
PARTITOCRACIA
Quien desea pero no obra, engendra peste.
La Democracia permite que seamos libres, que no estemos sometidos a otros poderes distintos del nuestro: cuando es la sociedad la que se obliga aprobando leyes democráticas, el ciudadano conserva su libertad, pues solo se obedece a sí mismo.
Cuando la complejidad de la vida lleva a la aprobación «motorizada» de leyes, en un número tal que nadie puede siquiera conocer, falla esta premisa. El ciudadano es esclavo de unas leyes que le son ajenas.
¿Qué es lo que elige, en estas condiciones, el ciudadano «democrático» en las urnas?
UN DICTADOR
Porque no, no vivimos en la sociedad política que dibujó el Constituyente; esto es otra cosa. Una Dictadura Oligárquica, una Dictadura de Partidos Políticos sostenida por la Desinformación. Ciudadanos convertidos en enemigos encarnizados, entre los que la concordia (affectio) resulta ya imposible.
La convivencia no está guiada por el interés general, sino por los intereses egoístas de unas élites corruptas, cuya corrupción permanece oculta desde tiempos pretéritos, que los vivos ni siquiera recuerdan, mientras las generaciones expoliadas se suceden («Generación» -entre 15 y 25 años, según la época y el lugar- es la medida temporal que rige el Principio de Conservación de las Élites Corruptas).
Arrastrando al abismo, mediante la estupidez masiva inducida por la desinformación, a la mejor parte de nosotros.
Si el estúpido se distingue por desear lo peor para todos y para él mismo, el Desinformado se encuentra en idéntica situación.
UNA SOCIEDAD DESINFORMADA ES UNA SOCIEDAD LASTRADA POR LA ESTÚPIDEZ.
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«Por consiguiente, no hay razón alguna que nos permita siquiera pensar que, en virtud de la constitución política, esté permitido a cada ciudadano vivir según su propio sentir; por tanto, este derecho natural, según el cual cada uno es su propio juez, cesa necesariamente en el estado político.
Digo expresamente en virtud de la constitución política, porque el derecho natural de cada uno (si lo pensamos bien) no cesa en el estado político.
Efectivamente, tanto en el estado natural como en el político, el hombre actúa según las leyes de su naturaleza y vela por su utilidad.
El hombre, insisto, en ambos estados es guiado por la esperanza o el miedo a la hora de hacer u omitir esto o aquello.
Pero la diferencia principal entre uno y otro consiste en que en el estado político todos temen las mismas cosas y todos cuentan con una y la misma garantía de seguridad y una misma razón de vivir (ratio vivendi).
Lo cual, por cierto, no suprime la facultad que cada uno tiene de juzgar; pues quien decidió obedecer a todas las normas de la sociedad, ya sea porque teme su poder o porque ama la tranquilidad, vela sin duda, según su propio entender, por su seguridad y su utilidad”
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Unos dirigentes cada vez más deplorables
La política quedó abarrotada de sujetos que solo sabían adular y conspirar
Por Juan Manuel Blanco
Vozpópuli, 12 OCT 2925
No está el mundo actual sobrado de grandes estadistas. Tras un largo proceso de degradación, los líderes occidentales convergieron hacia la mediocridad, la cortedad de miras y la vergonzante cobardía. Aun así, algunos países mantuvieron una clase política con un nivel admisible. No así España, donde la degeneración alcanzó extremos inauditos. Diera la impresión de que solo pueden llegar al gobierno ignorantes, inútiles, pícaros, embusteros, ventajistas, arribistas, maniobreros o psicópatas, comenzando por el propio presidente, Pedro Sánchez, un sujeto carente de cualquier freno ético o moral, sin conciencia alguna de los intereses nacionales y capaz de cometer, sin despeinarse, las mayores atrocidades y destrozos para mantener el sillón.
