LA IDEA DEMOCRÁTICA DE LA LIBERTAD, por Alexis de Tocqueville (1805-1859)

LA IDEA DEMOCRÁTICA DE LA LIBERTAD

 

 

«Una democracia no puede existir como forma permanente de gobierno. Solo puede existir hasta que la mayoría descubre que puede votar para obtener beneficios del erario público.

Después, la mayoría siempre vota por el candidato que promete mayores beneficios, con el resultado de que la democracia se derrumba debido a la consiguiente política fiscal laxa, seguida siempre por una dictadura y luego por una monarquía»

Alexander Fraser Tytler
Lord Woodhouselee

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La civilización en llamas

«No sólo arden los bosques. Hay también una combustión moral: arden las ideas, los valores, las instituciones»

Por Jesús Ferrero

The Objective, 16 AGOSTO 2025

Los bomberos luchan contra las llamas en Zamora. | EFE

 

Schopenhauer y Nietzsche fueron, cada uno a su manera, pirómanos y desplegaron un pensamiento que no se contentaba con  reorganizar la leña húmeda de las viejas ideas, sino que arrojaba cerillas a todo el edificio moral de su tiempo. Schopenhauer, considerado por Maupassant «el mayor destructor de sueños que haya pasado por el mundo», encendía fuegos lentos, de leña gorda y resinoso pesimismo: la vida como voluntad ciega, el mundo como un taller que no se puede clausurar y cuyo único descanso posible es la extinción. Nietzsche, en cambio, era un incendiario diurno, de esos que prenden hogueras en plazas públicasdinamitaba a Dios, abrasaba la moral de los esclavos, reducía a cenizas la ilusión de una verdad objetiva. Entre ambos hicieron arder buena parte de la metafísica heredada, dejando un horizonte ennegrecido que dio lugar a pensamientos como el de Heidegger.

Y mientras estos dos pirómanos de la conciencia trabajaban en sus escritos, Europa ardía de verdad. No por el genio febril de los filósofos, sino por obra y gracia de un incendio más lento y devastador: la gran deforestación decimonónica. La desamortización de tierras y la Revolución Industrial fueron la gran piromanía económica. No se trataba de hogueras simbólicas sino de incendios prácticos: montes talados, bosques reducidos a carbón vegetal, selvas templadas transformadas en pastos para ovejas o en travesaños para el ferrocarril. La mano invisible del mercado, tan adorada, resultó ser una mano con mecha y antorcha. Allí donde los leñadores no llegaban, llegaba el fuego «accidental», que coincidía misteriosamente con intereses agrarios o mineros.

Fue una época en la que los incendios eran a la vez reales y metafóricos. Las ciudades ardían de industria febril, los campos ardían por la codicia, y las conciencias ardían con la noticia de que Dios se había ausentado del universo. Schopenhauer y Nietzsche talaban certezas, y el bosque mental de Europa (con sus altos cipreses platónicos, sus viejos robles escolásticos, sus pinos cartesianos y sus largos abetos hegelianos) fue clareado hasta quedar irreconocible. Donde antes había sombra y espesura, quedaban claros pavorosos en los que ya no habitaban los dioses del lugar sino las máquinas de vapor y la lógica positivista, que Heidegger vinculaba a la esencia misma de la técnica, a su ideología intrínseca.

Los incendios no cesaron. Las guerras mundiales quemaron ciudades enteras, reduciéndolas a ceniza. La piromanía pasó de la mano del leñador al piloto de bombardero. Filosóficamente, la llama existencialista prendió en los años posteriores: Sartre y Camus arrojando gasolina sobre las nociones de destino y sentido, invitando a habitar un mundo sin salvación posible. Mientras tanto, Hiroshima y Nagasaki fueron la pirotecnia más obscena de la historia: no ya un bosque ardiendo, sino la misma atmósfera habitada por la luz de la desintegración.

En la segunda mitad del siglo, las llamas no fueron más discretas. Ardían las selvas tropicales para abrir paso a la ganadería intensiva, ardía el petróleo en los motores de la prosperidad, ardían las banderas en las protestas estudiantiles. Y, de fondo, ardían las últimas reservas de confianza en que el progreso sería algo más que destrucción.

