Publicado en Filosofía Digital
“Reconozco, por supuesto, que de la libertad de filosofar se derivan a veces ciertos inconvenientes. Pero ¿qué institución ha sido jamás tan bien organizada, que no pudiera surgir de ella inconveniente alguno? Quien pretende determinarlo todo con leyes, provocará más bien los vicios, que los corregirá. Lo que no puede ser prohibido, es necesario permitirlo, aunque muchas veces se siga de ahí algún daño. ¿Cuántos males, en efecto, no provienen del lujo, la envidia, la avaricia, la embriaguez y actos similares? Y se los soporta, sin embargo, porque no pueden ser evitados por la prohibición de las leyes, aunque sean realmente vicios. Es necesario, pues, conceder a los hombres la libertad de juicio y gobernarlos de tal suerte que, aunque piensen abiertamente cosas distintas y opuestas, vivan en paz. No cabe duda de que esta forma de gobernar es la mejor y la que trae menos inconvenientes, ya que está más acorde con la naturaleza humana. Efectivamente, en el Estado democrático (el que más se aproxima al estado natural), todos han hecho el pacto de actuar de común acuerdo, pero no de juzgar y razonar. Es decir, como todos los hombres no pueden pensar exactamente igual, han convenido en que tuviera fuerza de decreto aquello que recibiera más votos, reservándose siempre la autoridad de abrogarlos, tan pronto descubrieran algo mejor. De ahí que cuanto menos libertad se concede a los hombres, más se aleja uno del estado más natural y con más violencia, por tanto, se gobierna.”
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A partir de los fundamentos del Estado hemos visto cómo puede cada uno usar su libertad de juicio, dejando a salvo el derecho de las supremas potestades. A partir de ellos podemos determinar, con la misma facilidad, qué opiniones son sediciosas en el Estado: aquellas cuya existencia suprime, ipso facto, el pacto por el que cada uno renunció al derecho a obrar según el propio criterio. Por ejemplo, si alguien está internamente convencido de que la potestad suprema no es autónoma, o de que nadie está obligado a cumplir sus promesas, o de que todo el mundo debe vivir según su propio criterio y otras cosas similares, que contradicen abiertamente a dicho pacto, es sedicioso.
Pero no tanto por su juicio y opinión, cuanto por el hecho que dichos juicios implican; puesto que, por el simple hecho de que él piensa tal cosa, rompe la promesa de fidelidad, tácita o manifiestamente hecha a la suprema potestad. Así, pues, las demás opiniones que no llevan consigo el hecho, es decir, la ruptura del pacto, la venganza, la ira, etc., no son sediciosas; excepto quizá en un Estado de algún modo corrompido, en el que los supersticiosos y los ambiciosos, que no pueden soportar a los hombres de buena voluntad, han llegado a adquirir tanto renombre, que su autoridad tiene más valor para la plebe que la de las potestades supremas.
No negamos, sin embargo, que también existen ciertas opiniones que, aunque parecen referirse simplemente a la verdad y a la falsedad, son, no obstante, expuestas y divulgadas con inicua intención. Tales opiniones ya las hemos determinado en el capítulo XV; de forma, sin embargo, que la razón se mantuviera libre. Y si consideramos, finalmente, que la fidelidad de cualquiera al Estado, lo mismo que a Dios, sólo se conoce por las obras, esto es, por la caridad hacia el prójimo, no podremos dudar en absoluto que el mejor Estado concederá a cada uno tanta libertad de filosofar como, según hemos demostrado, le concede la fe.
Reconozco, por supuesto, que de dicha libertad se derivan a veces ciertos inconvenientes. Pero ¿qué institución ha sido jamás tan bien organizada que no pudiera surgir de ella inconveniente alguno? Quien pretende determinarlo todo con leyes, provocará más bien los vicios que los corregirá. Lo que no puede ser prohibido es necesario permitirlo, aunque muchas veces se siga de ahí algún daño. ¿Cuántos males, en efecto, no provienen del lujo, la envidia, la avaricia, la embriaguez y actos similares? Y se los soporta, sin embargo, porque no pueden ser evitados por la prohibición de las leyes, aunque sean realmente vicios. Con mucha razón, pues, se debe conceder la libertad de juicio, puesto que es una virtud y no puede ser oprimida. Añádase a esto, que no se deriva de ella ningún inconveniente que no pueda ser evitado (como enseguida mostraré) por la autoridad del magistrado. Y no menciono ya el hecho de que esta libertad es primordial para promover las ciencias y las artes. Estas, en efecto, sólo las cultivan con éxito quienes tienen un juicio libre y exento de prejuicios.