Sufrir un gobierno pésimo no es mera anécdota. Los estragos causados por políticas erróneas, aplicadas por maldad o ignorancia, no son abstractos o simbólicos sino profundos, estructurales y duraderos: pueden arruinar a muchas familias, poner en peligro las libertades o, incluso, desmembrar una nación. Pero los políticos nefastos no solo cometen acciones execrables; algunos incurren en graves omisiones, como abstenerse de impulsar reformas cuando resultan imprescindibles, como fue el caso del indolente Mariano Rajoy.
Lealtad y patriotismo
Las sociedades fueron siempre conscientes de la imperiosa necesidad de seleccionar cuidadosamente a quienes manejan el timón del Estado. James Madison señaló en 1788 que era fundamental “asegurar que lleguen al gobierno los hombres que posean la mayor sabiduría para discernir el bien común y la mejor virtud para perseguirlo”. En democracia, los electores no seleccionan a la clase política: votan entre candidatos que fueron previamente filtrados. Este proceso de selección siguió, generalmente, criterios no basados en leyes escritas sino en normas informales, en reglas y costumbres que operaban en grupos relativamente reducidos. El motivo: además de formación y conocimientos, las cualidades básicas de un buen dirigente se encuentran en su carácter, algo que valoran mejor quienes conocen directamente al personaje. Un buen dirigente debe tener formación sólida, capacidad de debatir con argumentos y amplia comprensión de los efectos de las políticas. Pero es aún más determinante su carácter: un gran estadista posee disciplina, tesón y temple suficiente para tomar acertadamente decisiones cruciales y complejas en contextos de tensión, adversidad o incertidumbre. Y también lealtad institucional, patriotismo, responsabilidad, voluntad de servir y sentido de la imparcialidad, pues gobierna para todos, no sólo para sus votantes. En resumen, los rasgos que definen a un buen estadista son exactamente aquellos de los que carecen los gobernantes en España.
Los mecanismos informales de selección fueron evolucionando en las democracias. En su primera etapa, aristocrática o burguesa, dónde los políticos procedían casi exclusivamente de clases altas o ilustradas, operaban filtros sociales y familiares, que valoraban el conocimiento histórico-jurídico o el dominio de la oratoria, pero, sobre todo, el prestigio adquirido en otras actividades y la capacidad de mando. Eran las propias familias, y el entorno elitista, los que vetaban la entrada en la política a aquellos sujetos que, aun proviniendo de la clase privilegiada, eran considerados mediocres, holgazanes, frívolos o negligentes. Unas normas informales muy exigentes basadas en el honor, la reputación y el deber, inculcaban que el poder obligaba a un comportamiento ejemplar.
A partir de la Segunda Guerra Mundial, y gracias a la expansión de la educación, la política se abre a candidatos de todas las clases sociales, uno de los avances más notables de aquellos tiempos. El protagonismo de la selección se traslada a los partidos y, durante algunas décadas, los filtros funcionan admirablemente: los candidatos siguen manteniendo excelentes estándares. Figuras como el presidente de EEUU, Harry Truman (hijo de un granjero), o el primer ministro británico, Edward Heath (hijo de un carpintero), representan esas personas de origen humilde, marcadas por un enorme sentido de esfuerzo y superación, que alcanzaron puestos de gran responsabilidad. Un sistema educativo público abierto, pero muy exigente, junto con unos partidos con principios e ideas, que apreciaban el mérito sin demandar obediencia ciega, fomentaron la entrada de estos nuevos representantes, que mantenían una concepción de la política como misión, no como un mero empleo.
La selección entra en crisis
Sin embargo, algunas décadas después, los mecanismos de selección comienzan a flaquear y, en el caso de España, quiebran estrepitosamente. Hubo, en mi opinión, dos factores desencadenantes. En primer lugar, la creciente profesionalización de la política. En “La política como vocación” (1919), Max Weber advertía que, con la consolidación del Estado moderno, surgiría la figura del político profesional, ese que no “vive para la política” sino “de la política”, un personaje sin vocación, grandeza, carácter ni visión institucional, que toma la actividad pública como simple medio de vida. Los partidos fueron convirtiéndose en estructuras burocráticas cerradas, cuya maquinaria alimentaría crecientemente la clase política, mientras dificultaba la entrada a profesionales externos.