 

La democracia se quema desde dentro con discursos que estimulan la polarización y el fuego»

 

Hoy, la piromanía se ha vuelto total. No sólo arden los bosques del Amazonas, de Siberia o de Zamora cada verano. Arde el aire con el calor extremo de un clima colapsado; arden las ciudades bajo techos que no refrescan; arden los polos en su lento deshielo. Y junto a esa combustión física, una combustión moral: arden las ideas, los valores, las instituciones. La mentira, convertida en material inflamable, se propaga en chispas virales que recorren las redes sociales. La democracia se quema desde dentro con discursos que estimulan la polarización y el fuego. La esperanza, esa vieja madera noble que sostenía el porvenir, está seca y al tocarla se pulveriza.

El pirómano contemporáneo no es ya un filósofo solitario, ni un empresario maderero, ni siquiera un dictador con ansias de gloria. Es un sistema entero, un modo de vida que necesita quemar (bosques, combustibles, vínculos humanos) para mantener su velocidad de crucero. La mecha ya no está en una mano: está incorporada en la cadena de producción, en los algoritmos de consumo, en la lógica de lo inmediato. Como decía antaño Anders en La obsolescencia del hombre,  nadie es responsable de nada y es la estructura la que manda.

Vivimos en un tiempo en que las metáforas del fuego han dejado de ser retóricas para volverse literales. Decir que «todo arde» ya no es una licencia poética: es una descripción técnica. Y sin embargo, como ocurre con todo incendio prolongado, nos hemos acostumbrado al crepitar, a la luz rojiza en el horizonte, al olor de madera muerta en el aire. Los grandes filósofos del XIX creían que quemar las viejas ideas abriría espacio para lo nuevo. La historia parece haberles dado la razón en un sentido irónico: el espacio se ha abierto, pero lo nuevo no llega; sólo llegan más llamas.

 

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La «A» de Altruista: La «A» de los que buscan, no lo mejor para ellos, sino lo mejor para todos. Porque, al optar por la Libertad, optan por obedecer solo a las Leyes que conducen y sostienen una sociedad Libre, las Leyes Democráticas; y al estar sólo obligados a su cumplimiento, saben que viven Libres en una Sociedad Libre, pues saben que obedeciendo esas Leyes, sólo «se obedecen a sí mismos« (Spinoza)

 

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LA IDEA DEMOCRÁTICA DE LA LIBERTAD

«Es preciso distinguir con cuidado entre el hecho de la obediencia y sus causas. En las distintas clases de obediencia se observan sin duda prejuicios; revelan insuficiencia de luces, errores de espíritu, pero no bajeza de corazón.

Los franceses del siglo XVII tenían, si se me permite la expresión, un gusto libre por la obediencia que revelaba con bastante claridad que, aunque habían admitido a un amo, habían conservado el espíritu de la libertad.

Según la noción democrática y justa de libertad, cada hombre trae consigo al nacer un derecho igual e imprescindible a disponer como le parezca de su propio destino.

Así pues, al tener cada individuo un derecho absoluto sobre sí mismo, la voluntad soberana sólo puede emanar de la unión de las voluntades de todos. 

Desde ese momento, la obediencia pierde su moralidad».

Por Alexis de Tocqueville

Filosofía Digital

LA IDEA DEMOCRÁTICA DE LA LIBERTAD
Luis XV de Francia

 

Es un error, en el que con frecuencia se ha incurrido, creer que el espíritu de libertad nació en Francia con la revolución de 1789. Ese espíritu fue siempre uno de los caracteres distintivos de la nación, pero sólo se había revelado a intervalos y, por así decirlo, con intermitencias. Había sido instintivo, más que reflexivo; irregular, a la vez que violento y débil.

 

INSUFICIENCIA DE LUCES, ERRORES DE ESPÍRITU, PERO NO BAJEZA DE CORAZÓN

 

Nunca hubo nobleza más orgullosa ni más independiente en sus opiniones y en sus actos que la nobleza francesa de los tiempos feudales. Jamás demostró el espíritu de libertad democrática un carácter más enérgico y casi podría decirse más salvaje, que en las comunas francesas de la Edad Media y en los estados generales que se reunieron en distintos períodos hasta principios del siglo XVII.