Pero supongamos que esta libertad es oprimida y que se logra sujetar a los hombres hasta el punto de que no osen decir palabra sin permiso de las supremas potestades. Nunca se conseguirá con eso que tampoco piensen nada más que lo que ellas quieren. La consecuencia necesaria sería, pues, que los hombres pensaran a diario algo distinto de lo que dicen y que, por tanto, la fidelidad, imprescindible en el Estado, quedara desvirtuada y que se fomentara la detestable adulación y la perfidia, que son la fuente del engaño y de la corrupción de los buenos modales. Pero está muy lejos de ser posible eso: que todos los hombres hablen de modo prefijado. Antes al contrario, cuanto más se intenta quitarles la libertad de hablar, más se empeñan en lo contrario; no ya los avaros, los aduladores y los demás impotentes de carácter, cuya máxima salvación es contemplar los dineros en el arca y tener el estómago lleno, sino aquellos a los que la buena educación, la integridad de las costumbres y la virtud han hecho más libres.
Los hombres son, por lo general, de tal índole, que nada soportan con menos paciencia que el que se tenga por un crimen opiniones que ellos creen verdaderas, y que se les atribuya como maldad lo que a ellos les mueve a la piedad con Dios y con los hombres. De ahí que detesten las leyes y se atrevan a todo contra los magistrados, y que no les parezca vergonzoso, sino muy digno, incitar por ese motivo a la sedición y planear cualquier fechoría. Dado, pues, que la naturaleza humana está así constituida, se sigue que las leyes que se dictan acerca de las opiniones, no se dirigen contra los malvados, sino contra los honrados, y que no se dictan para reprimir a los malintencionados, sino más bien para irritar a los hombres de bien, y que no pueden ser defendidas sin gran peligro para el Estado.
Añádase a ello que tales leyes son inútiles del todo. Quienes creen, en efecto, que las opiniones condenadas por las leyes son sanas, no podrán obedecer a las leyes; y, al revés, quienes las rechazan como falsas reciben como privilegios las leyes que las condenan, y tanto se envalentonan con ellas que el magistrado no será capaz, más tarde, de abrogarlas, aunque quiera.
Finalmente, ¿cuántos cismas no han surgido en la Iglesia de este hecho, sobre todo, de que los magistrados han querido dirimir con leyes las controversias de los doctores? Porque si los hombres no alimentaran la esperanza de traer a su favor a las leyes y a los magistrados y de triunfar, con el general aplauso, sobre sus adversarios y de conquistar honores, nunca lucharían con ánimo tan inicuo ni herviría en sus mentes tanto furor. Y esto no lo enseña sólo la razón, sino también la experiencia con ejemplos diarios. Leyes semejantes, con las que se impone qué debe creer cada uno y se prohibe decir o escribir algo contra tal o cual opinión, han sido con frecuencia dictadas para condescender o más bien ceder ante la ira de aquellos que no pueden soportar a los caracteres libres, y que, por una especie de torva autoridad, pueden cambiar fácilmente la devoción de la masa sediciosa en rabia e instigarla contra quienes ellos quisieran.
¿No sería mucho más útil reprimir la ira y el furor del vulgo, que dictar leyes inútiles, que no pueden ser violadas sino por quienes aman las virtudes y las artes, y que encerrar al Estado en límites tan angostos que no pueda soportar a los hombres sinceros? Porque ¿puede concebirse mal mayor para el Estado que enviar como réprobos al exilio a varones honestos, porque tienen otras ideas y no saben disimularlas? ¿Qué puede haber, insisto, más pernicioso que tener por enemigos y llevar a la muerte a hombres que no han cometido ningún crimen ni fechoría, simplemente porque son de talante liberal; y que el cadalso, horror para los malos, se convierta en el teatro más hermoso, donde se expone, ante el oprobio más bochornoso de la majestad, el mejor ejemplo de tolerancia y de virtud? Pues quienes tienen conciencia de su honradez no temen a la muerte, como los malvados, ni suplican el indulto del suplicio; lejos de estar angustiados por el remordimiento de una mala obra, consideran honroso, que no un suplicio, morir por una buena causa y glorioso morir por la libertad. ¿Qué se busca, entonces, al decretar la muerte de tales hombres, si las personas indolentes y pusilánimes ignoran el motivo, las sediciosas lo odian y las honradas lo aman? Efectivamente, nadie puede sacar de ella un ejemplo, si no es para imitarlo o al menos para adularlo.
Por consiguiente, para que se aprecie la fidelidad y no la adulación y para que las supremas potestades mantengan mejor el poder, sin que tengan que ceder a los sediciosos, es necesario conceder a los hombres la libertad de juicio y gobernarlos de tal suerte que, aunque piensen abiertamente cosas distintas y opuestas, vivan en paz. No cabe duda de que esta forma de gobernar es la mejor y la que trae menos inconvenientes, ya que está más acorde con la naturaleza humana. Efectivamente, en el Estado democrático (el que más se aproxima al estado natural), todos han hecho el pacto, según hemos probado de actuar de común acuerdo, pero no de juzgar y razonar. Es decir, como todos los hombres no pueden pensar exactamente igual, han convenido en que tuviera fuerza de decreto aquello que recibiera más votos, reservándose siempre la autoridad de abrogarlos, tan pronto descubrieran algo mejor. De ahí que cuanto menos libertad se concede a los hombres, más se aleja uno del estado más natural y con más violencia, por tanto, se gobierna.