La televisión fue otro agente decisivo en la trasformación de la política al sustituir la autoridad del conocimiento por la imagen y reemplazar el carácter personal por la habilidad de comunicación escénica. El prólogo fue el primer debate presidencial televisado en EEUU (1960) entre John F. Kennedy y Richard Nixon. Kennedy se presentó maquillado, vestido de un color que destacaba, mientras Nixon aparecía sin maquillar, demacrado, con un traje gris que se mimetizaba con el fondo. Quienes siguieron el debate por radio dieron por ganador a Nixon; pero los televidentes se decantaron abrumadoramente por el apuesto Kennedy. Este resultado mostraba crudamente que la percepción visual podía alterar el juicio político. Pero la tele también degradó la clase política porque primeramente transformó al ciudadano. En “Homo Videns”, Giovanni Sartori señalaba que la televisión implicó una regresión en el proceso de comunicación humana al anular las ideas y los conceptos, atrofiar la capacidad de abstracción, sustituir el conocimiento profundo por la visión superficial y fomentar en el televidente una actitud perezosa, pasiva y acomodaticia. Al tiempo que la escenificación sustituía al debate de ideas políticas, el espectador iba desplazando al ciudadano. Los votantes dejaron de prestar atención a los argumentos y comenzaron a “sentir” a los candidatos. El dirigente profundo y racional iría cediendo terreno ante el político con retórica superficial y agresiva; o simple fotogenia.
El desastre español
Ante la general degradación, muchas democracias consolidadas mantuvieron ciertos filtros informales que actúan como muros de contención. Pero España sufrió la tormenta perfecta: ambos efectos se manifestaron con mayor intensidad y surgieron elementos adicionales, que empujaron la calidad del político medio hasta el subsuelo. La política española se “profesionalizó”, pero sin exigencia técnica o experta alguna. La militancia desde muy joven, la fidelidad al aparato y la habilidad para escalar jerárquicamente desplazaron completamente a la excelencia, la cualificación, el carácter o los principios sólidos. El partido generó infinidad de personajes que nunca habían trabajado y concebían el poder como una merecida prebenda, no como un servicio público que exige responsabilidad. La política quedó abarrotada de sujetos que solo sabían adular y conspirar. La prensa tampoco se tomó muchas molestias en escrutar la competencia, conocimientos o carácter de los candidatos. A diferencia de otras, la democracia española nació ya televisiva, con un ADN marcado por la imagen, la telebasura y la ausencia de debate de ideas. Este enfoque sensitivo de la política favoreció una fuerte polarización emocional, casi una nueva fe, con grandes masas que se identifican con un partido, o una corriente política (especialmente en la izquierda), incluso sin conocer el programa o las propuestas; simplemente porque consideran que son “los buenos”. Esta identificación, similar a la de los aficionados con su equipo de fútbol, convierte el voto en una expresión afectiva, irracional, casi tribal, dificultando que unas elecciones expulsen automáticamente del poder a gobernantes abominables.
La ‘generación más titulada`
La sociedad española experimentó una fuerte infantilización: la expansión de los derechos no vino acompañada de una cultura paralela del deber y la responsabilidad. Cundió la frívola creencia de que ocupar un cargo político, incluso gobernar, es un derecho, por el que no se puede exigir competencia, mucho menos excelencia. Y los imperantes rasgos pueriles o adolescentes encajaban fatal en el carácter que define a un estadista. De forma paralela, el pronunciado descenso en la exigencia del sistema educativo alumbró la “generación más titulada”, pero con demasiada frecuencia carente de formación sólida, gentes con muy poco hábito de lectura, pero mucho consumo audiovisual y de redes sociales.