En cuanto el poder real llegó a concentrar en sí todos los otros poderes, los espíritus se sometieron a él sin rebajarse.

Es preciso distinguir con cuidado entre el hecho de la obediencia y sus causas. Hay naciones que se doblegan a la arbitraria voluntad del príncipe, porque le reconocen un derecho absoluto a mandar. Otras sólo ven en él el representante de la patria o la imagen de Dios en la tierra. Las hay que adoran un poder real sucesor de la oligarquía tiránica de una nobleza y encuentra una especie de alivio mezclado de placer y gratitud al obedecerle.

En estas distintas clases de obediencia se observan sin duda prejuicios; revelan insuficiencia de luces, errores de espíritu, pero no bajeza de corazón.

Los franceses del siglo XVII se sometían a la realeza más que al rey, al que obedecían no sólo porque le juzgaban fuerte, sino porque le consideraban benéfico y legítimo. Tenían, si se me permite la expresión, un gusto libre por la obediencia. Así, a la sumisión política mezclaban algo de independiente, de firme, de delicado, de caprichoso y de irritable, que revelaba con bastante claridad que, aunque habían admitido a un amo, habían conservado el espíritu de la libertad.

Ese rey, que hubiera podido disponer sin control de la fortuna del Estado, a menudo fue impotente para impedir u obstaculizar la menor de las acciones de los hombres, o para reprimir la más insignificante de las opiniones, y, en caso de resistencia, el súbdito hubiera estado mejor defendido por las costumbres, que el ciudadano de los países libres por las leyes.

 

EN LA SUMISIÓN DE LOS PUEBLOS QUE NUNCA HAN SIDO LIBRES SE DA A MENUDO UNA CIERTA MORALIDAD

 

 

Pero estos sentimientos e ideas no los comprenden las naciones que han sido siempre independientes, ni siquiera las que han llegado ya a serlo. Las primeras no los han conocido jamás, las segundas hace tiempo que los han olvidado. Ni unas ni otras ven en la obediencia a un poder arbitrario más que una vergonzosa bajeza.

En los pueblos que han perdido la libertad después de haberla saboreado, la obediencia tiene siempre, en efecto, ese carácter. Pero en la sumisión de los pueblos que nunca han sido libres se da a menudo una moralidad que es preciso reconocer.

En efecto la libertad puede ofrecerse al espíritu humano bajo dos formas distintas. Se puede ver en ella el uso de un derecho común o el goce de un privilegio.

Querer ser libre en los actos o en algunos de los actos -no porque todos los hombres tengan un derecho general a la independencia, sino por poseer uno mismo un derecho particular a permanecer independiente-, era la manera de entender la libertad en la Edad Media, y casi siempre ha sido interpretada así en las sociedades aristocráticas, donde las condiciones son muy desiguales y donde el espíritu humano, una vez que ha contraído el hábito de los privilegios, acaba por contar entre el número de los privilegios el uso de todos los bienes de este mundo.

Al no estar relacionada más que con el hombre que la concibe o, todo lo más, con la clase a que este pertenece, esta noción de la libertad puede subsistir en una nación donde no exista la libertad general. Sucede a veces incluso que el amor a la libertad resulta en algunos mucho más vivo cuando hay menos garantías de libertad para todos. En tales casos, la excepción es tanto más preciosa, por cuanto es más rara.

Esta noción aristocrática de la libertad produce en quienes han aceptado un exaltado sentido de su valor individual, un apasionado amor por la independencia. Esa noción da al egoísmo una energía y un poder singulares. Concebida por individuos, con frecuencia ha impulsado a los hombres a las más extraordinarias acciones; adoptada por una nación entera, ha creado los pueblos más grandes que han existido.

Los romanos pensaban que sólo ellos, entre todo el género humano, debían gozar de independencia; y este derecho a ser libres, mucho más que a la naturaleza, creían debérselo a Roma.

