el donante. Así se llega a la contradicción de que los monjes más santos, que son los más austeros y los que quieren apartarse más del mundo, son los que reciben los mayores donativos. En el caso de Birmania, el hábito sí que hace al monje. Aunque el monje sea un poco impresentable, los donativos que se le hagan no dejan de tener un efecto positivo.

El acto más meritorio de todos y que está al alcance de muy pocos, es la construcción de un monasterio. Dado que lo que da el mérito es la construcción, nadie se preocupa de restaurar monasterios abandonados, porque el mérito iría al constructor original, no al restaurador.

A la manera de Max Weber, Spiro se pregunta por las consecuencias económicas del budismo theravada. Si el budismo realmente practicado fuese el nirvánico, las consecuencias para la economía serían tremendas. El budismo nirvánico aboga por el abandono del mundo y el desapego. Con el budismo karmático, sucede de otra manera. Según Max Weber en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, la gran duda que corroe a los calvinistas es la de si se contarán entre los escasos salvados. Una manera de saberlo es mediante el éxito económico. Si los negocios les van bien, eso implica que están entre los elegidos. Ello les da una motivación muy fuerte para trabajar duro y prosperar en los negocios. Como, por otra parte, la ética es una ética de austeridad y de privarse del lujo, los beneficios obtenidos, en lugar de malgastarse en artículos de lujo, se destinan a la reinversión. Así, el calvinismo es la doctrina perfecta para el capitalismo.

En el caso del budismo karmático, existe un aliciente para prosperar económicamente. Cuantos más recursos tengas, más podrás dedicar a actos de caridad y más mérito acumularás. En principio esto debería de ser bueno económicamente; pero en la práctica resulta que no lo es tanto.

El excedente económico se utiliza para hacer donativos religiosos: construcción de templos, alimentar a monjes que a menudo reciben más comida que la que pueden consumir, patrocinio de ceremonias religiosas… Es más, los budistas birmanos antes pagarán para alimentar a una comunidad de monjes que contribuirán a la compra de medicinas del dispensario del pueblo. Es decir, aunque el budismo karmático lleve a trabajar para allegar recursos, sus consecuencias socioeconómicas son muy diferentes de las del calvinismo.

Hay un tercer tipo de budismo que se practica en Birmania, que es el budismo mágico. Ni el budismo nirvánico ni el karmático recurren a lo sobrenatural como ayuda en esta vida o para alcanzar la salvación. El budismo mágico es diferente. Sus rasgos, según Spiro, son: 1) Su preocupación básica no es la salvación, sino las cuestiones cotidianas: la sequía y las lluvias, la salud y la enfermedad…; 2) Cree en rituales mágicos que o bien crean mérito de manera inmediata, o bien recaban la ayuda de seres sobrenaturales; 3) Protege de los peligros, dado que concibe el mundo como un lugar peligroso, lleno de espíritus y demonios.

Aunque en sus rituales acuda a la simbología budista, en su base se halla bastante alejado del budismo nirvánico. La distinción más significativa tiene que ver con el karma. Para el budismo nirvánico y para el karmático, el karma es la causa exclusiva del dolor y el sufrimiento. Para el budismo mágico, existen desgracias que pueden ser producidas por causas no-kármicas: el hechizo de un brujo, la influencia maligna de un planeta… Algunos birmanos tratan de racionalizar las cosas, para ajustarlas a la doctrina. Así, un planeta mal aspectado no causa la desgracia, sino que es la señal de lo que se avecina y el hechizo del brujo es el agente del karma de esa persona.

Hay muchas más cosas en el libro que no voy a comentar: la visión que la sociedad tiene sobre la sangha, los movimientos milenaristas, la disciplina de los monjes… Se trata de un libro apasionante tanto para el estudioso de la religión, como para el antropólogo y el sociólogo. Es una pena que en España sea inencontrable.