Para colmo de males, los mecanismos de autoselección también se pervirtieron: la política comenzó a atraer preferentemente a sujetos poco recomendables, incluso psicópatas. La dedicación política implica una pérdida salarial para las personas con elevada cualificación y probada honradez, pero una suculenta ganancia neta para quienes poseen poca formación y todavía menos escrúpulos para lucrarse en actividades corruptas. Las personas con valía e integridad sólo pueden sentir la llamada del prestigio y el orgullo de servir a su país, a costa de una pérdida material, pero, cuando se generalizan los políticos corruptos e incapaces, el prestigio se difumina, la satisfacción merma y las personas cualificadas y honradas abandonan la política. Afrontamos una tremenda paradoja: los gobernantes actuales cobran sueldos excesivos para lo que son y lo que hacen, pero muy escasos para lo que deberían ser y las funciones que deberían cumplir.
¿Hay solución?
Las causas de la desastrosa política española están arraigadas en creencias erróneas y normas informales perversas: no pueden resolverse mediante simples cambios legislativos. Reformar las leyes electorales podría ayudar, pero resulta muy insuficiente al no abordar las causas de fondo. Mejorar nuestra clase política requiere un profundo cambio cultural, que conduzca a que la sociedad acepte definitivamente la imperiosa necesidad de la selección por mérito. Y ello requiere romper un tabú. Al contrario que en los tiempos de Madison, hoy resulta políticamente incorrecto plantear que pocos ciudadanos poseen los conocimientos, principios y carácter para dirigir adecuadamente la complejísima máquina del Estado o que el servicio público es una carga que exige mucha preparación y responsabilidad, no un premio que pueda recibir cualquiera. La sociedad debe ser consciente de que la ausencia de selección por mérito vacía de contenido la democracia, lesiona el bienestar y pone en riesgo el futuro.
Los medios pueden contribuir a rebajar la polarización emocional fomentando debates de ideas, profundos y racionales, entre intelectuales con distintas posturas e ideologías, pero que no sean prosélitos de partido. Y exponer currículos públicos, auditados y comprobados, de todos los candidatos y cargos públicos, incluyendo aspectos, no íntimos, pero sí personales, que puedan orientar sobre su carácter, de manera que la opinión pública favorezca a quienes, además de solidez personal, posean solvencia profesional y no dependan de las servidumbres y chantajes del entorno político para sobrevivir. No existe solución mágica ni definitiva. Aunque no podamos aspirar a una clase política sobresaliente, no hay que escatimar esfuerzos para recuperar un nivel que, al menos, no escandalice. Es imprescindible transformar las condiciones que convirtieron la política española en un entorno inhóspito para aquellos que destacan en preparación, principios y carácter.
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Por Nieves B. Jiménez
IDEAS, 12 OCT 2025
Elvira Roca Barea dedica su nuevo trabajo a Cornelia Africana, mujer que ha permanecido olvidada, en la sombra, cuando fue la más importante de la República romana y la primera a la que se le erigió en vida una estatua en el Foro. Sin embargo, ¿alguien se acuerda de ella? Y, ¿por qué este olvido?, cuando fue la admiración de todos los que la conocieron, no sólo por sus virtudes y su serenidad, sino por sus conocimientos y cultura. Cornelia, hija de Escipión el Africano, gobernó su casa desde muy joven, sin que varón alguno viniera a disponer ni de bienes ni de la educación de sus hijos –Tiberio y Cayo Graco–. Y, en la política (ay, la política) de su tiempo influyó más que muchos senadores que cargaban con la toga con más que frivolidad… Supo siempre ver más allá de lo evidente. Este olvido tiene explicaciones muy profundas.
Elvira Roca Barea no sólo es una importante ensayista que iluminó con su rigor y lucidez desde Imperiofobia y leyenda negra (Siruela) y Fracasología. España y sus elites: de los afrancesados a nuestros días, sino una extraordinaria novelista como nos vuelve a mostrar, tras Las brujas y el inquisidor, en Ingrata Patria (Espasa).