 

LA NOCIÓN MODERNA Y DEMOCRÁTICA, ES DECIR, JUSTA DE LIBERTAD

 

Según la noción moderna, la noción democrática, y me atrevo a decir que la noción justa de libertad, dando por supuesto que todos han recibido de la naturaleza las luces necesarias para guiarse a sí mismos, cada hombre trae consigo al nacer un derecho igual e imprescindible a vivir independiente de sus semejantes en todo aquello, que sólo está relacionado consigo mismo, y a disponer como le parezca de su propio destino.

 

La abolición de la servidumbre por Luis XVI. Sostenía Tocqueville que todo lo que se hizo con una Revolución violenta, se podría haber hecho sin ella.

 

En cuanto esta noción de libertad penetra hondamente en el espíritu de un pueblo y arraiga con fuerza en él, el poder absoluto y arbitrario no es más que un hecho material, un accidente pasajero. Pues, al tener cada individuo un derecho absoluto sobre sí mismo, la voluntad soberana sólo puede emanar de la unión de las voluntades de todos.

Asimismo, desde ese momento, la obediencia pierde su moralidad y ya no hay término medio entre las viriles y orgullosas virtudes del ciudadano y las bajas complacencias del esclavo. A medida que en un pueblo se nivelan las clases, esta noción de la libertad tiende naturalmente a imponerse.

Sin embargo, hacía ya tiempo que Francia había salido de la Edad Media y había modificado sus ideas y sus costumbres en un sentido democrático; pero la noción feudal y aristocrática de la libertad era aún la universalmente aceptada. Al proteger su independencia individual contra las exigencias del poder, nadie veía en ello el reconocimiento de un derecho general, sino la defensa de un privilegio particular, y la lucha se apoyaba en un hecho más que un principio.

En el siglo XV, unos cuantos espíritus audaces entrevieron la idea democrática de la libertad, pero esta idea no tardó en perderse. Cabe decir que fue en el siglo XVIII cuando se operó la transformación.

La idea de que todo individuo, y por extensión todo pueblo, tiene derecho a dirigir sus propios actos; esta idea todavía oscura, incompletamente definida y mal formulada se introdujo poco a poco en todos los espíritus. Se fijó en forma de teoría en las clases ilustradas e hizo fortuna como una especie de instinto en el pueblo. Esto trajo por resultado un nuevo y más poderoso impulso hacia la libertad.

El amor que los franceses siempre habían sentido por la independencia se convirtió en una opinión razonada y sistemática que, extendiéndose poco a poco, acabó por atraerse hasta el propio poder real que, aun cuando seguía siendo absoluto en teoría, empezó a reconocer tácitamente con su conducta que el sentimiento público era la primera de las potencias. 

“Yo soy quien nombro a mis ministros –decía Luis XV–, pero es la nación la que los echa”. 

 

Luis XVI, al describir en el calabozo sus últimos y más secretos pensamientos, aún decía “mis conciudadanos” al hablar de sus súbditos.

 

POR PRIMERA VEZ SE HABLA DE LOS DERECHOS DE LA HUMANIDAD Y DEL CIUDADANO

 

Fue en este siglo cuando se oyó hablar por primera vez de los derechos generales de la humanidad, de los que todo hombre puede reclamar un goce igual como de un legítimo e inalterable legado, y de los derechos generales de la naturaleza, que cada ciudadano puede invocar.

Por lo demás, ese amor por la libertad se manifestaba con escritos más que con actos, con esfuerzos individuales más que con empresas colectivas, con una oposición a menudo pueril y atolondrada más que con una resistencia seria y sistemática.

Ese poder de la opinión, reconocido por los mismos que a menudo se colocaban por encima de él, estaba sujeto a grandes alternativas de fuerza y debilidad. Todopoderoso un día, imperceptible al siguiente. Siempre irregular, caprichoso, indefinible: cuerpo sin órganos. Sombra de la soberanía del pueblo, más que soberanía del pueblo mismo.

Así sucederá, en mi opinión, en cuantos pueblos sientan el amor y el deseo de la libertad antes de haber sabido establecer instituciones libres.

 

Marat apuñalado en la bañera por Charlotte Corday.

