INDIVIDUALISMO, EGOÍSMO Y SOLEDAD, por Alexis de Tocqueville (1805-1859)

EGOÍSMO Y SOLEDAD

 

Estúpidos, Cobardes y Malvados

«LAS LEYES FUNDAMENTALES DE LA ESTUPIDEZ HUMANA», de Carlo M. Cipolla

(X: Beneficio/Perjuicio Propio; Y: Beneficio/Perjuicio Ajeno). Altruistas (Buscan el bien para ellos y para todos) Malvados (Buscan el bien para ellos a costa del mal para los demás). Cobardes (Buscan el bien para otros a costa del mal para ellos). Estúpidos (Buscan el mal para todos a costa del mal para ellos mismos)

 

En unos meses, nuestro Boletín Informativo, «Punto Crítico, Derechos Humanos», cumplirá 10 años.

Habéis leído 60.000.000 de posts.

Tenemos menos de 200 suscriptores (además de nuestros asociados y colaboradores).

Porque mientras os aprovechabais de nuestro trabajo (a menudo, para robarlo) nos habéis mantenido cancelados (a menudo, para encubrir la apropiación de nuestras ideas y contenidos).

Así, solo como como ejemplo -aunque relevante-, hemos tenido que dejar de publicar nuestros escritos. No porque los utilizasen otros abogados (que era, precisamente, nuestra motivación), sino porque borraban nuestros datos y ponían los suyos, sin modificar siquiera los datos del procedimiento; lo que implica una fraudulenta utilización, un uso no procesal ni académico, un uso dirigido al engaño.

Lo habéis hecho porque nos sabéis indefensos, porque hemos sido víctimas de injustas y aberrantes persecuciones judiciales.

Y lo hemos sido porque quisimos plantar cara a la Corrupción, que, en última instancia, siempre, siempre, siempre es Judicial:

Jueces que permiten la impunidad de los Corruptos Poderosos.

Porque en este país, formado por una mayoría de Estúpidos, Cobardes y Malvados, la solidaridad consiste en apoyar a los poderosos delincuentes y destruir a las víctimas.

Pronto te pasará a ti. Porque te pasará.

Y cuando suceda, has de saber que estarás solo.

Por justa que sea tu defensa, los cobardes, los estúpidos y los malvados aprovecharán tu injusta desgracia para hacer caja. Obtienen sus beneficios de nuestros males. Nos roban hasta el dolor. 

Porque la forma de gobierno de este estado es la corrupción.

Corrupción que comenzó siendo el modo de vida de las élites franquistas trasmutadas en demócratas de toda la vida, gracias a la mentira constante que llamáis información, y ha acabado como tenía que acabar: con la Corrupción de los ciudadanos, convertidos en Siervos de la Partitocracia.

Y es que, para los ciudadanos honestos, en España, ya no existe un futuro.

Por eso, los Cancelados, nos vamos.

Pero no venderemos Punto Crítico, pese a las importantes ofertas que hemos recibido.

Morirá de honestidad, ese virus mortal que estamos a punto de erradicar de las sociedades partitocráticas.

 

 

Conservaremos accesibles para todos las publicaciones de Punto Crítico. Mientras nos sea posible. 

Por vosotros, los casi 200 amigos, que nos habéis acompañado en esta larga y amarga travesía.

Hay muchísima información que habríamos querido hacer pública. Pero nos habéis dejado solos. Y la soledad es desamparo ante el enorme poder de la Corrupción. 

La información de la que disponemos la utilizaremos, no para publicarla, sino para desarrollar nuestra labor en el campo de la abogacía. Para el beneficio de nuestros asociados.

Porque nosotros nos volveremos a centrar en AUSAJ.

En 2016, cuando comenzamos esta Segunda Etapa de Punto Crítico, la Filosofía estaba siendo desahuciada de la enseñanza, y hasta de la misma sociedad. Por esa razón, nos pareció relevante dedicar nuestros esfuerzos a divulgar Filosofía.

Hoy, cuando la Filosofía vuelve a nosotros con singular potencia, sentimos que, al menos en esto, nuestros esfuerzos no han resultado vanos.

Ahora, regresaremos más intensamente a nuestra labor en el campo que nos es propio, el del derecho. Seguiremos publicando en Punto Crítico, pero con otra cadencia. 