 

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¿Por qué existe algo en lugar de nada? (I)

Por Emilio de Miguel Calabia

ABC, 11 SEPT 2019

PORQUE EXISTE ALGO EN LUGAR DE NADA

 

Una tarde de 1714 en la que Leibniz se aburría y se sentía abandonado por su protector, el elector Georg Ludwig, que se había dicho que era más divertido ser rey de Inglaterra que alimentar a filósofos pelmazos en Hannover, se hizo una pregunta que hasta entonces no se había hecho nadie: “¿Por qué existe algo en lugar de nada?”

Siempre he sabido que el aburrimiento es muy malo. Estoy seguro de que si Leibniz hubiera estado de fiesta, no se le habría ocurrido esa pregunta y los filósofos que le siguieron no se habrían visto obligados a lidiar con ella. En “Why does the world exist?”, Jim Holt intenta ver si él puede responder a la pregunta.  Spoiler: Hasta ahora nadie ha conseguido darle respuesta; ni tan siquiera el autor del libro que comento.

El libro tiene la agilidad de una “road-movie”. El autor cuenta con mucha gracia su aproximación a una serie de filósofos y científicos a los que les hace la pregunta de marras. Así nos enteramos de que el autor de “La fábrica de la realidad”, David Deutsch, vive en medio del caos más absoluto, por no decir directamente que vive en la mierda, con una chica atractiva, que responde al nombre de Lulie. ¿Suena frívolo? Al menos es más entretenido que leer que Newton afirmó que “el tiempo absoluto, verdadero y matemático, por sí mismo y por su propia naturaleza, fluye regularmente sin relación a nada externo.”

También tiene sus momentos de tensión, que demuestran que ser filósofo puede ser una profesión de riesgo. Así sucede en su encuentro con Adolf Grünbaum, que rechaza tanto que podamos conocer lo que hubo antes del Big Bang como las normas de la circulación prudente. “Sin tener en cuenta el tráfico pesado y a toda velocidad a nuestro alrededor, mantenía un monólogo constante al tiempo que intentaba imaginarse el camino.” Spoiler: sobreviven y se pegan una cena regada con abundante vino y champán.

Leyendo el libro, he pensado que la respuesta a la gran pregunta es que el mundo existe para que pueda haber restaurantes, porque la comida está tan presente en el libro que he llegado a pensar que los filósofos utilizan la cosmología como una excusa para reunirse a comer, que es lo que de verdad les interesa. Así Jim Holt toma una ensalada de aguacate en el All Souls College, mientras el filósofo Derek Parfit divaga sobre universos paralelos al nuestro. Holt es capaz de tomarse una “tartine” y un “café crème”en un bar parisino, mientras reflexiona sobre el hecho de que dos grandes filósofos como eran Leibniz y Descartes estuvieran convencidos de que el mundo del ser contingente debía descansar sobre fundamentos ontológicos necesarios. Más tarde se dice si “todos menos él parecen encontrar las bebidas con cafeína más proclives que el alcohol a preguntarse por el misterio de la existencia”. Respuesta de experto: la gran pregunta con el alcohol viene al día siguiente y es: ¿cómo de estúpido me comporté anoche?

Bueno, y después de estas tonterías, vayamos a lo que importa. La ciencia ama la simplicidad. Lo más simple sería que no hubiera nada y sin embargo hay algo: ¿por qué? A esta pregunta yo le añadiría otra, que el libro no trata, pero que siempre me ha intrigado. Asumo que el relato científico sobre el Big Bang que dio origen al universo es verdadero. Aun así, no consigo concebir que toda la energía necesaria para crear el universo de millones de galaxias que contemplamos estuviera concentrada en un espacio infinitesimal.