Qué gozo leer su nuevo trabajo y dedicado a una mujer tan especial y entregada a sus ideales y a su patria. Y situado en Roma, lugar al que siempre dirigimos nuestra mirada, ahora que vivimos como asomados al abismo, como si los bárbaros ya estuvieran a las puertas de Roma (España)…
Los bárbaros están a las puertas no sólo de España sino del mundo occidental y no vienen de fuera. Los hemos engendrado nosotros mismos a fuerza de cultivar la ignorancia, confundir educación y trasmisión de conocimiento con entretener adolescentes y negar el esfuerzo que es imprescindible en todo aprendizaje. Hemos barbarizado nuestra civilización y ahora lo estamos pagando y más que lo vamos a pagar.
Cornelia es un personaje que cautiva. Un modelo de feminidad de Roma que ya le atrajo en sus años de universidad estudiando Filología. ¿Qué tenía esta mujer que llamó tanto su atención y que, años después, ha merecido este libro?
En un primer momento me llamó la atención que la primera mujer a la que se le levantó una estatua en el Foro de Roma, un hecho sin precedentes, fuese tan desconocida. Al principio pensé que era un lapsus, uno de esos olvidos que a veces tiene la Historia que resultan incomprensibles, pero que no son raros. Cuando profundicé más en la historia de Cornelia y sus hijos y el momento histórico que les tocó vivir, el de la gran crisis de la República romana, me di cuenta de que este olvido tenía explicaciones más profundas. Cornelia es una mujer que afrontó situaciones muy difíciles, tragedias insoportables para cualquiera pero que nunca se dejó vencer. Roma entera la admiraba y no sólo Roma. Su fama atravesó las fronteras del mundo romano y hasta un faraón de Egipto mandó embajadores para pedir su mano cuando se quedó viuda.

La corrupción es tan antigua como la propia humanidad. ¿Cuál fue el detonante para que explotara todo en la Roma de Cornelia? ¿Y qué fue lo que reveló a Cornelia que Roma se estaba desmembrando?
El problema concreto es la acumulación de problemas a los que las instituciones creadas para tal fin no dan solución. La República romana había sido un régimen político muy exitoso. Había convertido una pequeña ciudad del Lacio en un poder hegemónico en el Mediterráneo. Para ello había tenido que superar grandes enfrentamientos sociales y crear un régimen de equilibrios que permitiera a todos, patricios y plebeyos, convivir y colaborar sin aplastarse mutuamente. Pero este equilibrio se rompió cuando Roma creció y la base social de sus legiones, un campesinado con pequeñas y medianas explotaciones agrícolas, se fue arruinando hasta generar una masa de campesinos empobrecidos que era una bomba de relojería y esa bomba explotó. Eso es lo que Cornelia y sus hijos, Tiberio y Cayo Graco, quisieron evitar con la reforma agraria pero no solo no lo lograron sino que les costó la ruina y la vida.
El relato del pasado es metáfora del presente. Cayeron en una decadencia feroz y el dinero estaba por encima de todo anulando cualquier atisbo de razón, de criterio… Salvando el contexto histórico, nos suena todo esto. Y lo peor, la ética y la moral parecen perdidas también…
Es posible que todas las grandes crisis sociales tengan una fisonomía similar o respondan a un patrón común. El síntoma primero quizás sea el de las instituciones que dejan de cumplir las funciones para las que fueron creadas por una comunidad dada. Los equilibrios sociales se quiebran y se impone una suerte de «sálvese quien pueda» en el que ya no tienen ningún valor ni los principios de orden y respeto a la ley o cualquier consideración de honestidad. El dinero es la única vara de medir. Si eres pobre, es porque eres tonto, pues no se considera que la honradez pueda ser un motivo digno de ser tenido en cuenta e incluso loable. Las personas honradas procuran disimularlo porque no es esta una característica que se considere digna de admiración sino más bien una forma de estupidez.
¿Cree que alguna vez tendremos políticos de la talla de Julio César, por ejemplo? Cornelia afronta sus obligaciones y sus retos de una forma muy actual. No encontramos hoy a nadie parecido, sin caer en anacronismos…
Julio César es el político que le da la puntilla a una República que ya no tenía salvación. No la mata él. Ya estaba muerta. Había por lo tanto un vacío que era necesario llenar, porque siempre manda alguien y lo peor es, como decía Ortega, que esté oscuro el asunto del mandar, es decir, que no se sepa quién manda. La crisis de las democracias occidentales que ahora vivimos no tiene una solución en el caudillismo pero vamos por ese camino. Que los dioses nos protejan.