 

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La luz y la ceniza: anatomía de la mirada

«La corrupción comienza en el instante íntimo en que se deja de ver al otro, y desaparece aunque lo tengas delante»

Por Jesús Ferrero
The Objective, 11 OCT 2025
Detalle de ‘El balcón’ (1868), óleo sobre lienzo de Édouard Manet
 
 
A veces la cara del otro se abre a mí como una profundidad sin fondo, que he de respetar. Es el instante de la revelación de la conciencia: cuando la mirada toca profundidad, abismo. Solo miro en profundidad cuando siento que el otro es un abismo como yo.

Esa profundidad está, según Lévinas, en la misma cara, pues la cara nos dice, sin palabras, que no ha de ser agredida, que no ha de ser aniquilada. La mirada de la profundidad se convierte de forma inmediata en respeto. Respetas al otro en profundidad, y para ello te basta con mirar su cara y verla: está ante ti, se mueve y respira.

Brilla una luz en los ojos que miran así, una luz que se agranda detrás de las pupilas y que a veces se deja tocar, creando una atmósfera habitable, sosegada y trasparente. No hay artificio en esas miradas vivas y claras que saben mirar al otro. Es un fulgor que no se aprende, que no se ensaya.

Se enciende solo en quienes saben mirar sin poseer, ver sin conquistar, sostener sin herir. Lo contrario sería la mirada constituida por un fuego sin luz, la mirada muerta. Pero la mirada no muere de golpe ni lo hace con estrépito. Se desvanece en el silencio de la noche personal, en el autoengaño y la obediencia sin pensamiento. 

 

Pero la mirada no muere de golpe ni lo hace con estrépito. Se desvanece en el silencio de la noche personal, en el autoengaño y la obediencia sin pensamiento

 

Cuando la mirada muere, se convierte en una herramienta letal. Lo que era espejo de humanidad se vuelve lente de vigilancia, lo que era temblor se vuelve cálculo. El otro ya no es rostro, es número y es espectro. Ya no interpela, solo estorba.

La corrupción comienza ahí: en el instante íntimo en que se deja de ver al otro, y el otro desaparece aunque lo tengas delante. Entonces el mundo se vuelve liso, como una pantalla, y mirar ya no es encuentro, es alejamiento, es separación, y la conciencia se repliega en una ceguera tóxica.

Sin embargo, no conviene olvidar que no todo puede ser visto. Hay que saber no ver. Respetar la sombra, la ausencia, lo que escapa, respetar el abismo del otro, el núcleo duro de su ser.

El ojo soberano que ilumina puede ser también un ojo que devora o que somete. Mirar no es siempre hospitalidad; puede ser también conquista. Por eso hay que volver al temblor, a la mirada que no se atreve del todo, a la que no posee, a la que espera

Tal vez (como decía Lévinas en Humanismo del otro hombre)la justicia comienza cuando un rostro nos detiene, cuando nos mira como si supiera algo de nosotros que no queremos ver

Y si un día, frente a otro, no sentimos nada, si el ojo no arde, ni duda, ni huye, entonces sabremos que ahí, justo ahí, surge al fin esa mirada muerta que vemos en algunos políticos, esa mirada tétrica que desprende ceniza hasta cuando la enmascara una sonrisa ensayada.

La mirada no es un acto neutral. No es solo una operación óptica o una función fisiológica: es un modo de estar en el mundo, de habitarlo, de entrar en relación con el otro. La filosofía, desde la Antigüedad hasta nuestros días, siempre ha sospechado que detrás del acto de ver hay algo más: una tensión entre el conocimiento, el deseo, el poder y la verdad.

 

La filosofía, desde la Antigüedad hasta nuestros días, siempre ha sospechado que detrás del acto de ver hay algo más: una tensión entre el conocimiento, el deseo, el poder y la verdad.

 

El otro no puede ser totalmente visto ni comprendido. La alteridad es, por definición, lo que nos excede. La mirada ética, entonces, no es la que ilumina al otro por completo, sino la que tolera su sombra, su misterio, su diferencia. Mirar al otro sin reducirlo es acoger lo que no se deja poseer. Y eso exige renunciar al deseo de claridad total, como creía Derrida.

La corrupción de la ética no solo desfigura la acción: destruye modos de mirar. Queda el ojo abierto, pero vacío. Queda el contacto visual, pero sin aliento. Se puede ejercer el poder, consumir imágenes, incluso fingir empatía, sin que la mirada viva esté allí.