Adolf Grünbaum cree que es una pregunta ociosa. Para empezar la pregunta parte de unos presupuestos que son discutibles. Asume, para empezar, que la nada es el estado normal de las cosas y que, por ello, es necesario encontrar una explicación a la existencia del mundo. ¿Y si la nada fuese imposible? Empíricamente está claro que el mundo existe, que hay algo, luego más bien habría que demostrar que la nada es una posibilidad. En palabras de Grünbaum: “En lo que se refiere al universo, sin embargo, nunca hemos observado su no-existencia, ni tan siquiera hemos encontrado evidencias de que su no-existencia sería natural. Así pues, ¿por qué debería tentarnos la búsqueda de una explicación de por qué existe?” El Big Bang no implica la nada. Simplemente fue el inicio del tiempo y del espacio. Es el límite al que podemos llegar. No hubo procesos previos al Big Bang por la simple razón de que no había tiempo.

Bede Rundle piensa que el concepto de nada parte de una falacia. Imaginémonos que vaciásemos el espacio de todo lo que contiene. No es la nada lo que obtendríamos, porque aún seguiría quedándonos el espacio. La existencia del espacio sería una necesidad y el espacio no es la nada. Es algo que puedes contemplar y a través del cuál puedes desplazarte.

Aun así, para los enamorados de la nada, ésta tiene sus encantos. Es la realidad más sencilla y tiene el perfil de entropía más simétrico: su máxima entropía iguala a su mínima entropía y es cero. A pesar de Grünbaum, son muchos los filósofos que han caído bajo los encantos de la nada y que no paran de preguntarse cómo el ser, tan asimétrico y grosero, llegó a imponerse sobre la nada.

La física cuántica tiene su aportación que hacer sobre la nada. Sus ecuaciones permiten la emergencia espontánea de partículas en el vacío. El Big Bang sí que habría podido emerger de la nada. La nada sería un estado sin tiempo donde todos los valores de campo son cero. El principio de Heisenberg dice que hay pares de variables en las que cuanta mayor la exactitud con la que medimos una de las dos, menos sabemos de la otra; es imposible que podamos definirlas con exactitud a ambas al mismo tiempo. Aplicado a la nada supondría que dado que conocemos con precisión el valor del campo de la nada, 0, su ritmo de cambio nos es desconocido y es completamente azaroso. O sea, que la nada es inestable y sí que podría dar lugar al universo.

 

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¿Por qué existe algo en lugar de nada? (y II)

Por Emilio de Miguel Calabia

ABC, 15 SEPT 2019

 

Para los que prefieren el ser, la respuesta tradicional es que Dios es la causa de que hubiera un universo en lugar de nada. Richard Swinburne afirma que “hay una complejidad, una particularidad y una finitud en el universo que requieren una explicación”. La hipótesis más sencilla es que Dios está detrás. De hecho es más probable que Dios exista que que  no.

Dios es el sospechoso habitual cuando se habla de la causa del universo, aunque su popularidad ha decaído en el último siglo. Dios es incausado. No precisa de explicación a su existencia, porque ésta es necesaria. La filosofía tradicional decía que la cadena de causación del ser debía detenerse en un ser que no fuese contingente, sino necesario y que fuese la causa última de todos los demás. De otra manera tendríamos una sucesión infinita de seres contingentes cada uno siendo causa del siguiente, que no se sostiene desde un punto de vista lógico. Un ser necesario y que esté al inicio de la cadena del ser debe ser eterno e infinito, supremamente poderoso y supremamente inteligente. También debe de ser moralmente perfecto. San Anselmo de Canterbury con premisas similares a éstas ideó un argumento antológico para demostrar la existencia de Dios, que durante siglos tuvo mucho predicamento. Dios posee todas las perfecciones en grado sumo. Dado que existir es más perfecto que no existir, la lógica indica que Dios debe existir. Puede que la lógica medieval lo indicase, pero los lógicos modernos no han comprado el argumento.