Se lo decía también al recordar a la exministra Carmen Calvo ofendida al escuchar «Carmen Calvo, dixit» en el Congreso. Toda una doctora en Derecho Constitucional no tenía ni idea de latín (se fue por los cerros ¡no de Úbeda, sino de Pixie y Dixie!).
Sí, es un síntoma muy alarmante pero en modo alguno único de hasta qué punto tener una buena formación se ha convertido en algo inane o carente de valor. La gran educación occidental ha sido demolida a conciencia en las últimas décadas. Ha triunfado la pedagogía del entretenimiento y producimos analfabetos funcionales a paletadas. Recuerdo a otro catedrático que me acusaba en las páginas del periódico oficial de emplear el argumento, como hacen los políticos con la corrupción, del «y tú más» y empleaba la expresión latina «tu quoque», pero «tu quoque» no significa «y tú más» sino «tú también». Es lo que Julio César le dijo a su hijo Bruto cuando lo vio, puñal en mano, entre sus asesinos. Ya sabe: «Bruto, tú también, hijo mío». Esto venía a propósito de las barbaridades hechas por España a lo largo de la historia que supuestamente yo pretendía excusar diciendo que los otros habían hecho también sus maldades. Catedrático de toda la vida.
Conmueven los pasajes referidos a la infancia de Cornelia. Su inocencia: «No entiendo, madre, ¿por qué alguien iba a querer inventar algo así?» La madre insta a Antígona que le explique, para empezar, qué era eso de la envidia…
Cornelia tuvo una infancia difícil. Fue la hija pequeña de un hombre ya con bastantes años. Escipión el Africano había rebasado los cuarenta generosamente cuando ella nació. No le tocó vivir la época de gloria de su padre, cuando era el salvador de Roma, el vencedor de Aníbal, sino aquel tiempo en que fue acusado y perseguido de una manera insidiosa y miserable por sus enemigos, que estuvieron esperando la ocasión propicia. Y estuvo a punto de ir a prisión. Fue entonces cuando abandonó Roma y escribió para su propia tumba ese amargo epitafio: «Ingrata patria, no te entregaré mis huesos». La envidia fue como una mala yerba que rodeó a varias generaciones de Escipiones: Escipión el Africano, su hija Cornelia y sus nietos, Tiberio y Cayo. He intentado contar eso. Cuán envidiosos de la honestidad son los que carecen de ella.

No hemos sabido de Cornelia hasta ahora porque ella y sus hijos fueron derrotados. Aún en la derrota viven rasgos que otorgan mucha dignidad…
Efectivamente, fueron absolutamente derrotados. Los hijos de Cornelia, Tiberio y Cayo, fueron asesinados de una manera espantosa y luego la historia la escribieron los vencedores, fundamentalmente Polibio, que estaba al servicio de Emiliano, yerno de Cornelia y enemigo mortal de sus hijos. Porque esta es también una historia terrible de intrigas familiares.
Las mujeres de Roma eran de armas tomar. Sin embargo, recuerdo estupefacta cuando Mary Beard, al recoger el premio Princesa de Asturias, dijo que ninguna mujer hoy se cambiaría por ninguna mujer de la Roma clásica. Qué desencaminada Beard…
Bueno, esto de proyectar las ideas que hoy tenemos de bienestar o felicidad sobre el pasado es lo común. Es un rasgo de infantilismo adolescente. Solo mi mundo vale algo y todo lo que no se parece a mi mundo, mi estilo de vida o mis ideas de bueno o malo debe ser rechazado. Es posible que muchas mujeres de Roma o de otro tiempo, con otras ideas y otros principios, tampoco cambiaran su vida por la que llevamos las mujeres de hoy. Es difícil saberlo pero merece una reflexión.