«Ver no es suficiente, también debemos mirar», decía Goethe, y añadía que la mirada puede ser condena o redención, amor o amenaza, búsqueda o pérdida, como lo fue para Fausto

 

«La mirada ética no es la que ilumina al otro por completo, sino la que tolera su sombra, su misterio, su diferencia»

 

 

Recuperar esa mirada que sostiene sin dominar, que se detiene sin someter, que se conmueve sin ceder ni al nihilismo ni a la banalidad, es quizá uno de los últimos actos de resistencia verdaderamente humanos al que no debemos renunciar

La Palma: erupción en la madrugada del 20 de septiembre de 2021

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INDIVIDUALISMO, EGOÍSMO Y SOLEDAD

«El egoísmo es un amor apasionado y exagerado hacia la propia persona que induce al hombre a no referir nada sino a uno mismo y a preferirse en todo.

El individualismo es un sentimiento reflexivo y apacible que induce a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse aparte con su familia y sus amigos.

El egoísmo nace de un instinto ciego; el individualismo procede de un juicio erróneo, más que de un sentimiento depravado.

Se origina tanto en los defectos del espíritu como en los vicios de la afectividad. 

El egoísmo seca la fuente de las virtudes; el individualismo, al principio, sólo ciega las de las virtudes públicas; pero a la larga ataca y destruye todas las otras, y acaba encerrándose en el egoísmo.

Sin cesar concentra al hombre sobre sí mismo y amenaza encerrarlo completamente en la soledad de su propio corazón».

Por Alexis de Tocqueville

Filosofía Digital

EGOÍSMO Y SOLEDAD

 

Ya mostré anteriormente cómo, en tiempos igualitarios, cada hombre se hace por sí mismo con sus creencias; quisiera mostrar ahora cómo centra, en estos tiempos, todos sus sentimientos en sí mismo.

 

EL EGOÍSMO SECA LA FUENTE DE LAS VIRTUDES Y EL INDIVIDUALISMO ACABA ENCERRÁNDOSE EN EL EGOÍSMO

 

Eindividualismo es una expresión reciente engendrada por una idea nueva. Nuestros padres no conocían más que el egoísmo. El egoísmo es un amor apasionado y exagerado hacia la propia persona que induce al hombre a no referir nada sino a uno mismo y a preferirse en todo.

El individualismo es un sentimiento reflexivo y apacible que induce a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse aparte con su familia y sus amigos; de suerte que después de formar una pequeña sociedad para su uso particular, abandona a sí misma a la grande.

El egoísmo nace de un instinto ciego; el individualismo procede de un juicio erróneo, más que de un sentimiento depravado. Se origina tanto en los defectos del espíritu como en los vicios de la afectividad.

El egoísmo seca la fuente de las virtudes; el individualismo, al principio, sólo ciega las de las virtudes públicas; pero a la larga ataca y destruye todas las otras, y acaba encerrándose en el egoísmo.

El egoísmo es un vicio tan viejo como el mundo, y pertenece a cualquier forma de sociedad. El individualismo es propio de las democracias, y amenaza con desarrollarse a medida que las condiciones se igualen.

En los pueblos aristocráticos, las familias conservan durante siglos enteros el mismo estado, y a menudo el mismo lugar social. Esto convierte, por así decirlo, en contemporáneas a todas las generaciones. El hombre conoce casi siempre quienes fueron sus antepasados, y los respeta; tiene en cuenta a sus biznietos, y los ama.

Gustoso se impone deberes con unos y otros, y con frecuencia sacrifica sus placeres personales por esos seres que han dejado de existir o que no existen todavía.

 

LA IGUALDAD DEMOCRÁTICA INDUCE A LOS HOMBRES A CREERSE DUEÑOS DE SUS DESTINOS

 

 

Las instituciones aristocráticas, además, unen estrechamente a cada hombre con muchos de sus conciudadanos. Como las clases quedan separadas y fijas en el seno de un pueblo aristocrático, cada una llega a ser para sus miembros una especie de pequeña patria, más visible y más amada que la grande.

Como quiera que en las sociedades aristocráticas todos los ciudadanos tienen un puesto fijo más o menos elevado, resulta que cada uno siempre siente sobre él a un hombre cuya protección le es necesaria, y bajo él a otro cuyo servicio puede reclamar.