El profesor de matemáticas de Oxford Roger Penrose adopta una aproximación semejante a la de San Anselmo, pero él se remonta un poco más. Nada más y nada menos que al mundo de las ideas platónico, con unas gotas de pitagoricismo. Penrose cree que hay tres mundos que interactúan entre sí: el mundo platónico de las ideas, el mundo físico y el mundo mental de nuestras percepciones conscientes. Cuando investigamos sobre las relaciones entre el mundo platónico y el mundo físico, acabamos desembocando en las matemáticas. “Es casi como si el mundo físico estuviese construido por las matemáticas”. El mundo platónico, por medio de las matemáticas, engendraría el mundo físico, el cual engendraría el mundo mental, vía la química cerebral; éste, a su vez, mediante la intuición, crearía el mundo de las ideas. El mundo de las ideas estaría por encima de los otros dos mundos, que son contingentes y tienen su origen en él. Tengo aversión a los razonamientos circulares y éste huele a uno de ellos. De hecho, en el libro hay tantos razonamientos circulares como restaurantes.

Penrose no está solo en su entusiasmo por el viejo Platón. El cosmólogo especulativo John Leslie comparte su entusiasmo. Su punto de partida es que, incluso si la nada existiese, las posibilidades lógicas seguirían existiendo. Las manzanas seguirían siendo posibles, mientras que los solteros casados serían imposibles. No me suena muy convincente y parece que a Holt tampoco, pero Leslie no es de los que se arredran.

Un universo vacío sería preferible a un universo lleno de gente que viviera en la miseria. Éticamente sería preferible que la nada siguiera existiendo. Pero podría haber una necesidad ética de que el universo vacío fuese sustituido por un universo lleno de felicidad y belleza. Esta necesidad bastaría para crear el universo. Holt replica que en el mundo hay el suficiente dolor y miseria como para poner en duda que un principio abstracto de bondad lo haya creado. Y es aquí donde las cosas se ponen realmente interesantes. Leslie afirma que “el cosmos consiste de un número infinito de mentes infinitas, cada una de las cuales conoce absolutamente todo lo que merece la pena conocer. Y una de las cosas que merece la pena conocer es la estructura de un universo como el nuestro.” Holt insiste: ¿y cómo se justifica la existencia del mal? “Nuestro universo es sólo una de las estructuras que una mente infinita contemplaría. Conocería también la estructura de infinitamente otros universos. Y sería muy improbable que el nuestro fuera el mejor de todos. La situación mejor es la situación total con todos esos universos coexistiendo como patrones de contemplación en una mente infinita.”

De todas las teorías que desfilan a lo largo del libro ésta tal vez sea la más desconcertante. El propio Holt, rascándose la cabeza con estupor, dice que para que funcionase, tendríamos que aceptar las siguientes tres premisas: 1) El valor es objetivo; 2) El valor es creativo; 3) El mundo es bueno. Demasiadas premisas. Siguiente teoría.

Los filósofos escolásticos defendían que Dios era incausado y por tanto no necesita causa que lo justifique. El filósofo de Harvard Robert Nozick se ha aplicado a buscar a buscar una verdad que se explique a sí misma a la manera en que los padres responden a sus hijos preguntones cuando les preguntan, por ejemplo, que por qué el cielo es azul: “porque sí”. Su explicación aduce que si tuviéramos un principio último que dijera que todo lo que tiene el elemento C es verdadero y resultase que el principio tuviera C, entonces habría demostrado su propia verdad. El principio que Nozick propone es “todos los mundos posibles son reales”, lo que denomina “el principio de fecundidad”. Esto implica que habría incluso un mundo que fuese la nada. Ahora bien, este principio tiene un defecto esencial: si todos los mundos posibles, también incluiría a aquellos mundos donde el principio de fecundidad no se aplica, lo que resultaría contradictorio.

Hay cosmólogos que aceptan la posibilidad de que existan otros universos. El físico ruso Andrei Linde afirmó en los ochenta que los Big Bangs deberían de ser un fenómeno rutinario. Los universos nacerían en tal caso de una especie de caos preexistente. Si existen muchos universos, inevitablemente en algunos de ellos se darán las condiciones necesarias para la vida inteligente. Si estamos aquí, es porque vivimos en uno de esos universos afortunados. El razonamiento es de lo más lógico, pero siempre me ha parecido un poco tautológico. Por otra parte, la existencia de múltiples universos separados entre sí es una hipótesis posiblemente indemostrable, ya que no parece que podamos saber lo que hay más allá de nuestro continuo espacio-temporal, si es que hay algo. Incluso si existieran esos otros universos, su incidencia sobre el nuestro sería cero.