Recupera, acertadamente, el género epistolar con las cartas romanas. Al correo nos llegaba lo más emocionante, lo sorprendente, cartas divertidas, otras tiernas… Y ahora sólo recibimos facturas y estamos entregados al WhatsApp y el e-mail.
El género epistolar fue muy rico en el mundo clásico. Hay cartas familiares, filosóficas y de muchas clases. La gente antes escribía muchas y largas cartas. Me apetecía usar un género muy clásico pero poco empleado en la actualidad. Y la presencia de las cartas en nuestras vida ha durado hasta hace poco. La inmediatez del WhatsApp y el correo electrónico ha diluido o directamente destruido el esfuerzo de concentración y buena sintaxis a que obligaba una carta. La mano humana ha desaparecido, la letra inconfundible de tu padre, tu novio, tu amiga… Y la comunicación lejos de hacerse más profunda se ha hecho más banal y menos cercana. Es curioso, ¿no?
San Agustín decía: «Todo lo que inventamos no es necesariamente mentira; siempre que aporte algún significado no debe considerarse mentira, sino una cierta expresión de verdad». ¿Qué aportaciones narrativas querría que llegaran al lector cuando lean Ingrata Patria?
Líbreme Dios de decirle a nadie cómo tiene que leer un libro, ni siquiera mío. No. Cada uno leerá un libro diferente. Si he logrado un poquito de eso que Horacio decía que era el principio básico a que todo texto debía aspirar, «prodesse et delectare», es decir, aprovechar y deleitar, pues ya me doy por satisfecha.
La historia de Roma, el latín, la cultura, la civilización… es lo que a usted le ha llenado siempre. ¿Disfruta más investigando y gestando sus libros que cuando ya tiene el resultado, como buena filóloga?
Lo que importa es el camino. El viaje a Ítaca. No leo o muy raramente y sólo porque algo me obliga a hacerlo lo que ya he publicado. Entre otras cosas, porque soy neuróticamente perfeccionista e inmediatamente me pongo a corregir. No sirve de nada y sólo me atormento pensando «esta frase hubiera quedado mejor de esta otra forma». Disfruto estudiando, aprendiendo. La curiosidad me puede.
No puedo dejar de lado el destierro que sufren las Humanidades en España. Un país se puede destruir sin humanidades y sin la educación. Recuerdo unas jornadas del ministerio de Cultura sobre lectura fácil en los museos donde se instó a terminar con los números romanos porque no los comprendía todo el mundo…
No es un problema de España. Hay que salir de la autarquía típicamente española. Es común a todo el Occidente. Hay países donde avanza más lentamente como Alemania o Italia y otros en que va a uña de caballo como España o Inglaterra. He enseñado latín vulgar a alumnos de doctorado de una de las universidades más prestigiosas del mundo que no tenían ni idea de latín. ¿Entonces, cómo se les iba a enseñar latín vulgar? Un absoluto despropósito.
Qué tristeza comprobar que esta época ha hecho de la ignorancia un ideal ¿Puede ser escribir, para usted, una válvula para salir de esta mediocridad? Como ese propio huerto en el que refugiarnos en unas virtudes y una vida interior que consuelen ante la barbarie…
Procuro no engañarme a mí misma o lo mínimo posible. Sé que pertenezco a un mundo que está desapareciendo. Lo que hay a mi alrededor no me gusta. Lo que se ve en las pantallas es horroroso, ese chillerío, esa mala educación, cuánto más grosero y más vulgar, mejor. Esa parece la norma. No puedo soportarlo, así que sí, me aíslo con mis libros y mis amigos.
¿Nos iría mejor imitando personalidades como la de Cornelia, al menos teniéndola en cuenta como ejemplo?
Cornelia es un tipo de ser humano que no puede existir en el mundo actual. Se habría abierto las venas antes de hacer exhibición de sus heridas u ostentación de victimismo. Los valores que hicieron fuerte su carácter no tienen cabida en la actualidad. Podemos admirarla pero nadie ya resistiría el esfuerzo de ser Cornelia Africana.