Así pues, los hombres que viven en las aristocracias casi siempre están estrechamente sujetos a alguna cosa ajena, lo que con frecuencia les predispone a olvidarse de sí mismos. Es cierto que en esos mismos pueblos la noción general del semejante es oscura, y que nada permite consagrarse a ella por la causa de la humanidad; pero se da a menudo el sacrificio en pro de determinados hombres.

Por el contrario, en las democracias, donde los deberes de cada individuo para con la especie son mucho más claros, la lealtad por un hombre es más rara; el lazo de los afectos humanos se distiende y se afloja.

En los pueblos democráticos nuevas familias salen constantemente de la oscuridad, mientras otras vuelven a caer en ella y todas las que sobreviven cambian de aspecto; el hilo de los tiempos se rompe a cada instante, y la huella de las generaciones se borra.

Se olvida fácilmente a quienes nos han precedido, y no se tiene para nada en cuenta a quienes nos han de suceder. Sólo nos interesan los más próximos.

Cuando todas las clases se aproximan y se entremezclan, sus miembros se miran con indiferencia, como extraños entre sí. La aristocracia hizo con todos los ciudadanos una larga cadena que se remontaba desde el aldeano al rey; la democracia rompe la cadena y separa cada eslabón.

A medida que las condiciones sociales se igualan, se da un mayor número de individuos que, aun cuando no son lo bastante ricos ni poderosos para ejercer una gran influencia sobre la suerte de sus semejantes, sin embargo, han adquirido o han conservado conocimientos y bienes suficientes para bastarse a sí mismos.

Esos hombres ni deben nada a nadie, ni esperan, por así decirlo, nada de nadie; se consideran abandonados a sí mismos, y piensan con gusto que su destino se halla por entero en sus propias manos.

 

EL INDIVIDUALISMO AISLA AL HOMBRE Y  LO ENCIERRA EN LA SOLEDAD DE SU PROPIO CORAZÓN

 

 

Así, la democracia no sólo relega a los antepasados de un hombre al olvido, sino que le vela sus descendientes y le separa de sus contemporáneos; sin cesar lo concentra sobre sí mismo, amenaza encerrarlo completamente en la soledad de su propio corazón.

Es sobre todo en el momento en que una sociedad democrática se forma sobre las ruinas de una aristocracia, cuando más se acentúa su aislamiento entre los hombres, y el egoísmo que es su consecuencia.

Estas sociedades no sólo contienen gran número de ciudadanos independientes; hay además una masa de hombres que, recién llegados a la independencia, se embriagan con su nuevo poder, confían presuntuosamente en sus propias fuerzas y, convencidos de que en adelante ya no tendrán que solicitar la ayuda de sus semejantes, muestran claramente que no se ocupan más que de sí mismos.

Por lo común, una aristocracia no sucumbe sino después de prolongada lucha, durante la cual surgen odios implacables entre las diferentes clases. Estas pasiones sobreviven a la victoria y pueden rastrearse en la confusión democrática que le sucede.

Los ciudadanos que ocupaban puestos elevados en la jerarquía destruida no olvidan fácilmente su antigua grandeza, y durante mucho tiempo se consideran asimismo como extranjeros en el seno de la nueva sociedad.

No ven sino opresores en aquellos que se han convertido en sus iguales, cuyo destino no puede excitar su simpatía; han perdido de vista a sus antiguos iguales y ya no los sienten unidos a su suerte por un interés común; cada cual se retira por su lado y se reduce a no ocuparse sino de sí mismo.

Por el contrario, aquellos en otro tiempo situados en lo más bajo de la escala social y hoy elevados por una súbita revolución al nivel común, no gozan de la independencia recién adquirida sino con una como secreta inquietud si se encuentran con alguno de sus antiguos superiores, se apartan de ellos con miradas de triunfo y de temor.

Así pues, suele ser en los comienzos de las sociedades democráticas cuando los ciudadanos muestran más tendencias al retraimiento. La democracia lleva a los hombres a no juntarse con sus semejantes, pero las revoluciones democráticas les inducen además a huir unos de otros, y perpetúan en el seno de la igualdad los odios que engendrara la desigualdad.

La gran ventaja de los americanos radica en que llegaron a la democracia sin sufrir sus revoluciones, y en que han nacido iguales sin necesidad de llegar a serlo.

 

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ALEXIS DE TOCQUEVILLELa democracia en América II, segunda parte, capítulos 2 y 3. Alianza Editorial, 2006. Traductora: Dolores Sánchez de Aleu. [FD, 22/04/2007]