Dereck Parfit dice que nuestro universo es una de las diferentes maneras en que la realidad podría haberse presentado. Pero la realidad podría incluir otros universos muy distintos, en paralelo con el nuestro y a los que no podemos tener acceso. El conjunto sería una posibilidad cósmica, que comprendería todo lo que nunca haya existido, las distintas maneras en que la realidad puede presentarse.

Existen muchas posibilidades: que todos los mundos concebibles existan, que no exista ningún mundo en absoluto, que sólo existan mundos buenos, que sólo existan mundos que se acomoden a la teoría de las supercuerdas… La pregunta, para Parfit, sería: ¿cuál de las muchas posibilidades se concreta y por qué? La nada sería la respuesta más sencilla de todas, pero el hecho de que estemos aquí, muestra que no fue la posibilidad que la realidad escogió. Si de todos los universos que pudieron haber sido, sólo se concretó el nuestro, ¿a qué se debió? Parfit cree que debe existir un rasgo especial, un Seleccionador, que determina cuál es la realidad que finalmente se concretará. Tras una serie de razonamientos muy complejos, Parfit llega a la conclusión de que el Seleccionador es la simplicidad. La simplicidad explicaría porqué nuestro universo es tan anodino, con una mezcla tan caótica de bondad y maldad, de belleza y fealdad, de caos y orden. El razonamiento puede parecer bien trabado y hasta hermoso, pero me da la sensación de que es como un neanderthal que se pusiera a tallar un hacha de sílex, pensando que así entenderá cómo funciona un reactor. El encuentro con Parfit es tal vez la parte del libro que me hace pensar más que tal vez la respuesta a la pregunta del inicio esté fuera de nuestro alcance.

En el último capítulo, Holt descubre lo que realmente importa y no, no son las pajas mentales filosóficas ni responder a la pregunta de Leibniz. Se entera de que su madre se está muriendo de cáncer. En una situación así, de poco consuelo sirven sofismas como el de Goethe: “Es enteramente imposible para un ser pensante pensar en su propia inexistencia, en la terminación de su pensamiento y de su vida. En esta medida, cada uno lleva en su interior, y de manera bastante involuntaria, la prueba de su propia inmortalidad.” Holt simplemente dice: “Aunque mi nacimiento fue contingente, mi muerte es necesaria”.

El epílogo nos trae a Holt en su apartamento parisino. Enciende la tele y se encuentra con un debate sobre la pregunta de Liebniz. Si hubiera vivido en España, se habría encontrado a la Pantoja en “Supervivientes”… como que me quedo con Francia. Un dominico, un físico teórico y un monje budista debaten sobre la pregunta de marras.

El dominico afirma que hay una causa primera, que es Dios. Su causalidad no hay que entenderla de manera temporal, ya que antes del Big Bang no había tiempo. Dios está detrás del Big Bang, pero no es anterior a él. El físico teórico defiende que el universo nació de una fluctuación cuántica en la nada. El monje budista,- el único de los debatientes al que Holt describe con simpatía-, dice que el universo no tuvo inicio. La nada nunca puede dar origen al ser, porque es lo opuesto a lo existente. El universo no es la nada, sino el vacío, que representa una manera de entender el ser muy distinta de la de Occidente. “Las cosas no tienen realmente la solidez que les atribuimos. El mundo es como un sueño, una ilusión. Pero en nuestro pensamiento, transformamos su fluidez en algo fijo y que parece sólido.” La pregunta de Leibniz presupone la existencia real y verdadera de algo, cuando lo único que hay es una ilusión.

Así termina el libro, con la sospecha de que tal vez Holt haya encontrado un esbozo de respuesta.

 

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