 

No es que yo crea que los hombres no puedan gozar de una especie de independencia en los países en que esa clase de instituciones no existen. Para ellos pueden bastar los hábitos y las opiniones. Pero nunca pueden estar seguros de la duración de su libertad, porque nunca es seguro que la sigan queriendo siempre.

Hay épocas en que los pueblos más enamorados de su independencia vienen a considerarla como un objeto secundario de sus esfuerzos. La gran utilidad de las instituciones libres es la de sostener la libertad durante esos intervalos en que el espíritu humano se aleja de ella, y la de darle una especie de vida vegetativa que le sea propia para que con el tiempo vuelva a ella.

Las formas permiten a los hombres cansarse pasajeramente de la libertad sin perderla. Ése es el principal mérito que tienen para mí. Cuando un pueblo quiere resueltamente ser esclavo es imposible impedir que lo sea, pero creo que existen medios de mantenerlo algún tiempo en la independencia sin necesidad de él mismo ayude a ello.

Una nación que tiene comparativamente menos pobres y menos ricos, menos individuos poderosos y menos hombres débiles que ninguna otra nación del mundo; un pueblo en el que, a pesar del estado político, la teoría de la igualdad se ha apoderado de los espíritus y el amor a la igualdad de los corazones; un país mejor unido entre todas sus partes que ningún otro y sometido a un poder más central, más hábil y más fuerte; en donde, sin embargo, el espíritu de la libertad –siempre vivaz-, ha adquirido en una época reciente un carácter más general, más sistemático, más democrático y más inquieto.

Éstos son los principales rasgos que caracterizan la fisonomía de Francia a finales del siglo XVIII.

 

LO QUE SE HIZO CON LA REVOLUCIÓN SE HUBIERA HECHO TAMBIÉN SIN ELLA

 

Si ahora cerramos el libro de la historia y, dejando transcurrir cincuenta años, venimos a considerar lo que el tiempo ha producido, observaremos que se han operado inmensos cambios. Pero en medio de tantas cosas nuevas y desconocidas, fácilmente reconoceremos los mismos rasgos característicos que nos habían sorprendido medio siglo antes. Así pues, comúnmente se exageran los efectos producidos por la Revolución francesa.

Indudablemente jamás hubo revolución más poderosa, más rápida, más destructiva y más creadora que la Revolución francesa. Constituiría, no obstante un error inaudito creer que haya surgido un pueblo francés enteramente nuevo y que se haya elevado un edificio cuyas bases no existían antes de ella.

La Revolución francesa ha creado una multitud de cosas accesorias y secundarias, pero no han hecho más que desarrollar el germen de las cosas principales, pues éstas existían antes que ella. Lo que hizo fue reglamentar, coordinar y legalizar los efectos de una gran causa, más que ser ella misma esa causa.

EFrancia, las condiciones estaban más niveladas que en ningún otro sitio. La Revolución aumentó esa igualdad de condiciones e introdujo en las leyes la doctrina de la igualdad. La nación francesa había abandonado, antes y más completamente que todas las demás, el sistema de fraccionamiento y de individualidad feudal de la Edad Media. La Revolución acabó de unir todas las partes del país y de formar un solo cuerpo.

EFrancia el poder central ya se había apoderado, más que en ningún país del mundo, de la administración local. La Revolución hizo ese poder más hábil, más fuerte, más emprendedor.

Los franceses concibieron antes y más claramente que todos, la idea democrática de la libertad. La Revolución dio a la nación misma, si bien no toda la realidad, al menos toda la apariencia del poder soberano.

Si estas cosas son nuevas, lo son por la forma, por el desarrollo, no por el principio ni por el fondo. Estoy seguro de que todo lo que hizo la Revolución también se habría hecho sin ella. La Revolución no fue más que un procedimiento violento y rápido, con cuya ayuda se adaptó el estado político al estado social, los hechos a las ideas, y las leyes a las costumbres.

 

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ALEXIS DE TOCQUEVILLEEl Antiguo Régimen y la Revolución, 1856. Alianza Editorial, 2004. FD, 06/02/2007.