Sirva de ejemplo la ciudad de Amsterdam, la cual experimenta los frutos de esta libertad en su gran progreso y en la admiración de todas las naciones. Pues en este Estado tan floreciente y en esta ciudad tan distinguida, viven en la máxima concordia todos los hombres de cualquier nación y secta; y para que confíen a otro sus bienes, sólo procuran averiguar si es rico o pobre y si acostumbra a actuar con buena fe o con engaños. Nada les importa, por lo demás, su religión o secta, ya que éstas de nada valen con vistas a ganar o a perder una causa ante el juez. Y no existe en absoluto una secta tan odiosa, que sus miembros (con tal que no hagan daño a nadie y den a cada uno lo suyo y vivan honradamente) no estén protegidos con la autoridad y el apoyo público de los magistrados.
Cuando, por el contrario, la controversia sobre la religión entre los remontrantes y los contrarremontrantes comenzó, hace tiempo, a ser debatida por los políticos y los Estados provinciales, condujo, finalmente, al cisma. Se constató entonces, en muchos casos, que las leyes que se dictan sobre la religión, es decir, para dirimir las controversias, más irritan a los hombres que los corrigen, y que otros, además, sacan de ellas una licencia sin límites; y que, por otra parte, los cismas no surgen de un gran amor a la verdad (fuente de camaradería y de mansedumbre), sino del ansia profunda de mando. Por estos ejemplos está más claro que la luz del día que son más cismáticos quienes condenan los escritos de otros e instigan, con ánimo sedicioso, al vulgo petulante contra los escritores, que estos mismos escritores, que sólo suelen escribir para los hombres cultos y sólo invocan en su apoyo a la razón. Consta, además, que son realmente perturbadores quienes no son capaces de soportar, en un Estado libre, la libertad de juicio, que no puede ser aplastada.
Con esto hemos demostrado: 1º) que es imposible quitar a los hombres la libertad de decir lo que piensan; 2º) que esta libertad puede ser concedida a cada uno, sin perjuicio del derecho y de la autoridad de las potestades supremas, y que cada uno la puede conservar, sin menoscabo de dicho derecho, con tal que no tome de ahí licencia para introducir, como derecho, algo nuevo en el Estado o parta hacer algo en contra de las leyes establecidas; 3º) que cada uno puede gozar de la misma libertad, dejando a salvo la paz del Estado, y que no surge de ahí ningún inconveniente que no pueda ser fácilmente reprimido; 4º) que cada uno puede tener esa misma libertad, sin perjuicio tampoco para la piedad; 5º) que las leyes que se dictan sobre temas especulativos, son inútiles del todo; 6º) y finalmente, que esta libertad no sólo puede ser concedida sin perjuicio para la paz del estado, la piedad y el derecho de las supremas potestades, sino que debe ser concedida sin perjuicio para la paz del Estado, la piedad y el derecho de las supremas potestades, sino que debe ser concedida para que todo esto sea conservado. Pues, cuando por el contrario, se intenta arrebatarla a los hombres y se cita a juicio a las opiniones de los que discrepan y no a sus almas, que son las únicas que pueden pecar, se ofrece a los hombres honrados unos ejemplos que parecen más bien martirios y que, más que asustar a los demás, los irritan y los mueven a la misericordia, si no a la venganza. Por otra parte, los buenos modales y la fidelidad se deterioran, y los aduladores y los desleales son favorecidos; los adversarios triunfan, porque se ha cedido a su ira y han atraído a quienes detentan el poder al bando de la doctrina de la que ellos se consideran intérpretes. De ahí que se atrevan a usurpar su autoridad y su derecho; y alardean sin rubor de haber sido inmediatamente elegidos por Dios y de que sus decretos son divinos, mientras que los de las supremas potestades son humanos; y pretenden, por tanto, que éstos se subordinen a los decretos divinos, es decir, a los suyos propios. Nadie puede ignorar que todo esto contradice de plano a la salvación del Estado.
Concluimos, pues, que nada es más seguro para el Estado que el que la piedad y la religión se reduzca a la práctica de la caridad y la equidad; y que el derecho de las supremas potestades, tanto sobre las cosas sagradas como sobre las profanas, sólo se refiere a las acciones y que, en el resto, se concede a cada uno pensar lo que quiera y decir lo que piense.
Con esto, he terminado lo que me había propuesto exponer en este tratado. Sólo me resta advertir expresamente que no he escrito en él nada que no someta con todo gusto al examen y al dictamen de las supremas potestades de mi patria. Pues, si ellas estimaran que algo de lo que he dicho se opone a las leyes patrias o constituye un obstáculo para la común salvación, quiero que se lo dé por no dicho. Sé que soy hombre y que he podido equivocarme. He puesto, no obstante, todo empeño en no equivocarme y, sobre todo, en que cuanto he escrito, estuviera plenamente de acuerdo con las leyes de la patria, la piedad y las buenas costumbres.
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BARUCH DE SPINOZA, Tratado teológico-político, cap. XX (2ª parte). Alianza Editorial, 1986. Traducción de Atilano Domínguez. [FD, 22/11/2008].